Los regalos perdidos: un cuento de Navidad (2)

Entró de un salto, con su mazo en alto, y las piernas dobladas y en tensión, preparadas para saltar en cualquier dirección. Nunca lo había hecho, pero había soñado decenas de veces viéndose en el papel de héroe, supliendo a los personajes de los libros que leía o a los que él mismo se inventaba. O héroe de las situaciones que aparecían en las noticias, o en la vida…

Se fue incorporando poco a poco… no había nadie en el desván…

De repente, a su derecha escuchó el roce de una tela por el suelo… se giró y volvió a tensar su brazo, con su mazo en ristre, que había empezado a bajar instantes antes.

– ¡No te muevas! ¿Quién eres? – gritó a la vez que buscaba a tientas el interruptor de la luz.

Su voz temblaba. No era como lo soñaba, no era lo mismo cuando se imaginaba… y esa mierda de voz que le salía, que parecía cualquier cosa menos la de un héroe… ¡quién le iba a tener respeto con esa voz!

– ¡No me pegues!

Fue solo un susurro, pero eso le atemorizó un poco más. En su fuero interno esperaba que todo efectivamente fuera fruto de su imaginación y que esa sombra se diluyera como los ruidos antes. Pero parecía que todo tenía un algo de realidad…

– ¡Sal y que te pueda ver!

Esta vez controló mejor la voz, y al menos no tembló, aunque seguía sonando muy rara… ¿Por qué precisamente esa noche?

De detrás de una caja grande, al lado de donde estaba el escenario de los títeres que sus abuelos utilizaban para sus representaciones, salió una figura indeterminada, con una especie de turbante en la cabeza. Iba vestido con lo que parecía una capa.

– ¿Quién eres? – preguntó Ebro intentando mostrarse decidido.

– No te voy a hacer nada, baja ese martillo – contestó la figura con voz temblorosa – Por favor.

Ebro se giró buscando los interruptores de la luz que antes no había sido capaz encontrar, y los dio todos. Hasta entonces solo estaba encendida una bombilla justo en la puerta, la que siempre tenía su abuelo prendida para ver el último escalón que estaba detrás de la puerta. No es que fuera una luz cegadora, pero al menos las otras tres bombillas que estaban repartidas por la estancia dieron una ligera penumbra y le permitía ver con algo de claridad.

– Soy un paje de los Reyes Magos. Me he perdido… y estoy cansado… no quiero…

– ¡Un paje de los Reyes Magos!

Ebro había pronunciado esas palabras con sorpresa y estupor y una cierta dosis de cachondeo. Pensó que le estaba tomando el pelo. “Seguro que es un amigo de mi abuelo y me han preparado esta broma”. Caminó rápido para verle a la cara al supuesto paje perdido. Lo cogió de un hombro y lo empujó debajo de una bombilla. Pero no vio ninguna cara conocida del pueblo, ni ninguna cara de los nietos de los amigos de su abuelo, porque el paje era muy joven.

– ¿Qué años tienes, paje perdido?

– Los pajes reales no tenemos edad…

– Pareces un crío.

– Pues tú no pareces ser muy mayor – dijo con un tono medio ofendido el paje.

– Yo al menos sé los años que tengo, Paje perdido.

– Chico desconocido, yo al menos te he dicho quién soy – le dijo desafiante.

– Yo soy Ebro – contestó con aplomo – Tengo doce años. ¿Y cómo te perdiste?

– Iba a llevar estos regalos… – y sacó una saca de tela de debajo de la capa – pero me despisté, y… no puedo volver sin encontrar a sus destinatarios… me echaría la bronca y me quitarían del servicio del Rey Persifo.

– Los Reyes Magos no echan la bronca… ¿El rey Persifo? No hay ningún rey Mago que se llame así.

– ¡Huy! ¿Y quién ha dicho eso? También algunos pretenden decir que no existe ningún Rey Mago, pero eso es falso, claro está. El Rey Persifo es el Rey olvidado, pero existir, existe, como los otros tres y es el que hace el trabajo sucio, los otros son los relaciones públicas y se dedican a ir de cabalgata en cabalgata. El trabajo lo hace el Rey Persifo. Y tiene muy malas pulgas.

Ebro lo miraba escéptico.

– Ven conmigo y volvemos sin entregar los regalo, y ya verás… ya verás… – el Paje perdido movía su mano libre de arriba a abajo con rapidez.

– Es cierto – dijo una voz a su espalda.

Ebro se dio la vuelta y se volvió a poner en guardia. No necesitó ver quién era, puesto que ella, porque era una chica vestida de bailarina de ballet, parecía como si irradiara una luz que la hacía perfectamente visible.

– Soy la bailarina de la caja de música.

– ¿Y… ? – Ebro iba a preguntar, pero ella siguió hablando como si no hubiera dicho nada.

– Necesito una pareja para aprender a bailar. ¿Quieres bailar conmigo Ebro de doce años?

– Ebro Juvenal Ibarra, ese es mi nombre. – no le gustaba eso de “Ebro de doce años”

– Ebro Juvenal Ibarra ¿quieres bailar conmigo?

– ¡Yo no sé bailar¡ El paje… ¿Por qué no te enseña el paje?

– No, yo no… – el paje al intentar alejarse de la bailarina, se trastabilló con la capa, y cayó al suelo.

– ¿Ves como no puede ser el paje? – dijo ella mirándolo con desprecio – Los pajes reales solo sirven para acarrear sacas de regalos, y éste ni para eso.

El Paje perdido fue a protestar, pero Ebro habló antes:

– Pues yo soy un patoso al que nadie quiere en su equipo. ¿Y por qué eres una bailarina de una caja de música si eres humana? ¿Qué clase de…?

– ¿Dónde está el bello durmiente? ¿Quién es el dueño de esta posada?

– Éste, éste – el paje señaló a Ebro, mientras se guarecía detrás del teatrillo.

Un muchacho ataviado con el uniforme de los mosqueteros del Rey y con la espada desenvainada, miraba altivo y desafiante a Ebro.

– ¿Y tú quién cojones eres? – le espetó Ebro, al que la actitud del recién llegado, había conseguido sacar su orgullo oculto, a parte de que le había molestado que le interrumpiera su conversación con la bailarina.

– Soy René, el quinto mosquetero, el olvidado.

– ¿Otro olvidado? Además no hay un quinto mosquetero. Estoy precisamente leyendo su historia…

– Zagal, mi soldado no miente. ¿Cómo osas dudar de su palabra? Es el mosquetero del que nadie se acuerda, y punto.

Detrás del supuesto mosquetero, había aparecido un hombre con pose y vestimentas de Príncipe, cuando menos de caballero. Sus ropajes parecían de buen paño y cortados con destreza por algún sastre de fama.

– Busco al bello durmiente – el supuesto caballero intuyó que el zagal al que se refería iba a hacerse valer y se adelantó.

– ¿Quién coño… ? – Ebro recapacitó sobre todo lo que sucedía… parecía una broma pesada… – Esto es una broma… seguro. ¿Quién eres? – Le espetó con dureza al Príncipe, quién parecía tener más autoridad que el resto – Además, en todo caso será la bella durmiente, porque era…

– ¿Osas llevarme la contraria a mí también, descarado zagal? ¿Acaso piensas que no sé a quién amo, y a quién he buscado desde hace una eternidad? El Bello durmiente, el olvidado por los contadores de cuentos. Ese es mi amor, y quién hará florecer esta rosa – señaló el príncipe una flor ajada y seca que llevaba cuidadosamente guardada en una caja de cristal – cuando con un beso, logre que despierte y sonría.

El Príncipe bajó la cabeza y se giró ligeramente para ocultar la lágrima que había aparecido en su ojo izquierdo. “Un Príncipe no llora” le repetía su padre martilleándole la cabeza. Pero solo fue una gota de agua salada. Una.

– Bello príncipe – dijo melosa la bailarira – si me enseñas a bailar, yo te mostraré al Bello durmiente

– Mis bailes están ocupados hasta el fin de los días, bella dama. Pero mi guardián, el mosquetero olvidado quizás…

– Mi Príncipe sabe que mi corazón está comprometido con la bella Esmeralda…

– Este bello joven, seguro que se prestará a enseñarte a bailar – dijo seguidamente el Príncipe, buscando una salida a las necesidades de la bailarina, y de paso conseguir que le dijera el lugar en dónde el Bello durmiente, esperaba el beso reparador.

– Yo no bailo, y además…

– ¡Por favor! – suplicó la bailarina, que veía como nadie la iba a ayudar, y así, poder meterse en su caja de música y servir al fin con el que fue creada.

El Príncipe, viendo que Ebro no cedía, puso rodilla entierra, se quitó su sombrero mientras hacía un casi imperceptible gesto al mosquetero René para que le imitara, e hizo una fina filigrana en el aire con él, presentando sus respetos como si lo hiciera ante su Rey.

– Caballero, tenga a bien servir a esta bella dama, y de paso a este caballero desesperado que durante cientos de años ha recorrido el mundo en busca de su amor, el bello más bello del mundo, un alma pura dentro de un cuerpo perfecto y al que busco con ahínco… se me acaban las fuerzas, adalid de las causas perdidas… tienes un alma generosa, lo veo en tus ojos… préstanos este servicio, y serás recompensado.

– Yo no se bailar, soy un patoso… – intentó quejarse Ebro.

– ¡Mentira! – apuntó decidido el paje perdido saliendo de su escondrijo – Yo lo vi recorrer este palacio con agilidad desusada, y empuñar el mazo con habilidad y prestancia.

El Príncipe fijó su mirada en Ebro. Éste pasaba la suya de uno a otro, buscando una escapatoria a la situación… no quería bailar y menos delante de tanta gente.

– Yo te indico – se ofreció el Príncipe.

– Pero yo… – intentó disculparse de nuevo Ebro, pero la mirada de todos estaba fija en él y no se atrevió a continuar.

Soltó la maza que todavía sostenía con fuerza y se acercó a la bailarina que se puso colorada de la emoción y también un poco de la vergüenza. Tantos años de espera… por fin podría cumplir su misión en el mundo… la misión para la que fue creada.

El Príncipe indicó a Ebro que extendiera el brazo derecho hacia arriba y hacia un lateral, con la mano extendida hacia abajo. La bailarina posó su mano izquierda sobre la mano del joven, y de repente, en el escenario del teatrillo, aparecieron seis chicos con sus instrumentos, y empezaron a tocar.

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– Y vuelta, y vuelta…

El Príncipe iba animando a los bailarines y estos poco a poco iban afinando el baile. Al principio se chocaron, se pisaron… “Perdona” decía azorado Ebro cada vez que pisaba a la joven y ésta le miraba con rubor, cerrando ligeramente los ojos, cada vez que era al revés…

La música cesó, y Ebro y la Bailarina de la caja de música se hicieron una pequeña reverencia mientras sonreían satisfechos y el resto de los asistentes prorrumpían en aplausos.

– ¡Bravo zagal! – arengaba el Príncipe que había olvidado por un momento sus ansias de encontrar al amor de su vida, en una historia olvidada por los contadores de cuentos.

Pero la bailarina no se había olvidado de su promesa, y con un gesto teatral, estirando el brazo lentamente, señaló al otro lado de la estancia, en donde en una cama con un dosel bermellón con finos bordados de motivos florales en oro y plata que se iba iluminando mágicamente, tapado por finas sábanas de seda, dormía plácidamente un bello joven de cabellos largos y negros. De su cuello y en una cadena de oro, exhibía una imagen también en oro, que representaba una rosa, con pequeños diamantes a modo de estambres.

“¡Cómo la rosa que lleva el Príncipe!, pensó ilusionado Ebro.

Todos pudieron sentir la emoción que de repente embargó al Príncipe y le vieron dirigirse hacia la cama, con paso calmo y tembloroso, muy alejado de la seguridad que había exhibido minutos antes al hacer su entrada en el desván. El miedo le atenazaba: miedo de que fuera una aparición creada por el hada malvada, la misma que había conjurado a las fuerzas del mal para que no pudiera vivir con su amor hacía no menos de 850 años.

Los músicos que no habían abandonado el escenario del teatrillo, tocaron a redoble.

– ¿A qué es bello mi amor? – dijo el Príncipe cuando llegó al lado del durmiente, quedándose arrobado contemplando sus facciones que debido al tiempo transcurrido, apenas recordaba. Delicadamente, recorrió con su mano enguantada, las suaves curvas de su rostro, sus pómulos, sus ojos cerrados, su frente, su mentón… sus labios. Estaba nervioso… “¿y si fallaba el conjuro y no se despertaba?” Moriría en ese instante, pensaba…

Ebro se conmovió con él. Recordó la historia de su tío abuelo Ernesto y de Juan, su amante. Veía como dudaba… como el miedo le atenazaba. El miedo al futuro, al rechazo, a tantas cosas… a no ser como lo había soñado durante una eternidad. Tuvo un arranque y se acercó a él. Le puso la mano en el hombro. Se miraron a los ojos. Ebro hizo un pequeño gesto como para invitarle a que le diera el beso. El Príncipe asintió levemente. Respiró profundo, y cerrando los ojos, se agachó. La bailarina de la caja de música se acercó también, y el mosquetero olvidado por los contadores de historias. Los músicos en segundo plano, cambiaron el redoble por una suave melodía que invitaba al amor.

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Lentamente se fue agachando. Su boca estaba seca, lo notaba. Pensó en beber un vaso de agua, pero… no se atrevió a romper el encanto. Posó sus labios resecos sobre la frente de su amado.

– ¡En los labios! – le indicó el Paje perdido del Rey Mago olvidado.

Volvió a respirar, se pasó la lengua por sus labios, en un vano intento de humederlos. Y con los ojos cerrados, besó sus labios suavemente.

En el desván reinaba el silencio. Los músicos cesaron su música. Todos contenían la respiración. Miraban.

De repente, la nariz del Bello durmiente, se movió ligeramente. Sus labios le siguieron. El cuerpo se fue poniendo en tensión, y al cabo de unos instantes eternos, sus ojos se abrieron al fin, despacio, deslumbrados por la claridad que irradiaba la cama.

La bailarina se tapo la cara con sus manos. Unas saladas resbalaron por sus mejillas. El Paje perdido saltó de alegría y el Mosquetero respiró profundo: el periplo había acabado. Ebro seguía pendiente del Príncipe, que por un momento estuvo a punto de desmayarse. Pero el chico lo evitó sujetándole por el brazo.

El bello durmiente miró. No vio nada más que a su Príncipe. Sonrió y se incorporó despacio… se miraron, sonrieron… nada existía a su alrededor… solo ellos dos.

– ¡Por fin, mi Príncipe! – dijo con voz temblorosa, ronca y aflautada a la vez. A Ebro le recordó su propia voz esa noche.

Y se abrazaron. Y se volvieron a besar. Y se miraban, y se abrazaron, y se miraban, y sonreían… Y en la mano del Príncipe revivió rutilante la rosa ajada de la caja que portaba en una de sus manos.

Unos enanitos que aparecieron por el escenario, les trajeron agua y alimentos. Los músicos tocaron bonitas piezas de fiesta, aplausos, lágrimas… la bailarina llevada por la emotividad del momento besó suavemente a Ebro en los labios, el Paje perdido saltaba, el Mosquetero bailaba… era una fiesta

Una explosión que venía del pueblo, hizo que Ebro se quedara parado de repente. Los demás siguieron con su celebración.

– ¡Mis abuelos!

De repente los echó de menos, y se sintió mal por haberles dejado solos.

– Me tengo que ir.

Y salió corriendo sin despedirse. Debía llegar a lo que llamaban la “segunda tirada”.

Bajó la escalera en una exhalación. Abrió la puerta de la calle y salió disparado. De repente se dio cuenta de que no se había puesto el abrigo, y volvió de nuevo. Todos sus nuevos amigos estaban en la escalera, sonriendo. Él fue a decirles algo, pero el Príncipe le hizo un gesto para que corriera.

Y él corrió. Ni siquiera cerró la puerta.

Quería ver los fuegos con sus abuelos. Si él estaba de fiesta, bailando y saltando con los amigos del desván, más lo debería hacer con las personas a las que quería. Debía hacer feliz a lo que más quería en el mundo, que era su abuela. Quitarla esa sombra que su negativa a acompañarlos le había dejado en su mirada. Corrió por el camino… allí les vio, bajo el soportal de la plaza.

– ¡Abuela! – gritó Ebro.

Ella apartó la atención de la conversación que estaba teniendo con una amiga y lo miró. El gesto triste que tenía cambió radicalmente cuando vio a su nieto correr hacia ellos. Su abuelo la apretó el brazo y sonrió también.

– Ven que va a empezar – le gritó ella haciendo gestos con la mano.

Otra explosión de una de las bombas anunciadoras. Solo quedaba una, pero ya estaba allí, al lado de sus abuelos.

Se abrazaron los tres. Ebro les besó con “besos de abuela”.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó extrañado el abuelo ante semejante cambio en apenas una hora.

– Abu, estaba pensado que el día de Reyes, podríamos hacer una representación, como hacíais antes.

Su abuelo se quedó mirándolo más sorprendido aún por la respuesta de su nieto.

– Pero…

– Di que si abuelo, por fa – y Ebro puso esa cara a la que sabía que sus abuelos no se podrían resistir.

– Pero debería ser el día 5 para seguir la tradición. Y no tenemos tiempo de preparar nada, habrá que traer el teatrillo al salón del Ayuntamiento…

– Abuelo, si nos lo proponemos, saldrá bien.

– Pero tenemos que pensar una historia…

– Yo la tengo, abuelo – y Ebro se señalaba la cabeza con el dedo.

– Ya empiezan – gritó la abuela interrumpiendo la conversación, y mientras el tercer aviso subía al cielo y estallaba con un ruido sordo y atronador.

No duraron mucho, pero los disfrutaron. Eran fuegos sencillos, “caseros”, pero para ellos casi fue la mejor sesión de fuegos en mucho tiempo.

Y luego vino el baile.

Y el nieto sacó a bailar a la abuela.

– ¡Estás más alto! – dijo en un momento su abuela.

– ¡Qué va abuela!

– Estás cogiendo catarro, tienes la voz rara.

– Será la pólvora – y se encogió de hombros.

Pero la abuela estaba segura de que Ebro estaba más alto que cuando le besó al despedirse de él en casa. Y que tenía la voz distinta. Todo en apenas una hora.