Una buena mañana para correr (57).

– La donna inmovile, tachan tachan…

Ricardo se había ido apenas hacía unas horas de casa, y desde ese momento, Jaime estaba como en una nube. Se veía como uno de esos angelotes que pintaban los artistas antiguos alrededor de la virgen, sentados en una nube.

– La donna inmovile… no sé que vento…

No sabía exactamente por qué le había dado por cantar ese aria de ópera, tampoco sabía si era un aria, y para ser exactos, tampoco se la sabía. No pasaba el La donna i-noséqué. Pero daba igual.

La cinta del vídeo de su memoria estaba ya a punto de romperse. De tantas veces que la había rebobinado en ese par de horas, y había vuelto a repasar cada gesto, cada palabra de los dos desde que salieron del hospital. De como al principio habían caminado por la Av. Del Cid despacio y en silencio. Haciendo lo posible por rozarse, pero sin atreverse a abrazarse o a cogerse la mano. En todo caso, si a alguno se le ocurría alguna coña, se abrazaban en broma y exageradamente, pero sin intentar permanecer agarrados mucho tiempo.

Al final, llegaron al portal. Jaime empezó a temblar, no ya del frío que hacía, sino del miedo a dejar pasar esa oportunidad de poner las cosas en claro. Cada vez que había rememorado esa mañana la escena, una sonrisa boba se había puesto en su cara. Y ahora recordándolo otra vez, sí, le resultaba gracioso, pero en el momento real en que pasó llegó a sentir angustia. Porque en el fondo, aunque se hubiera acostado con Joan esa misma noche, aunque reconocía que Joan le gustaba mucho en todos los sentidos, cuando vio a Ricardo en la casa de Joan, esperándoles y llamando al 112, le dio un vuelco al corazón. Ese hormigueo que empezó en el coxis y acabó en la nuca, como una explosión nuclear controlada, fue la señal inequívoca de que algo había cambiado dentro de él a partir del momento en que Ricardo apareció en su despacho a buscar el teléfono de su amigo.

Esos días de zozobra, aunque había estado mal, triste, desesperado, por qué no llamarlo así, no llegó a ese punto en el que se paró a recapacitar seriamente en lo que Jaime significaba para él. Quizás pensó, intentaba protegerse de la posibilidad de que todo se fuera a la mierda. O quizás todo esto le pillara sin estar preparado y no supiera poner nombre a lo que sentía. O tuviera miedo a no estar a la altura. O de todo un poco y de todo nada. Seguía pensando que para él, mucho más tranquilo sería apartarse de esas historias de relaciones, porque no sabía todavía si el gozo que le produciría llegar a buen puerto, compensaría los sinsabores y zozobras que se padecen hasta que se consuman y llegan a buen puerto. No estaba preparado para la interpretación de las miradas, de los miedos. No estaba preparado para pensar cada gesto que hacía. Parece que el amor trae todas esas cosas: “Los dos somos muy inseguros y pardillos”.

Cerró el grifo de la ducha, y cogió una toalla para secarse. No sé dio cuenta y agarró la que había utilizado antes Ricardo. Aunque todavía estaba húmeda, se la puso en la cara para intentar sentirle cerca. Como si pudiera aprehender su aroma, su esencia. No había nada de eso, pero daba igual, era como si lo estuviera. Cerró los ojos con la toalla sobre su rostro…

– ¿Subes a casa?

– Ya me gustaría, pero es tarde, no sé…

– Por eso, da igual ya. ¿qué más te da una hora más o menos?

Jaime estaba ansioso esperando la respuesta de Ricardo. Ya que tenía esa posibilidad, pensó que no podía desaprovecharla, y poner las cartas sobre la mesa.

Ricardo meditó unos segundos la respuesta. Ahora se sentía mal por haberse acostado con Carlos, aunque por otro lado pensó que no debía fidelidad a nadie. Pero de alguna forma, si no se lo contaba a Jaime le estaba traicionando. No de una manera real, se dijo, pero si de una forma intangible. Y si quería intentar comprobar otra vez lo que daba de sí esa relación, no podía hacer lo mismo que él había interpretado que había hecho Jaime y Joan.

– Antes de nada, quiero decirte que esta noche he follado con Carlos.

Jaime se quedó mirándolo fijamente.

– Estaba enfadado, y pues quedé con uno por el chat, y resulta que era Carlos, y… follamos.

Jaime seguía callado, sin decidirse a agradecer el paso que había dado Ricardo, con otro paso del mismo calibre. Valoraba si Ricardo no pensaría que entonces desde un principio él tenía razón, e igual que habían hecho el amor esa noche, lo habían hecho antes de la celebración de sus padres.

– Sinceridad con sinceridad.

Jaime se sorprendió de lo que acababa de oír que salía de su boca. Incluso en un primer instante dudó de si lo había dicho en voz alta, o no. Pero al ver la cara de expectación que tenía Ricardo, supo que efectivamente, había hablado en voz alta.

– Esta noche me he acostado con Joan.

Al acabar de decir estas palabras, bajó la mirada al suelo. Querría haber visto la reacción de Jaime, pero era superior a sus fuerzas.

– ¿Subes?

No levantó la cabeza.

– Me gustaría.

Ricardo estaba digiriendo la información. No podía negar que le dolía. Pero tras unos instantes de batalla dialéctica en su cabeza, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo, si él pensaba que no tenía ningún compromiso y el acostarse con Carlos no había sido ninguna traición, lo mismo debería pensar de Jaime.

Y subieron a casa. Y en el ascensor, Ricardo apoyó la cabeza en su hombro. Y otra vez un escalofrío le recorrió su cuerpo, incluso, pensó, habían temblado sus manos. No se atrevió a respirar en esos escasos minutos que estuvieron en el ascensor, para que nada perturbara ese momento, y que Ricardo tuviera que apartar su cabeza.

Entraron en casa, y… se acordó de que en la cocina estaba todo patas arriba. Empezó a pensar en alguna excusa, o en inventarse algo para que Ricardo no notara nada, y le diera tiempo al menos a esconder lo que había quedado empantanado… pero no le dejó tiempo. Ricardo fue casi directo a la cocina, después de dejar el abrigo tirado en el salón. Tenía sed.

– Joan ha dejado a mitad un pastel. ¿Quieres que lo acabe?

– bu…v… esto… yo… bu…

Ahora Jaime sonreía al pensar la cara de idiota que se le quedó, y el balbuceo del que fue incapaz de salir en unos instantes.

– ¿Eso es un sí?

Ricardo asomó su cabeza por la puerta, y le miraba con cara de broma.

– No hace falta que vayas a tu cuarto para cambiar las sábanas y ordenarlo. Me hago cargo.

– ¿Que te haces cargo?

Apenas le salió esa frase en un susurro. Jaime no salía de su estupor.

– Os habéis dejado el horno encendido. Mejor, así tardamos menos.

Jaime acabó de secarse, y fue a su habitación a vestirse. Abrió su armario, y sacó una camisa amarilla fuerte, y una corbata azul. Traje azul. Siempre solía usar gris marengo, pero hoy le apetecía algo distinto.

Se fue descalzo hacia la cocina, y encendió la cafetera. Aunque al ver el bizcocho que había sobre el mostrador, cambió de opinión, y la apagó. Cogió un tazón, lo llenó de leche, y lo metió al micro. Sacó el bote de chocolate en polvo Valor, y se cortó un buen trozo de bizcocho relleno de crema pastelera.

Sacó el zumo del frigo, y se sentó en el taburete que tenia en la cocina. Cogió la cuchara, y echó cinco o seis cucharadas de chocolate en polvo. Y empezó a dar vueltas, mirando por la ventana de la cocina, el reflejo de las luces de sus vecinos que empezaban su actividad diaria.

Ricardo se puso el delantal y continuó la labor de Joan. Mientras, Jaime aprovechó y fue a recoger el cuarto. Cambió las sábanas e hizo la cama.

– ¿Ya está todo en perfecto estado de revista?

Jaime volvía a sonreír. Se estaba imaginando la cara que puso cuando volvió a la cocina, y Ricardo le recibió con esa pregunta. Y casi se atraganta con su propia saliva, al verle. Se había desnudado, y solo llevaba el delantal puesto. Estaba de espaldas, y tenía el culo al aire.

– Te decía que daba igual cómo estuviera el dormitorio, porque hoy quiero hacerlo aquí, en la cocina. Quiero tener una noche salvaje.

– ¿Salvaje? Pe… yo… hoy ha sido… pero…

– ¿Qué? Una noche loca del todo, acabada de forma loca del todo.

– ¿Estás bien, Ricar? Yo… tú no eres así…

– Llevo 4 noches sin dormir, puede que sea eso. O que follar con Carlos me haya dado fuerzas, o un punto de locura, no lo sé.

Jaime le vio acercarse poco a poco, mientras decía esto, y apenas fue consciente de que las manos de Jaime se escondían a su espalda, para soltar el delantal. Tampoco fue consciente del bulto que apuntaba hacia él, hasta que cayó el delantal a los pies de Ricardo.

– No, no… no estoy preparado para esto… ¡Ay madre!

Jaime dio un respingo y dio un saltito hacia atrás, al notar la mano de Ricardo sobre sus genitales.

– Tú no estás bien – alcanzó a susurrar antes de que Ricardo le tapara su boca con la suya – Es mejor que hablemos, y…

Pero se la volvió a tapar y no pudo proponer que dejaran eso para otro momento, y que dedicaran la noche a poner en claro las cosas pendientes, y que hablaran de Diego, y de su familia, y de las cosas que le habían pasado, y de ellos, y de Joan, y de lo que habían hecho esa tarde, y del sol, y de la luna, y del río cuando baja embravecido… todos esos eran temas para hablar esa noche…

– ¡Por Dios! ¡Ricardo! Para…

Pero no tenía convicción al decirlo… y sí los tenían sus jadeos…

– Ricardo… esto no está bien, es una… ¡Ayyyy! – gemido largo y sostenido… suave… con los ojos mirando al techo, mientras sentía sus manos recorriendo todo su cuerpo, y su lengua y sus labios recorriendo su cuello, su boca, su cuello, su boca… su pecho…

– Ricar…

Pero sus protestas cada vez tenían menos fuerza, si es que la habían tenido en algún momento… sobre todo cuando las manos de Ricardo empezaron a jugar con su culo, y buscaron su perineo… él podía haber cerrado las piernas, pero sin dudarlo ni un instante, las abrió…

– Ric…

Jaime seguía dando vueltas a la taza de chocolate. Seguía rememorando esas horas previas que había disfrutado hacía nada. Seguía en las nubes, sitio al que subió en el momento en que Ricardo se abalanzó sobre él quitándose el delantal… y… y esa misma encimera en dónde estaba desayunando, había sido unas horas antes lecho de placer… si alguien le hubiera contado que era posible sentir ese goce, por mucha capacidad de empatía que tuviera, de imaginación, no hubiera podido siquiera acercarse a lo que sintió esa noche. No fue un placer físico, o al menos no lo fue en exclusiva. Solo el cuerpo no era posible que le hiciera volar como los ángeles, o sentir algo cercano al éxtasis que experimentaron los grandes místicos de la antigüedad.

Bebió un sorbo de su taza. Estaba frío.

Miró su reloj.

– ¡Mierda! – exclamó.

Se había hecho tarde.

Mientras bajaba en el ascensor, pensaba risueño que, a lo mejor, ahora podría retomar el estudio de Santa Teresa, al poder entender mejor sus vivencias. O quizás podría emprender el estudio de las bilocaciones. Porque indudablemente, él seguía en la cocina de su casa, 4 horas antes. ¿O eran 5 ya?

Daba igual. Él seguía sonriendo. Hasta cuando se dio cuenta de que iba descalzo.

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Historia completa seguida.

Historia por capítulos.