La vida es impredecible, sinuosa. (2)

La vida es sinuosa, impredecible.

Las personas paseamos por ella, a veces tristes, a veces alegres, unas veces sabiendo lo que hacemos y dónde estamos, y otras sin querer saber. Unas veces intentamos olvidar, o no recordar lo que nos deparará el futuro, y por fin, otras veces, no queremos mirarnos en el espejo de nuestro juicio, para no enturbiar la imagen que nos hemos ido forjando de nosotros mismos.

Unas veces sabemos, y otras, cualquiera que nos mire en cualquier cafetería, mientras tomamos un café con leche, corto de café, si nos mira de aquella manera, sabrá más de lo que nosotros queremos conocer.

Levanto un momento la mirada del portátil, y repaso las personas que están sentadas a mi alrededor. La señora de la cartera y la foto de sus hijos en ella, da vueltas a su café como todos los días. Hoy todavía no ha hecho la tarta a su hija, ni posiblemente la hará. Hoy está más triste que de costumbre. No ha dormido ni siquiera diez minutos en toda la noche. Tiene ganas de morir, pero ni eso sabe hacer a estas alturas.

Una chica joven entra en la cafetería. Se sienta en la mesa de la ventana. Abre su bandolera, y saca un cuaderno con sus apuntes de econometría. Tiene examen dentro de dos días, y todavía no ha empezado siquiera a leer. El camarero se acerca, y le pide un café bien cargado: tiene que estudiar, le dice sonriendo al camarero, un chico joven, no más de 20 años. Éste se pone colorado. Ella piensa que le gusta.

Le lleva el café saltándose otros pedidos anteriores. Y le pone un platito con pastas, el doble que a cualquiera. Sonríe: el doble que a cualquiera.

La chica sonríe coqueta. Le da las gracias coqueta.

La pareja de la mesa de al lado se enfada con el camarero: “ellos estaban antes”. Le llaman la atención, no de muy buenos modos, por cierto. A sus cuarenta años, hace tiempo que olvidaron las miradas cómplices, y las ganas de vivir y de conocer gentes. Y no recuerdan ya, como es sentirse enamorados. Se casaron hace ya quince años, y hace diez que no se soportan. Tuvieron el primer niño, porque creían que iba a ser algo para toda la vida. Tuvieron el segundo, para hacer la parejita. Salió chico también, lo cual jodió sobremanera al hombre, porque quería tener una niña. Al tercero lo tuvieron para arreglar su matrimonio, que parecía que se iba a la mierda. Otro chico. Y al cuarto, lo tuvieron apenas hace tres años, en una noche loca, en la que el alcohol hizo su trabajo, y ellos el suyo. Otro chico.

Igual que no supieron tener a sus hijos, no saben como hacer que la vida sea un poco más agradable para todos. Y como ellos no saben ser felices, quieren que los demás no lo sean tampoco. No, no es eso. Lo que les pasa en realidad es que no quieren que el resto de los animales racionales o no, sean felices a su paso, para no recordar su propio fracaso.

Su hijo mayor es homosexual. Todavía no lo sabe casi ni él. Y cuando lo sepa, tampoco se lo contará a sus padres, porque ya hace tiempo que dejó de contarles nada. Su hermano de trece, dejó de invitar a sus amigos a casa, cuando tenía diez: le avergonzaban las discusiones de sus progenitores. El de siete, es un adicto a los juegos de la Play: está mejor ese mundo que el que le tocó vivir.

El de tres, llamó papá a su hermano mayor, antes de darse cuenta, que solo era su hermano.

El camarero apenas tardó un par de minutos en llevarles sus cafés: un manchado, y un cortado, con gotas de coñac.

La señora se quejó de que estaba muy cargado.

El señor se quejó de la “mierda de coñac que le había puesto”.

El chico bajó la cabeza, otra vez colorado. Les ofreció traerles otros cafés, pero la pareja no quiso. Total iban a estar igual de malos. “No volvería a ese antro” dijeron los dos casi al unísono, mientras miraban con asco y desprecio al chico de casi veinte años, y que se ganaba la vida como camarero, desde los 16, porque sus padres murieron en un accidente. El camarero buscó el apoyo cómplice de la chica de los apuntes de econometría, pero ella pasaba del tema, y miraba por la ventana, pensando en como decir a su novio, que le gustaban las mujeres, y que había empezado una relación con su prima Esmeralda. A sus 23 años, se había dado cuenta, así de repente, que le gustaban las mujeres. De que no le gustaba la carrera que estaba estudiando, se dio cuenta dos años antes de empezarla. Pero a su padre le hacía ilusión. A su madre, no, porque sabía que eso no le gustaba a su hija, pero como siempre decía ella, con una alegría igual de contagiosa que falsa: “No hay duda de que eres hija de tu padre”. En realidad su madre siempre se había sentido excluida de la vida de su hija. Y le dolía más, porque su marido nunca tuvo ninguna intención siquiera de conocer mínimamente a su hija. De ello habían hablado muchas veces al irse a la cama, pero siempre acababan igual: una girada del lado derecho llorando en silencio, el otro leyendo el Marca del lado izquierdo de la cama, con cara de saber y de conocer, y de dominar.

La pareja cabreada de los cafés, llamaron de nuevo al camarero. Lo hicieron con esa palabra mágica y que a los camareros les suele causar inmediatamente unas ganas irremediables de dar una patada en los miembros de los que las pronuncian: “¡chico, eh!”.

El camarero iba a ir a atenderles con su habitual diligencia, pero su jefe, que había visto la escena anterior, y que era el que había preparado sus cafés, le hizo un gesto, y fue él mismo hacia la mesa. La pareja aprovechó para quejarse del niñato ese que tenía como camarero, y que lo mejor que podía hacer era despedirlo. Precisamente no lo hicieron en voz baja, sino que lo hicieron en un volumen lo suficientemente alto para que el camarero supiera lo que estaban diciendo. El camarero, y el resto de la gente que había en el establecimiento. Darío, que así se llama el camarero, empezó a ponerse nervioso por los comentarios que escuchaba. En realidad lo que le pasaba era que no estaba acostumbrado a ser el centro de atención, y ahora, gracias a esos señores, toda la cafetería le miraba: unos con pena, y otros con asco, porque pensaban que si esos señores hablaban así, sería por algo. Un señor todo trajeado, incluso, llegó a despedirse de él, cuando pagó su zumo de naranja, porque pensaba que después de eso, el jefe le echaría.

El jefe escuchó la retahíla de la pareja enfadada. Les invitó a las consumiciones.

Darío estaba al borde del llanto: necesitaba ese trabajo. Le gustaba, y él estaba convencido de que lo hacía bien. Y no se esperaba que su jefe le desautorizara de esa manera.

El jefe volvió a la barra. No dijo nada.

La pareja seguía hablando de lo inútil del camarero.

El jefe cargó de café el mando. Puso dos tazas. Una la quitó después de que solo cayeran unas gotas de café. Calentó la leche hasta que casi hervía. Para el manchado. Cogió una botella de coñac, Magno, para el “con gotas”.

El camarero fue a atender a unos chicos que habían entrado, echándole huevos, porque se le notaba en la cara que tenía la mismas ganas de atender a nadie en esos momentos, que de pillarse la lengua con el quicio de la puerta de la cocina.

El jefe puso las tazas en la bandeja. Cogió dos azucarillos, y dos cucharillas. Dio la vuelta a la barra y salió por el lateral. Apoyó la bandeja en su mano izquierda y fue hacia la mesa de la pareja. Puso el manchado delante de la señora y el café con gotas de coñac, Magno, delante del señor. Los miró expectantes mientras echaban el azúcar y daban vueltas al café. La señora probó el café primero. Dijo “esto es otra cosa”. El señor probó después. Miró al dueño e hizo un gesto inequívoco levantando el pulgar de su mano derecha haciéndole ver que el café era de su gusto.

– Me alegra que les haya gustado estos cafés que les he preparado.

– Estos sí son buenos cafés – dijo el señor.

El dueño se fue a dar la vuelta para dirigirse otra vez a la barra. Sólo dio dos pasos y reculó.

– Lo que no entiendo… es como estos cafés que les he preparado ahora les han gustado tanto y los anteriores, que también los he hecho yo, no les han gustado nada. Porque… el camarero no les ha preparado los cafés, solo los ha traído.

El dueño apoyó la bandeja sobre la mesa y se apoyó sobre ella, inclinándose hacia delante para estar más cerca de la pareja. Miró primero a la señora. Después miró al señor. Ellos se miraban entre sí, sin saber muy bien que decir. Estaban desconcertados por la actitud del dueño de la cafetería.

En un movimiento rápido, y sin que nadie de los que estaban observando la escena se lo esperara. Miguel, que así se llamaba el dueño de la cafetería, metió su mano por debajo del platillo del café de la señora y levantó la mano. Apenas unos segundos después hizo lo mismo con el café del señor. Con tal mala suerte que el café, y la taza y el platillo cayeron sobre su regazo, manchándoles lo que se suele llamar por pudor, “las partes bajas”.

Tanto ella como él reaccionaron instintivamente levantándose y sacando culo, o poniéndolo en pompa, como dicen algunos por ahí, intentando separar la ropa de su cuerpo, ya que era evidente que el café estaba caliente. Le miraban con cara de estupefacción. Miguel les miraba alternativamente, impávido.

– A estos cafés también les invito yo – dijo sin siquiera pestañear.

La clientela de la cafetería miraba con sorpresa y en silencio la escena. Darío, el camarero que seguía colorado, y que había entrado en la barra para poner el pedido de los jóvenes que habían entrado los últimos, se había girado al escuchar el silencio repentino que había llenado el establecimiento. Su jefe iba hacia él, sonriéndole, aunque de repente se acordó de una cosa y volvió sobre sus pasos nuevamente:

– Les agradecería que no volvieran otra vez por aquí. No me gustan las personas que no saben respetar a la gente que trabaja conmigo, igual que me respetan a mi. Y menos soporto a los que critican mis cafés, con los buenos que los hago, ¡por favor!

Darío metió la jarra con la leche en la boquilla para calentarla, la chica que estudiaba econometría guardó sus apuntes en la mochila y se levantó para irse. El grupo de los chicos del fondo que esperaban sus consumiciones volvieron a su conversación, la señora de la foto en la cartera que había salido unos minutos antes volvió a entrar. Traía una bandeja en sus manos, se dirigió a la barra y se puso a la altura a la que estaba el camarero. “Darío” mientras este se volvía la señora apoyó la bandeja en la barra. “Ayer hice una tarta de chocolate blanco. He pensado que te gustaría comerla de postre” Darío sonrió sorprendido mientras la señora se giró y fue a sentarse a su mesa de siempre, en donde había dejado antes su café a medias, al cual siguió dándole vueltas como si nada hubiera pasado.

Darío miró como la chica que estudiaba econometría, salía por la puerta, y se lamentó con una mirada silenciosa, que se le hubiera escapado, hoy que se había decidido a preguntarle por un chico que la acompañaba a veces, y que le gustaba. Porque a Darío le gustaba ese chico, no la que estudiaba econometría. Pero era tímido.

Pero al menos podría llevar a casa parte de la tarta de la señora, y compartirla con su hermano pequeño, al cual adoraba y mantenía desde que sus padres murieron en ese accidente, cuando él tenía 16 años, y dejó de repente la juventud y la adolescencia para otra vida.

Entran los chicos serios del otro día, justo cuando la pareja del café en sus partes, salen sin que nadie les mire siquiera. Hoy vienen un poco menos serios, y un poco más sociables. Pero por hoy ya es suficiente. Aunque se sientan en la mesa de la ventana, la misma de la que pocos minutos antes se había levantado la chica de la econometría, hoy no les toca.

Espera, se dan un pico.

Parece que se empiezan a saber por qué se quieren.

El camarero les mira con envidia; él quisiera hacer lo mismo con el amigo de la de econometría.

Pero todo esto será otra historia. Quizás la escribas tú, o a lo mejor lo hago yo.

O tú escribirás sobre mí, cuando me veas caminar por cualquier calle del mundo, con mi pañuelo cubriendo mi pelo, y mi bandolera colgando.

Y eso será otro día: “El día”.

¿Qué día preguntaréis?

Pues el día del amor fraterno, el día de la tarta de Frambuesa, o de la de chocolate blanco. El día del respeto, o el día de “Me cagüen to”. O el día en el que tú y yo, nos miraremos a los ojos, y nos digamos: “te quiero”.

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Este post tiene dedicatoria. Porque sin una persona grande y estupenda, no hubiera sido posible.

Así que Saiz, este post va dedicado a ti.

Y si no habéis leído a Saiz, deberíais hacerlo. Su blog se llama: «La vida entera en un silencio». Una maravilla.