Siguieron casi sin hablar. Se subieron al coche en silencio. Joan condujo hasta la casa de Fermín. Aunque era domingo, la ciudad ya empezaba a despertar. Dentro de poco amanecería, y los primeros corredores saldrían para aprovechar mejor el domingo.
– Debería volver a correr, salir por las mañanas y…
Joan dejó la frase en el aire. Jaime lo miró con desgana y un poco de curiosidad, pero no dijo nada.
Daban la impresión de estar cansados, aunque en realidad estaban perdidos, estaban buscando un sentido a todo. Cada uno por su lado, buceaban en sus recuerdos. Buscaban ese momento en que podían haber hecho algo para que la vida de su amigo, hubiera sido diferente, y quizás, haber evitado este final. Hay montones de pequeñas bifurcaciones en nuestra vida, y cada pequeño viraje, apenas imperceptible, puede cambiar radicalmente la vida de las personas. Joan y Jaime buscaban pequeñas decisiones en las que pudieron actuar de otra forma, y quizás producir un cambio más grande a la larga. Quizás si esa noche, cuando llegó Carlos a casa de Fermín, enfadado porque éste le había prometido llamarle y repetir, y le había comido la oreja sobre lo sensacional que era, y lo mucho que le apetecería intimar con él, conocerlo, si en lugar de irse con él, hubiera hablado con Fermín… o quizás si le hubiera llamado otro día, o si el día que vio a esos tipos salir de su casa, se hubiera implicado y hubiera acompañado a Jaime para interesarse por él, y hubieran insistido. Había oído rumores entre la gente que se movía en ese mundo del ligoteo sin compromisos, de que había tenido una noche “durita” con él, y que le iba la marcha. Pero ignoró esos comentarios, aún sabiendo que esa gente no era recomendable, y que dudaba de que Fermín supiera en qué mundo se metía.
Joan aparcó el coche. Se quedaron los dos un rato, mirando hacia delante. Empezaba romperse la noche. Joan se decidió y abrió la puerta del coche. Salió.
Jaime aún se lo pensó un par de minutos más. Y abrió la puerta, porque vislumbró a Joan a través de los espejos dar pequeños saltitos para entrar en calor. Antes de apoyar el pie en la acera, abrió su mano derecha y miró las llaves de la casa de Fermín, y que habían pasado a recoger por su casa. Se las dio aquel día, mientras cenaban en el Avelino. Cerró la mano rápidamente, como su simple visión le produjera que se abriera una enorme tormenta de sentimientos dentro de él. Aquella cena parecía ahora premonitoria.
Salió dando un salto, y se dirigió decidido hacia el portal. Sin mirar siquiera si le seguía Joan, se dirigió al ascensor, y lo llamó.
Siguieron sin decirse palabra, evitando que sus miradas se encontraran. Y es que no sabían qué decir. Y no querían comprobar el sufrimiento en el otro. Cada uno tenía bastante con el suyo.
Entraron en casa. Hacía calor.
Se quitaron los abrigos.
Se miraron durante unos instantes, ahora sí. Se preguntaban cosas con los ojos, pero ninguno recibía respuestas. Seguían sin tenerlas.
Sonó el teléfono de Joan: un mensaje.
– A Gervasio le ha dado un ataque de ansiedad
Le fue a pasar el teléfono para que lo leyera, pero Jaime le hizo un gesto de que no necesitaba leerlo.
– Era de Mati.
Jaime asintió.
– Voy a mirar el ropero. Mira si encuentras los teléfonos de su trabajo, o de amigos y tal, para avisarles. ¿que ropa elijo? ¿Un traje?
Joan se quedó pensando unos minutos.
– Yo elegiría la ropa que más le hiciera sentirse guapo. La que más le gustara.
Jaime se encogió de hombros para mostrar su impotencia.
– ¿Cómo te gustaría que te vistieran?
– Joan, por favor…
– Haz lo que quieras. Voy a mirar el ordenador.
Joan le dio la espalda, y se fue hacia la habitación que hacía de despacho.
Jaime se quedó mirando como avanzaba por el pasillo.
Empezaron por unas entradas. Raciones pequeñas, que les permitiera picar de muchas cosas. Unas setas al ajillo. Unos espárragos rellenos. Y un poco de cecina, a Jaime le gustaba mucho.
Y bebieron cava desde el principio. Uno bueno, además. Un Brut Nature. Porque Fermín quiso. Decía que como pagaba él, se arrogaba ese derecho. Jaime no discutió, aunque hubiera preferido alguno de los tintos de la bodega en dónde trabajaba Fermín. “No me mires así, ya sé lo que estás pensando, pero olvida durante un momento que me gano la vida con los tintos de la Ribera, y sobretodo… ¡¡No se lo cuentes a nadie!!” y le dio una patada por debajo de la mesa. Le dejó marca el capullo. Pero rieron cómplices.
Abrió el armario. Era la parte de las americanas y de las chaquetas con hombreras. El traje en general le sentaba bien a Fermín. Sabía llevarlos. Sobre todo le sentaban bien los azules. Quizás podría elegirle un traje azul, con una camisa amarilla fuerte, y una corbata en tonos granates con dibujos de fantasía. Fermín era más atrevido con los colores que él. Si hubiera sido por Jaime, traje gris, camisa azul, y corbata gris o negra.
Aquel día que Fermín le llevó a cenar por última vez… llevaban un tiempo discutiendo mucho. Gervasio y la forma de encarar el asunto de Fermín, hacía que Jaime en numerosas ocasiones le echara la bronca, o intentara al menos que se tomara las cosas de otra forma. Sabía además, que empezaba a correr peligro su trabajo, porque no lo hacía bien, porque no iba muchos días, porque sus jefes, eran amigos, pero… se jugaban su dinero. Y Jaime apreciaba a Fermín, y le dolía que se estuviera precipitando por un barranco. No quería ver como se estrellaba, y mucho menos recoger sus pedazos.
Una camisa verde. La sacó del armario. La llevaba ese día en la cena. En el Avelino. Paté, pidieron un poco de Foia… Fermín le hubiera echado la bronca si le llega a leer el pensamiento y comprobara que había llamado paté al foia. Le recordaba untando las tostas aún calientes, de la forma que a él le gustaba. Untaba una para él, y otra para Jaime. Era una manía, prepararle las tostas. Decía que Jaime no tenía estilo. Con el Foia, todavía estaba parloteando sin cesar. Personajes raros que aparecían por la bodega, o las manías que tenían algunos con el vino. Que si abrir la botella así, que la etiqueta debía ser de esta forma, que a uno le gustaba olerlo después de dar vueltas al vino exactamente cuatro vueltas en la copa.
Jaime se recordaba a si mismo, mirándolo y escuchando sin casi articular palabra. Le conocía lo suficiente para saber que ese parloteo era debido a que quería evitar que le hiciera preguntas y le despistara de lo que le quería decir. Quería tener el control de la conversación, pero sin que se notara. Y Jaime le dejaba hacer. No tenía ni idea de lo que le iba a decir. De hecho, le sorprendió la llamada: hacía ya casi tres semanas que no se hablaban. Fermín se enfadó mucho con él, porque le dijo lo que pensaba de Gervasio, de su relación, y de la forma de comportarse que había tenido en los últimos tiempos. Lo que le hizo a Joan, y a tantos otros que llegaron, y a los que hipnotizó con su magia, y luego tiró en la cuneta, con el alma desnuda. Algunos de esos hombres, nunca hubieran creído de si mismos que iban a caer en las redes de un hombre, de esa forma tan sencilla.
– Eres mi mejor amigo, Jaime.
Ese fue el pistoletazo de salida. La camarera acababa de limpiar la lubina para Jaime, mientras el solomillo con salsa de mostaza antigua, esperaba.
– Mira Jaime, es el mail del que hablaba en el sms.
Jaime salió momentáneamente de su ensimismamiento. Miró desganado hacía dónde venía la voz de Joan.
Se decidió y se fue acercando.
Joan leía:
Yo la escuchaba complacido. Porque pensé que así, no tendría que hablar yo. No sabía como iba a reaccionar, porque nunca le había dicho que yo era gay, o bisexual, o lo que sea. Vale, soy gay, pero estaba pensando en decirle que era bi, que parece que al principio es como más suave, y luego… vale, según estoy escribiendo esto me estoy dando cuenta de lo patético que resulto, y del miedo que tengo. Soy gay, que narices, soy gay, soy gay, y estoy enamorado: de ti.
Hala, ya lo he dicho. ¿Lo has leído bien?
Te amo.
Te amo.
Joan paró unos minutos. Su voz se entrecortaba de la emoción.
Jaime bajó los ojos, y se dio media vuelta para volver al armario, y elegir la ropa adecuada.
– Sé que nos peleamos mucho y eso, que estás enfadado conmigo, pero… calla, no me contestes, luego dices… déjame acabar con lo que quiero decirte, por favor. Si me paro, perderé el hilo, y no quiero…
Jaime recuerda todavía la sensación rara que sintió al verle ponerse tan serio. Un escalofrío le recorrió la columna. Siguió hablando, recordando los buenos momentos que había pasado. Y sus largas conversaciones. Se habían servido de apoyo muchas veces. “esos son los amigos”, repetía machaconamente Fermín. Le dijo lo mucho que le quería, y que en el fondo, era la persona que más quería. Le daba pena que no hubieran podido enamorarse. Porque hubieran sido la mejor pareja.
Joan volvió a leer en voz alta:
“Este fin de semana, no voy a poder ir a Burgos. Pero el martes, estaré ahí, para cocinar un buen guiso, cenar a la luz de las velas, y hacer el amor contigo, hasta caer extenuados. El vino lo pones tú, y yo que tú avisaba en la bodega, que el miércoles no irás a trabajar. Porque te voy a dejar agotado.”
Jaime apenas dejó de rebuscar en el armario. Ya no miraba distraido, había decidido la ropa que le iba a elegir: la misma que llevaba esa última cena.
Pero aunque no estaban enamorados, dijo Fermín, era la persona más importante de su vida. Y diciendo esto, alargó la mano, y le dio las llaves de su casa.
– Por si algún día pasa algo.
Jaime se le quedó mirando con la boca abierta. Le extrañaba sobre todo ese aire solemne que parecía haber dado a toda esa escena, a su forma de hablar.
Y este sobre es para que lo abras si pasa algo. Es mi testamento. En él te dejo heredero de todo lo que tengo, o pudiera tener.
Jaime protestó. Intentó razonar con él, de que eso no era adecuado, y que a lo mejor dentro de unos meses se arreglaba con Gervasio, o se enamoraba de otro, y que…
Pero Fermín empezó a comer despacio su solomillo, que hasta ese momento apenas había probado. Con una sonrisa en sus labios. Y una cierta paz en el semblante.
Casi no volvieron a hablar. Volvieron a discutir pocos días después, y luego… Jaime empezó a estar demasiado ocupado con sus historias amorosas. Le hubiera gustado contárselas, y que le aconsejara, pero… no pudo encontrar al Fermín de antes a Gervasio, o el Fermín de aquella cena.
Te amo, Fermín.
Te amo… ¡qué bonito!…
Te lo envío, ya. El martes nos vemos.
Gracias por tener paciencia conmigo.
Un beso de tornillo.
Joan no pudo acabar. Se le quebró la voz al echarse a llorar. No sabía muy bien por qué lo hacía. ¿Por Fermín? ¿Por Gervasio? ¿Por él mismo? ¿Por la fatalidad del destino? No se esperaba esa historia sobre la familia de Gervasio. Conocía a Rosa, y… no hubiera creído que fuera capaz de llevar esa doble vida. Cómo habían cambiado los papeles en unos días. Él había juzgado a Gervasio, y le había condenado. Y parece que las pruebas en las que se basaba su condena, no eran completas. Quizás lloraba por la posibilidad de que estuviera haciendo lo mismo con otras personas. O lo estuvieran haciendo con él.
Joan se quedó mirando la pantalla pero sin ver nada. Seguía buscando un por qué. Sabía que era una tontería buscarlo. Pero aún así, en ese momento no podía hacer otra cosa. Debería llamar a Gervasio, pero… no sabía si quería perdirle perdón. O si podría. Quizás porque no sabía como afrontar su dolor, como ayudarle. Escuchaba a Jaime en la habitación del fondo remover los armarios buscando la ropa adecuada para amortajarle. Sabía que necesitaba soltar su tristeza, su rabia. Quizás su culpa, aunque fuera infundada. ¿Por qué cuando muere alguien que queremos de una forma inesperada y trágica, parece que necesitamos sentirnos culpables, pensar que podríamos haber hecho algo al respecto?
Quería ayudar a Jaime, hablar con él. Pero no tenía respuestas. Ya no. Estos últimos días habían poco a poco minado su confianza. Lo que Ignacio había conseguido con él en su vida en común, se había esfumado en apenas unas pocas semanas. Ya no sabía el tiempo que podría mantener la máscara de hombre seguro delante del resto. Y parece que todos necesitaban de él.
Notó las manos de Jaime que se apoyaban en su hombro. Instintivamente apoyó su rostro sobre una de las manos. Necesitaba ese contacto. Se quedaron así unos minutos.
– ¿Nos vamos? – dijo Jaime en apenas un susurro entrecortado por un amago de llanto.
Joan se levantó.
Apagó el ordenador.
Se quedaron unos segundos mirándose a la cara.
Jaime le pasó su mano por la mejilla, limpiándole con el pulgar los restos de sus lágrimas.
Se sonrieron.
– ¿Vamos?
Joan asintió con la cabeza.
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