Cuando llegué a la casa, me quedé un rato mirando el edificio con la boca abierta.
– No puede ser…
Había leído el anuncio en el tablón del Conservatorio. “Habitación, económica”.
Pensé que a lo mejor no todos tiene el mismo concepto de «económica». En ese edificio y en esa zona, nada podía ser «económico», por lo menos desde mi perspectiva del tema.
Tras unos minutos de pensarlo, decidí subir, al menos para ver como era una casa así por dentro.
– Venía por lo del anuncio de la habitación.
– Adelante. Ramón – me dio la mano.
– Guillermo – correspondí.
Impresionante la casa. La habitación… casi era como la casa de mis padres en Burgos.
Me invitó a sentarme y tomar un café.
– Un Nesquik si puede ser, el café me pone de los nervios.
La asistenta sonrió y asintió con la cabeza.
– ¿Y te gusta la habitación?
Que si me gustaba, preguntó. Claro que me gustaba, pero no quería hacerme ilusiones. Esa habitación costaría mucho más de lo que yo tenía para todos los gastos del mes… y no era cuestión de renunciar a comer para darme el pego de casa.
– No te preocupes por el precio.
Él pareció adivinar mi preocupación.
– Claro que me preocupo – contesté rápido, quizás demasiado.
– No te cobraré nada.
Pero eso no lo podía aceptar. Mi orgullo me lo impedía.
– Un día te pediré algo. Ese será tu pago. Y la compañía.
– ¿Y qué será?
No me contestó esa pregunta.
– ¿Y qué quiere de mí? – repetí.
Ya han pasado dos años. Dos años.
Al final me fui a vivir a esa casa. Tomé posesión unos días después de esa maravillosa habitación tamaño estudio. Quedamos en que pagaría 200 euros al mes, incluida la comida. Me insistió que quería compañía, tras mucho darle vueltas. Era viudo y echaba de menos a su mujer. Quería sentir a alguien en la casa. Eso dijo. Pero yo le contesté que prefería pagar algo… mi orgullo…
Al mes más o menos me dijo que le acompañara a la Ópera. Me tentó… pero me negué. No tenía dinero para pagar la entrada. Ya era bastante vivir en una habitación a mitad de precio y comer casi de balde. Además, no tenía ropa adecuada para acompañarlo. Él era muy elegante, de los que les gusta ir a los sitios correctamente vestido. Además, no era una sesión cualquiera. Era el estreno, al que asistían los famosos y los que querían salir en la foto. Los eruditos. Se lo dije. No podía acompañarlo. No estaba a su nivel.
Pero llegó el día. Al volver del Conservatorio, me encontré un traje encima de mi cama. Su corbata correspondiente. Unos zapatos de cordones, que no me había puesto en mi vida. Creo que ni en mi comunión llevé zapatos.
– No voy a tirar la entrada. Tengo dos abonos, el mío y el de mi mujer. Ya están pagados. Guillermo, si no vas, habré tirado el dinero. Te gustará.
Me miró con esos ojos limpios, ilusionados.
Allí fuimos.
“La pietra del paragone”, de Gioachino Rossini.
Él vestido con un traje gris marengo, con una camisa en tonos pastel. Yo con un traje azul marino, y una camisa azul clara. Corbata con dibujos en tonos granates. Pasé un mal rato. Todo el mundo parecía conocerlo. A todos saludaba. Y a todos me presentó. Yo era su inquilino y un músico prometedor, decía. Yo tenía la boca completamente seca. Me dio por pensar en lo qué pensarían todas esas personas. ¿Me tomarían por su amante? ¿Por su novio? ¿O por un chico de compañía? Ramón se dio cuenta de mis nervios y me susurró que disfrutara. “La ópera era lo importante, lo demás es atrezzo”. Y me sonrió de esa forma en la que era imposible no sentirse tranquilo.
Y la ópera fue fantástica. Y verla en el Real. Y en palco. Un sueño.
Eso sería en marzo de 2007.
Luego fuimos a picotear a un restaurante. No quise ni pensar lo que le costaría. en las mesas que nos rodeaban, cenaban parte de las personas que habíamos saludado en la Ópera.
Miradas cómplices, cuchicheos: «Es solo atrezzo». «La comida es lo importante», me dijo en un momento en que me sentí nuevamente incómodo. «Y la conversación», añadió. Y en eso le tuve que darle la razón, porque lo estaba siendo.
Volvimos a casa. Ramón me dio las gracias. Había sido una velada extraordinaria para él. No había disfrutado tanto desde que su mujer había fallecido hacía unos años. Yo me encerré en mi habitación. Necesitaba revivir la ópera, disfrutarla de nuevo. Y el atrezzo. Me quité el traje, lo colgué con sumo cuidado… y me tiré desnudo en la cama. Mi mente bullía. La ópera, el traje, la gente a la que me presentó Ramón. La cena. Las murmuraciones… y los jodidos zapatos que me habían destrozado los pies. ¿Estaba feliz? ¿Estaba incómodo? Tenía que hablar con Ramón, pensé. Estaba en estas cavilaciones, cuando llamó a mi puerta y entró. Traía una bandeja con un bizcocho y una taza de Nesquik. Me incorporé en la cama. Me sorprendió tanto que ni me di cuenta que estaba desnudo.
– Esto te ayudará a relajarte – me dijo Ramón – Te lo dejo en la mesa.
Le contesté que no hacía falta que se molestara. Que me hacía sentir incómodo. No sabía como agradecerle, compensarle… lo que fuera todas sus atenciones.
– Tienes un cuerpo muy bonito. A lo mejor no te importaría que te pintara.
En ese momento fui consciente de mi desnudez. Me tapé mis partes… aunque en seguida me di cuenta de lo ridículo del gesto. Llevaba 5 minutos desnudo delante de él, era una bobada taparse. Ramón se sonrió y se fue, cerrando la puerta suavemente. Me corté un trozo de bizcocho y me bebí el Nesquik. Estaba bien cargado, como me gustaba. Y templado. Como me gustaba.
A ésta Ópera le siguieron un montón de conciertos. De exposiciones. Cine. Más Ópera. A todos esos sitios íbamos en las inauguraciones. En los estrenos. A ese traje le siguieron otros muchos trajes. Ropas de menos empaque, y de más. Un par de smoking cayeron. Ropa de sport, pero de marca. Empezó a dar cenas en casa. Y yo tenía el honor de ser la atracción. Me ponía al lado del piano con mi violín, y tocaba unas alegres piezas para los invitados. Algunos días me acompañaba él al piano. Era un gran pianista, por cierto.
Y un gran pintor. Porque al final, al cabo de un par de semanas de la primera proposición, no pude negarme, y posé para él, desnudo.
Un día escuché una conversación entre unos amigos de Ramón. Como me temía, pensaban que era su amante. Un aprovechado. Escuché comentarios como que debía tener una polla maravillosa. O que la tenía que chupar como nadie. Decían que eso confirmaban sus sospechas de que Ramón siempre había sido marica. Y ahora, con su mujer muerta, se dedicaba a los culos jóvenes, de hombre. No pegaba ese vocabulario entre personas con tanto pedigrí, con tanta tontería, con esos vestidos de modisto. Me volví furioso, para irme. Pero al darme la vuelta me choqué con Ramón. Estaba detrás de mí escuchando también. Me agarró del brazo, y fuimos al encuentro de ese grupo. Nos despedimos con una sonrisa e invitándoles a una cena en casa unas semanas más tarde.
Apenas pude contenerme hasta que estuvimos fuera de la Sala de Exposiciones. Creo que fue en la del Canal. Los recuerdos se agolpan… recuerdo que empezamos a andar por la Castellana. Que solté todos los espumarajos que llevaba dentro. Que le dije que no quería seguir con esa farsa. No era mi sitio. Él me daba muchas cosas que no podría pagarme yo. No quería parecer un mantenido. Aunque era un mantenido. Él no dijo nada. Nada. Dejó que desvariara. Dejó que chillara, aunque la gente se nos quedaba mirando. Dejó que llorara. Me senté en un banco… y ahí lloré y lloré… él se sentó a mi lado. Me cogió del hombro… y me apoyé en su pecho… y lloré. De repente tuve un pronto y… le besé. Busqué sus labios y le besé.
…
…
Él no respondió al beso. Me dejó hacer, pero no correspondió. Me separé de él…
– No quiero eso. Y mucho menos así.
Me sentí mal. Me levanté y corrí. Me alejé de él. Corrí. Hasta que me quedé sin aliento.
…
…
Cuando él llegó a casa, me encontró sentado en la puerta. Me había quedado dormido. Me despertó suavemente, me ayudó a levantarme. Me abrazó por la espalda y me ayudó a subir a casa.
Al día siguiente hablamos.
No quería follar conmigo. Era bisexual, sí. Había tenido affaires, como él les llamaba, con hombres. Pero le tiraban más las mujeres. Se sentó a mi lado, y me cogió las manos. Me miró a los ojos… y me dijo:
– Esto es lo que quiero que hagas por mí.
Y me explicó.
…
…
Y cumplí. No estoy seguro de que pueda superar en toda mi vida lo que he hecho. Llevo puestas unas gafas de sol. No quiero que nadie vea mis ojos rojos de llorar. No quiero que nadie vea en ellos mi culpa. Después de muchos meses de preparativos, había llegado el momento de ayudarle a… morir. Y lo he hecho. Nadie sospecha.
Ramón estaba enfermo. Una enfermedad degenerativa que le iba a postrar en una cama durante años, sin conocer, sin ver, sin sentir. No quería eso. No tenía valor para suicidarse él mismo. Y pensó que alguien lo hiciera por él. Y tras probar a varias personas, me eligió a mí. Sus anteriores inquilinos no le habían parecido los adecuados. Ni merecedores del premio. Eso fue lo que me explicó esa mañana. Sus planes. Su pago, el premio, era el ofrecerme una vida que de otra forma no hubiera tenido. Su fortuna, su posición. Me negué. Discutí. Me suplicó. Me volví a negar. Pero al final… me convenció.
Parte del plan fue el casarnos. Para pagar menos impuestos y para evitar problemas legales. Y nos casamos. Nunca quiso tocarme. Pero ante la gente éramos la perfecta pareja. Miradas amorosas, suaves besos, roces de manos. Lo suficientemente discretos para no parecer forzado, lo suficientemente visibles para que todos se dieran cuenta de que era sincero. Abogados y notarios arreglaron todo de la mejor forma. La asistenta, compró una de las medicinas. Un compañero de conservatorio compró otra de las sustancias precisas…. así hasta juntar todo lo necesario.
Cada vez era más evidente la enfermedad. Espasmos incontrolados, temblores de manos… algunos períodos muy cortos en los que perdía la lucidez. El momento se acercaba.
Fue en el Caixa-forum. Íbamos a un acto. De repente se derrumbó en medio de la gente. Estábamos rodeados de conocidos. Uno llamó a la ambulancia. Yo me tumbé sobre él. No lo esperaba… me avisó que iba a suceder cualquier día ya. Pero no quería decirme el momento preciso. Ni me puso al corriente de los últimos detalles. Empecé a gritar… a pedir un médico… empecé a hacerle la respiración… estaba asustado… nervioso… llegó un médico que estaba invitado.. alguien me apartó… lloraba… quería estar a su lado… ¡¡Ramón!! Chillaba… ¡¡Ramón!!… mucha gente se agolpó a su alrededor… era un espectáculo.
Otros se entretenía mirándome a mí, y compadeciéndome… alguien dijo algo así como “parece que al final si le quería de verdad”…
… llegó el SAMUR. Intentaron reanimarlo. Yo quería acercarme…. luchaba por soltarme de las manos que me retenían fuertemente… gritaba… ¡¡Ramón!!…
…
…
… recuerdo vagamente que se acercó alguien y me puso una inyección. Debió ser un tranquilizante. Se acercó el médico de la ambulancia, y me dijo que no habían podido hacer nada. Había sido un caso de muerte súbita. Me preguntó unos datos, que contesté no sé muy bien como. Apareció el abogado de Ramón, que estaba invitado y llegaba en ese momento. Él siguió con el papeleo… y yo pensé en ese vaso que le había acercado antes de salir de casa… ese vaso de zumo de naranja…
…
…
…llega el momento… el féretro entra en el horno… se abre la compuerta… el color de las llamas al fondo… la sala está en silencio… un llanto se escucha al fondo… el rugido del fuego… Yo estoy detrás de mis gafas de sol. Ya no lloro. No tengo lágrimas. Me mira el operario, como pidiendo permiso. Le hago un gesto ligero con mi cabeza. y la caja rueda por la plataforma, camino del fuego.
…
…
Se cierra la compuerta.
…
…
No tengo fuerzas.
…
…
Y caigo redondo.
—-
Han pasado ya 5 días.
Acabo de volver a casa. He estado en una especie de clínica estos días.
La casa me parece enorme y silenciosa. Vacía.
En el salón cuelga una de las pinturas que me hizo desnudo. Por primera vez no me siento incómodo al verla. Hasta me gusta. Quizás porque recuerdo el momento en que la pintó. Sus gestos. Su ilusión… su mano segura perfilando sobre el lienzo mi cuerpo… mis rasgos.
Voy a la cocina a coger un vaso de leche. La cocinera me ha dejado un poco de carne asada para cenar.
Sin ser muy consciente de ello, voy al cajón de las medicinas.
Busco… ahí están.
Pero están sin tocar.
No puedo evitarlo… vuelvo a llorar. Me deslizo por la pared. Hasta caer sentado. No sé si lloro por mí, de alegría por no haber causado la muerte deseada y anunciada de Ramón, o por Ramón… porque en el fondo, me he dado cuenta de que me había enamorado de él. Y echo de menos lo que hicimos juntos… y lo que no hicimos…
Ramón… mi marido, mi amor.