La corbata (1ª parte).

– ¡Joder, la puta cabeza! – murmuró entre dientes.

Pensó en levantarse e ir a buscar a su chaqueta un ibuprofeno, pero recordó que no había cogido antes de salir de casa. Siempre lo llevaba, menos ese día.

Era de lo poco que se acordaba. Esa noche se había convertido en un agujero negro. Tenía la boca aguardentosa, con tacto de papel de lija. El cuerpo desmadejado, como si hubiera corrido una maratón, o a lo mejor, como si no hubiera dejado de bailar en toda la noche al ritmo de la música de cualquier discoteca. O como si hubiera disputado un combate de boxeo.

El olor de su ropa más bien indicaba lo segundo, o una combinación de lo segundo y lo tercero. Olor a humanidad, a cerrado. En las discotecas habían cambiado el olor a tabaco por ese otro. No acertaba a decidirse por cual era peor de los dos.

Se puso la camisa con intención de irse de allí, pero su cabeza le daba vueltas. No era ya tanto el mareo, como la curiosidad. Miraba la corbata tirada en el suelo, como si ésta le pudiera dar una respuesta.

Daniel volvió a mirar la espalda que tenía a su lado. Estiró el brazo para tocarla, pero rápidamente lo pegó de nuevo a su cuerpo.

Todavía dormía, y mejor que lo siguiera haciendo. Al menos a ese si lo conocía: Óliver.

Óliver.

Óliver.

Repetía mentalmente su nombre, como si eso, ya que la corbata no le contestaba, pudiera ser la solución a sus lagunas. Como si repitiéndolo pudiera recordar cómo lo encontró esa noche, en dónde, y lo que hicieron. Y por qué estaba en su cama, con él a su lado, desnudo. Y sobre todo, una pregunta que no quería plantearse: ¿Por qué a pesar de estar hecho un asco, de estar roto para el resto del fin de semana, tenía una cierta sensación de estar a gusto?

Volvió a mirar la corbata. Sonrió a su pesar.

Se la había regalado Óliver, al poco de conocerlo. El primer y el último regalo. Coincidió que le acababan de dar un trabajo por el cual llevaba luchando casi tres meses. Entrevistas, test, exámenes, más test, una entrevista en inglés, otra en alemán… la tonta que le hizo la entrevista en alemán le puso muy nervioso. Parecía que su finalidad era ponerle en dificultades, como si no quisiera que le dieran el trabajo. Él salió airoso, aunque de muy mal humor. Pensaba que todo se había ido al garete. Otros aspirantes habían comentado que la entrevista en alemán había sido muy fácil… él tenía la impresión contraria. Y escuchabas por ahí la cantinela esa de: «la entrevista en alemán es definitiva».

Óliver estaba esperándole ese día a la salida. Estaban empezando una especie de relación. Se conocieron en una cena de amigos unos días antes. Él era el primo de Silvia, una amiga de toda la vida. Había venido a vivir a Burgos hacía unas semanas. Se miraron y enseguida supieron que congeniarían. En la segunda mirada, ya sabían que a parte de congeniar, iban a acabar en la cama. Y acabaron.

Pero Daniel no era partidario de relaciones. Aunque era tan atractivo, era tan comprensivo… a él le empezó a parecer el hombre más guapo del Universo. Al principio lo dejó correr, lo disfrutó, no quiso pensar en ello demasiado, hasta que un día, Matilde, cuando fue a la delicatessen que acababa de montar, dijo algo así como:

– Se acaba de ir tu novio.

“Novio”. Esa palabra rompió sus esquemas. Fue al día siguiente de lo de su trabajo, y del regalo de la corbata. Y de darse cuenta que cuando le llamaron para decirle que el trabajo era suyo, Óliver fue al primero que llamó. No llamó a su hermano, ni a su madre, ni a Íñigo, su mejor amigo y confidente desde parvulario. Llamó a Óliver. Sin pensarlo. Instintivamente.

Una luz roja, parpadeante y estridente, se encendió en su cabeza. Una sirena aún más estridente empezó a machacar sus oídos, aunque solo él podía escucharla.

Al día siguiente quedó con él, y le dijo: “No te hagas ilusiones conmigo, Oli, sabes, es que no soy de relaciones, y me gusta ser libre, y ahora tengo que pasar una temporada en Inglaterra, y otra en Alemania, ya sabes el trabajo… lo dejamos y es mejor, te lo aseguro, yo no estoy ahora para iniciar una relación, es mejor ahora, hazme caso… y bla bla…” No alzó en ningún momento la vista de la mesa de la cafetería en dónde habían quedado. Se levantó sin mirar atrás, respiró hondo cuando salió a la calle, sonrió, y se fue.

– Podemos seguir siendo amigos.

No, no se olvidó de esa última frase.

Londres, Frankfurt, y también unas semanas en París. Siempre con su sonrisa de estar viviendo un sueño. Ocupado día y noche para familiarizarse con la empresa y sus cometidos. Perfeccionando sus idiomas, perfeccionando sus conocimientos, teniendo aventuras al menos un par de veces por semana… ¡buen sexo! Sin compromisos.

Luego volvió a España, pero se quedó en Madrid. Buen sexo también. Dinero y trabajo. Todo encarrilado.

Y esa noche… ¿Por qué estaba en la cama con Óliver?

Seguía sin poder recordar nada. A partir de que salió de casa sin su ibuprofeno, nada de nada. Miraba la espalda que le devolvía la mirada, inmutable, sorda y muda. Al igual que la corbata ninguna respuesta. Solo le recordó aquella temporada que disfrutaba acariciándola, besándola.

Quedó un día con Silvia y Matilde que pasaron un día de compras en Madrid. Les llevó a comer a un sitio muy conocido en Malasaña, que estaba de moda y al cual solía ir algún famoso. No hubo suerte ese día en este último punto. Pasearon luego por las calles para hacer la digestión, y tomaron luego un mojito en un sitio muy cool, también por esa zona. A Silvia desde que rompió con su primo, se la notaba incómoda con él. Pero a Daniel le daba igual y hacía como que no se daba cuenta. Matilde tampoco era la misma. Pensaba Daniel que a lo mejor influiría que no lograba quedarse embarazada, como ella deseaba desde que se casó con Josele.

– Fuiste un cabrón.

Se quedó mirándola. Silvia se lo dijo sin venir a cuento, en un momento en que se hizo un silencio. Matilde miró al techo del local.

– ¡Mírate, Dani! Das pena. Nos has contado hoy al menos 20 estupendos polvos, con gente muy guay… y crees que nos puedes engañar como te engañas a ti mismo. Nos has dicho lo bueno que es tu trabajo, lo que ganas, el piso cojonudo que te has comprado en Doctor Esquerdo, pero ¡das pena!

Matilde bajó la mirada. Daniel se puso a la defensiva.

– Oye, Silvia, si estás quemada con lo de tu primo, él sabía lo que había. Lo dejé clarito. Si se hizo ilusiones… debía de haberlo dejado antes, y tal, y no lo hice por ti, Silvia, que si no, ya sabéis que… y además tú sabes mi proceder al respecto desde siempre… yo no he cambiado.

Y siguió hablando un rato, poniendo según él las cartas encima de la mesa.

– ¿Por eso llevas su corbata, la que te regaló? Tu ropa es perfecta, limpia, impoluta, nueva. Menos esa corbata que está ya para los zorros. ¿Cuándo vas a reconocer que lo amas hasta las trancas?

– ¡Qué va a ser esa corbata! Esa la tiré… te estás confundiendo.

Perdió un poco los papeles. Se puso muy duro, en un tono muy seco. Ce cerró la americana de forma instintiva, como si pudiera evitar así que se fijaran en ella. Matilde por primera vez desde que Silvia había sacado el tema, levantó la mirada y la clavó en sus ojos.

– No te conozco, Daniel. Y es esa corbata, porque fuimos Silvia y yo a comprarla con él. Y recordar su cara cuando la compró, y compararla con la tuya hoy…

Se levantó de repente, con brusquedad. Con tanta que hizo que se cayera un vaso sobre la mesa, y se volcara todo su contenido. Aunque Daniel se apartó con rapidez, no pudo evitar que parte de la tónica que había en el vaso cayera sobre sus pantalones.

– ¡Mierda!

Las dos mujeres se afanaron en mitigar el accidente intentando secar la bebida con servilletas y pañuelos de papel hasta que un camarero se acercó con una bayeta.

– Mejor nos vamos – dijo Matilde cuando el camarero acabó.

Daniel hizo intención de levantarse de nuevo, pero Matilde se lo impidió.

– No hace falta que nos acompañes, Dani.

Y las vio salir del local, sin que miraran atrás en ningún momento.

– ¿En qué piensas?

Dani se giró al escuchar la voz de Óliver. Ese gesto demasiado brusco, le produjo otra vez un severo dolor de cabeza.

– En tantas cosas… Me tengo que ir.

Se intentó levantar, pero el badajo que había dentro de su cabeza volvió a golpear con fuerza sus sienes.

Volvió a dejarse caer en la cama.

– ¿Qué pasó? – atinó a preguntar sin quitarse las manos de su cara, como si así pudiera conseguir mitigar su dolor de cabeza.

– ¿Y si te tumbas y duermes?

– No, es mejor que me vaya.

Dani respondió con rapidez, casi atropelladamente, sin pensarlo. Debía salir de allí. No podía…

– No pasó nada – Óliver rompió el devenir de sus pensamientos.

– ¿Qué tenía que pasar?

– Tú sabrás a que tienes miedo.

– Yo no tengo miedo a nada, tengo muy claras las cosas – Daniel mostró en su tono de voz un ligero enfado que empezaba a invadir su ánimo.

– Entonces túmbate y duerme. Dentro de unas horas te dolerá menos la cabeza, y te podrás ir tranquilamente.

– Y con una Aspirina también.

– En ese cajón tienes Gelocatil si quieres.

Daniel se levantó despacio intentando no mover mucho la cabeza. Abrió el cajón y cogió una pastilla de Gelocatil. Había una botella de agua en el mueble y bebió de ella.

– Ahora sí que me voy.

La cabeza le daba vueltas, pero no eran ahora la noche, ni el alcohol, ni nada de eso lo que se lo provocaba. Estaba empezando a sentirse agobiado, ansioso. Tenía que huir de allí e intentar que no se volviera a repetir una situación parecida.

– Tú mismo.

Se volvió a hacer el silencio mientras Daniel buscaba su ropa. Se encontró con su imagen reflejada en un espejo. Vio entonces que su ojo izquierdo tenía un cierto color distinto, y que ese lado de su cara parecía haber sido golpeado con saña. No pudo evitar que eso le descolocara por completo de nuevo. Se sentó otra vez en la cama, desorientado, mareado incluso. Era la primera vez que le pegaba alguien en su vida, sin contar la vez aquella que su padre le soltó un guantazo un día en que se puso tonto porque quería el garaje aquel de juguete.

Óliver se levantó y salió del cuarto. Volvió al cabo de cinco minutos con una bolsa de hielo, y un trapo para que no quemara la piel. Le obligó a recostarse, y se sentó a su lado, a la vez que le ponía la bolsa sobre el lado magullado de su cara.

– ¿Ves como es mejor que te quedes un rato, descanses, y luego, pues ya te irás, antes te duchas que hueles a choto.

– Yo nunca he olido a eso, serás tú que no sabes distinguir tu olor, no te jode – contestó Daniel en tono de falso ofendido – Y tápate, joder, que no soy de piedra.

– Anda, eres libre ¿no? Pues ponte a tono, y toca, te dejo – Óliver le sonrió picaronamente – ¿Qué más te da echar un polvo conmigo que con el rubio del “Stuve”? Ya me has visto muchas veces desnudo.

– Pero tú…

– ¿Yo qué? Dejaste claro tu posición y tus sentimientos. Pues ya está. Un polvo y alegría, alegría – Óliver se acercó lentamente mientras seguía con voz insinuante – además recuerdo que te lo pasabas muy bien conmigo – y empezó a acariciar suavemente su pecho.

– ¡Para! – Daniel le apartó la mano de su pecho, a la vez que se cerraba la camisa.

– Es solo sexo ¿Por qué tienes miedo? Sin compromisos. No te he dado el coñazo, ni te he dicho que lo nuestro era amor, ni flores o tonterías de esas. Me dijiste, y yo lo acepté. Y no me hice la víctima.

– Eso no lo sé, porque luego no te vi.

– Pero eso fue cosa tuya, Dani, recuerda. Eras tú el que me evitaba.

– Yo no…

Dani se calló. Le miró a la cara, y vio en ella que no iba a convencerlo, porque además, tenía razón.

– Es solo sexo, Dani. Hummmmmm – volvió a intentar acariciar su pecho esta vez por debajo de la camisa.

– ¡Quieto, joder! Para, que no quiero follar contigo, joder. ¡Huy! Además me duele un poco este lado de la cara – y se apretó un poco más el hielo.

– ¿No te gusto? He adelgazado unos kilos desde lo nuestro.

– No es eso. Me gustabas como eras… ya lo sabes…

– ¿Es por el pelo que lo llevo más corto? Es…

– ¡Joder! Es porque te quiero, joder, y no quiero, no quiero… no quiero una puta relación, no quiero que me abandones cuando te des cuenta de que soy un gilipollas aburrido, no quiero… ¡¡Joder!!

Se levantó mientras tiraba a un lado la bolsa de hielo y el trapo. Recogió la corbata del suelo, mientras buscaba el resto de su ropa. La rabia y el llanto habían conseguido domeñar su cabeza y su equilibrio. Óliver se acercó a él por detrás y lo abrazó.

– Tranquilo. – le murmuraba – Tranquilo Dani… tranquilo.

Dani se giró y dirigió su mirada llorosa a su amigo.

– No valgo nada, Oli, no valgo… no consigo retener a nadie a mi lado, a amigos, se cansan de mí, lo noto. Tengo que ser yo siempre el que de la tabarra, y demás. No sé por qué, lo que tengo, lo que hago mal, pero toda la vida ha sido así… Y eso sabes, duele, y al final… sabes es que de repente te das cuenta que Carlos, joder, que parecía un gran amigo, pues un día me di cuenta de que no me llamaba nunca, y demás, era yo, y con Nacho lo mismo, que parecía que quedaba conmigo forzado, ¿sabes?, o con Carmen… no… no sé que… Oli, y no, sabes es que ese día me di cuenta de que si luego me dejabas tú, y eso llegaría ¿sabes? Porque me irías conociendo, y te aburrirías de mí, como todos… ¡Joder!… no sobreviviría, joder, y tú eres tan especial, tan mágico, joder… se acercan las navidades y demás, y la magia… eso eres tú, seguro que estarás estupendo vestido de Papa Noel, y… ¡Joder! ¡Joder!, Oli… ¡Déjame marchar! Oli… no lo soportaría… ¡Me voy!

Óliver le puso la mano sobre sus labios para hacer que se callara.

– Oli, no por favor.

Decidió besarle, porque no se callaba.

– No…

Estuvo besándolo suavemente, despacio durante un buen rato. Besaba el labio de arriba, el de abajo, se separaba para mirarle a los ojos, él los bajaba azorado; le besaba un pómulo y bebía las lágrimas de ese lado, besaba el otro pómulo, y bebía las lágrimas del contrario. Se separaba, lo miraba… y sonreía.

– No… por favor…

Dani lo miraba suplicante, con su cara de niño de 10 años, pilluelo, haciendo pucheros en defensa de su inocencia cuando le había descubierto con las manos en las piedras que estaba tirando contra las ventanas del Sr. Juvenal, el viejo chocho que vivía en la casa de al lado a la de sus abuelos.

– No…

Volvió a besarle. Volvió a mirarle, con esa cara de amor que había reservado y que llegó a creer que nunca iba a ponerla ya en su vida. Intentó olvidarle, pero… nunca pudo. Intentó tener otras relaciones, pero… siempre se interponía su cara, el rostro de Daniel, el que le dio la patada, y esto hacía imposible cualquier intento siquiera de sexo por una noche.

– Te amo, Dani. No puedo evitarlo. No puedo vivir. No puedo. Dani, Dani… me gusta tu nombre… Dani…

– ¡Joder! ¡No, por favor!

Daniel se separó de él. Se refugió en una esquina de la habitación. Se apoyó contra la pared y se fue deslizando hacia el suelo, llorando y gimiendo sin parar.

Óliver le miraba sentado en la cama. Movía la cabeza de lado a lado. Había lanzado toda su artillería, pero ni aún así parecía haber conquistado la plaza. Días de amargor y lágrimas, en la soledad de su casa. No sabía como afrontar ya ese vacío que llevaba dentro desde que Dani le dejó. Desde que vio que nada podía hacer por luchar por él, porque tendría que luchar contra él mismo que se ponía todas las murallas posibles, y algunas imposibles de escalar.

– Te amo Dani, eres mi vida. Sin ti…

– ¡Calla! ¡Calla por favor!

Óliver se arrepintió inmediatamente de haber suplicado. Porque era una súplica, lo que siempre se había prohibido hacer. Le parecía que nunca debía llegar a ese extremo de patetismo. No era orgulloso, pero algo de dignidad tenía. Y se maldecía por haberla perdido.

– Esto lo has preparado todo con tu prima y Matilde. Seguro…

Óliver se levantó de un salto de la cama.

– Oye, oye, no te equivoques.

– Estuvieron el otro día comiendo conmigo y me pusieron a caldo. Tú haciéndote el digno que no se acerca ni implora ni nada, y ellas hacen el trabajo sucio.

– Oye, pero ¿de qué vas? ¿Es lo único que encuentras para salir de tu jaula? ¿Para defenderte? El próximo día que vea como te pegan en la puerta de cualquier garito de mierda del mundo, porque no te tengas en pie de la cogorza que llevabas, ahí te puedes pudrir, gilipollas. No te jode. La primera puta vez que me meto en una puta discusión… – de repente se dio cuenta – Daniel, pero… ¿Tienes que llegar a estas cosas, para alejarte… para convencerte de que… necesitas todo esto para…?

Se quedó de pie, mirando a su amigo.

– Vete, Dani.

Óliver abrió el armario y sacó ropa limpia para ponerse. Se vistió en un momento. Recogió la ropa sucia del suelo, y aguantando las lágrimas como pudo, se fue hacia la cocina. A mitad del pasillo volvió hacia su habitación. Iba a decirle muchas cosas… pero se arrepintió.

– Vete Dani… Vete. ¡Lárgate! De una puta vez, ¡Lárgate!

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(continuará)