Una buena mañana para correr. (Capítulos 1 al 96)

Capítulo 1:

Fermín se sentó delante del ordenador. Eran las 7 de la mañana… aunque era sábado. No tenía que trabajar. Pero… no podía dormir. Como casi todos los días.

Llevaba así casi un año.

Un 23 de enero le vio.

Un 27 de enero, le conoció.

Gervasio.

Un 30 de enero… estaba enamorado.

Un 3 de febrero… obsesionado.

Un 15 de marzo, desesperado.

Un 24 de octubre… agotado, desesperado, íntimamente humillado…

Mayte le decía que debía buscar… que un clavo saca a otro clavo… pero Fermín argumentaba… que en realidad ningún clavo podía sacar a este clavo, porque siquiera nunca había entrado…

Lorena le comentaba que debía salir, hacer cosas… pero Fermín argumentaba que estaba agotado. Que no dormía.

Jaime le decía… que a lo mejor, debería ir a un psicólogo, o al menos al médico, para que le diera algo para dormir, que pudiera descansar… y le diera fuerzas para buscar otras soluciones, o al menos escuchar las de sus amigos…

– Por cierto Fermín… ¿te estás dando cuenta que vas a perder a todos tus amigos si sigues así? Te vamos a quedar los íntimos… no nos haces ni puto caso, ni quedas, ni tomas una caña, ni siquiera vienes a las bacanales que organizamos cada 15 días “more or less”.

“Y sí, es cierto… Jaime tenía razón”… Pero entonces Fermín argumentaba que, no quería saber nada con matasanos. Que no quería que le empastillaran… y no quería ir a un loquero para que le sacara hasta los calzoncillos por tirarse en un diván. Y seguro que el loquero no era argentino… y en las pelis siempre eran argentinos… y ese acento argentino… ese acento solo le curaría…

Encendió un cigarrillo. Dejó el ordenador encendido, y se fue a la terraza. Hacía buena mañana. Para ser Burgos, 24 de octubre, que hiciera 6 grados centígrados… era como 24 en Sevilla. No hacía sol… pero se estaba bien. Aunque todavía era noche cerrada. Bueno… una ligera línea en el horizonte anunciaba que quizás el día se asomaría en cualquier momento… aunque no… era demasiado pronto… se acordó luego que sería la fábrica esa que estaba tan bien iluminada y que nunca se acordaba de su nombre… daba igual.

Se sentó. Eran cómodas esas sillas que se había comprado en Hipercor ese verano… Una calada al cigarrillo… No podía recordar cual fue el proceso… le conoció. Le hizo gracia su nombre. Luego se acordó del gimnasta ese… que le ponía también… Gervasio… quizás fue el nombre que le hizo fijarse más en él… luego esa casualidad de conocerse… a los pocos días… Gervasio le daba la mano, pero él le puso la cara para un beso… desconcierto… risas nerviosas… al final se dieron la mano mientras se daban un beso. Pero Gervasio no se sintió cómodo. Fue como un calambre cuando tocó su cara… así reaccionó Gervasio…

El caso es que se fueron encontrando esos días. Un café… venga, juguemos a las cartas… ¿Mañana hacemos footing?  Mira este es mi amigo Julián, encantado… esta es mi amiga Mayte… muak, muak… Joan (era mono Joan)… Jaime mi confidente… encantado… ¿En qué momento todas las ventanas, todas las puertas se cerraron en su mente salvo la de Gervasio?

Un día… risas por aquí… que te voy a buscar al trabajo… que si luego… que si un concierto… no, no, hoy toca palomitas en tu casa, y peli … que te quedas dormido antes del final… jajajajaja… jijijijiji… jajajajajaja… “te quiero… ¿sabes?” jajajaja, se transforma en ¿ein? La peli o el concierto, o las palomitas, o el salchichón en vinagre de Módena se transformó, como por ensalmo… “me duele la cabeza… está empezando mi jaqueca… me voy a casa… ¿nos vemos?”

Otro día… ¿qué tal tu jaqueca? “Fatal… hoy también me duele” ¿Mañana? “He quedado con mi bisabuela para ir a patinar”. ¿Y ese que está contigo? Naaaa, un colega… del barrio… unas cañas y ya.

Otro día, no hay casualidades, y no te encuentras.

Y al otro… el teléfono está apagado.

Y… otro más… no contesta.

Fermín apaga el cigarrillo. Sale de la terraza. Se pone sus Converse, y se cuelga el iPod de la goma del pantalón del chándal. Se pone su gorro de lana, coge las llaves de casa… y se tira a la calle. A correr.

Sale a la calle. No hay casi nadie. Es sábado. Ni son las 8 todavía.

Un chico está apoyado en un coche.

Le suena.

– ¿Gervasio?

– Hola.

– ¿Qué haces?

– Quería correr un poco, y pensé que a lo mejor te apetecía.

– ¿Cómo sabías que yo…?

– No lo sabía.

– ¿Por qué no me has llamado?

– … no… no… bueno, no me atrevía.

– ¿A que hora has venido?

– Hoy a las 6…

– Joder… ¿hoy?

– Sí.

– ¿Desde cuándo vienes?

– Desde hace mes y medio… “more or less”.

– No te he visto por la mañana cuando salía…

– Me escondía…

– ¿Y hoy?

– Hoy no me he escondido.

Fermín no dejaba de mirarle. Gervasio no dejaba de mirar al suelo. “levanta la mirada, quiero verte los ojos”  “No, me da vergüenza” “¿Por qué”…

– Soy un cobarde…

– ¿Lo eres?

– Es largo… no me apetece hablar… ¿corremos?

– Estás helado… ven, subamos a casa… y…

– Mejor corremos… luego si quieres…

– Corramos…

– Hace buena mañana para correr…

– Un poco fresca para estar parado en la calle…

– Sí…

– Despacio que hace tiempo que no corro…

– Despacio pues…

______

Capítulo 2:

La cafetería a esa hora estaba a reventar. Fermín tenía suerte de tener una de las mesas pequeñas, redonditas… al principio de la tarde tenía 4 sillas de más, ahora apoyaba la mochila en el suelo.

Esa semana estaba de vacaciones. No se había ido a ningún sitio. Básicamente no se había ido… porque no tenía cuerpo.

Jaime le dijo que se largara, que no fuera tonto. Fermín le contestó que, evidentemente era tonto. Jaime se enfadó.

Lorena le dijo que le vendría bien. Que no podía seguir mirando a todas horas por la terraza a las 6 de la mañana, a ver si al Gervasio ese de los cojones, le había dado por ir a buscarle esa mañana para ir a correr. Y Fermín le contestó que, no podía evitarlo… Lorena le dijo que iba a coger una pulmonía… Fermín le dijo que ya… Lorena le acarició la mejilla con la palma de su mano derecha… Fermín puso la palma de su mano izquierda sobre el dorso de la mano derecha de Lorena… se miraron… y a Lorena le entró un bajón del copón de solo comprobar que su amigo Fermín, no tenia remedio. Se levantó, cogió su bolso, y salió sin mirar atrás.

Mayte dejó de quedar con él.

Joaquín le chillaba. Fermín le miraba.

Ricardo le decía que se largara… que desconectara, que durmiera escuchando las olas… Fermín le contestó que como la sombra de la catedral de Burgos, nada. Ricardo le llamó idiota. Fermín le dijo que sí. Ricardo le dijo que tenía ojeras, que debía dormir. Fermín le dijo que sí. Ricardo le dijo “vete a la mierda”. Fermín le dijo que “sí”.  Ricardo le miró con furia. Fermín se fue al servicio.

En concreto era el primer día de vacaciones. Y era sábado también. Hacía un mes de su carrera con Gervasio. Subieron a casa después de correr. Bueno, correr, correr… andar a paso rápido, al principio, para luego ir a paso de tortuga.

Subieron a casa.

Se ducharon.

Se besaron.

Desayunaron.

Se besaron.

Recogieron el desayuno.

Se besaron.

Se fueron a la cama.

Se besaron.

Echaron la siesta.

Follaron.

Se miraron.

Sonrieron como pánfilos.

Se besaron.

Gervasio se levantó. Se puso los calzoncillos mientras hacía equilibrios para no caerse. Se rieron. Al final se cayó encima de la cama.

Se besaron.

Gervasio fue a ducharse.

Fermín pensó que era un poco tonto el Gerva ese. Ponerse los calzoncillos para ir a ducharse…

Gervasio volvió… se besaron.

Ahora sí, Gervasio se vistió.

Se besaron.

Se despidieron.

Se besaron.

Se dijeron tonterías.

Se besaron.

Se dijeron que se querían.

Se besaron.

Sonrieron.

Se besaron.

Se miraron como besugos.

Se besaron…

Gervasio se fue…

Dijo que le llamaba esa tarde…

Gervasio no llamó por la tarde.

Ni la tarde siguiente. Ni siquiera por la mañana.

Gervasio no llamó. Y tampoco contestó a sus llamadas.

No le vio.

Nada.

Fermín intentaba leer. Lo intentaba con una novela que le había regalado alguien, una de Libertad Morán, Llévame a casa. Le estaba gustando, pero esta tarde no había logrado pasar ni una sola página. Tenía su mente en… seguro que si se lo decía a alguno de sus amigos, cuando menos le mandaba a tomar viento del norte. Aunque seguro, seguro, no les sorprendería. Tenía su mente en… esa mañana… en…

– Hola.

______

Capítulo 3:

Fermín levantó la cabeza, sobresaltado. Un chico le miraba sonriente, desde la superioridad que da el que estuviera de pie, y él sentado. Tardó en centrar la vista… y luego no relacionaba a ese chico con un  nombre. Su cabeza trabajaba a todo ritmo… pero no lograba…

– Hola – dijo apresurado Fermín, para no parecer descortés. Estiró su mano para dársela…

– Anda, dos besos mejor ¿no?

Y el chico se agachó… Fermín medio se levantó… casi chocan… se rieron nerviosos… al final atinaron a darse esos dos besos de saludo.

– Qué lío nos hemos montado en un  minuto – dijo el chico.

– Sí – dijo mirándole fijamente, pero casi sin poder ocultar su nerviosismo… le sonaba… y es que era guapo el condenado también…

– ¿Me puedo sentar? ¿Te importa?

– No, para nada… siéntate… huy… lo que no sé es dónde….

– Espera, voy a buscar una silla… espera, allí veo una… ahora vuelvo.

Fermín no dejaba de pensar… ¡¡Hostia puta!! Joan… el amigo de Gervasio… cómo se le podía haber olvidado…

– Ya estoy aquí.

– Sí…

– No sabes quien soy, ¿a que no?

– Sí… perdona… que… bueno… que no te reconociera al principio… ¿se me notaba mucho?

– Na… no demasiao… ¿como estás?

– ¿Yo? Estupendamente… sisisisisisi… fíjate, estoy de vacaciones. ¿Se puede estar mejor?

– Que suerte… ¿En qué trabajas? Gervasio no me ha contado en que trabajas.

– Na, trabajo director de marketing en una bodega de vinos de la Ribera de Duero.

– ¡Joder!… Pero si eres muy joven…

– El jefe es mi amigo… jajajajaja. Casi me subí al proyecto junto a él. Su familia es de pasta y le dieron money para montar la empresa. Él siempre tuvo ese sueño. Somos amigos de toda la vida… y acabé la carrera y me lancé.

– ¡Qué guay! ¿Y va bien?

– No nos podemos quejar… estamos aumentando … huy… perdona, me acabo de dar cuenta que me voy a enrollar como las persianas… y no quiero aburrirte… ¿a que te dedicas tú?

– Yo estudio. Pero no me aburría para nada lo que me contabas…

– ¿Qué estudias?

– Pedagogía.

– ¡Anda!

– Sí…

– ¿Es vocacional?

– Sí, sí… me gusta enseñar… espero dedicarme a los niños con problemas… Si tuviera pasta me iba a estudiar Psicología a Salamanca… o Madrid… para completar…

– Eso suele ser que has conocido a alguien con problemas…

– Yo mismo… yo he tenido muchos problemas… soy yo mismo el que me sirve de acicate.

– ¡Vaya! ¡Lo siento!… no quería…

– Ya, ya…

– Bueno…

Se quedaron callados un rato. Fermín estaba un poco avergonzado por haberle llevado a decir cosas tan íntimas. Aunque en verdad, lo que le avergonzaba esa el saberlas…

– ¿Sabes algo de Gervasio?

– ¿ein?

Fermín se volvió a quedar descolocado…

– Ya veo que no…

– No… bueno hace unas semanas estuvimos corriendo juntos…

– Vaya…

– Sí, pero desde entonces…

– Sigues pillado por él ¿eh?

– ¿Eh?

– Es que se te notaba la hostia…

– ¿Sí?

– Sí.

– ¡Ah!

Joan le miraba con una medio-sonrisa en sus labios. Si la miráramos a la ligera, podríamos pensar que se sentía superior a Fermín, como si estuviera por encima de él… por encima de las cosas o sentimientos que pudiera tener en ese momento su compañero de mesa… pero si la miramos con más atención, en realidad era una mirada de pena… mezclada con una sensación de animarle, de quitar importancia al desierto por el que parecía estaba pasando Fermín…

– ¿Tú sabes algo de él? Se atrevió a preguntar al cabo de unos minutos Fermín.

Y lo hizo con la cabeza gacha, sin mirar a Joan. Sin atreverse a ver la reacción que iba a tener… no sabía siquiera si quería oír la respuesta…

– Sí y no… – contestó Joan… tampoco muy seguro de cómo contestar…

– ¡Ah! Muy esclarecedor…

– ¡Ains! Es que…

– Joan, vamos a ver… nos presentó un día Gervasio. Eres amigo de él, supongo. Me dices hace unos instantes que se me notaba a la legua que estaba más coladito por él que… que… que… joder no se me ocurre ninguna comparación. Pero me entiendes… o sea que sabías si te sentabas en esta mesa, que Gervasio iba a salir. Porque es evidente que sabes que está de viaje, o que está con su marido, porque a lo mejor está casado, o que ha muerto de un cáncer fulminante. O sea que ahora no te hagas el indeciso, el estrecho. Si te has sentado aquí, si hoy me has buscado, es que querías contarme algo de él, o que yo te contara o regodearte en la simpleza mía de estar jodido desde hace meses, desde que le conocí…

– E…

– Cállate un segundo, please. Déjame acabar.

– Vale, vale… no di…

– Pues eso, cállate un segundín. También podría pensar que quisieras ligar conmigo. Pero… 1º eres demasiado guapo… no entro en el target de que los guapos, guapos como tú se acercaría a ligar. Podría intentar conquistarte con otras armas… pero yo a ti… no al revés, que tú tendrás a quien quieras cada noche. Incluso serán capaces de ir a cuatro patas por el Espolón detrás de ti en pelota picada, si les pones esa condición para que puedan besar tus pies esa noche. ¿Te dedicas a los señoritos de compañía? Una pasta podrías ganar… Voy al grano que me lanzo y esto está quedando un poco confuso.

– B…

– Enseguida acabo, Querido. – Y exagerando un amaneramiento que en ningún caso tiene, le golpea cariñosamente el brazo, después de que la muñeca casi se le dislocara de lo que la giró hacia arriba…

– P…

– Y punto 2. Si no recuerdo mal, estabas casado. O tenías un novio que casi era marido. O algo así… Espera… espera… un chico mayor que tu… bastante mayor de hecho… y te tenía absorbido todo tu interés… y según me contó entre risas Gerva, eras una especie de mantenido…  así que no te hagas el pudoroso… o el que no quiere hacerme sufrir… has venido a eso, a verme sufrir… así que suelta. Dispara.

Joan se había erguido en la silla. Miraba fijamente a Fermín. Había desaparecido cualquier atisbo de sonrisa o misericordia en su mirada, en sus labios. Empezó a recoger su mochila del suelo, y a meter una libreta que hacía rato que había sacado, antes incluso de sentarse con Fermín.

– La verdad es que me has dado dónde más me duele. Empezaré por lo que te interesa. Gervasio está en Santander. Vive allí habitualmente. Esta temporada que estuvo aquí, era por trabajo. Y allí vive con su mujer y sus dos hijos. Gemelos. De dos año.

Fermín se quedó blanco.

– ¿Así querías el tema?

– Sí…

– Y antes de irme te aclaro un par de cosas. Me acerqué a ti porque me dabas pena. Porque resultas patético. Y como te dije antes tengo esa vocación de ayudar a los niños, y tú hoy no tienes 25 años o los que tengas. No pasas de 10.Eso antes de hablar. Una vez que abres la boca, siquiera llegues a 6. Y quería sacarte de dudas. Y punto 2. Ahora mismo no tengo ninguna gana de ligar. Físicamente, la verdad es que en circunstancias normales, me pondrías, aunque para que negarlo, no eres nada guapo. Pero sabes, hace 2 meses murió ese que me mantenía. Murió tras pasar 3 meses en el hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte. Y ese que me mantenía, era mi marido. Y además le debo la vida. En todos los sentidos. Y sabes lo mejor… le amaba. Profundamente. Aun después de 8 años de relación. Perdona que te haya entretenido. No, no te levantes, no hace falta darnos dos besos ni leches.

Y Joan embocó el pasillito que daba a la salida.

Fermín miraba por donde se había ido Joan.

Fermín estaba impasible.

Abrió el libro.

“Llévame a casa” de Libertad Morán.

Página 108:

“Tardaron un par de horas en llegar a su destino. Cuando se bajaron de la moto…”

______

Capítulo 4:

Fermín se despertó. Eran las 5 de la mañana.

Se levantó de la cama.  No iba a poder dormir.

Era domingo. Su segundo día de vacaciones.

Se levantó, pues, y se fue a la terraza.

Miró la calle. Era de noche. Y todavía faltarían un par de horas para amanecer. Sacó un nórdico… hacía frío. Se acurrucó dentro de él, y se sentó en una de las sillas. En la terraza.

Miraba la calle.

Miraba la gente que pasaba.

Buscaba lo de todas las noches, o las mañanas: Buscaba a Gervasio esperando a que saliera. O corriendo por los alrededores.

Pero era demasiado pronto para un domingo.

Dieron las siete.

Dieron las ocho.

Empezaba a amanecer.

Al final se levantó y se fue adentro. A pesar del edredón, se había quedado helado.

Se puso el chándal y se calzó sus deportivas.

Y salió a correr.

Corrió durante media hora. Paró unos instantes a recuperar el resuello. Se apoyó en uno de los bancos que había en el parque en dónde había acabado. Iba poco a poco regularizando su respiración. Debería volver a un paso más lento. No estaba en forma. Quizás, si saliera a correr todos los días…

Venía un grupo de frente, Era tres… no cuatro. Tres chicas y un chico. Le saludaron cuando pasaban por al lado. La solidaridad del corredor, pensó Fermín. No conocía a ninguno de ellos.

Empezó a caminar. Pensó en ir adelantando camino. Hacía frío. Cuando se encontrara de nuevo con fuerzas, empezaría a trotar suavemente.

Otro corredor venía de frente. Éste no le saludó al pasar por su lado.

Ya se había recuperado un poco… empezó a trotar suavemente.

Otro corredor.

Una chica.

Otro corredor.

Un chico.

Se fijó en él. Algo le resultó familiar. Le empezó a subir la adrenalina. Pensó… creyó… que era Gervasio… Se puso en tensión… todo le… no podía controlar… El chico que venía iba con la cabeza gacha… levantó la cabeza… no… no era Gervasio… era Joan… Fermín… no tenía ganas de hablar con Joan…

– ¡Hola! – saludó Joan, antes de que Fermín hubiera tenido tiempo de irse por otro camino.

– ¡Hola! ¡Qué sorpresa!

– Me imagino que agradable. No contestes… se te nota en la cara. Yo sigo corriendo, que pierdo el ritmo. Agur.

Y Fermín se quedó mirando como Joan seguía su camino.

Se giró y volvió a empezar su trote.

Al fin, llegó a casa.

Fue dejando su ropa por el pasillo hasta llegar a la ducha.

Se quedó parado sintiendo resbalar el agua por su piel. El agua bien caliente.

Diez minutos.

Quince.

Al final salió. Estaba todo arrugado.

Se secó.

Se miró en el espejo.

No le gustó nada lo que vio. Nunca había sido guapo. Ni su abuela le dijo nunca eso de que era el niño más guapo del mundo. Su abuela debió pensar que no debía engañar a los niños. Ni crearles expectativas que luego no se cumplieran. Nunca había sido guapo. Pero ahora además, pasaba factura las noches sin dormir. La tristeza. La falta de chispa en sus ojos.

Se puso el chándal con el que solía estar en casa.

Se fue a la cocina… pero al pasar por el salón, se fijó que se había dejado el nórdico en la terraza. Menos mal que no hacía viento ese día. Salió a cogerlo. Miró la calle… por si pasaba por allí… Justo pasaba Joan… iba andando… Tuvo un impulso…

– ¡Hey! ¡¡Joan!! Sube, te invito a un café..

Joan se quedó mirando. No parecía muy decidido. Al final cruzo la calle para entrar en el portal.

– 4º A – oyó que decía Fermín por el automático.

Se encontró la puerta abierta.

Entró y la cerró.

– ¡Hola!

Se agachó para quitarse las zapas. Había estado corriendo un rato campo a través, y tenían algo de barro.

– ¿Dónde puedo dejar las deportivas? Tienen barro…

–         Aquí en la cocina. ¿café?

–         Con leche, please.

–         Siéntate en el salón si quieres mientras se hace el café.

Joan le hizo caso y se fue al salón. Apartó un montón de revistas que había en una butaca, y se sentó.

–         A lo mejor te apetece ducharte – gritó Fermín asomándose por la puerta de la cocina.

–         No me importaría, pero no tengo ropa para cambiarme.

–         Te dejo yo si quieres. Dúchate y te saco un calzoncillo y calcetines.

–         No quiero…

–         No es molestia.

–         Pero…

–         Ya me los devolverás. O no. A lo mejor te sirve como fetiche.

Joan se quedó mirándole como escrutando la expresión de Fermín para saber como tomarse esa frase.

–         Perdona – dijo rápidamente Fermín.

–         Bien.

Joan se levantó de la butaca.

–         Por el pasillo, la primera a la izquierda.

Salió Joan pues hacia el pasillo.

Se fue quitando la chaqueta del chándal.

Encendió la luz del baño.

–         En el armario de debajo del lavabo tienes toallas.

Se quitó la camiseta.

Se agachó y cogió una toalla.

Tiró de la goma del chándal, lo bajó un poco, y lo dejó caer.

Se lo sacó con los pies, sin agacharse.

Dejó caer también los calzoncillos.

Abrió la mampara de la ducha.

Dejó correr un poco el agua. Hasta que salió caliente.

Entró.

Cerró la mampara.

Graduó la temperatura.

Colgó la cebolla.

Dejó correr el agua.

Fermín entró con una muda, y un chándal.

Se quedó mirando al trasluz la sombra del cuerpo de Joan.

Dejó la ropa en una silla.

Salió.

Desde fuera, se quedó mirando otra vez la silueta.

Volvió a entrar.

Se desnudó.

Abrió la mampara.

–         ¿qué haces?

Empujó a Joan contra la pared. Se pegó a el. Buscó su boca con la suya.

Besó, besó…

Joan intentaba separarle.

Fermín insistió.

Joan se rindió.

Se besaron.

Fermín recorrió con su boca de arriba a abajo el cuerpo de Joan.

Joan miraba al techo…

Y suspiraba.

______

Capítulo 5:

Joan miró por enésima vez su teléfono. No había ninguna llamada perdida. Fermín no le había llamado.

Recordaba aquella mañana de domingo. Recordaba cuando se metió en la ducha. Recordaba ese primer beso de Fermín. Recordaba cómo le fue recorriendo cada centímetro de su cuerpo. Con sus labios.

Recodaba cuando se corrió por primera vez ese día.

Recordaba cuando fueron al dormitorio. Como se besaron. Como se acariciaron.

Recordaba cuando se corrieron los dos por segunda vez.

Recordaba ese café ya frío que se tomaron después. Y como se corrieron por tercera vez en el sofá del salón.

Recordaba como salieron desnudos con el edredón a fumar un cigarro a la terraza. Como se abrazaron y como se daban calor mutuamente debajo del nórdico. Como se besaron… hasta que empezaron a notar el frío. Como volvieron a la ducha… y como se corrieron por cuarta vez.

Recordaba como comieron un sándwich cuando ya anochecía.

Recordaba las promesas de amor de Fermín.

Recordaba el beso largo y profundo que le dio en la puerta. Y como le prometió llamarle. Al día siguiente. Porque estaba de vacaciones. Y quería pasar esa semana con él, con Joan.

Joan  pensó seriamente en que quizás Fermín fuera el que le hiciera superar a Ignacio. Joan se lo contó así a Rafa… su amigo de toda la vida. Rafa le miró con cara de escepticismo… le dijo que no le conocía. Que no conocía apenas a Fermín. Joan levantó las cejas… y le contestó que “Tú que sabes”.

Al día siguiente esperó la llamada. Lunes. Tenía clase… pero no fue. Esperaba la llamada. Rosa le llamó… le contó… Rosa le dijo que fuera a clase… Joan le dijo que vale…

Pero no fue hasta el miércoles.

Tuvo que ponerse las pilas para recuperar el tiempo perdido.

Inés, su compañera. Le dijo que si no era muy pronto para olvidarse del “amor de su vida”. A Joan le contestó que si debería haber muerto con él. Inés le miró con desprecio. Joan no le volvió a mirar a la cara.

El miércoles por la noche, le llamó.

Fermín no contestó.

Llamó 5 minutos después.

No contestó.

Esta vez dejó 10 minutos.

Teléfono apagado

El jueves a las 11, seguía el teléfono “apagado o fuera de cobertura”

26 intentos de llamada fallida.

Ricardo le dijo que a lo mejor era la forma de decir de Fermín que había sido un buen polvo… y que no quería nada más. Joan le miró con cara de cordero degollado.

– Ricar, he perdido la forma. No estoy acostumbrado a estas cosas. 8 años con Ignacio… ya no sé lo que quieren decir los gestos. A lo mejor “te llamo mañana” Quiere decir… “Vete con tu culo a pasear por el Castillo”.

– No te agobies Joan…

– No me agobio Ricar, ya estoy agobiado.

– ¿te pillaste?

– Me pillé la primera vez que le vi. Cuando Gervasio me le presentó.

– Joan…

– Soy bobo.

– Te van a hacer daño. Eres demasiado confiado.

– Ya…

– Ignacios no hay muchos.

– Ya.

– No jodas la vida por…

– De momento ha sido solo una semana.

– Joan…

Y Ricardo se calló. Le miró con cara de pena. Joan no se dio cuenta, tenía la cabeza gacha. Para un observador superficial, podría haber significado que su amigo le daba pena. Para uno avisado, Ricardo se daba pena a sí mismo. Al final, se levantó y dejó sentado a Joan. Le dio un  apretón en el hombro como forma de despedida.

______

Capítulo 6:

A Joan el sábado por la noche, se le ocurrió una brillante idea. Mientras intentaba leer el libro que le habían mandado en la Uni. Una profe muy cachonda, les había hecho leer el primer libro de la saga Crepúsculo. El 90% de la clase, encantada. Ya lo habían leído… El marciano de Joan, y la marciana de su amiga Jimena, con cara de pánfilos. Con la boca abierta. Como diciendo, “esto es un sueño mi amor”… con acento entre jamaicano, cubano y colombiano. Eso sí… el pavo que decía eso… tenía una cara de socarronería…

Y Joan ese sábado se puso a la tarea. Después de haber leído a Shakespeare de cabo a rabo. Haberlas recitado con Ignacio. De haber leído a Zola, A Proust, a Pío Baroja, a García Márquez… y a tantos otros maestros de la literatura mundial… caer en Stephenie Meyer y su “Crepúsculo” le parecía una tomadura de pelo.

Pero la profe le dijo que, era necesario que leyera también las cosas que leían los jóvenes a los que iba a educar. Y que se fuera preparando para leer las otras 3 novelas. Y las de Eragon.

– Total, me han dicho que tienes mal de amores… por eso llevas esta semana gilipollas. Así a lo mejor aprendes algo.
Joan no dijo nada. Juró no volver a hablar con Inés.

Porque había sido Inés.

Odiaba a Inés.

Salió de clase ese viernes y echaba fuego por los ojos. Espuma por la boca.

Ricardo se fue a acercar… se lo pensó mejor y se fue a mear.

Tere le fue a dar dos besos, y decidió dárselos al conserje que pasaba por allí.

Inés le vio… y fue a su encuentro con una sonrisa.

– H…

Joan la miró con tal cara de odio que “yo no he sido. Por que la profesora sea mi madre no quiere decir que yo le haya contado nada”

Joan se relajó.

– ¿Contado el qué?

Inés se dio cuenta de que había metido la pata.

– Me voy.

– Mejor no te acerques más.

– Te conviene estar a bien conmigo… podría decirle a mi madre…

– ¡¡Puta!!

Joan echó la cabeza hacia delante diciendo “Puta”. Volvía a echar fuego por los ojos. Y esta vez la espuma salía disparada cada vez que decía… “¡¡Puta!!”

Inés desapareció.

Ricardo volvió a aparecer. Le tocó el hombro. Sobresaltó a Joan que no le había visto. Al sobresaltarse Joan, asustó a Ricardo, que apartó la mano rápidamente, como si temiera por su seguridad. La de la mano. O la de él entero. Había presenciado la escena con Inés.

– La zorra de ella le ha dicho a su madre que tengo mal de amores.

– No debes ir contando a todos esas cosas.

– Se suponía que era mi amiga.

– El concepto “amigo” está muy devaluado.

– ¿Tú eres mi amigo?

Ricardo se calló.

– Ten, “Crepúsculo” – y le alargó el libro.

– Pero lo tienes que leer.

– Ya lo leí. Mi hermano tiene otro, en caso que tenga que recordar alguna cosa.

– Vaya.

– Sí, soy de esos a los que desprecias por leer estas cosas.

– Hombre…

– Me voy.

Y Ricardo se fue.

Joan recordaba todas estas cosas ese sábado por la noche, cuando intentaba empezar a leer esa novela. Tenía hasta el viernes para hacerlo. Pero no tenía intención de andar corriendo. A parte, no tenía otra cosa mejor que hacer ese sábado.

Y cuando abrió la primera página… para sumergirse en su  lectura… le vino la inspiración: Iría a correr por la mañana, y con la disculpa de devolverle la ropa que le dejó Fermín, llamaría a su timbre.

Se excitó solo de pensarlo.

Empezó a moverse por la casa.

Recordó el tercer polvo… ese fue el mejor para él… cada molécula de su cuerpo se retorció de placer… y sintió que quería a Fermín… ahí se dio cuenta…

Ahora sí que no podía leer.

Intentó irse a dormir, pero fue peor todavía.

Volvió a intentar leer.

Imposible.

Dio un par de vueltas alrededor de la mesa del salón. En realidad fueron veinticinco. O treinta.

Encendió la tele.

A las 3 de la mañana se quedó dormido con las teletiendas. ¿O fueron los concursos chorras?

Se despertó a las 6. Dolorido y helado.

Se desperezó.

Se fue a la ducha.

Chándal.

Zapas.

iPod.

Llaves.

Se tiró a la calle.

En el portal se acordó que debía coger la ropa que le había dejado Fermín.

Subió otra vez.

La metió en una bolsa de Mercadona.

Y volvió a salir.

Fue por los mismos sitios que corrió el día que se le encontró. Pero no le vio. Llevaba 30 minutos corriendo. Estaba cansado. Se sentó un rato a recuperar en un banco. Hacía frío.

Volvió a correr. Decidió acortar el camino, e irse directamente a casa de Fermín.

4º A

Llamó al portero automático.

No contestó.

Lo volvió a intentar.

La misma respuesta.

Se sentó en un coche aparcado enfrente del portal.

10 minutos.

Media hora.

50 minutos.

Nada.

Se había vuelto a quedar helado.

Empezó a andar hacia su casa. Cabizbajo.

Casi chocó con alguien.

Levantó la cabeza rápido, para pedir disculpas.

Pero la cara que se encontró la conocía de algo.

Tardó en recordar.

– Hola – escuchó antes de saber quien era.

______

Capítulo 7:

–        Hola.

–        ¿Te acuerdas de mí?

–        Recuerdo tu cara, y que eras amigo de Fermín, pero si te digo la verdad no recuerdo tu nombre.

–        Jaime.

Y extendió la mano para estrechar la de Joan.

–        Por cierto, me llamo Joan.

–        Sí, sí, ya sabía. Fermín habla a veces de ti.

–        ¿A sí? ¿Está vivo?

–        Sí… lo está.

–        ¡ah!

Se hizo un silencio incómodo. Joan no quería parecer interesado en Fermín, y Jaime no estaba cómodo con la conversación que estaban teniendo.

–        Mira, Joan… eh… Fermín no es buena compañía ahora. Desde que pasó lo de Gervasio ha cambiado mucho. Sigue obsesionado con él. Y… se ha metido en una vorágine de… malos polvos…

–        El mío no estuvo mal.

–        Fermín es bueno en la cama.

–        ¿Lo has comprobado?

–        ¡Huy! Qué más hubiera querido yo. No me ve con ojos de polvo.

–        Casi mejor ¿no? Quizás así no te haga daño.

–        Puede que tengas razón.

–        Sí.

Otra vez se quedaron callados. Joan tenía la cabeza un poco gacha, pero mirando a Jaime. Mirando sus reacciones. Y Jaime recorría su mirada por toda la calle, quizás buscando inspiración, quizás buscando un poco de coraje.

–        ¿Estudias? – preguntó al final Joan.

–        No exactamente. Más bien trabajo.

–        ¿En qué?

–        Catedrático.

–        Pero si eres joven…

–        Ya ves.

–        ¿Un lumbreras?

Jaime sonrió amargamente.

–        Según mis amigos, un aburrido.

–        ¿Fermín te decía eso también?

–        Sí.

–        ¿Y eras su amigo?

–        Su mejor amigo.

–        ¡Joder!

–        Le amaba.

–        Bueno… ¿Y has estado siempre pillado por él?

–        Sí.

–        Y habrás sido tan tonto de estar esperando todo este tiempo a que te mire.

–        Pues…

–        ¡Joder!

–        Pero ya abandoné. De hecho antes de lo de Gervasio… ya dejó de interesarme en ese sentido.

–        ¿Y ya has encontrado a alguien que te guste?

–        Sí.

Jaime se le quedó mirando. Ahora se miraban los dos.

–        Vivo aquí cerca

Joan era un hervidero.

–        Vamos – dijo al fin.

______

Capítulo 8:

Llegaron a su casa.

Jaime le besó. En la puerta. Sobre la puerta. Con Joan pegado a ella. Con Jaime intentando que Joan la atravesara. Empujaba y empujaba.

– Tranquilo… despacio – Dijo al final Joan, separándole un poco.

Porque Joan empezaba a sufrir de aplastamiento.

Se fueron al salón.

En el camino fueron perdiendo sus abrigos, sus jerseys o chaquetas, sus camisas o camisetas, sus zapatos o deportivas, sus pantalones.

En el sofá del salón perdieron los calzoncillos.

Se tocaban.

Se recorrían con la lengua.

Se besaban.

Se mordían.

Se penetraban.

Se besaban…

Se corrían.

Se besaban.

Se echaron la siesta.

Se despertaron a las mil. Y porque sonó uno de sus móviles. Era el de Joan.

Le dio un pálpito cuando vio el nombre de Fermín en la pantalla.

– ¿Sí?

– ¿Cómo que sí? ¿Ya has borrado mi teléfono?

– No, no… pero no he mirado la pantalla al contestar.

– Vale, vale, te creeré. ¿Nos vemos esta noche?

– No sé…

– Perdona que no contestara a tus llamadas, pero es que estuve fuera, y me pillaste en mal momento. Pensé que era mejor que cuando volviera te llamara…

– Bueno sí…

– Pásate por casa sobre las 9. Así cenamos y vemos una peli.

– Pero si son las 8 y media.

– Pues vamos… sal pitando para acá.

– Voy, voy…

– Hoy van a ser 4 polvos…

– No sé yo…

– Ya lo verás… te voy a poner a mil…

Joan colgó de repente. Notó a Jaime a su lado y tuvo la sensación de que se estaba enterando de la conversación. Le miró a los ojos…

Joan se levantó de un salto del sofá.

Jaime se le quedó mirando con cara de pena.

Se metió en la ducha. Una rápida: 3 minutos.

Se vistió de cualquier forma: 1 minuto.

Recogió sus cosas: 1 minuto.

Se despidió de Jaime: 20 segundos.

9,05 pm. Estaba en casa de Fermín.

Éste le esperaba en la puerta, desnudo y empalmado.

9,07: Estaban follando. En la encimera de la cocina. Nada más entrar a la izquierda.

______

Capítulo 9:

Jaime se quedó con cara de bobo.

Era la primera vez que había follado con un hombre. Era la primera vez que había estado con alguien.

Había estado bien.

O no.

O había sido genial.

O no.

Ahora tenía la sensación de que había sido un desastre.

“¿Y ahora qué?”, se preguntaba mirando de reojo a su alrededor, como si no quisiera que nadie se enterara que estaba mirando… “total no miro nada”. Aunque en realidad miraba la estela que había dejado Joan al irse.

Tenía reparos hasta de tocarse, de palpar su cuerpo, de sentir su propia mano sobre su piel… era como si ese gesto le fuera a quitar lo que había sentido…

Oyó un móvil sobre la mesa del salón.

Un mensaje.

Era el móvil de Joan.

Estuvo tentado de no leerlo… pero la curiosidad pudo más. Podía ser algo importante.

Levantó las cejas cuando vio el nombre de Fermín al lado de la palabra mensaje.

Lo abrió.

Dejó el móvil otra vez sobre la mesa, como si quemara.

Se tumbó en el sofá.

Poco a poco se fue encogiendo… hasta conseguir una posición fetal casi perfecta.

Lloró.

Se sentía como papel higiénico. Había limpiado la mierda de Joan, y ahora estaba recorriendo las cañerías de su casa, camino a la depuradora de aguas residuales. Lleno de mierda eso sí. Y con su mierda pegada a él. Y él, Jaime, la nueva marca de papel higiénico en los lineales del Mercadona. Eso sí, con toda su caca dentro de él.

Sonó su móvil.

Era Ana.

Le contó.

Ana le dijo que encontraría alguien digno de él.

Jaime lo intentó, pero no la creyó.

Llamó Diego.

Ana le había contado.

Jaime lloró.

Diego fue a su casa.

Jaime siguió llorando.

Diego le dijo que Fermín no era buena gente.

Jaime le defendió.

Diego le dijo que buscara en otros sitios.

Jaime le contestó que “era fácil decirlo”.

Llamó Fito. Le dijo que salieran a tomar unas tapas.

Fueron los tres.

Fito le escuchó.

Diego le miraba con pena.

Fito le dijo que “Joan era un cabrón”.

Jaime le contestó que “Joan era un tonto que se había pillado por un imbécil en proceso destructivo”

Diego y Fito se le quedaron mirando.

Pues vale.

Jaime se fue a casa.

Se metió en la cama.

Las 12,30 h.

Se puso boca arriba.

Los ojos como platos.

Las 7 de la mañana.

Los ojos como platos. Mirando al techo.

Se levantó.

Se puso el chándal.

Se fue a correr.

Hacía sol, aunque hacía frío.

 

______

Capítulo 10:

Jaime estaba sentado en su despacho. Con la mirada perdida en algún lugar inconcreto del horizonte. Un horizonte que tenía por medio la estantería llena de libros de enfrente de su mesa.

Giró su silla y cambió de horizonte. Un edificio al otro lado de la calle. Y un cartelón anunciando una exposición de figuras de plastilina. Uno de esos que se despliegan por la fachada.

No quería siquiera confesárselo a sí mismo, pero estaba medio llorando. Tenía suerte, hoy no tenía clase. Con esa cara todos sus alumnos se hubieran descojonados vivos. Ya tenía algún que otro problema para imponer disciplina y que le respetaran, al llevarse solo un  par de años con sus alumnos, si aparece con esa cara de muerto, y esos ojos llorosos…

No sabía que le dolía más. El desprecio de Joan al salir corriendo nada más llamar Fermín, o el haber hecho el ridículo, o el haberse expuesto a perder, y haber perdido. Necesitaba un par de días para recomponer la figura. Para no volver a caer nunca más. Para él era mucho peor arriesgarse y perder, que no jugar nunca otro partido igual. Había estado sin novio, sin novia, 26 años, podía seguir así otros tantos. No estaba preparado para jugar esta liga.

Se sentía ridículo. Ahora mismo se estaba viendo otra vez en el sofá, desnudo, tapado solo por la manta de viaje que le había acompañado desde que tenía memoria con el chico con el que había hecho el amor hacía un rato, un chico que desde que le vio en el campus por primera vez, le había llamado la atención. Luego supo lo de su marido muerto… y quedó prendado de él. ¡¡Dios!! Maldita la hora… él pensaba que Joan iba a ser la persona sensible que siempre había soñado… pero como un sueño irrealizable, y se había encontrado con un chico no tan sensible. Mentía… lo que pasaba es que Joan estaba obsesionado por Fermín…

¡¡Basta!!

¿A quién le importa por quién está obsesionado Joan? El caso es que a él, Jaime, le había jodido. Estaba hasta las narices de entender a todo el mundo. De disculparles,. De ponerse en su lugar.

¡¡Basta!!

Jaime se levantó agitado de la silla. Se estaba indignando… se estaba poniendo furioso, siguiendo el devenir de su conversación interna.

Apenas oyó que llamaban a la puerta. Lo suficiente para girarse hacia ella, pero sin situar el ruido.

Se encontró con un chico al que no reconocía, pero que le sonaba.

Chico con cara de susto.

Jaime se giró también asustado.

Se había dado cuenta de la cara que tendría.

– Perdona

Fue un susurro lo que salió por su garganta.

– Vuelvo luego.

Ricardo tampoco gritó mucho más.

– No importa. ¿Qué querías?

Jaime todavía no se atrevía a girarse. Estaba intentando serenar su mirada, relajar su cara, y secarse sus ojos acuosos. Sobre el color rojo que les rodeaba, no podría hacer nada.

Y no había polen que pudiera servir de excusa. Era invierno y hacía un frío que pelaba..

Daba igual, este chico del que todavía no conocía su nombre, ya había visto su piel de lagarto debajo de su piel de “hombresegurodesimismoycatedraticoalos26”.

Se dio la vuelta.

– Dime

Estaba vez sonó un poco más alto.

– Me llamo Ricardo.

Extendió la mano hacia Jaime para saludarle.

– Soy amigo de Joan.

Jaime ya sabía de qué le sonaba su cara. Era guapo también. De hecho era más guapo que Joan. Pero sin ese aura que el otro tenía.

– Dime.

Jaime no estaba dispuesto a bajar la guardia otra vez.

– Esto que Joan no se ha podido acercar, está un poco pachucho, y me ha pedido que viniera a verle por si tenía su móvil, que se lo dejó el otro día en su casa.

– ¡Vaya!

Ricardo no levantaba su mirada del suelo.

Jaime perdía la suya en algún lugar inconcreto entre el 5 libro de la estantería de la izquierda, balda de arriba, y el 56 libro de la estantería de la derecha, 3ª balda a la derecha.

Jaime estaba haciendo rápidas cábalas de todo lo que le habría contado.

Su furia aumentaba al ser consciente que el chico ese que estaba estudiando la moqueta de su despacho, podría saber hasta el número de pelos que tenía en el culo.

¿Cuánto sabría de hecho?

Estaba entre tirarle por la ventana, para que no corriera más la voz.

No (otra línea de pensamiento nueva) mejor contratar a unos sicarios para que mataran a este chico y al que abrió la boca antes. Los dos de una tacada. Joan y su confidente Ricardo.

Radical.

Contundente.

Pero… ¿Y si había hablado alguno de ellos con otro amigo?

Tenía que preguntar a su amigo Timoteo, del departamento de Química, si habría algún gas desmemorizante para expandirlo por el campus.

Jaime paró un momento. Sin darse cuenta había empezado a andar arriba y abajo de su despacho. Eran dos pasos arriba y dos pasos abajo. Pero aún así los recorría con decisión y furia.

Stop.

Stop pensamientos ridículos. Definitivamente, pensó, la falta de sueño reparador le estaba pasando factura. Este Jaime no era el que había sacado matrícula en la carrera, y había sacado la cátedra con la gorra. Sí, sí… para eso era un lince, un hacha… pero para las relacione sociales…

– ¿Y por qué no ha venido él?

Fue una necesidad el hablar… se dio cuenta que era una gilipollez lo que había preguntado, ya le había dicho ese chico… (¿Cómo ha dicho que se llamaba?… Ricardo… eso…) Ricardo… ya había dicho antes que estaba pachucho.

– Est…

– Sí perdón… (Jaime miró por primera vez con decisión a Ricardo… con una sonrisa de medio lado, entre pidiendo disculpas… y pidiendo disculpas… básicamente por hacer el ridículo), ya me dijiste que estaba pachucho.

Se volvieron a quedar en silencio.

Esta vez los dos quietos.

Los dos mirando la moqueta.

La moqueta estaba limpia. Impoluta podríamos decir. Ninguno de los dos fue capaz de encontrar una simple mota de polvo o suciedad. Y fíjate que la miraron.

– Sí… eh… ufff… perdona, tengo mal día… creo que traje el móvil sí…

Jaime fue hacia la mesa, en donde tenía aparcada la bandolera. Hurgó en ella, y en un lateral encontró el móvil de Joan.

– Aquí está.

Y se lo tendió.

Juntaron sus dedos al soltarlo uno y cogerlo el otro.

Ricardo hizo un casi imperceptible gesto acariciando ligeramente con uno de sus dedos, el dorso de la mano de Jaime.

Jaime casi ni fue consciente de ese gesto. Si no hubiera sido porque sintió como una descarga eléctrica.

Levantó su mirada rápidamente. Espoleado por esa descarga.

Ricardo volvía a mirar la moqueta.

Jaime estaba desconcertado.

– Bueno me voy.

A Ricardo no se le ocurría nada para alargar el tema.

– Sí. Vale.

Ricardo se giró para abrir la puerta.

– Supongo que nos veremos por ahí.

Jaime intentaba no quedar como un bobo redomado. O un antipático supino.

– Sí supongo.

Ricardo abrió la puerta.

Se giró.

Levantó la mirada. Directa a los ojos de Jaime fue.

– Hast…

Ricardo tuvo una idea.

– He alquilado esta peli, “Mi querida Señorita”. Estaba pensando que a lo mejor, tenías DVD y podríamos verla esta tarde. Es que el mío se ha estropeado…

Jaime se quedó sorprendido por la propuesta.

– Esto…

– Sí, perdona… ha sido una tontería. No creo que te apetezca ver esta peli con un alumno… además que ni te interesará ni nada… ha sido un…

– Podríamos quedar sobre las 8. Antes iré a correr un poco.

– ¡Ah! Yo también iré a correr…

– ¡Ah!

– ¿Te importa si corremos juntos? Y luego podemos ver la peli…

– ¡Ah!

Jaime era consciente de que iba de cara de circunstancias a cara de gilipollas, alternando ambas con cara de tonto. No, cada vez estaba más convencido que las relaciones sociales no eran lo suyo. ¿Cómo se atrevería de decirle hola a Joan? Así salió todo, claro…

Era mejor que se disculpara con este chico… (¿Cómo se llamaba?… Roberto… René… ¡Ricardo!), y no intentara hacerse amigo de él… no quería llevarse un chasco… estaba claro que no sabía.

– ¿A las 7 en el Paseo de Atapuerca?

– ¿Eh?

– ¿En el Paseo de Atapuerca?

– Sí, sí…

– Hasta la tarde entonces.

Y Ricardo salió de estampida.

Jaime estaba con la boca abierta.

Jaime, pensó una vez más, que era gilipollas.

Jaime, estaba seguro de que todo iba a salir fatal.

Jaime, pensó entonces que a lo mejor Ricardo se arrepentía, y no iba. Un plantón era lo mejor. Era como amputar la cabeza. Solución rápida. Radical.

Jaime se sentó.

Giró su silla hacia la ventana.

Se había nublado.

Tenía sueño.

Iba a echar una cabezadita.

¿Y si entraba alguien?

“Nadie entra nunca en mi despacho”.

“Soy un desastre… no tengo vid…”

Y se durmió.

______

Capítulo 11:

Ricardo salió del despacho de Jaime hecho un lío. No, esa no era la palabra. Salió con un ataque de nervios. Eufórico. Tenía ganas de saltar.

Se encontró con Maribel. Le contó que iba a correr esa tarde con Jaime.

Maribel se le quedó mirando con cara de susto. ¿10 años de conocimiento mutuo? Maribel no había visto hacer deporte a Ricardo ni 10 minutos seguidos.

– ¿Y tienes chándal?

Pregunta inocente de Maribel.

Ricardo se quedó parado. Ni un músculo movió.

¿Chándal?

Mierda.

Salió corriendo.

Montó en el bus cuando casi salía.

Llegó a su casa.

Fue a su armario.

Allí había un chándal. Claro, en el instituto tenían gimnasia.

Se desnudó en un momento.

Se intentó poner el pantalón.

No pasaba del muslo. Imposible que llegara a la cintura.

Su hermano en la puerta.

Ricardo a saltitos, con los huevos colgando, y con un pantalón de chándal 8 tallas menor de la que necesitaba.

Su hermano, con la boca abierta.

Podría haberse desternillado de risa de su hermano, pero le jodía que se lo pusiera tan fácil.

– ¿Tienes un chándal?

Manuel le miró con esa expresión… como de no haber entendido nada. ¿Su hermano hablaba en chino?

– ¿Un chándal? ¿Tú? ¿Vas a una fiesta de disfraces?

– He quedado a hacer footing.

– Mamá,  Ricardo tiene la gripe A – gritó Manuel por el pasillo.

– ¿Qué dices? – contestó ella desde la otra punta de la casa.

– No le hagas caso, mamá.

Ricardo cogió a su hermano del brazo, y le metió en su habitación.

– ¿Por qué no te callas por una vez?

– Me callaré si me da la gana. ¿O no querías un chándal?

– Sí, sí…

– ¿Con quien has quedado? – preguntó con voz sugerente. – ¿Le conozco?

– No seas bobo, no he quedado con nadie.

– Pues no  hay chándal.

– ¡Manuel!

– ¡Ricardo!

Ricardo no veía otra salida.

– Sí he quedado con un chico, pero no le conoces.

– Dime a ver.

– Es uno de la Uni.

– ¿Joan? ¿Al final te has decidido a declararte?

– No, Joan solo es un amigo.

– Sí, ya… solo es un amigo porque él no te ha mirado nunca más que como un  paño de lágrimas.

– ¡Manuel! Joan es buena gente.

– Bueno… no sé yo… contigo no se ha comportado bien.

– Manuel, no seas injusto.

– Manuel, Manuel – dicho esto con tono de burla –  me vas a desgastar el nombre. Que no me vas a convencer. Que ese amigo tuyo… contigo no es legal.

– Man… solo pasa que no me quiere de la misma forma. Es igual que tú con Estefanía.

– Yo me declaré.

– ¡¡Ains!! Me estás volviendo loco. Joan… es un  amigo. Le quiero mucho… pero está claro que no es el hombre de mi vida.

– Ni el de nadie.

– Eso no es cierto. Estuvo casado  mucho tiempo con Ignacio.

– Y le puso los cuernos.

– Manuel, eso no es cierto. Y…

– Vale, déjalo. No vamos a ponernos de acuerdo. Tú defiende a tu amigo. Yo cuando quieras te demostraré que Joan, no es trigo limpio.

– El chándal…

– Si me dices quien es con el que vas a correr.

Ricardo le miraba con cara de furia.

– Jaime.

Manuel se quedó mirando a su hermano mayor…

– ¿El catedrático?

– ¿Le conoces?

– De vista. Un día me dijiste algo de su culo.

– ¡Joder! Hablo demasiado.

– Está bueno el jodido.

– Tú qué sabrás.

– Que pasa, ¿que porque no me vayan los hombres, no puedo saber ni opinar sobre la belleza de ellos?

– Bueno…

– Anda, cállate. Vamos a ver que chándal te queda mejor. Por cierto… ¿Tienes zapas? No pensarás ir con las bambas, o

– ¿Zapas?

– Si esa cosa que se pone en los pies para correr…

– Joder…

– Y eso no te las puedo dejar, tú calzas un par de números menos que yo.

– Joder.

– Lo que me voy a reír de cómo vas a volver de tu cita. ¡Ja!

– DSFGVSFV SVSdsacd

– Follar no sé si follarás hoy… pero destrozadito…

Y Ricardo le tiró un libro que tenía sobre la mesilla. Libro que Manuel esquivó sin mayor problema.

– Qué violencias. Coge pasta y vamos a comprar unas, anda.

– ¿Pasta?

– Si, sí, pasta… Money… dinero… euros…

– No tengo un pavo.

– Pues aquí se acaba tu cita para correr…

– Préstame…

– Hermano, yo soy el pequeño. En todos los manuales sobre los hermanos pequeños, dicen que estos son los que piden las cosas a sus hermanos mayores.

– Manuel…

– Esto no es justo… me estás privando de aprovecharme de mi hermano mayor.

– Con lo que yo te quiero…

– ¡¡Buagggggggg!! No me hagas vomitar…

– Vamos a comprar esas zapas.

– Ponte el termómetro Ricardo. – su madre había aparecido de improviso.

– ¿Qué?

– Manu ha dicho que tenías la gripe.

– ¿Desde cuando haces caso a Manuel?

– Sí, sí… mamá… mírale… tiene la gripe… ¡¡¡tiene una cita!!!

– ¿Una cita?

Y Ricardo cogió del codo a su hermano. Y salieron los dos a la calle. Y mientras salía, le dio una colleja. O dos.

______

Capítulo 12:

Sonó un móvil. Joan se desperezó. Fermín andaba por la cocina preparando algo de cena.

Buscó su móvil. Entre la ropa, en la bandolera.

Fermín contestó a la llamada. Era para él.

Joan siguió buscando.

Se dio cuenta que se lo habría dejado en casa de Jaime.

Maldijo su mala cabeza. No le apetecía verle otra vez tan pronto. Y menos para pedirle su teléfono.

Fermín parece contento con su conversación.

Llaman a la puerta.

Fermín le dice que vaya a abrir.

Joan va hacia la puerta. Vuelve a ponerse algo de ropa.

Vuelven a llamar.

– ¡Ya vaaaaaaaaa!! – grita Fermín.

Joan llega a la puerta.

La abre.

Un chico.

Un chico con cara de sorpresa.

– Me equivoqué.

– ¿A quién buscas?

– ¿Fermín?

– No te has equivocado. Joan.

– Carlos, encantado

Se estrechan las manos.

– Entra. Está hablando por teléfono.

– No, bueno…

– Entra hombre…

– Vale, vale, nos vemos pasado mañana. Vale, el miércoles. No, el viernes… vale, vale. Si… adeu. ¿Quién era Joan? Pregunta desde el dormitorio Fermín.

– Carlos.

– ¿Carlos?

Va al hall.

– ¿Carlos?

– Hola.

– ¿Qué coño haces aquí?

Joan se le queda mirando. Fermín ha mudado la cara. Está furioso.

– Me dijiste…

– Te dije que ya te llamaría. ¿Te he llamado? Pues aire.

– Pensé…

– Aire. Echamos un polvo y ya está. Si quieres repetir, ponte a la cola.

Joan alucinado con la conversación.

– Me dijiste que me querías.

– Yo no dije nunca eso. Yo no digo esas cosas.

– Sí, antes de follar sí.

– Que te largues. No me ralles. Echamos un polvo y ya.

– Pero es que yo…

– Tú nada.

Y Fermín le empezó a empujar hacia la calle.

– Pero…

– Que nada. Que te largues. No quiero volver a verte. No eres nada, ni lo vas a ser nunca. Eres mierda.

– No era mierda…

– Ese día no tenía otra cosa. Hoy verás que tengo otra cosa.

Carlos se dio la vuelta, Miró implorante a Joan.

Joan miraba a Carlos. Tenía la boca abierta.

– Fuera de mi casa, Carlos. O llamo a la policía. Y no vuelvas a acercarte por aquí. No quiero saber nada de ti. Y no vuelvas a llamarme.

– Pero ayer me dijiste que nos veríamos esta noche…

– Cambié de planes. ¿No lo ves?

– Pero yo estuve esperando…

Fermín abrió la puerta, y le empujó hacia fuera.

Cerró la puerta.

– ¡Qué imbécil! Dúchate si quieres cariño, que acabo de preparar la cena.

– Sí… esto… déjame el móvil que he debido perder el mío. Tengo que llamar a Ricardo.

– Ten. Pero mira la batería, creo que no tiene mucha. Tienes el cargador en la mesilla.

Joan empezó a marcar el teléfono de Ricardo.

Se le ocurrió una idea.

Llamadas entrantes.

Gervasio.

Joan salió del listado de llamadas.

Marcó el teléfono de su amigo.

Aguantó los improperios por llamarle a las 2 de la madrugada.

Le pidió el favor de que fuera a pedirle el teléfono a Jaime.

Colgó.

– Te lo pongo a cargar en el salón.

– Bien.

Joan se sentó en una butaca.

Recordaba pasajes de la conversación de Fermín con Carlos.

“Eres una mierda”. “Hoy ves que tengo otra cosa”. Los varios “te quieros” de la noche, resonaban en su cabeza. “Me dijiste que me querías” “Yo no digo esas cosas” “Necesitabas follar, todo valía entonces ¿no?”

Eso último no recordaba haberlo oído en boca de Carlos. O sí. O lo podría haber dicho él también.

Buscó su ropa en el pasillo, en el salón.

Se quitó los pantalones para ponerse antes los calzoncillos.

“Eres mierda”

Se puso la camiseta.

“Hoy es Carlos la mierda, mañana serás tú la mierda, Joan”.

Se puso los calcetines.

“Me has gustado de siempre, Joan” resuenan esas palabras de Jaime, hacía solo unas horas, en otra casa, los mismos calcetines, la misma sudadera.

Cogió sus zapas. La parka.

Fue hacia la puerta.

Abrió con cuidado.

Y salió.

Bajó las escaleras corriendo. No quería que Fermín se diera cuenta, y saliera a buscarle. No quería que le viera llorar. Era consciente que Inés tenía razón. Y Ricardo. Y Jimena. Y Fernando. Fermín era mala gente. O buena gente obsesionada con alguien, pero que al final daba igual, acaban haciendo daño a los demás, porque ellos sufren. O lo hacen porque les da la gana… o porque necesitan algo, y hacen lo posible por tenerlo. Él sufre, los demás… ¡que sufran también! Parece que sufrir da derecho a hacer daño a los demás. Los demás… ¡¡que les follen!! Y nunca mejor dicho. Se trata de eso. De follar. De sentirse por unos minutos querido, deseado. Da igual que sea  meramente animal, sexual, sin pizca de sentimientos. Total… en la vorágine del mete y saca… del “Chúpamela otra vez Sam”, cualquiera distingue un “te quiero”, de un “más despacio cariño”.

Salió a la calle.

Corrió calle abajo.

Giró en la primera a la derecha.

No podía quitarse de encima la imagen de Jaime.

No podía quitarse de encima la imagen de Carlos, con esa mirada suplicante… mientras Fermín le empujaba hacia la puerta.

Se sentó en un banco.

Se puso las zapas.

Se puso la parka.

Miró a su alrededor. Para situarse.

Daría un paseo.

Otro día que se perdería las clases.

“Eres una mierda”… “Joan, eres una mierda”

Seguía resonando en su cabeza.

Volvió sobre sus pasos. Prefería irse por el lado contrario. No pensaba que Fermín tuviera ninguna intención de salir a la calle a buscarle.

Al cruzar la calle de la casa de Fermín, le vio.

Estaba sentado en la hierba. Con la espalda apoyada en el respaldo de un banco. Las rodillas pegadas a su pecho. La mirada perdida en la oscuridad.

“Eres mierda”.

Se acercó.

– Vamos

Y a la vez que dijo eso, alargó la mano hacia Carlos.

Éste levantó la cabeza.

Miraba pero no veía. Era incapaz de centrar la vista. Tenía los ojos llorosos.

– Vamos – repitió Joan.

Carlos al final vio la mano que le tendía Joan. Tímidamente alargó la suya. Carlos tiró de ella.

Estaba los dos  de pie. Uno frente al otro. Carlos apoyó su cabeza sobre el hombro de Joan. Éste rodeó su cintura con su brazo, y emprendido el camino a su casa.

Hacía frío.

Empezaba a llover.

La calle estaba en silencio. Solo roto por el ruido de un  camión de basura que hacía su trabajo dos calles más arriba.

______

Capítulo 13:

Jaime no hacía más que mirar el reloj. Ya pasaban 10 minutos. Había deseado con tanta fuerza esa tarde que el resultado de la “cita” fuera un plantón, que al final… ¡plantón!

Hacía frío de cojones. Se estaba quedando completamente helado. Empezó a dar pequeños saltos para desentumecer los músculos y de paso que el proceso de congelación no siguiera su curso. Estaría bien como estatua helada, frente al nuevo museo de la Evolución Humana, que acabarían en un año de estos. Ahora que pensaba, se había quedado esperando frente a la pasarela peatonal… ¿y si Ricardo le está esperando a la altura del puente San Pablo? Estiró el cuello… pero con tantos andamios, vallas, montículos… a ver si acababan de una puñetera vez las obras… no tenía libre el campo de visión.

Así que cambió los saltitos en el mismo punto, por un trote cochinero de un puente a otro. Mirando atrás cada dos o tres pasos, por si se le ocurría aparecer en el puente que acababa de dejar… Pero no… allí le vio… estaba apoyado en una valla que tapaba un contenedor de esos para echar escombros, y parecía concentrado en los operarios que estaban trabajando en una nueva fuente ornamental.

Se paró un rato a observarle. Se le notaba que estaba helado. Se veía subir el vaho que provocaba su respiración. No… no era un adonis… pero era guapo… aunque creo que lo que más le gustó de él, era su mirada… esa mirada tímida con la que entró en su despacho…

Parece que la cita no se iba a cancelar… no le había dado plantón…

De repente Jaime tuvo miedo… Pensó en unas noches atrás, con Joan. Se acercó a él… acabaron en la cama… como Jaime había soñado siempre…Siempre le había mirado en la distancia… cuando le vio con Fermín… Fermín estaba perdiendo el norte… ya había dejado de llamarle… para qué, no podía ayudarle. Y las últimas veces que habían quedado le notaba artificial, como queriendo aparentar un estado de ánimo que no tenía… contando una tras otra aventuras de cama, o amorosas como las llamaba él, pero que de amor tenia más bien poco… se esforzaba en que no se compadecieran de él… y nunca ninguno de sus amigos, que él supiera, había intentando eso, compadecerse de él… más bien al contrario, quedarse a su lado… y apoyarle a que saliera adelante… pero ese Gervasio le cambió… y no había forma de que fuera por otro lado… ni al saber que era casado con mujer, de Santander… con doble o triple vida… a saber… Ya puestos, cualquiera podía sugerir que en San Sebastián, ciudad en la que pasaba temporadas largas, también tendría otra historia, o en Pontevedra… o en Bilbao…

Joan… Joan… cayó en los brazos de Fermín… otro que acabará machacado… pero mientras eso sucede, le ha machacado a él… Se dio la vuelta… no quería caer en lo mismo con Ricardo… o que éste le hiciera lo mismo a él… porque Ricardo era más que evidente, salvo para Joan, claro, que estaba enamorado de su amigo… No quería ni sufrir… ni…

No… pero no podía hacer eso… volvió otra vez sobre sus pasos… fue andando hacia Ricardo… Éste levantó la mirada… y le vio… levantó un poco su mano a modo de saludo tímido, y una atisbo de sonrisa apareció en sus labios…  Se le notaba nervioso… Jaime pensó que le había juzgado mal… no era más feo que Joan… lo que pasa es que Joan parecía tocado permanentemente por un “ángel” y Ricardo parecía más… apagado, tímido…

De repente se dio cuenta de que todos sus pensamientos sobre Joan, sobre Ricardo, sobre Fermín… o sobre Diego… ese chico de San Fernando que le encandiló hace dos veranos, y que apenas se atrevió a decirle hola un día… todos sus pensamientos giraban sobre la belleza… sobre el aspecto físico. Él que siempre había propugnado frente a los demás que la belleza física era solo algo superficial… que había que mirar al fondo… la forma de ser, la inteligencia, la bonhomía, la conexión que se establecía entre las personas… y él, el adalid de esa causa, se encontraba fijándose hasta en el tipo de piel que tenía cada uno, para hacer un ranking de belleza entre ellos…

Ya no podía echarse atrás… así que aceleró el paso…

– Hola ¿Ricardo?

– Sí…

– Perdona – le interrumpió Jaime – es que soy un desastre con los nombres, y aunque  entre las quinielas que llevaba hace un momento en la cabeza, parecía que Ricardo era el nombre que más me sonaba, René andaba por ahí…

– ¿René? Bueno… si quieres podrías llamarme René… no me importaría jajajajaja, nombre secreto…

– ¡Ah!.

– Perdona ahora tú, es una especie de juego que tengo con mi hermano. Nos cambiamos los nombres y esas cosas..

– ¡Vaya! ¿Te llevas bien con tu hermano?

– Sí, sí… muy bien. Tan bien que está en aquella esquina, en Don Jamón, cuidándome en la distancia, por si me dabas plantón o querías violarme.

– Ah… ¿tengo pinta?

– No bobo… pero es que yo en estas cosas…

– Pero parece más joven…

– Y lo es. Yo le saco 4 años…. Bueno, más o menos. Hasta hace unos años, era yo el que cuidaba de él. Pero desde que cumplió 16, estaba claro que él era más valiente, más decidido… y se volvieron las tornas. Ahora es él el que me vigila… bueno no siempre, hay cosas para las que sigo ejerciendo de hermano mayor….

– ¿Es gay también?

– ¿Manuel? Huy, que va… es un machoman y mujeriego el jodido.

– ¡Ah!

– Bueno que… ¿empezamos…?

Jaime le miró de arriba abajo…

– Esto… ¿Haces mucho deporte?

– Bueno… antes hacía… lo que…

– El chándal no es tuyo…

– No, bueno… es de mi hermano…

– Y las zapas son nuevas..

– No…

Se quedaron los dos… Ricardo subía las cejas… Jaime sonreía…

– Bueno que, ¿vais a empezar?

Manuel se había acercado a ellos…

– Manu… lárgate…

– Me llamo Manuel .

Y diciendo esto alargó su mano para estrechar la de Jaime.

– Jaime.

– Espero que seas bueno con mi hermano. El pobre está a dos velas…

– Manuel… te voy a meter la paliza más grande del Universo – y mientras decía esto, intentó ponerse entre Jaime y Manuel, echando el cuerpo hacia delante para poner su cara a menos de dos centímetros de la de su hermano, echando fuego por sus ojos.

– Tengo que cuidar de ti, que tú en estas cosas, quedas con cualquiera… Acuérdate del pavo aquél, el que encontraste en Bakala… anda que… – y diciendo esto le apartó con su brazo, para tener el campo libre con Jaime…

– Huy, Manuel, es interesante todo esto que me cuentas…

– Jaime, no le sigas el juego… Manuel, te piso la cabeza como no te largues…

– Es buena gente Jaime…

– Esto Manuel… ¿tú crees que es buena idea que tu hermano haga footing hoy con esas zapatillas nuevas… nuevas?

– Pues no. No es buena idea, porque le van a salir ampollas hasta en los calcetines. Mejor un paseo rápido y a ver esa peli que lleva en la mochila. A ver si congeniáis y así me libro de sus sesiones de cine… que me tiene aburrido…

– ¿No te gusta el cine?

– Sí, me gusta… pero es que Ricardo es un coñazo…

– Manuel, que te largues.

– “Manuel que te largues, Manuel que te largues” – repetía sin cesar Manuel con voz noña.

– Bobo.

Ricardo estaba perdiendo los nervios… su hermano se estaba pasando…

– Bueno… creo que deberíamos irnos… – Jaime se dio cuenta que Ricardo se estaba poniendo más nervioso.

Manuel se quedó mirando a su hermano. Luego miró a Jaime. Volvió la mirada a su hermano…

– Metí la pata… Me voy… encantado Jaime. No te enfades Ricar… sabes que soy un bobo. Si quieres algo llámame…

Estrechó la mano de Jaime y se fue… cabizbajo…

– Qué suerte tienes Ricar… tienes un hermano fantástico…

– Sí lo es… es un poco cansino a veces…

– No he visto…

– Deja a mi hermano en paz… por favor… y vamos a correr de una puta vez…

– Hey relájate… vamos caminando… ¿Vamos hacia la Quinta o paseamos por la ciudad?

– A lo mejor por la Quinta hace más frío… con tanto árbol…

– Paseemos por la ciudad entonces…

Empezaron a hablar de sus familias, del tiempo, de la Uni… estuvieron casi una hora andando a paso rápido. Al final llegaron al portal de la casa de Jaime. Vivía en una casa antigua, un segundo sin ascensor. Ricardo hizo burla, porque la escalera tenía dos bombillas fundidas, y entre la penumbra, y los ruidos de la madera de la escalera, parecía la casa encantada…

– Quítate esas zapatillas, que seguro que te han rozado.

Se quitó pues las zapatillas.

Sacó dos pelis de su mochila.

¿Cuál? Preguntó enseñándoselas a Jaime.

Eligió “Mi querida Señorita” Dijo que para hacer un homenaje a José Luis López Vázquez, que había fallecido no hacía mucho.

Jaime se cambió de ropa. Se puso el “chándal de estar en casa”, como dijo.

Sacó unos frutos secos para picar, y unas papas fritas.

Y un poco embutido.

Pepsi y Estrella de Galicia.

Ricardo puso el DVD.

Se sentaron uno al lado del otro en el salón, en el sofá.

Empezó la peli.

Se rieron un poco, dándose codazos, tomándose el pelo mutuamente sobre las cosas que habían pasado ese día.

Comieron un poco de embutido. Bebieron cervezas…

Jaime apoyó su cabeza sin darse cuenta en el hombro de Ricardo.

Ricardo le miró de reojo.

Ricardo se sintió bien.

De hecho no recordaba haberse sentido tan bien, desde que su hermano con 4 años, le dijo que le quería más a él que a mamá y papá.

Jaime cerró los ojos.

Ricardo sonreía.

Jaime se durmió. Por primera vez en unos días.

Ricardo acabó el plato de cacahuetes.

Jaime pasó la mano por encima del estómago de Ricardo.

Ricardo sonreía.

Ricardo apoyó su cabeza sobre la de Jaime.

También se durmió.

______

Capítulo 14:

Joan se levantó de la cama.

La 1,30.

Encendió el móvil. El otro móvil. El que sólo tenían sus amigos más cercanos.

Empezó a sonar como un descosido.

15 llamadas perdidas.

8 mensajes en su buzón.

Los escuchó todos.

Eran de Ricardo, de Inés, de Mario…

Se había olvidado de que tenía que presentar el trabajo sobre la novela esa de vampiros.

Iba de culo este año.

Suspiró resignado.

Fue al baño.

Levantó la tapa y orinó.

Empezó a recordar lo que había pasado la noche anterior.

Primero con Jaime.

Después con Fermín.

Jaime.

Quizás debiera llamarle.

Quizás pudieran quedar una tarde de estas.

Fermín.

El jodido de él…

Joder… follar… parece que desde hace unos días todo en la vida de Joan giraba en torno a esos conceptos. Se estaba dando cuenta que además, en sus conversaciones, tanto virtuales, en las imaginarias,  como reales, aparecía ahora con demasiada frecuencia esa palabra. Joder.

Tiró de la cadena.

Bajó la tapa.

Jaime.

Marcó su número.

Estaba apagado.
Se fue a la cocina.

Al pasar se vio fugazmente en el espejo del armario del pasillo.

Volvió sobre sus pasos.

Encendió la luz del pasillo.

Estaba más delgado.

Estaba ojeroso.

No tenía esa chispa en su mirada.

No se sentía hoy atractivo.

Hacía días que no se sentía atractivo.

Apagó la luz.

Abrió el frigorífico y sacó una botella de zumo de naranja.

Un vaso.

Bebió con ansia.

Otro vaso.

Devolvió la botella al frigorífico.

De repente sus pensamientos acabaron en Ignacio.

Su marido.

Todavía lloraba cuando se acordaba de él.

Ignacio.

Ese cáncer que acabó con su vida…

Meses y meses de sufrir, de verle poco a poco cayendo… degradándose… mirarle y ver en sus ojos ese amor… ese amor que le dio la vida… cuando Joan vagaba por las calles, con sus 18 recién cumplidos, cuando uno de sus clientes le dio una paliza para no pagarle. Primero le emborrachó… luego le intentó engañar… le machacó… y al final le metió la paliza del siglo.

Iba borracho por la calle, tambaleándose.  Se cayó en aquel barrizal. Intentó levantarse una vez… dos… pero ya no quiso intentarlo la tercera. Pensó que era buen sitio para dejarse ir… sino iba a ser ese, podría ser otro cualquiera… No tenía fuerzas para volver a su “casa”, esa lonja abandonada que le servía para dormir… No tenía fuerzas de volver a su esquina, para buscar un nuevo cliente al que mamársela por 20,00 €… Veinte putos euros que casi le cuestan la autoestima… y casi la vida…

El resto se lo contó Ignacio. Él no se acordaba de nada.

Le contó como le vio. Como le ayudó a levantarse.

Joan se resistió.

De hecho le pegó un puñetazo en el ojo.

Al final Ignacio consiguió llevarle a casa.

Luchó porque no se escapara. Le vigiló.

Le curó.

Le bañó.

Joan le intentó agradecer con lo único que sabía hacer… Ignacio no le dejó…

Pasó el tiempo.

Joan un día, estaba mirándole como cocinaba.

Ignacio parloteaba.

De vez en cuando se giraba y le miraba.

Joan se levantó. Porque en ese momento se dio cuenta…

Le amaba…

Le quitó la sartén de la mano.

Le acorraló en una esquina de la cocina, pues Ignacio quería escaparse…

Y le besó…

Se quedaron los dos mirándose…

Volvieron a besarse…

Ignacio le llevó de la mano al sofá del salón.

Y hablaron.

Ignacio quería estar seguro que era cierto que le amaba. No que fuera agradecimiento… ni compasión, ni nada de eso. Ni por dinero.

Ignacio le propuso algo.

Ignacio era rico. Muy rico. Le dijo que le iba a poner a su nombre una gran cantidad de dinero. Y unas acciones que le darían todos los años, un suculento pellizco.

Tendría más que suficiente para vivir toda su vida, si quería.

Pero si quería vivir con él, ser su pareja, debía pasar unos meses separados, viviendo de esas rentas. Un día, se volverían a encontrar. Si sentía lo mismo, se casarían. Pero antes firmarían un documento en el que Joan, renunciaba al resto de su fortuna. Nunca vería un duro más de su bolsillo.

Joan seguía sentado en la cocina. Sus ojos estaban llorosos…

Ignacio…

Pasó los dos meses lejos de Ignacio. Ligó, folló… se dedicó a gastar y gastar… nunca había tenido tanto dinero… No se acababa nunca…

Ignacio…

Pero no era feliz… necesitaba esa mirada fugaz, ese brillo cuando estaba cocinando y Joan estaba a su espalda, mirándole embelesado… O cuando se vestía, cuando se ataba el nudo de la corbata sin necesidad de mirarse al espejo… Necesitaba de su hombro para quedarse dormido viendo la tele… o que le explicara quienes eran los godos esos… o lo gracioso que le parecía cuando le preguntaba sobre los blogs, o el Tuenti… o sobre sus experiencias como chapero… sobre los clientes, sobre como hacerles gozar más… pequeños secretillos… necesitaba verle a su lado interesándose por él… por cómo estaba…

No dejó pasar el plazo.

Llamó un jueves a su puerta.

Ver a Ignacio en la puerta, sonriéndole…

“¿Nos conocemos?”, dijo el mamón de él…

Dio un pequeño salto… abrió sus piernas y rodeó con ellas su cintura, mientras sus brazos rodeaban su cuello, y mientras sus labios buscaban los de Ignacio. Éste mientras tanto, puso sus manos sobre el culo de Joan, para equilibrar el peso… o para lo que fuera, porque cuando sintió esas manos en su culo, Joan pensó que nunca quería que se separaran de ahí…

Pero todo se rompió ese 13 de enero.

Un diagnóstico.

Todo acabó definitivamente el 15 de diciembre.

De esto hacía un año.

Un año aprendiendo a vivir otra vez solo.

Un año intentando no buscar cada noche el hombro de Ignacio, para dormirse mientras veía la tele.

Un año buscando alguien que le hiciera olvidar.

Un año de buen sexo…

Un año de cero cariño…

Sus amigos… Ricardo, y el resto…

Fermín, jodido Fermín… ¿por qué mierda se había fijado en él?

Se dio cuenta que estaba sonando el timbre.

Alguien daba golpes…

Fue como una exhalación hacia la puerta.

La abrió.

– Hola.

______

Capítulo 15:

Jaime acabó su clase.

Fue a su despacho.

Se sentó. Perdió su mirada en uno de sus sitios favoritos: la ventana a la calle.

Pensó en Ricardo.

Recordó la velada. Bueno, la velada… si se podía llamar así.

Los dos dormidos.

La televisión en negro.

Se despertó a las 3 de la mañana.

Le dolía el cuello, por la posición.

Ricardo se despertó al sentirle moverse.

Se miraron.

Jaime hacía días que no dormía como esa noche.

Ricardo miró el reloj, y se asustó por la hora.

Se levantó…

Jaime le retuvo…

“Quédate”

Ricardo le miró.

Se volvió a sentar.

“Vamos a la cama”

Ricardo se puso nervioso.

“Tranquilo”

Se metieron en la cama.

Jaime abrazó por detrás a Ricardo.

Apagó la luz.

Y se quedaron dormidos.

Ricardo se fue a todo correr a la mañana siguiente.

Al llegar al hall, volvió sobre sus pasos, y le dio un piquito a Jaime. Cuando quiso reaccionar, Ricardo ya se había ido.

Estuvo un buen rato parado. Intentando retener esa sensación, el sabor de Jaime… Luego se rozó los labios… intentando agarrar los restos de ese suave piquito…

Jaime apartó de un golpe la mano de sus labios. Sin darse cuenta estaba repitiendo ese gesto ahora.  Y se sintió de repente ridículo.

Debería llamar a Ricardo…

Pero por otro lado… tenía miedo… las relaciones sociales no era lo suyo. Nada sabía sobre ellas. Se había sentido tan raro toda su vida, tan fuera de lugar entre sus compañeros de clase, entre los amigos del barrio, entre su familia, que se había encerrado en sí mismo. Y se había refugiado en los estudios. Así había conseguido el mejor expediente de su universidad, la de Zaragoza.

Un día, ya en Burgos, volvió a Zaragoza a ver a su familia. Sus padres, y sus 4 hermanos. Comida familiar. Reencuentros. Su madre le volvió a preguntar por si había alguna novia. Él le contestó que ni novia ni novio. Todos se quedaron mirándole. Su madre le dijo que eso no era posible: “Ninguno de sus hijos sería de esos”. Jaime se levantó, dobló su servilleta, y se despidió de sus hermanos. Ni siquiera volvió fugazmente la vista atrás.

Sus padres no intentaron ponerse en contacto con él nunca más. De sus hermanos, solo Ángel lo hacía. El más pequeño. Esto le sumió en una temporada de tristeza y agobio. De depresión. Pero por otro lado, se fue liberando. Fue teniendo más tiempo para sí, y ahora ya no rechazaba las invitaciones de compañeros a tomar unas cervezas, o un café. Ya no tenía la necesidad de recluirse en sus estudios, o en las novelas que estaba escribiendo. Ya podía “perder” el tiempo en la barra de un bar, o yendo al cine con algunos compañeros… pero reconocía que no tenía práctica. Y que se tenía que esforzar más en estas cosas aparentemente tan sencillas, que en estudiar la materia más complicada.

Y ahora estaba dándole vueltas a qué hacer con Ricardo. ¿Llamarle? ¿Esperar? Se había sentido muy a gusto con él. Y esa naturalidad con la que él aceptaba ser gay, o con la que su hermano la aceptaba, le hacían sentirse… ¿bien?… sí le hacían sentirse bien, pero le hacían tener una envidia… sí él lo hubiera hecho así, si no hubiera tenido la familia que tenía, a lo mejor ahora no era el inútil emocional que era.

Era viernes… ¿y si le invitaba al cine? O a cenar… o a las dos cosas… podían cenar en su casa e ir luego al cine. En los Cine Box, hay algunas sesiones a las 23,30 h. o se podían quedar en casa… pero a lo mejor iba muy deprisa. A lo mejor le asustaba. ¿y si le llamaba y le preguntaba?  Sin compromiso claro… no esperaría un poco, seguro que estaba en clase…

– ¿Se puede?

– Adelante.

Ricardo asomó la cabeza. Jaime se levantó de un salto. No sabía que hacer, si acercarse, si darle un beso, si darle la mano, si no hacer nada… Ricardo entró y cerró la puerta. Se quedaron mirando los dos… cosa que ya era un avance, o a lo mejor que la moqueta ya la tenían muy vista… Ricardo avanzó un paso hacia Jaime, Jaime avanzó medio paso hacia Ricardo, se golpeó con la rodilla en la mesa… “¿Te has hecho daño?” se preocupó Ricardo, agachó su cabeza para mirarle la rodilla, a la vez que Jaime agachaba la suya, se encontraron a medio camino, dándose un sonoro golpe con sus cabezas, sonrieron… jajajajaja… no sabían que decir… Jaime no sabía si preocuparse de su rodilla, de su cabeza, de la cabeza de Ricardo… Ricardo fue a darle un beso No se pusieron de acuerdo en el lado del beso… al final parecía que se estaban esquivando, se volvieron a reír nerviosos… jajajajajajaja… al final lograron darse un suave piquito estrujándose la nariz un poco…

– Soy un desastre, Ricardo. Menudo gilipollas te has encontrado en el camino.

– Anda que yo, no soy mucho más curtido.

– Cuando has cerrado la puerta, ¿me ha parecido ver a tu hermano en el pasillo?

Ricardo se puso rojo como un tomate. Esta vez no pudo evitarlo, y volvió al estudio de la moqueta del despacho de Jaime.

– Esto… quería asegurarse de que entraba en tu despacho. Mira, Jaime, yo es que no soy muy ducho en estas cosas, me da mucho corte… y tengo 21 años y no me he comido una rosca, y las veces que he intentado tener algo con chicos ha sido un perfecto desastre, sabes… y o me han dado en las narices, o me he sentido cortado, o… ¡¡Joder!! Soy patético… y mi hermano pues… joder… no sé como decirlo…

– ¿Te aconseja? – apuntó Jaime.

– Sí, bueno, no exactamente, me empuja… me… ¡¡Dios!!

Ricardo estaba de medio lado, acariciando la moqueta del suelo con uno de sus pies, con los brazos medio cruzados, y con su cabeza inclinada hacia el suelo. Jaime le miraba de reojo, sin saber muy bien que hacer. No sabía si hacerse el decidido, o mirar también al suelo, o confesarle que…

– Tienes suerte, ¿sabes? – dijo al final Jaime.

– ¿Suerte? No te rías… – Ricardo había levantado del suelo su mirada con un gesto rápido, mirando a Jaime, porque creía que éste se estaba riendo de él…

– Sí suerte, de tener a Manuel… ¿Manuel era? Soy un desastre para los nombres…

– Sí Manuel… pero…

– Déjame que te explique, Ricar, no me estoy riendo de ti, parece por tu cara que piensas… no…

Se quedaron otra vez los dos callados. Jaime le hizo un gesto a Ricardo, y se sentaron los dos en las sillas de “visitas” del despacho. Jaime no quería sentarse en su silla, al otro lado de la mesa, parecería que quería poner distancia.

– Hace unos minutos, justo antes de entrar tú por la puerta, estaba pensando en eso. Sabes, yo hace más de un año que no me hablo con mi familia. Sabes, tengo 4 hermanos, y solo uno de ellos me llama de vez en cuando, cuando puede escaquearse. Ángel a lo mejor podría haber sido para mí tu hermano Manuel. Pero está lejos, está con mis padres, y ellos no permitirán nunca que tenga una relación normal conmigo.

– ¿Por qué? ¿Por q…?

– Pues por ser gay, Ricardo. Por ser gay. Por eso tu hermano me cae genial… es que con lo mierda que soy, me hubiera gustado tener a alguien como él empujando… animándome, ayudándome, peleándose conmigo…

– Pues te le regalo… y si quieres… te lo envuelvo y…

– ¡Bah! No lo dices en serio… y lo sabes…

– Sabes, cuando le dije…

De repente sonó la alarma del teléfono de Ricardo. Éste se sobresaltó…

– Sorry, soy un malqueda… perdona… te beso los pies… joder… tengo que largarme, tengo examen con “la vientos”, y me tiene atravesado… ¿a las 7 en tu casa? Pensé que podríamos hacer algo… luego te llamo… a las 7 en tu casa? ¿Sí?

– Vale, pero…

Ricardo se levantó de un golpe, apartó la silla de un golpe. Y salió disparado del despacho sin cerrar la puerta. Jaime se fue hacia la puerta medio sonriendo… cuando vio volver a Ricardo a todo correr…

– ¿Se te ha olv…?

Pero Ricardo llegó, le dio un beso en los labios, y se volvió a ir corriendo. Jaime se quedó otra vez como hipnotizado, centrando todas sus energías en rememorar ese beso, esa sensación, como esa mañana de hacía un par de días. Manuel estaba al otro lado del pasillo, y le miraba con una imperceptible sonrisa. Se dio media vuelta, y se fue. Rebeca, la profesora de Econometría, le dio una palmadita en la cara… “ya me contarás… que parece que has ligado… calladito lo tenías, habrá que mojarlo un día de estos… “

Cerró la puerta del despacho, sin recuperar completamente la consciencia. Recogió sus cosas, con la intención de irse a su casa. Iba a preparar algo de merendar… Debería hacer la compra… pensó que a lo mejor era ya el momento de volver a llenar su nevera y su despensa como si no viviera en esa casa provisionalmente.

A lo mejor sí…

Apagó la luz, echó una mirada al despacho… y cerró la puerta.

______

Capítulo 16:

Fermín llegó pronto al “Carmen 13”. Casi con media hora de anticipación. Había quedado con Gervasio.

Esa semana, todo había sido muy… raro.  El chico ese con el que ligó y que luego se creyó con derecho poco menos que al altar, la desaparición de Joan la noche que apareció en casa el tarugo ese… creía que tenían al Joan este en la palma de la mano, y resulta que se larga sin decir ni mú. “Por mí como si se la corta”, pensó Fermín. Era un chico que no le merecía. Encima que le daba otra oportunidad porque Jaime le había dicho que lo estaba pasando mal… y resulta que va y se larga. Era una pena porque era muy bueno en la cama. No recordaba haber tenido otro que le hiciera gozar como Joan. Pero… “qué le den”.

Y el Carlos ese… patético. Encima que no valía un pimiento, el jovenzuelo ese, no tenía ni medio polvo. Se cree con derecho a algo. Las gracias le tenía que haber dado, por haberle enseñado un par de cosas en la cama… gilipollas…

Seguro, pensó Fermín, que el Joan este se había ido con el otro. Se creerían los dos con derechos, porque sufren. ¿Y lo que sufre él? ¿O es que todos tenían derecho a sufrir y él no? Parecía que todos podían ser víctimas menos él.

Se levantó a pedir otra cerveza. La primera se la había terminado en un suspiro.

Y ahora Gervasio. Pero… ¿Por qué se pillaría por este idiota? Eso sí, ya le podía explicar y ser convincente. Porque si no le mandaba a freír espárragos. El puta de él… casado y con hijos… ¿Y Joan? ¿Sabría que volvía? Que raro… a lo mejor por eso se fue, pensó Fermín. ¿Le escucharía hablar con él? ¿O le habría llamado antes a él?

Puto Joan. ¿Por qué se liaría con él? Por muy bueno que fuera en la cama… estas complicaciones… esos días que estuvo fuera, echó unos polvos fantásticos sin tanta complicación.

Sonó su móvil. Un mensaje. Era Gervasio avisándole de que llegaría un poco antes. Mira, que bien, así tendría que esperar un poco menos. Se había pasado con el adelanto… menos mal que hoy no parecía que iban a tener actuación. Ese local suele tener pequeñas actuaciones entre semana. Se conoce que los viernes no tienen. O ese no tenían…

Mira el reloj. Gervasio debe estar a punto de llegar. Como si le hubiera escuchado los pensamientos, Gervasio aparece en ese instante. Mira a su alrededor, buscando a Fermín. Lo ve.

Sonríe y saluda con la mano.

Se acerca decidido.

Fermín se levanta con una sonrisa de oreja a oreja.

Se dan un beso.

Se abrazan.

Un abrazo largo.

Apretado.

A Fermín le han desaparecido todas las ganas de interrogar a Gervasio.

A Fermín se le ha vuelto a poner cara de gilipollas.

Se sientan.

Fermín se levanta a por un par de cervezas.

Gervasio se quita su abrigo.

Saca del bolsillo un pequeño paquetito.

Fermín vuelve con las cervezas.

Se encuentra en su sitio el paquetito.

Se emociona. “¿Un regalo?” pregunta con esa cara típica de los colgados por alguien cuando ese alguien le hace un regalo sorpresa.

Gervasio le dice “Sí cari, para que siempre me recuerdes”

“Si yo siempre te recuerdo”.

“Así me recuerdas más”

Fermín lo abre.

Es una pulserita  dorada.

Fermín se emociona más si cabe.

Se la pone

Se incorpora, y a través de la mesa, le besa a Gervasio, y de paso tira su cerveza sobre la mesa.

Pone perdido a Gervasio de cerveza.

– Ahora no te quedará más remedio que quitarte la ropa en casa para lavarla.

Se ríen los dos.

– Hola.

Levantan los dos la mirada.

– Heyyyyyyyyy – contesta Gervasio.

Fermín no dice nada. Se queda pasmado.

Es Joan.

Son las 5 de la tarde.

______

Capítulo 17:

Joan cruzó la calle. Salió del “Carmen” para irse al “Aquimismo”. Había quedado con Ricardo. Necesitaba desahogarse. Y Ricar era el mejor para eso. A parte, se estaba fijando que Ricar, le empezaba a gustar. Después de estos días de tanto ajetreo emocional, se estaba dando cuenta de que siempre había tenido a Ricardo a su lado, que era guapo, y que tenía la impresión de que le gustaba. Y algo más.

Tenía que pensar en todo esto. Porque también estaba por medio Carlos. Le había cogido cariño. De hecho, luego a lo mejor le llamaba. Dependiendo de lo que pasara con Ricardo.

Joan no se atrevía a mirarse en un espejo. Acababa de dejar a su amigo Gervasio, y al gilipollas de Fermín. Porque es gilipollas. Todavía se cree que es el ofendido de toda esta historia. Con esas puyas en todo el rato que había estado con ellos. Hasta que Joan, cansado de hacerse el loco, ha estallado.

– Gervasio, ¿Ya te ha contado Fermín, que desde que está pillado por ti, y tú no le puedes dar lo que quiere, va pisando gente por dónde va? Sí, te mete en su cama, te canta bellas canciones de amor, y luego te da la patada. Y luego encima, se hace el ofendido. Y tú, Fermín, que pasa, que porque tengas la perspectiva de que Gervasio te conceda unos minutos de su tiempo, quizás un par de polvos, ¿ya te has olvidado de lo canutas que lo estás pasando por él?

– Serás Hijo de Puta… ¿te crees…?

– Me creo con el derecho de hacer y decirte lo que me salga de los huevos. No haber tocado los cojones desde que me senté aquí. Me has hecho peor persona desde que te conozco.

– Eso va a ser culpa mía, no te jode. Eso es que eres así, aunque te vistas de ovejita… beee, beee, beeee…

– Y todavía te suelto una hostia…

– Vale, vale, Joan.

– ¿Vale, vale Joan? No te he oído… ¡Vale, vale Fermín!

– Le dejaste el otro día…

– ¿Y te ha contado antes lo que me ha dejado él a mí? ¿Y te ha contado antes cómo me ha dejado tirado hasta que le ha interesado volver a follar conmigo? Sí el día que llamaste…

– Joan, son temas distintos…

– Gerva… ¿Temas distintos? Pero… ¿De que hostias estás hablando?

– Joan, no me vengas con… estamos aquí para pasar un rato agradable, y eso.

– No, para eso estáis vosotros. Ya veo que… bueno, y que podía esperar – Joan se empezó a levantar – total sois los dos tal para cual. Porque querido Gervasio, tu forma de comportarte no es la mejor tampoco. Porque cuando habla ese mamón de sufrir… sufre por ti… dile que vais a follar un par de días, y que luego te das el piro. Y al menos despídete en condiciones, cuando te largues. Y le llamas, así a lo mejor va dejando algún cadáver menos por el camino.

– Gervasio se levantó indignado para enfrentarse a Joan, pero al final tuvo que ponerse en medio entre Joan y Fermín, porque éste se había levantado dispuesto a darle un puñetazo.

Joan se dio media vuelta, y se fue a la barra. El camarero estaba atento a la situación, y se dirigía ya a la mesa con la intención de pedir un poco de compostura, porque todo el local estaba pendiente de esa mesa, de sus gritos… Joan le tranquilizó diciéndole que la causa de la discordia, él, se iba en ese preciso instante, pagó su consumición, y sin mirar atrás, salió por la puerta.

No pudo ver entonces el corte de mangas y las palabras a media voz que le lanzó Fermín. Ni como al final el camarero les indicó que se fueran también.

Joan mientras daba vueltas a su infusión, daba vueltas en su cabeza al comportamiento de Fermín. Parecía mentira que un hombre que hacía unos meses era un encanto, ahora se había convertido en un amargado.

Y pensaba en su amigo Gervasio. Ya a sus años… con esa doble vida. Su cobardía… no es malo ser cobarde, no se puede evitar. Pero sí se puede evitar ir destrozando vidas por ello.

Llegó Ricardo.

Joan se levantó y alargó los brazos hacia Ricardo. Éste se sintió un poco sorprendido. No sabía qué pretendía Joan. No solía ser muy de abrazos. Al revés, por lo menos con el, solía rehuirlos. Ricardo siempre había interpretado que Joan se daba cuenta que le gustaba, y no quería dar pie a malas interpretaciones.

– ¿No quieres abrazarme, tío?

Joan se dio cuenta del titubeo…

– Hombre Joan, no sueles querer darme abrazos, ya sabes…

– Pero hoy eso va a cambiar…

Y se abrazaron. Joan al retirarse le dio una serie de sonoros besos en la mejilla de Ricardo…

– ¿Qué te pasa Joan? No sueles ser así de efusivo conmigo.

– ¿No puedo cambiar?

– No, sí… si por cambiar… me extraña… ¿tan mal estás?

Ricardo tomó una decisión rápida. Estaba por darle vueltas, por irle sacando lo que le pasaba, las novedades, pero no quería alargar el tema mucho.  No quería llegar tarde a su cita con  Jaime.

– ¿Qué te pasa?  – volvió a insistir rápidamente al ver la cara de estupor que ponía Joan.

– Joder… parece que ya no me…

Joan se estaba echando atrás… le había descolocado la reacción tan decidida de Ricardo…

– No pasa nada, Joan. Pero estás empezando a dar vueltas… y tú hoy quieres desahogarte. Algo te ha pasado…

Alargó sus manos y cogió las de Joan entre las suyas. Le miró a los ojos… Joan le devolvió la mirada…

Ninguno pudo ver como un chico se levantaba de una mesa al fondo. Se despedía de una mujer un poco mayor que él. No pudieron ver como se quedó mirándoles con cara de sorpresa. Como se dio la vuelta rápidamente, y recogió sus cosas de la mesa. Cómo se fue a la barra y como después de pagar, salió rápidamente del local.

Jaime iba por la calle, dando patadas imaginarias a todo lo que se iba encontrando. Volvía a repetirse que, no valía para las relaciones sociales. Debía pensar en centrarse en su libro, o en volver a estudiar, para tener la cabeza ocupada, y no dedicarse a que le partieran la cara emocionalmente.

Hasta una lágrima de rabia se le escapó… y eso que trató de evitarlo.

_________

Capítulo 18:

Jaime estaba acabando de preparar la merienda.

No, después de lo que había visto en esa cafetería, no pensaba que Ricardo viniera. Estaba claro que había conseguido su meta. Joan había sido su meta, y ahora,  vete tú a saber como había sido, ya lo tenía.

Habían dudado en que hacer. En su fuero interno estaba convencido de que Ricardo no iba a ir a la cita. Estuvo tentado de irse al cine, y esconderse en la oscuridad de la sala, y llorar un rato largo. Ir empalmando peli tras peli, hasta que cerraran los cines.

Pensó luego que era una bobada. Siempre podía llorar en casa. Aunque llorar rodeado de gente siempre tenía un punto más dramático.

Desde que habían quedado por la mañana en su despacho, se había imaginado en como sería la tarde, y el finde entero. Era tan atractiva, en el fondo, esta situación, estas nuevas perspectivas para Jaime, la posibilidad de tener una relación con Ricardo, por primera vez en su vida, basada en el cariño, en la complicidad, teniendo sexo, por qué no… disfrutando de algo que la vida, o él mismo, le había privado durante toda su vida…

Pero era demasiado bonito para ser cierto. No le podía pasar eso a él, a Jaime, el antisocial. El raro.

Al final optó por preparar todo como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera visto nada. La decepción sería más contundente. Y de esa forma tardaría en volver a caer en la tentación. Solo se estaba mucho mejor. Se estaba solo, pero al menos no se sufría. Él no estaba preparado.

Abrió el libro de cocina de su abuela. Su hermano hace años había recopilado las recetas de su abuela. Y las había editado en libro, para la familia. Había pasado un buen rato haciendo la compra. Iba a hacer una tarta de manzana, con su masa quebrada, con su crema pastelera, su manzanita, claro, y su mermelada de albaricoque. Recordaba la que hacía su madre, era sensacional.

Iba a hacer también unas barquetas de langotinos, y unas gambas rebozadas. Había comprado unos patés que por el precio debían de ser algo estupendo. Y luego, para cenar, iba a hacer un pastel de merluza.

Mientras cocinaba se iba recordando por enésima vez ese beso de despedida en su despacho. La cara de felicidad que parecía tener Ricardo. Los calambres que le dio por todo el cuerpo de placer al sentir ese beso. Volvió a imaginar una noche abrazado a él, los dos desnudos. Su miembro erecto, mientas sentía las mano de Ricardo acariciándole su pecho, y mientras sentía palpitar el pene de Ricardo en su culo, aprisionado entre los dos lóbulos… Imaginaba como sonaría otra vez sus ronquidos… suaves, acompasados… se imaginaba cogiéndole entre sueños, sus manos… y besárselas… sentía como si lo estuviera viviendo ahora… un beso de Ricardo en su cuello… Se estaba excitando de solo imaginarse estas situaciones… de repente fue consciente que en todo este proceso mental, no se imaginaba mamadas, ni penetraciones, ni siquiera se imaginaba las manos de Ricardo sobre su pene… o al revés. Toques, roces, contacto físico, cariño a raudales… era lo que parecía que necesitaba más, lo que su mente le dictaba, su inconsciente…

Casi no escuchó el timbre de la puerta.

Miró el reloj.

Era pronto para que fuera Ricardo.

Se limpió las manos con el paño de cocina y se fue a abrir.

Miró por la mirilla… le dio un vuelco al corazón… era Joan.

Abrió la puerta.

Joan levantó la vista.

Se cruzaron sus miradas.

Jaime no sabía que hacer. Estaba completamente desconcertado.

Joan sonrió de medio lado…

– No me esperabas ¿verdad?

Jaime no dejaba de mirarle mientras pensaba qué le depararía esta visita. Quizás Joan que era más decidido que Ricardo, había tomado la iniciativa para ir a casa de Jaime y decirle que Ricardo y él habían empezado una relación. Incluso que habían follado en los servicios de esa cafetería nueva que no recordaba su nombre. Y que no le llamara ni nada.. .que se olvidara de Ricardo, porque era suyo.

– ¿Puedo pasar?

Jaime pareció recuperar la consciencia.

– Sí, pasa. No te esperaba.

Joan pasó. Tras un momento de vacilación le puso la mano en el hombro y le dio dos besos. Jaime apenas atinó a hacer el gesto con la cabeza para propiciar esos besos. Luego pensó que tampoco es que fueran besos. Simplemente un roce de mejillas.

Cerró la puerta. Jaime no dejaba de hacer el gesto de limpiarse las manos en el delantal. Era mejor eso que no saber dónde ponerlas.

– Perdona, estaba preparando una merienda… ¡¡Joder!!

Jaime salió corriendo hacia la cocina. De repente le había llegado a la nariz un olor a quemado… la tarta que iba a ser de manzana, parecía un carbón.

– ¡Hostia puta! Hoy no podía salir nada al derecho. La madre que me parió.

Y cerró el horno con el pie, dando un sonoro portazo.

– ¡Vaya! Lo siento. Si te puedo ayudar en algo…

– No deja, ya me has ayudado bastante hoy. No hace falta que hagas nada más.

– ¡Ah!

Joan se quedó un poco desconcertado con la respuesta de Jaime. Éste poco a poco recuperó la calma, y las normas de educación se impusieron poco a poco.

– ¿Un café?

– No, estoy un poco nervioso, si me tomo un café más…

– ¿Una tila entonces?

– ¿Tienes tila? Muchos no suelen tener tila en casa.

– A mi madre le gusta, y tengo por costumbre.

– ¿Te visita mucho tu madre?

– No, nunca. Es solo de esas costumbres que tienes arraigadas, y no sabes romper con ellas.

– Una tila entonces. Y perdona, no era mi intención el meterme dónde no me llaman… era solo que…

– No te disculpes. Siéntate si quieres en el salón, mientras yo te preparo la tila.

– No deja, no pasa nada. Te ayudo mientras a recoger lo de la tarta. Tenía buena pinta.

– La tenia sí. Pero bueno, la verdad es que era para una velada que me imagino que no se va a producir.

– Te ayudo si quieres a  hacer otra.

– Deja, hablemos antes, si no te importa. Me imagino que has venido a darme la puntilla.

– ¿Darte la puntilla?

– Sí, sí, déjate de rodeos. Os vi a ti y a Ricardo en ese sitio nuevo, cogidos de la mano.

Joan se quedó desconcertado, con la boca abierta. Jaime interpretó el gesto como que le había pillado en renuncio.

– No hostias… no es eso, Jaime. No caía. Fue un momento solo. Estaba contándole a Ricardo la rabia que sentía por lo de Fermín… perdona ya sé que es amigo tuyo…

– Conocido más bien – acotó Jaime.

– Lo que sea… es que… acababa de discutir con él y con Gervasio…

– Ese era amigo tuyo…

– Sí… conocido más bien…

Se quedaron los dos mirándose… y al final no pudieron evitar en romper en carcajadas…

– Esa agua parece que está hirviendo ya…

– Joder, vale, soy un desastre.

Cogió el cazo, y vertió el agua en la traza donde había puesto un sobre de tila. Tapó la taza con un platito, y se fueron al salón.

– Creo que entonces te debo más explicaciones de las que creía.

– No deja, no me debes ninguna explicación… parece que he interpretado mal…

– No, no te disculpes, solo quisiera que me escucharas un rato… luego te dejo con tus preparativos. Incluso si me dejas te ayudo a preparar la merienda, que tengo la impresión de que no tienes muchas tablas en esto de la cocina.

– Ninguna casi. Soy cocinero de libro – y Jaime se sonrió.

Joan intentó pegar un sorbo a la infusión, pero estaba demasiado caliente. Volvió a dejar la taza en el platito, y se dispuso a hablar.

– El otro día no me comporté bien contigo. Follamos, y te dejé a todo correr, para ir a follar con otro. No, no digas nada… déjame seguir por favor. Mira… llevo una temporada un poco difícil. Estuve casado con Ignacio unos años. A Ignacio, a parte de haberme enamorado como un gilipollas de él, le debo la vida. Eso es una historia muy larga… otro día si eso…

Hizo un parón. Jaime se había recostado en la butaca de enfrente. Había cruzado sus piernas, esperando pacientemente a que Joan continuara.

– Cuando murió me sentí perdido. Empecé a buscar a alguien que le sustituyera… necesitaba sentir que alguien estaba a mi lado. No podía soportar la idea de estar solo… no era tanto cuestión de sexo, en mis años mozos tuve todo el sexo del mundo. Un 90% de los hombres no harán en todos los años de su vida el sexo que he tenido yo antes de los 18. Y… probé con muchos. Jóvenes, de mi edad, mucho mayores… pero buscaba un clon de Ignacio. No físicamente, sino de forma de ser. Ya, ya sé, lo busqué en la cama, pero sabes, era lo que yo más dominaba… y un día vislumbré a Fermín. Estaba empezando a salir con Gervasio. Me pillé. Parecía ser un tío genial… y le veía con Gervasio, que yo sabía que no le iba a poder dar una relación, porque Gervasio está casado con una chica en Santander, en donde vive, y tiene dos niños pequeños…

– ¡Hostia! – le salió espontáneamente a Jaime, sin poder evitarlo.

– Sí, ¡hostia! ¿No te había contado?

– No. De todas formas hace tiempo que nos hemos distanciado. Tampoco hemos sido íntimos. Yo no soy de muchos amigos, y menos cercanos. Pero sigue, que si me lío…

– Un día me acerqué en una cafetería. Le saludé y esas cosas, y… acabamos discutiendo. Se portó como un borde… pensé luego que ese no era el Fermín que me había imaginado, o el que yo había conocido antes. Pero no sé si fue a la mañana siguiente o unos días después, nos vimos haciendo deporte, y cuando pasé por su casa me llamó, subí… y hicimos el amor. Fue bueno… cariñoso… como dirían algunos fue un polvo sensacional.

Joan cogió su taza otra vez, tomó un pequeño sorbo. Estaba caliente, pero ya se podía ir tomando.

– ¿Quieres que te cambie la taza?

– Eso estaría genial. Está quemando todavía.

Jaime se levantó y cogió la infusión. Se fue a la cocina y la volcó en una taza fría. Cuando volvió al salón se fijó en que Joan se había recostado, y que le temblaba la mano que tenía apoyada en su rodilla cruzada.

–         Pues, te decía que me pillé. He estropeado el curso, dejé de poder concentrarme, de hacer las cosas de casa, dejé un poco de lado a los amigos, o ellos me dejaron a mí. Estaba furioso, y ellos no me decían lo que yo quería escuchar, lo cual me hacía enfurecer más, y tratar de evitarles… Ricardo es el único que aguantó… y que no se cortó en decirme lo que pensaba. Bueno, no, al final no decía nada, Callaba… lo cual era peor, porque para mi desgracia en esos momentos le conozco tan bien… que podía sentir lo que pensaba, aunque no lo dijera. Y comprobar que le daba miedo mi reacción, me hacía sentir todavía peor… Ideé una estrategia para intentar encontrarme con él otra vez…

–         ¿Con Ricardo?

–         No, no, con Fermín, porque después de esa noche, me dio de lado. Desapareció. Bueno, eso ya lo sabes, fue cuando nos encontramos, no sé que te contó Fermín…

Y dejó un tiempo esperando que Jaime hablara, pero éste no quiso decir nada. A parte, no sabía que decirle. Al final Joan continuó su explicación. Con la taza entre las manos, como si necesitara de su calor para coger fuerzas. Pegando cortos sorbos.

– Y contigo me convertí en Fermín. O en Gervasio. Follamos, y fue genial. Hacía tiempo que no lo hacía con alguien que fuera virgen. Y eso me gusta… no, no te enfades, no es nada malo. A parte disfruté como pocas veces con alguien que no fuera Ignacio. Pero sabes, esta puta cabeza, o el corazón o lo que sea, seguía pillado por ese gilipollas. No sabes por qué, le das vueltas, piensas, te dices a ti mismo que no hay razón para estar así por alguien que te desprecia de esa forma, escuchas a todos, que te dicen lo mismo, pero no puedes salir de esa dinámica. Y Fermín me llamó. Y te dejé a todo correr, y me fui a su regazo. Como si no hubiera más hombres en la Tierra, como si fuera mi tabla de salvación.

Parecía próximo a llorar. Se estaba emocionando según iba hablando. Jaime se incorporó. Se acercó un poco a Joan. Pero no sabía si abrazarle, sentarse a su lado, cogerle la mano, rozarle la rodilla, decirle algo… al final se inclinó un poco y acarició suavemente la rodilla de Joan. Éste pareció no darse cuenta, pero de alguna forma le dio fuerzas para seguir…

–         Y apareció Carlos. Un chico con el que había follado el día anterior. Un chico joven. Apareció casi desesperado, había estado esperando a Fermín todo el día a que le llamara. O el finde entero, no recuerdo bien la escena. Ahí, tuve un clic en la cabeza. Me vi como Carlos, arrastrándome por alguien que me despreciaba. Sentí el desprecio que mostraba Fermín por ese chico, lo sentí como propio. Me sentí patético. No pude resistirlo y salí de allí pitando. Encontré a Carlos en la calle, tirado en el suelo, llorando como un desesperado. Lo llevé a casa…

–         ¿Y follaste?

Joan se sonrió. y le miró a los ojos…

–         ¿En ese concepto me tienes?

–         Bueno, yo…

Estuvieron un rato en silencio. A Jaime le empezaba a doler los riñones de la posición que tenía, inclinado hacia delante, para no dejar de rozar la rodilla de Joan.

–         No, no follamos. Le llevé a casa, y le abracé. Nos tumbamos en el sofá, y poco a poco se fue relajando. Cuando dejó de llorar, se durmió. No me atrevía ni a respirar, para no despertarle.

–         Vaya.

A Jaime no se le ocurría otra cosa que decir. Era demasiada información.

–         Perdona que te haya contado todo esto. Lo único que quería era pedirte perdón. Creo que mereces la pena. Y me hubiera gustado que las circunstancias hubieran sido de otra forma. Quizás en un futuro…

–         No, Joan. No sé lo que va a deparar el futuro, pero, sabes, de momento quizás me apetece intentar comprobar que sale de Ricar…

–         No, ya, no me malinterpretes…

–         No, bueno, no te interpreto de ninguna forma… yo soy muy tonto para estas cosas, sabes. No solo soy virgen en el sexo, también en el cariño, en… bueno en eso… en todo lo que es tener amigos íntimos, o novios, o como se llamen… Pero de momento Ricardo, creo que merece una oportunidad… no, no es que se lo merezca, es que me gusta… ya sé que hace poco que le conozco, pero… bueno, no quiero… eres su amigo al fin y al cabo… no estaría bien que te contara…

–         No, no te preocupes. Ricardo es un tío de puta madre. Seguro que sois felices.

–         Eso no lo sé… pero al menos lo intentaremos, o por lo menos yo. No sé si Ricardo piensa igual o…

–         Te puedo asegurar que a Ricardo le pones un huevo.

–         ¿Te lo ha dicho?

A Jaime se le iluminaron los ojos. Parecía que otro mundo se había abierto ante él. Si lo decía Joan, quizás es que…

– No, no me lo ha dicho. Hoy he sido egoísta y solo he hablado con él de mí. Ahora que pienso, suelo ser siempre egoísta con él. Pero se le notaba. Ha hablado dos o tres veces de ti, y solo con la luz de sus ojos…

Jaime se levantó de improviso. Se había puesto nervioso. Empezó a andar por el salón a grandes zancadas.

–         Y yo con la merienda estropeada.

–         Vamos, te ayudo a hacer otra tarta. Mientras tengas azúcar, huevos y harina, algo podremos hacer.

–         No, no sé… yo…

–         Yo te ayudo, y luego vosotros os quedáis solos y…

–         No, quédate y merendamos los tres…

–         Es que he quedado con Carlos…

–         Pues dile que… ¿es el timbre?

Jaime se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Abrió la puerta…

– ¡Hostias!

Joan le había seguido.

–         Joder

–         Sí, encima con cachondeos. Ni se os ocurra reíros.

–         ¿y tú quien eres?

–         Esto … Carlos, este es Jaime… pero Ricar, ¿qué os ha pasado? Estáis empapados.

– Sí hombre encima disimula. Me has dicho que esperara un poco para subir, que querías hablar a solas con Jaime., y ha empezado a caer la mundial. No hay ni una puta cafetería abierta en los alrededores, y el puto portal está cerrado. Y nadie ha entrado, y el portero automático es inexistente, y joder, hace viento también, y nos hemos puesto como sopas, y encima este gilipollas viene y resulta que es él  Carlos, Tú Carlos. Una mierda de tarde. ¡¡Y tienes apagado el puto móvil!! Y tú también… hola Jaime, dame un beso, estoy muy enfadado…

Joan y Jaime estaban a cuadros con toda esa explosión de Ricardo, tan poco habitual en él, Jaime abrió los brazos para acoger a Ricardo que se pegó a él empapándole también, y  puso su cabeza en su hombro. Joan miraba con cara divertida la escena, mientras Carlos no dejaba de murmurar y de llamar gilipollas a Ricardo.

– Te estoy oyendo gilipollas.

– Ya te he explicado, coña.

– Pero ¿de qué os conocéis?

– ¿Recordáis esa cita desastrosa? Este fue el mamón.

– ¡Ya está bien capullo!

– ¡Vale! Id a quitaros esa ropa, y a secaros. Si queréis os podéis pegar una ducha caliente. Ahora os llevo qué poneros y unas toallas limpias.

Ricardo enfiló hacia el baño mientras Carlos se quedaba indeciso.

– ¿Vienes o qué? – se paró Ricardo para esperarle.

– Eres un cabrón con pintas. Menos mal que te di boleta.

– Todavía te doy una paliza, imbécil. Y vosotros, a ver si se os quita esa cara de gilipollas, y encendéis el móvil. Parecía que estabais follando y no quer… ¿Estabais follando?

– No jodas.

– Eso precisamente pregunto.

– Que no, pesado. Lárgate a cambiarte, mira como le estáis poniendo el suelo a Jaime. Le dejo todo para ti.

– Ya. Le dejas, le dejas… tú no dejas nada, yo me lo gané solito… ¡¡solito!! – e hizo un corte de mangas, mientras le sacaba la lengua.

Y cerró la puerta de un golpe.

– ¡Que te calles, Carlos! ¡Que te doy de hostias!

– Vale, vale…

_________

Capítulo 19:

Fermín puso su brazo en una esquina del aparador, y lo barrió con él. Las fotos, las llaves, la colonia… todo lo que estaba un momento antes, pulcramente colocado en él, acabó estrellado contra la pared.

Lloraba espasmódicamente. Se dobló y se sentó en el suelo. Algo le apretaba los pulmones. No podía respirar… sentía como si tuviera una tonelada de mierda sobre el pecho.

Otra vez Gervasio se había ido sin decir adiós.

Una puta nota en la mesilla.

“Me tengo que ir. Te llamaré. Te quiero”

– ¡Una mierda “Te quiero”! ¡¡¡Mamón de mierda!!! ¡¡¡Hijo de la gran puta!!!

Cuando les echaron del “Carmen 13”, se fueron a casa. Comentaron por el camino lo hijo de puta que era Joan. Y se decía amigo de Gervasio. Fermín no podía imaginarse cómo Gervasio había podido ser amigo suyo tanto tiempo, y como él podía haber acabado en la cama con semejante Hijo de la Gran Puta. Y encima repetir. Culos y pollas tenía las que quisiera. No necesitaba las de un gilipollas como él.

Se desahogaron por el camino. Le pusieron a parir. Se reían con sus ocurrencias. Joan era historia para los dos, dijeron.

Y llegaron a casa.

Se fueron desnudando poco a poco. Cada prenda que se quitaban el uno al otro, iba seguido de besos en la zona que quedaba descubierta. Cada palmo recibía su correspondiente beso. Cuando llegó el turno de los calzoncillos, Fermín lamió despacio el miembro de Gervasio. Duro. Lo fue  saboreando despacio. Recreándose en la cabeza… Gervasio hubo de pedirle que parara un momento. No quería correrse tan pronto. Cambiaron las tornas. Gervasio tumbó a Fermín boca arriba, y le fue bajando los bóxer.   Apareció primero el capullo. Todavía estaba medio cubierto por el prepucio. Pero asomaba su punta sonrosada. Fue acercando su lengua con timidez. Lo rozó una vez, el pene de Fermín palpitó. Repitió la acción, con el mismo resultado. Mantuvo ahora entres sus labios la cabeza, haciendo un pequeño movimiento de arriba abajo. Casi imperceptible. Muy suavemente. Lo llenó de saliva, mientras le bajaba suavemente la piel.

Siguió descubriendo su miembro. Centímetro a centímetro.  Cada centímetro que se descubría lo envolvía entre sus labios, y le pegaba un muy suave mordisco. Cada gesto de estos era contestado por el miembro de Fermín con un pálpito incontenible. Y por Fermín mismo, por un  suspiro.

Ya desnudos los dos, se abrazaron y se besaron largamente. Abrazados. Prietos. Ni una brizna de viento podría haber traspasado la línea de unión de los dos cuerpos. Sentían latir sus corazones. Sentían sus miembros apretados contra el cuerpo del otro. Sentían las manos recorriendo todo su cuerpo, mientras sus labios y sus lenguas no se daban tregua.

Fueron recorriendo todas las posiciones posibles. Fermín tomó posesión de la cueva de Gervasio, y luego fue este quien hizo los honores al túnel de Fermín. Se besaron, se lamieron, se ducharon, para volver a sudar en la pasión de la acción. Olían los dos a eso, a pasión, a sexo, a semen. Olían a sudor limpio, solo contaminado por la saliva de ambos. Repitieron e innovaron. Dormitaron el uno sobre el otro, y al revés.

Al final, el sábado al mediodía, Fermín se rindió, y sucumbió al sueño. Despertó un par de horas más tarde, y Gervasio ya se había ido.

Como siempre.

Fermín consiguió levantarse e ir al servicio. Se sentó a mear en la taza del water. No era capaz de mantener el equilibrio. Allí estuvo un rato con los codos apoyados en las rodillas, y con la cabeza apoyada en las manos. Ya no lloraba. Repasaba toda la historia con Gervasio. No sabía que hacer para romper esa dependencia… miles de veces se había imaginado el mandarle a tomar por culo… pero luego, a la que veía su nombre en la pantalla de su móvil, era incapaz de nada que no fuera quedar con él, y decirle  lo que le había echado de menos. Y escucharle como si de un Dios se tratara.

Otra vez aquí, llorando, y sorbiéndose los mocos. Como si fuera un crío de 5 años. Y otra vez caería en los mismos errores de siempre. Era incapaz de tomar las riendas de esta relación. Las riendas de su vida.

Consiguió coger fuerzas, para irse otra vez a la cama. Se tumbó en ella, y buscó el lado en que no hubiera estado apoyado Gervasio, para no percibir su olor. Y consiguió dormir unas horas.

Cuando abrió sus ojos, había recuperado su determinación.

Se levantó decidido.

Quitó las sábanas de la cama, y las metió la lavadora. La puso a 80 º, y en el programa de ropa muy sucia.

Se fue a la ducha.

Tardó casi 40 minutos en ducharse. Quería quitarse todo rastro de Gervasio. Se frotó y frotó la piel. Dejó que el agua caliente cayera sobre su piel, hasta que esta estaba completamente roja del calor, y arrugada de la humedad.

Se dio una crema hidratante por todo el cuerpo.

Se peinó con sumo cuidado. Utilizó gel para fijar.

Fue al armario, y escogió la ropa que mejor le sentaba.

Se miró en el espejo, levantó la barbilla, y se tiró un beso.

Que le dieran por culo a Gervasio. Esta noche, iba a volver a casa con un culo caliente para atravesar. No necesitaba al gilipollas ese. Él, Fermín no necesitaba a nadie para echar un polvo, y para enamorarse de alguien, si quería claro.

Pero ahora no quería.

No necesitaba a nadie. Él solo se bastaba.

_________

Capítulo 20.

Las 9 de la mañana. Domingo.

Joan se desperezaba en la cama. Llevaba ya medio despierto casi una hora, pero no lograba tener la cabeza lúcida. Llevaba dos noches durmiendo como un tronco, cosa que no lograba prácticamente desde que murió Ignacio. Y con el tema de Fermín, su insomnio se había acentuado.

De repente tomó una decisión: apartó de un golpe el edredón, se levantó de la cama, y derecho se metió en la ducha. Iba a salir a correr.

Fue una ducha rápida. Lo suficiente para desperezarse. Salió y se secó con la misma rapidez. Se miró en el espejo. Su pelo cortado al 1, sus ojos marrones, su barba de dos días. Su cuerpo esbelto pero con musculatura. Pelo en el pecho, y en el estómago solo el camino que llevaba a su pubis, pero no abundante. Su pene colgando, lacio, haciendo una curvatura hacia abajo, pero aún así con chicha. Luego en erección no resultaba enorme, pero siempre le había bastado para hacer feliz a sus clientes, cuando se dedicaba a la prostitución.

Al verse desnudo en el espejo, le había venido a la cabeza Alberto, uno de sus antiguos clientes, que siempre le gustaba mirarle desnudo. Le gustaba su culo suave, blanquito, y le gustaba que se girara poco a poco para enseñarle su pene, esa curvatura le ponía a cien, repetía hasta la saciedad, y sus testículos detrás, no demasiado grandes, ni colgaban demasiado.

Joan  recordaba con cariño a Alberto. De sus clientes habituales, era el que le mostraba más afecto, o algo de afecto, mejor dicho. No era solo unas caricias, una mamada, o una penetración… “¿Cuánto es?” “40 euros” “Vale, ten” “Hasta luego”. Con él era distinto. Hablaban, le miraba, le invitaba a su casa y le hacía pasearse desnudo. Le gustaba verle desnudo haciendo cosas normales, sentándose, comiendo…. Y luego, cuando follaban… le hacía sentirse persona.

Joan percibió una sonrisa en su reflejo en el espejo. Le gustaba recordar la cara de placer, de admiración que le ponía Alberto al mirarle desnudo. Hubo un día incluso que Alberto no quiso follar, solo mirarle, acariciarle, y besarle. Era de los pocos con los que se había besado… y de esa forma tan especial, no recordaba a ningún otro.

Alberto era un hombre mucho mayor que él. Tenía al menos entonces 50 años. Él tenía 17, aunque le mentía sobre eso. Siempre le dijo que tenía 19. Con él celebró un 25 de Junio, sus 20. El pobre… le daba pena haberle engañado. Tampoco era ese día su cumpleaños. Tenía entonces la precaución de dar los mínimos detalles sobre su vida. Ni el día de su cumpleaños real se lo dio a nadie. ¿Qué sería de Alberto? Tenía que mirar un día de encontrarle. Nadie le había mirado de esa manera, ni siquiera Ignacio. Fue con el único que se sintió seguro de su cuerpo. Las piernas. Sus piernas le gustaban también. Siempre las había tenido bonitas. De hacer deporte. Los muslos anchos, los gemelos rellenos, los tobillos estrecho, y unos pies sin callosidades ni durezas, suaves, sin venas visibles apenas.

Hacía tiempo que no se estudiaba así en el espejo. Estaba un poco más rellenito que entonces, cosa que por otro lado no era difícil. Entonces comía poco. El dinero se lo gastaba muchas veces en drogas, o en alcohol. Ahora que recordaba… Alberto algunas veces le invitaba a comer. Sí. Una noche le hizo la cena, riquísima por cierto. Él se quejó… y como excusa le dijo que quería verle comer desnudo. Le hizo desnudarse, cenaron, incluso bailaron unas piezas lentas. Alberto vestido, él desnudo. Y le pagó como si hubieran follado 4 veces esa noche.

Joan dejó su ensimismamiento ante el espejo y se fue a poner el pantalón de deporte y su camiseta. Se puso un chándal, y un impermeable encima. Veía por la ventana del salón que llovía. Se puso sus J’Hayber, y salió de casa.

Mientas corría Joan iba repasando todo lo que le había pasado estos días. Como conoció de vista a Fermín, como vio como se iban encoñando Gervasio y él. La discusión que tuvo con Gervasio cuando le contó que se habían liado… Gervasio no le podía dar nada a Fermín. Estaba casado… no iba a dejar a su familia por Fermín. Y este cada día parecía más colgado de Gervasio. Se le notaba en cómo le miraba.

Gervasio acabó la discusión diciéndole que se metiera en sus asuntos. Qué él sabía como manejar la situación. Que quería a Fermín. Joan dejó el tema. No lo volvió a sacar. Gervasio había llegado el momento de volverse a Santander. Ya había acabado su trabajo en Burgos.

Joan vio como Fermín se iba degradando en todos los sentidos cuando se fue el otro. Le veía como un fantasma por la calle. Le llegaron rumores incluso de que se había intentado suicidar. Pero eso resultó ser una patraña de algún desocupado, con dos cervezas de más. Sin darse cuenta, Joan se estaba colgando de Fermín de la misma forma que éste lo había hecho con Gervasio. Pero Joan no conocía prácticamente a su “obsesión”. Llegó el día de la cafetería, la discusión… el día del footing… el primer día que follaron…

Joan se paró un momento. Sin darse cuenta estaba delante del portal de Fermín. Mientras recuperaba un poco el resuello, miró hacía el piso. 4º. No parecía que hubiera nadie. Tuvo un impulso. Cruzó la calle, y pulsó el timbre de su casa en el portero. Parecía que no estaba nadie contestaba.

Ya se volvía, y escuchó una voz que preguntaba quien era. Pero no era de Fermín. Parecía la de un hombre mayor que ellos. Y esa voz no le resultaba desconocida del todo.

No quiso indagar más. Volvió a cruzar la calle y siguió corriendo.

Pasó por el sitio donde se encontró a Carlos sentado, llorando como un desesperado. Recordaba como le llevó a su casa, y como se acurrucó en la esquina de su sofá. Estaba helado. Le hizo un caldito caliente, y le dejó hablar. Le dejó que le contara con pelos y señales su desesperación, su sexo con Fermín, lo que le dijo, lo que le prometió. Como se había colgado por él… cómo había estado esperando su llamada, como le dio un vuelco el corazón cuando enfrente de su casa, le vio llegar corriendo. Como tardó en decidirse, y como al final subió y …

Carlos lloró lo indecible esa noche. Se sentía una mierda. Porque además, él había hecho lo mismo a muchos otros. Luego se enteró que a Ricardo había sido a uno de los que se lo hizo. Lo que le hizo a Ricardo… le pilla en el momento aquel, y le parte la cara. Ricardo tardó en salir del pozo al que le envió Carlos en solo una hora que estuvieron juntos. La degradación, la humillación que le hizo sentir… le dejó la autoestima por los suelos. Pero ahora Carlos estaba probando su misma medicina.

Al final esa noche se quedó durmiendo en esa esquina del sofá. Primero abrazado a él. Luego Joan se fue a su cama.

Carlos se fue por la mañana sin despedirse, hasta que unos días después volvió.

Venía a darle las gracias, y a follar. Cuando Joan se dio cuenta de la situación Carlos ya tenía los calzoncillos en la mano. Estaba bueno el jodido, pensó Joan. La ropa que llevaba no le hacía justicia a su cuerpo. Pero no. Le paró. Le hizo vestirse, y hablaron.

Joan necesitaba otra cosa. Estaba perdiendo el norte, le explicó a Carlos. Y no quería liarse con él, follar, y esperar a ver si surgía algo, o uno de los dos daba puerta al otro, en la primera o segunda noche.

– Mira Carlos, yo lo único que te puedo ofrecer ahora es amistad. Si te parece, podemos charlar, quedamos a comer, a tomar café, a estudiar juntos, si es que estudias, vamos al cine… y si un día surge, si nos apetece, si vemos que congeniamos, que nos queremos un poco, que esto puede ser algo bonito y duradero, pues follamos, y hasta nos casamos si quieres.

Carlos se le quedó mirando un poco decepcionado. Lo intentó otra vez. Intentó convencerle de que era su hombre, de que quería follar con él, de que lo que hizo por él la otra noche le había molado mucho… que creía que le quería…

– Carlos, Carlos, estás repitiendo casi palabra por palabra todo lo que Fermín te dijo el otro día, según me contaste. Llevo ya un año buscando el amor, el algo más que necesito, en la cama. Ahora quiero que sea al revés. Creo que eres un chaval de puta madre, con algunas ideas un poco equivocadas, a mí entender, y estás de vicio. Te pegaría un polvo estupendo. Pero no. Este camino no me está llevando a buen puerto, a dónde yo quiero. Ya te he dicho lo que te puedo ofrecer.

– Joder. No me queda otra. Pero yo iré a follar por ahí, yo…

– Carlos, no era eso lo que decías la otra noche… ¿recuerdas?

Carlos se le quedó mirando unos instantes. Bajó la mirada. Se levantó y se fue hacia la puerta. Iba a salir sin siquiera decir adiós, cuando de un pronto, se dio la vuelta.

– ¿Vamos al cine esta tarde? Ponen una de Sherlock Holmes. Sale el tío este Jude Low, que está mazo de bueno.

– ¿A las 7 o a las 10?

Y fueron al cine. Estuvieron a gusto. Joan al menos. Y creía que Carlos también. Se dio cuenta de que Carlos estaba en realidad muy solo.

Volvieron a quedar. Esta vez con unos amigos de Joan. Se lo pasaron bien. A Carlos le costó entrar un poco en el grupo, pero al final estuvieron todos a gusto. Esa noche al final se hizo tarde y se quedó a dormir en casa de Joan. Carlos vivía en casa de sus padres, en un pueblo cercano. Pero había helado, y… bueno el caso es que se quedó a dormir. Lo hizo en otra habitación, no durmió con Joan.

La cena en casa de Jaime…

– Anda coño –

Joan levantó la cabeza. Era Jaime.

– Estaba pensando en ti precisamente.

– Huy… espero que pensaras algo bueno.

– ¡Joder!

– ¿Sí?

– Nada, nada, me acabo de acordar de quien es la voz que acabo de oír en casa de Fermín.

– ¿Eh?

– ¿Tomamos un café?

________

Capítulo 21.

Carlos se despertó.

Las 12.

Estiró los brazos para despezarse y uno de ellos chocó con algo. Se incorporó un poco y le vio.

¿Cómo se llamaba? ¿Juan? No, era algo más… Juan Carlos.

Se puso sus manos tapándose la cara. Y suspiró.

Empezaba a recordar.

Mucho alcohol. Se desfasó completamente. Fue al Plaza Nueva, dónde trabajaba una amiga. Allí le entró este chico. Le extrañó, porque en ese sitio no solían pasar esas cosas. Quizás era conocido de su amiga, y ésta le indicó que tenía el campo abonado. Vamos, que era gay.

Le extrañó además que, la gente que suele entrar a saco de esa forma, era gente que estaba muy buena. Porque entró avasallando. Y Juan Carlos estaba rellenito, más bien gordo. Y no era especialmente atractivo. Vamos, no lo era de ninguna forma. Y ahora que lo pensaba, le cayó fatal.

Pero aún así acabaron en la cama. En la de Juan Carlos. Vivía con unos compañeros en un piso cerca del Plaza Nueva, lo que les pillaba muy cerca de la Uni.

Intentó levantarse, pero le dio un latigazo la cabeza. ¡Joder! Verdaderamente se había pasado con el whisky, pensó.

Poco a poco consiguió levantarse. Salió de la habitación y se chocó con alguien que iba por el pasillo.

– Hola. Soy María.

Y le dio dos besos.

– Carlos.

– Bonita tranca.

Carlos hizo un movimiento reflejo para taparse. No se había dado cuenta y había salido desnudo de la habitación. Tampoco pensaba encontrarse a nadie.

– No sé como lo hace Juancar, pero siempre viene con pibones. Tiene que ser bueno en la cama.

– Sí… bueno…

Carlos se volvió a la habitación sin contestar, para buscar sus pantalones e ir al servicio. Se estaba meando.

No recordaba mucho como había sido el sexo con Juancar. No siquiera recordaba cómo acabó yéndose con este chico. Recordaba como le entró, recordaba que en un principio no le gustó… pero sí recordaba haber estado comiéndose la boca en una esquina, para espanto de alguno de los que les rodeaban…

Encontró el servicio, y entró. Fue a la taza, y empezó a mear. De repente vio como se abría la cortina de la ducha, y salía un chico que apenas superaría los 18.

– ¡Hostia! No me di cuenta que había alguien, perdona.

– Na, tranquilo. Soy Diego… y estiró la mano.

– Carlos, perdona que no te de la mano…

– Huy, sí, mea, mea…  Voy a vestirme. ¿Has venido con Aitana o con Juancar?

– Con Juancar… supongo.

– Tienes aspirinas en la cocina.

– ¿Eh?

– No digo nada, pero te aconsejo que te tomes un par de ellas. Si no vas a pasar un día muy malo.

– ¿Y por qu…?

– Nos vemos.

El tal Diego, salió del baño con la toalla rodeando su cintura. Estaba rellenito, pero era un chico guapo.

Consiguió acabar de orinar, dio a la bomba, y bajó la tapa. Hizo caso a Diego y se fue a buscar las aspirinas a la cocina.

Logró encontrarlas después de revolver por los cajones y los armarios. Lo que no consiguió es encontrar un vaso limpio. Así que cogió una cuchara, la única que estaba sin usar, deshizo las aspirinas en ella, y luego de tomárselas, bebió del grifo directamente. Pensó que el que tuviera que hacer limpieza ese día, iba a estar entretenido al menos tres o cuatro horas. Nunca había visto tanta suciedad en una cocina. Ni tantos cacharros sucios y apilados de cualquier forma.

Al entrar de nuevo en la habitación, el Juancar ese ya estaba despierto. ¿Cómo había podido venirse a la cama con él? No es que no fuera guapo y eso, es que tenía pinta de guarro… ¿No le echaría algo en la copa?

De repente lo tuvo claro. Hasta que se acercó este, se acordaba de todo. Pero después…

– Estuvo bien anoche ¿eh?

Juancar le sonreía de esa forma que hacen los machos después de follar… de esos que van de conquistadores, de salva mujeres…

– ¿Sí? ¿Te puedes creer que no me acuerdo de nada?

– Pues no decías lo mismo cuando te follé ese culo estupendo que calzas. Estuvimos 20 minutos dale que te pego.

Carlos se le quedó mirando… Se metió la mano en el pantalón y palpó su ano. No encontró ni rastro de geles ni lubricantes. Y tampoco tenía sangre.Y no era posible que le hubieran penetrado sin lubricarle bien. Este tío se estaba marcando un farol.

– ¿Tienes el culo dolorido eh?

– Mira gilipollas. No sé que me diste anoche para que viniera a tu apestosa habitación.

Se dirigió decidido hacia él. Le apartó las sábanas de un golpe, y le agarró los huevos.

– Pero si me vuelvo a cruzar contigo, te parto esa apestosa jeta que tienes. Y si escucho a alguien que te ha oído presumir de lo que no ha pasado esta noche, la paja de esa mañana será la última vez que verás salir leche por esa polla de mierda que tienes.

– No te pongas así…

– Mira tío. No tienes idea de nada. No me has follado. Me has visto desnudo, y con suerte te la habrás cascado – de un golpe se bajó los pantalones, y dio una vuelta. – Este cuerpo serrano lo has visto, pero no lo verás ni lo catarás jamás. ¡Imbécil! Y como me entere de que le echas esa mierda a alguien más para traértelo a la cama, te denuncio, maricón de mierda.

– No te pongas así, tío, no es para tanto. Lo pasamos bien y…

Carlos le miró con toda la cara de odio de que fue capaz. Se vistió y sin mirar atrás salió de la habitación pegando un portazo.

Casi se choca de nuevo en el pasillo, pero esta vez con el chico del baño.

– Voy a desayunar a un garito de las Huelgas. ¿Te apuntas?

– Vamos, sí. Las aspirinas me están revolviendo el estómago. Necesito comer algo.

– Un bit, que cojo las llaves del coche.

– ¿Y no le ha partido la cara alguien a ese imbécil?

– Pues no. Debe tener un as en la manga, yo siempre lo he pensado. Incluso alguno luego ha vuelto con el rabo ente las piernas a dejarse follar. Porque Juancar, es un macho, que en su pueblo va de hetero. De hetero follador, encima.

Salieron los dos al descansillo.

– Pero joder que semana. La madre que me parió. Y tú que… ¿eres marica también?

– Pues sí… si no tienes inconveniente. Lo soy. Pero tranquilo, no me como un rosco.

– Pues ya me podía haber encontrado contigo, si que hubiera echado un polvo a gusto.

– Pero… ¿No tienes novio o algo?

– No, no tengo novio o algo. ¿a qué viene esa pregunta?

– ¿Y estás en el armario?

– Pues no, no voy publicándolo, pero no lo oculto tampoco. Si ahora me apetece morrearme contigo en la calle, lo hago. Pero no le diré al camarero del bar donde vamos, que soy gay.

Se quedaron los dos un rato callados.

Diego abrió la puerta del ascensor y dejó salir a Carlos.

– Oye contéstame, no te vuelvas autista. ¿A que viene esas preguntas?

– Pues…  a que todos los anteriores a ti, o tenían novio, o…

– Ya… pero no comprendo. ¿A todos los has interrogado?

– Pues sí, a casi todos.

– Ah. Que raros sois en esa casa…

– Yo me mudo la semana que viene. No aguanto todo eso.

– ¿Y seguro que no estás con alguien?

– Que no… que no estoy con nadie. Solo tengo amigos ahora. Eso es lo que intento conseguir. Amigos.

– Vale. Seguro que uno de ellos será especial, y querrías algo más.

Carlos se paró de repente.

– Diego, esto creo que merece una explicación.

_________

Capítulo 22.

Joan abrió la puerta de su casa. Invitó a Jaime a pasar al salón.

– ¿Café? Es Nescafé, no tengo cafetera.

– Bien está. Con leche.

Jaime se sentó en la butaca. Mientras llegaba Joan con el café, se entretuvo en mirar la decoración de la casa. Era una casa muy bonita, y montada con gusto. Mucha “pasta”. Se notaba que Ignacio tenía dinero. Se imaginó que la casa la había montado Ignacio. No era del estilo que él creía que la decoraría Joan.

Mientras se entretenía curioseando, reparó en una foto que había en una especie de aparador. Eran Ricardo y Joan, cogidos por el hombro. Sonrientes. Ricardo miraba a Joan con veneración. Joan reía, pero miraba a la cámara. Debían estar de cachondeo. Se notaba que se llevaban bien. Se notaba que Ricardo estaba colado por Joan. Jaime se levantó para mirarla más de cerca. No reconoció el lugar. La foto era un plano medio de ambos, pero apenas se veía el fondo ni los alrededores.

Viendo esta foto, esa mirada de Ricardo, era imposible que no le asaltaran las dudas sobre la relación que estaban empezando. Tenía miedo de que Ricardo, si Joan se decidiera a chasquear los dedos, se fuera corriendo a su vera. ¿Hasta que punto Ricardo había olvidado su pasión por Joan? Joan era muy atractivo, y no parecía mala gente.

Por otro lado, pensó en la última noche. Pensaba en la cena del viernes en casa con Carlos y Joan. Al final todos echaron una mano en la cocina. Ricardo se puso ropa de Jaime, para que se secara la suya. Carlos llevaba una especie de impermeable, y solo necesitó quitarse las zapatillas. Ricardo y Carlos se echaron pullas continuamente. Ricardo tenía muy adentro aquella cita. No se atrevió a preguntar. Aunque según iba pasando la velada, Ricardo fue suavizando sus ataques. Además eran divertidos. Carlos pareció tomárselo en plan bien. Creo que se arrepentía de su actuación con Ricardo. Jaime recordaba ese momento en que pensó en cuantos Ricardos destrozados había dejado Carlos, hasta que Fermín le destrozó a él.

Joan y Carlos se fueron tarde. Ricardo le ayudó a recoger la casa, y se sentaron en el sofá del salón, a descansar un poco, bebiendo un whisky. Jaime acabó tumbado, apoyando su cabeza en el regazo de Ricardo. Éste no dejaba de acariciarle la cabeza, la cara. Los dos estaban a gusto. Estuvieron así, más de media hora. Sin apenas moverse, sin decir nada. Pero Jaime al menos lo recordaba con placer. Ahora mismo, al levantar un segundo la mirada de la foto, y verse reflejado en un espejo de la pared de detrás del aparador, se descubrió sonriendo como un bobo. O como un enamorado.

¿Enamorado? No… no podía enamorarse de alguien en 10 días, y dos o tres noches juntos. Un par de cines, y otro par de cenas. ¿O sí? Recapacitó en lo que sentía por Joan. En ese día que se encontraron y follaron. No… no era lo mismo. Con Ricardo no había follado. Habían dormido juntos tres noches, y la última habían estado besándose. Porque a la noche del viernes, siguió la noche del sábado. Ricardo hasta esa mañana pronto, no se había ido de su casa. Y era por un compromiso familiar, sus padres celebraban las bodas de plata, o algo así. E iban a hacer una ceremonia de re-boda, y luego a comer con la familia y amigos.

Estaba a gusto con Ricardo. Quería follar con él, sí, pero algo le decía que… no había prisa. Que tenían toda la vida para amarse. ¡Qué cursilada!, pensó de inmediato. Seguro que dentro de 4 días, Ricardo conocería a alguien mejor que él, y le dejaba de inmediato. Y encima luego se arrepentiría de no haber aprovechado la ocasión para tener sexo. ¿Era tan importante el sexo? Seguramente no, pero el haberlo tenido en contadas ocasiones, le confería un poco de… ¿Prevalencia? ¿Debería aprovechar la ocasión y forzar el ritmo y follar? Tampoco creía que tardaran en hacerlo… aunque no confiaba en que Ricardo durara mucho a su lado…

Sonó su móvil. Un mensaje. Lo llevaba colgado en el cuello, debajo del chándal. Miró la pantalla. Era de Ricardo. Lo abrió con rapidez…

“Te echo de menos. Tqmmmmm”

Jaime sintió como el pecho se le agrandaba. Si existía la felicidad debía ser algo muy parecido a lo que sentía en ese momento. Se apresuró a contestar:

”Yo tambien tqqqqqqmmmmmm. Cuando acabes, llámame y quedamos”

No tardó ni un minuto en llegar la respuesta.

“Ok. Bss”

Volvió a enganchar el móvil a la correa. Y volvió a coger la foto que había dejado de cualquier forma para colocarla bien en su sitio.

– ¿Te gusta esa foto?

Jaime se giró sobresaltado.

– Qué susto me has dado. No te oí llegar.

– Perdona, suelo andar descalzo en casa, y no hago ruido.

Joan apoyó la bandeja en dónde traía el café para Jaime, y una infusión para él. Jaime se volvió a sentar en el sofá, y al lado se sentó Joan.

– Me gusta también a mí. Es de las pocas fotos que tengo de mis amigos puestas en casa. Ahora que pienso, Ricardo es el único del que tengo puestas fotos. Tengo otra en la entrada, y otra en el despacho. Espera que voy a traerlas si quieres…

– No, no deja – le interrumpió Jaime – no te preocupes. Luego las veo. Tómate la infusión tranquilo. Y yo que no aguanto las infusiones…

– A mí en cambio me encantan. ¿Qué tal con Ricardo?

A Jaime le sorprendió la pregunta tan directa.

– Bien, de momento genial. Aunque tengo miedo.

Jaime pensó un instante lo que iba a decir a continuación. Ya que Joan era directo, se le ocurrió ser directo él también.

– Aunque tengo miedo. Ricardo te ama, o al menos te amaba hasta hace cuatro días con toda su alma. Tengo miedo de solo ser un sustituto momentáneo hasta que tú le mires de otra forma.

Joan se quedó pensativo. No sabía si seguir con ese momento sinceridad en el que parecían haber entrado los dos o salir un poco por la tangente.

– A Ricardo le gustas de verdad. Ahora mismo no mira a nadie más que a ti.

– ¿Te lo ha dicho? – Jaime se quedó mirándole con cara de sorpresa, de expectación, de miedo.

Joan se quedó en silencio unos segundos, mientras soplaba la taza con la infusión, y perdía su mirada en la ventana que tenía en frente.

– Sí – dijo lacónicamente.

Jaime se quedó mirándole, esperando más explicaciones.

– Joan, macho, di algo más… No sé…

Se levantó y empezó a andar nerviosamente por la habitación… de repente se paró y se giró hacia Joan…

– ¿Habéis hablado de mí? ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?

Jaime volvió a su sitio y se sentó en una butaca enfrente de Joan. Pero apenas apoyó el culo en ella… como si quisiera estar preparado para levantarse otra vez…

– El otro día, en el “Aquimismo”, en donde nos viste.

– Pero… solo me dijiste que le ponía mucho… no me contaste que…

– Joder, Jaime, no te iba a contar todo. Además no me siento orgulloso de esa entrevista con Ricardo.

– ¿Orgulloso?

– Sí joder, me declaré.

Jaime se quedó con la cara a cuadros.

– No pongas esa cara. No debería habértelo contado.

– ¿Y? ¿Y qué paso?

– Pues pasó… que me dio calabazas. Me dijo que había llegado tarde. Que hace un mes se hubiera echado en mis brazos, pero que ahora no. Ahora solo piensa en tus brazos.

Jaime se recostó en la butaca. Estaba… en una nube. Intentaba asimilar toda la información que estaba escuchando.

– Mira, Jaime, estoy haciendo mal todo. Un año buscando, y no me di cuenta de que lo tenía al lado. Me he dado cuenta cuando ya era tarde. Cuando le había perdido. Solo espero no haber perdido a mi mejor amigo. Me porté mal contigo, me colé por la persona equivocada, me porté mal con otros que se acercaron a mí. les follé, pero no era lo que buscaba.

– ¿Y Carlos?

– Carlos… me gusta, me cae bien, pero llegados a este punto, creo que no es el momento para iniciar algo con él. Creo que al final sería otra muesca. No quiero ni irme a la cama con él. Y me pone… pero no.

– Bueno… me has dejado… ¿Y te lo dijo? ¿Te dijo que…?

Joan le miró con sorna…

– Qué sí. Pero si le dices algo, juro que te cuelgo de la puerta del campus, cogido por los huevos.

– No, no… Solo me gustaría tener más experiencia en el sexo… haber tenido más novios… más relaciones… más amigos… soy un… solo lo he hecho contigo… follar digo, y… tú sabes mucho… pero me da un poco de miedo hacerlo con él. Tú sabes mucho de eso, o bueno, claro… al lado mío, y yo…

– Tú tranquilo, déjate llevar. Da cariño… lo hiciste muy bien conmigo.

– No, no es cierto, fue porque tú tenías todo muy claro, y sabías lo que hacer, y me indicabas… ¿Disfrutaste?

– Me lo pasé bien, sí. Es morboso hacerlo con un virgen.

– Ya estamos…

– No te enfades…

– Ahora me estoy dando cuenta que me da vergüenza hablar de esto… de que conozcas mi cuerpo…

– Bueno, no te preocupes. No se lo voy a contar a nadie. Ni siquiera lo de virgen. Aunque me da que lo dices mucho. Hablas con muchas facilidad de…

– No, no hablo con cualquiera. Pero en cuanto me dan un poco de confianza, es cierto, no sé callarme ciertas cosas. No he tenido oportunidad de hablar con nadie, de intimar con gente. Y ahora en cuanto me dan un poco de cuerda, lo suelto todo. Tengo… tengo necesidad de hablar, de que me escuchen.

– En eso Ricardo es el mejor.

– Pero no le voy a contar a él esos miedos, y…

– Él está casi como tú. Solo ha tenido la experiencia de Carlos, y te puedo asegurar que le costó más de 2 meses recuperar algo de la autoestima. Le dejó por los suelos.

– No me atrevo a preguntarle… así que el Carlos ese fue el de la cita. Su hermano tenía miedo de que yo fuera otro como él.

– Ufff, su hermano. Me odia.

– Pues a mí me parece muy tierno.

– Lo quiere mucho. Pero… bueno, descubrió un secreto mío, y lo interpretó como quiso. Y por eso tiene un concepto de mí muy malo. Cree que puse los cuernos a Ignacio. Que no soy de fiar. Y… él notaba que su hermano estaba colado por mí, por lo que intentaba por todos los medios protegerle. Le buscó ese ligue, y salió rana. Por eso además se sentía culpable.

– ¿Y ese secreto?

Joan se quedó en silencio. Pensaba si confiar en Jaime o no. Al final, después de todo lo que habían hablado en esos días, le pareció justo contárselo.

– Cuando me encontró Ignacio, yo era chapero.

Jaime se quedó una vez más a cuadros.

– Joder – acertó a decir – Soy un pardillo en este mundo.

– Espero que no cambie tu opinión sobre mí… o…

– No, no, tranquilo. No suelo juzgar a la gente. Me gustabas… no ha podido ser, pero, creo que puedes ser un buen amigo. Lo eres de Ricardo, espero poder serlo yo también. Me da igual que seas chapero, que lo hayas sido, o que lo vuelvas a ser. Solo espero que… bueno, nada… espero que seas feliz y hagas feliz a quien te encuentres. Ahora que lo pienso, así me puedes dar clases…

– ¿De cómo hacer sexo?

– Claro…

– No…

– Que sí…

– No, Jaime, no. Consejos te daré si los pides. Clases no. Y menos prácticas, que te estoy viendo.

– No hombre, prácticas no… o sí… bueno mejor no… pero me puedes contar como hacerlo, que hacer…

– Qué no. No insistas.

– Por cierto, ¿lo sabe Ricardo?

– Sí, lo sabe.

– Era por no meter la pata.

– Ricardo ha sido mi paño de lágrimas. Creo que lo sabe todo sobre mí.

– ¿Y lo has hecho con él?

– Noooooooooo, Jaime… pero me tienes en un concepto…

– Perdona, perdona… no he dicho nada. Es que… perdona. No se me dan bien esto de las relaciones sociales… y bueno, escucho chapero, y pienso que eres de polla fácil… que no le das importancia al sexo, vamos… y después de este año que has pasado de cama en cama… perdona, me estoy metiendo en un jardín… – Jaime se movía inquieto en la butaca, se daba cuenta que lo que estaba diciendo podía molestar a Joan, pero ya no sabía por dónde salir – perdona, yo es que lo de las…

– “Relaciones sociales” anda, deja de decir eso, que te repites mucho. No lo creo además. Te has encerrado, nada más.

– Bueno, no… no sé. Oye por cierto, me ibas a contar no sé qué de Fermín, y de una voz que has oído en su casa…

– ¡Ah sí! Casi se me olvida. Tú como eres su amigo…

– Conocido.

– Jajajajajaja, otra vez igual, como el otro día en tu casa. Pues he llamado a su portero, y me ha contestado una voz que no era la suya. Y luego pensando, conocía esa voz. Y al final me he acordado. Es la de José Luis, un tipo que le gusta el sexo duro, pero duro, duro, con ostias y todo.

– ¿Y estaba en casa de Fermín?

– Pues sí.

Se quedaron en silencio unos instantes.

– ¿Y no crees que a lo mejor sería mejor ir a ver cómo está?

– Lo pensé… pero después de nuestro último encuentro en el “Carmen 13”, no me ha parecido lo más conveniente.

– Vamos los dos… a lo mejor está mal…

– Seguro que le dejó Gervasio después de una nueva noche de sexo, y se fue a buscar lo que fuera por ahí.

– Ya, pero no sé…

– Vete tú si quieres. Yo creo que… paso. Tengo bastante con lo mío.

Jaime se levantó. Se le había puesto cara de preocupación. Aunque llevaba unos días insistiendo que era un conocido solo, pero…

– Me voy a pasar a ver…. ¿no me acompañas?

– No…

– Bueno… me voy. Llámame un día y tomamos algo.

– Sí, lo haré. Llámame tú si necesitas ayuda con Fermín. Pero no te metas en líos. Si ese hombre está allí, mejor que lo dejes. Es un hombre muy violento.

– Pero… ¿Y Fermín?

– Jaime, él se lo ha buscado… nadie puede ayudar a otro cuando éste no se deja. Y Fermín creo que hace tiempo que no quiere ayudas. Solo quiere a Gervasio. Y de verdad, ese hombre es muy violento…

– De acuerdo. No tengo madera de héroe – encogiéndose de hombros.

– Mejor.

Llegaron a la puerta, y Joan la abrió. Iba a salir Jaime, y le dio dos besos de despedida. Se quedó un poco sorprendido … no se acababa de acostumbrar. Eso mitigó un poco el nerviosismo que se había apoderado de él, con ese problema de Fermín. Tenía un mal presentimiento.

_______

Capítulo 23.

– Ricar, ¿Quieres salir de una puta vez de la ducha? Me estoy cagando, mamón.

– Pues entra a cagar.

– Gilipollas, no puedo cagar si estás en el baño.

– Ahora acabo, Don Prisas.

– Manuel, no digas esas cosas a gritos. La vecina de abajo no sé tiene que enterar de que vas a cagar – era su madre quién le amonestaba.

– Mamá, es que Ricardo, desde que está enamorado, se queda ahí embobado, en la ducha.

– ¿Ricar está enamorado? No nos ha dicho nada. Alberto, que tu hijo mayor se ha enamorado.

– ¿Y ha follado? – Era Álvaro, el pequeño, el que preguntaba. – Manu, anda, déjame entrar a echar una meadita. Es solo un minutillo.

– No. No. Me estoy cagando, enano. – Manuel tenía las piernas cruzadas y hacía movimientos inequívocos de que estaba luchando contra la evacuación inmediata.

– Entra hombre, a Ricar no le importará que mees mientras se ducha.

– ¿Y si me viola? Que yo estoy muy bueno…

– ¿Pero serás bobo? ¿Cómo te va a violar tu hermano? Y encima ese, que es medio bobo para esas cosas. Si fuera yo… a lo mejor.

– Pero tú no eres marica.

– Oye pero ¿quien te enseña esas ideas? – Su madre le daba un suave golpe en la cabeza mientras le reprendía.

– Estoy de coña mamá. Si Manu tiene razón, Ricar es bobo en cuestión de novios y esas cosas, y de follar…

– Te estoy oyendo, Jonás. Y te vas a enterar cuando salga.

– Y como tardes mucho te vas a enterar de lo que es que tu hermano Manu, se haya cagado en los pantalones.

– Cállate, cotorra, y entra a mear, así luego podrá entrar a toda pastilla Manu, y os ducháis, que vamos a llegar tarde.

– ¿Puedo utilizar tu baño mamá?

– Ha tomado posesión de él tu padre. Si le convences…

– ¡¡¡Papá!!! Es una emergencia. Déjame el baño.

Su padre salió con el nudo de la corbata a medio hacer. Anda, anda, entra, todo sea por la paz. Esto parece un campo de batalla… Mati, cariño ¿Es cierto eso de que Ricar tiene novio?

– Pues creo que está saliendo con un profesor de la Universidad. Pero llevan dos días.

– ¡¡Casi diez días!! – gritó desde dentro del baño Manu.

– Pues deberíamos invitarle a que vaya a la celebración. Yo quiero que todos los que son importantes en nuestras vidas vayan.

– Alberto, creo que eso ya es pasarse. Solo llevan 10 días.

– Para Ricar 10 días es mucho… voy a llamar al restaurante para que pongan un cubierto más.

– Tú lo que quieres es echarle un vistazo. No te fías.

– Pues no. Él último nos costó dos meses de no pegar ojo.

– Pero eso fue…

– No sé lo que fue, pero le hizo daño. Sabes, a veces pienso que no supimos apoyarle cuando dijo que era gay. No le dimos importancia, pero no supimos prepararle para afrontar otro tipo de vida… de relaciones.

– Alberto, no te equivoques. Las relacione no son tan distintas. Quizás hemos fallado en no haber sabido darle confianza en sí mismo, en hacerle ver todas las cosas buenas que tiene, en estar orgulloso de él… yo creo que hubiera sido tan inseguro con las chicas de haber sido hetero.

– No sé. No se liga igual. Un chico no puede entrarle a otro chico, sin saber de antemano que no le va a partir la cara si se le declara. Y a una chica… te dará calabazas, pero no te va a linchar.

– Yo creo que Ricar lo único que le pasa es que no sabe quererse. Quizás Manu le quitó un poco de protagonismo. Era más abierto, más lanzado. Y eso le hizo cerrarse. Y no supimos darle confianza en sus cualidades… dile que invite a ese chico…

Manu salió del baño en ese momento. Tenía esa cara de… relajo…

– Parece que acabas de follar…

– ¡¡Papá!!

– ¡¡Alberto!!

– Perdón… y cierra la puerta que madre mía qué olor… me voy a darle prisa a Ricar para entrar en ese baño.

– No, que me tengo que duchar…

– Pues ahí quieto, con tu olor te las compongas. Estás podrido por dentro. Ricar, sal que tengo que usar el baño.

– Papá, pero mira que sois pesados todos… uno no puede ducharse a gusto.

– Una cosa es ducharse a gusto, y otra crear niebla artificial como la de Londres. Que sepas que sale por debajo de la puerta. Tienes 3 segundos y medio, o tiro la puerta abajo.

Ricardo no le hizo ni caso. Como no se lo había hecho a sus hermanos antes. Tantos años en los que no había podido disfrutar de tener a alguien a quien querer, al que mandar mensajes chorras, con el que meterse en la cama y sentirse a gusto, comer riendo… tantos años sin sentir ese “gustirrinín” en todo el cuerpo, ese sentirse pleno, porque además de él y su cuerpo, sabe que tiene un trocito de otro cuerpo, de otra persona… cuando esa mañana, tras mucho darle vueltas le mandó a Jaime ese mensaje… “Te echo de menos, Tq” y recibió su respuesta a los pocos segundos, con un tqmmmmmmmmmm, largo… le hizo el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Se metió en la ducha y empezó a recordar esas horas que había pasado en su casa. Riendo, hablando, cuando se abrazaban, viendo pelis, cocinando un poco, mejor dicho, enseñándole a cocinar algunas cosas, sin tener que mirar un libro de cocina… aunque las recetas de su abuela merecían un repaso… y ese “llámame cuando acabes”… ojalá la comida acabara rápido. Tenía ganas de llamarle y volver a ponerse en sus brazos, apoyar la cabeza en su regazo… quisiera poder hacer que estos días se convirtieran en eternos.

Desde que se metió debajo de la ducha, fue uno por uno intentando recordar cada segundo, cada frase, esa primera vez que entró en su despacho… la segunda, cuando quedó para hacer footing, cuando se desnudó con él por primera vez y se quedaron dormidos abrazados en la cama… no necesitó sexo para sentirse amado. Piel contra piel… sentir su suave cadencia al respirar, sentir sus ronquidos… besarle el cuello por detrás, y sentir esa especie de descarga eléctrica que recorría su cuerpo, descarga inconsciente pero perceptible… Sentir su risa, o ese beso matutino que le dio ayer, o esos besos rápidos que le había dado los primeros días al despedirse…

Y pensaba que iba a tener dudas. Siempre le había parecido que no era lo suficientemente bueno para nadie. Pensaba que iba a dudar de él. De no saber si lo que sentía era por darse lástima de sí mismo, y acercarse a cualquiera… pero el viernes, cuando Joan le confesó que se había dado cuenta de que le amaba, de que la búsqueda que había iniciado desde que murió Ignacio, había tenido siempre la respuesta a su lado, que la respuesta era él… 3 ó 4 años suspirando por Joan… se dio cuenta de que en realidad, en se momento, Joan solo era un buen amigo. Jaime era el que le hacía sentir especial. Al que quería tener a su lado.

No hubiera querido desengañar a Joan… con las pajas que se había hecho pensando en él, en tenerlo en sus brazos, en que le llevara a la cama y le enseñara a gozar, que le hiciera sentirse amado… y al final, cuando parece que había rendido la fortaleza, los muros de Joan se habían derrumbado estrepitosamente, él, Ricardo, sin saber cómo, había vendido barato su corazón a un chico que encontró un día, precisamente como damnificado de la búsqueda de Joan, que entró en su despacho como un zombie de nervios y demás… y que salió en una nube de allí… con el corazón palpitando, y su miembro viril queriendo romper el pantalón…

– ¡¡Joder, qué susto!!

Su padre había entrado como un torbellino en el baño, y había corrido la cortina de la ducha.

– Que ya está bien, Ricar. Que estás arrugado como una pasa. Cierra la ducha, y a vestirse. Además tienes que llamar a alguien por mí.

– Pues llámalo tú, no te jode. ¿Necesitas un secretario en casa también?

– ¡Ah! Bien. Dame el teléfono del chico ese con el que sales. Ya le llamo yo.

– ¿Alucinas?

– No. ¿Tengo cara de alucinado?

– No sé de que va esto, pero hoy me estáis tocando los…

– Quiero invitarle a que venga a la celebración. Si es tu novio, o arrimado, o rozador privilegiado, quiero que venga a la celebración familiar.

– Estás alucinado. Si piensas que le voy a decir que venga para que os riáis de él y de mí…

_______

Capítulo 24.

Su padre de repente se quedó parado mirando a su hijo desnudo, mientras salía de la ducha y se secaba con decisión y enfado.

Ricar se puso la toalla alrededor de la cintura y salió disparado del baño.

Su madre que estaba en el pasillo, se quedó mirándole con cara de preocupación.

Mati giró la cara y miró a su marido.

Sin decir palabra, fue el padre el que tomó el camino de la habitación de Ricardo. Se encontró con Manuel, que iba en la misma dirección. “Esto es cosa mía, Manu”.

Alberto llamó suavemente a la puerta. No esperó respuesta, y entró.

Ricardo estaba buscando una camisa, y para ello tiraba toda la ropa que encontraba en el armario por la habitación. Estaba preso de una agitación como pocas veces le había visto su padre. Se acercó y le rodeo con sus brazos por la espalda. “Cálmate, Ricardo, vamos a hablar tranquilos”.

Ricardo se echó a llorar…

– Siéntate aquí, anda.

Su padre le dejó tranquilizarse un poco.

– ¿Por qué piensas que nos vamos a reír de ese chico o de ti?

– Jaime.

– ¿Se llama Jaime? Vale. Repito entonces. ¿Por qué piensas que nos vamos a reír de ti y de Jaime?

– Es lo que hacéis todos los días. “El pobre Ricardo”. “Que no se come una rosca, porque no vale una mierda”. Marica y encima gilipollas. Que necesita que su hermano pequeño le concierte citas y le siga para protegerle. 21 años y el bobo de él no se ha llevado nada a la boca. Y sus hermanos pequeños, ellos que son tan seguros, ya follan a todo pasto. Pero claro, son guays, y encima heteros. Y el marica es un gilipollas inútil que no vale para nada. Y feo.

Solo se oía el llanto entrecortado de Ricardo.

Alberto miraba de refilón a su hijo. Se armó de valor, y comenzó a hablar, despacio, titubeante.

– Ricar… yo nunca he pensado que fueras bobo, ni gilipollas. Y tu madre tampoco. Y feo no eres. Al revés, eres muy guapo. Diría que eres el más guapo de los tres, lo que pasa es que es más difícil verlo en ti, porque siempre tienes una expresión como de tristeza… Eres gay, o marica, o lo que te de la gana… y nadie te ha dicho nada. Y no podrás decir que te hemos puesto pegas, o que nos hemos enfadado contigo por ello, o que no lo hemos aceptado.

– No, papá, no es eso – Ricardo miraba con sus ojos llorosos a su padre, entre desesperado y suplicante – me habéis ayudado, y apoyado. Pero siento a veces que lo hacéis por lástima. “Mira el pobre Ricar que no sabe valerse”. Y os burláis… yo lo tomo en plan de chunga… pero Jaime es importante… es mi tabla de salvación… no quiero joderla, no quiero que salga corriendo porque Manu diga una chorrada de las suya, o porque vaya de super hermano protector, o Jonás diga cosas como esas que ha dicho antes en el pasillo… él no tiene porque entender ni tomarse a chunga las “bromas” que mis hermanos me hacen. O ese aire de estudiado desapego que tenéis a veces mamá y tú… de no importaros una mierda nada… nada de lo que pasa en mi vida, de mis miedos…

Alberto bajó la mirada. Repasaba a gran velocidad la vida de sus hijos, desde que nació Ricardo, buscando actitudes, respuestas, buscando risas y lágrimas… buscando como siempre hacen los padres el momento del error…

– No creo que necesites ninguna tabla de salvación, Ricardo. Eres lo suficientemente bueno para comerte el mundo si quieres. Jaime será tu pareja, tu novio, se casará o no contigo, será el amor de tu vida, pero nunca será tu tabla de salvación, no… porque no necesitas eso…

– ¿Sabes lo duro que es estar solo papá? ¿Sabes lo que es necesitar un abrazo, dar un beso en la boca a alguien, soñar con eso todas las noches, y no tenerlo?¿Sabes lo que es necesitar un roce de una mano especial, porque necesitas que te toquen… y no tenerlo? Sabes papá, desde que te dije que era marica, no me has dado un beso. Y Manu, en contadas ocasiones. Y Jonás, desde que se enteró que era gay, ni me ha rozado. ¿Sabes lo que es necesitar eso, y no saber como conseguirlo? Sentirte un bobo… porque los miedos te atenazan y ni siquiera a través de Internet ser capaz de decir a nadie que quieres follar con él? ¿Lo sabes? Soy tan tonto que necesito que mi hermano pequeño me busque un ligue. Mi hermano pequeño que es el más macho del lugar. Que cada día se folla a una, buscando un marica para que su hermano folle… ¡¡Alucinante!! Y el hermano, que está desesperado, o sea yo, acepta. Es patético. Y sabes, consigo un chico… y no quiero joderlo… no quiero que llegue y Jonás le diga no sé que de maricas, o se tape el culo para que no le folle, o que Manu le de su aprobación… ¡¡Porque no es nadie para aprobar a mi chico!! Si es que resulto patético, papá… pero ahora que por unos días me he sentido importante… quiero que dure lo más posible… por favor, papá… no me pidas que le llame…

Ricardo lloraba desconsolado. 21 años de frustraciones habían estallado el día que sus padres celebraban sus bodas de plata. Alberto se apoyó en el cabezal de la cama, y atrajo a su hijo para que se recostara sobre su pecho. Alberto notaba los estertores del llanto de Ricardo. Apoyó su cabeza sobre la de su hijo. Respiró el aroma del champú, mezclado con el aroma de su hijo… ese olor que todos despedimos y que solo el que está más cerca de nosotros es capaz de percibir. Ese aroma que hace que los perfumes no huelan igual en todos los que lo usan. Saboreó ese aroma. No recordaba de hecho, la última vez que lo había tenido tan cerca para sentirlo…

– Sabes, Ricardo, luchamos mucho por ti. No había forma de que mamá quedara embarazada. Al final, lo conseguimos. Naciste. Durante los primeros meses, creo que no hubo un solo instante en que no te miráramos. Tu abuelo decía que te íbamos a desgastar… Eras callado. Lloraste muy pocas veces… eso sí, cuando llorabas, eras incansable… estabas horas y horas. Mamá un día casi se vuelve loca. Estaba sola en casa, y no conseguía que te callaras. Al final te quedaste dormido chupando su dedo, y así estuvo 3 horas sin moverse. Sin atreverse a sacar el dedo de tu boquita…

Alberto empezaba a humedecer también sus ojos…

– Nació Manuel. Como todos los padres, tenemos miedo de que el mayor se sienta desplazado al venir un hermano pequeño. Contigo, enseguida nos dimos cuenta de que no debíamos temer nada de eso. Al revés, tú nos desplazaste de él. Le cuidabas, le dormías, con 6 años le dabas de comer… le protegías… Manuel fue mucho más llorón que tú. Pero aparecías… y se callaba. Mamá casi se coge el disgusto del siglo cuando Manuel le dijo un día, ante la pregunta tonta de la abuela María, de “A quien quieres más, a mamá o a papá” y el bobo de él contestó: “Ricardo”… y encima pronunciaba bien las “r”…

– Luego fue y me lo dijo a mí…

– Ya, lo escuchó mamá… yo en esos días te acuerdas estaba mucho tiempo fuera. De viaje de trabajo y eso…

– Sí, me acuerdo.

– Así que Manu y tú hicisteis una especie de “pareja”, que al final acabó excluyéndonos casi a nosotros. O nosotros nos apartamos, quizás porque nos gustaba que hubiera esa complicidad, o porque en el fondo era más cómodo.

Paró un momento para pensar por dónde seguir. Para ordenar sus ideas, sus sentimientos, y para encontrar la mejor manera de transmitírselos a su hijo.

– Habéis seguido así. Siendo uno el apoyo del otro. No te equivoques. Manu te necesita a ti tanto como tú a él. Él es… más lanzado aparentemente, pero duda muchas veces. Y si hace cosas, si se lanza, es porque te tiene a ti. Eres lo más importante en su vida. Si ahora le dices que deje a Diana, no tarda dos minutos en dejarla por ti. No pienses que ahora tú eres el que se apoya en él. No sientas que eres una mierda a su lado. Él es más abierto, sí, pero te necesita. Y no pienses que a mamá y a mí, no nos importas. Tomamos la decisión de guiaros, pero no imponeros. De apoyaros, pero no haceros dependientes de nosotros. Pero observamos. Y estamos ahí.

Volvió a callar. Notó que Ricardo se había tranquilizado. Notó como apoyó su cara sobre su mano, para rozarla… para tener ese contacto físico.

– Un día nos dijiste que eras gay. Mamá ya se había dado cuenta hacía unos meses. Pasaste mala época. Luchaste contra ese sentimiento en silencio muchos meses. No se lo contaste ni a Manu. Pero él se dio cuenta también. Te conoce mejor que nadie. No se le podía escapar. A ninguno nos ha importado nunca que te gustaran los hombres. Eso sí, posiblemente no hayamos acertado al darte apoyo. Quizás deberíamos haberte ayudado, aconsejado, o… bueno, no sé. Pero tampoco somos perfectos, y no encontramos la manera. Parecía que remontabas… y lo dejamos estar. No nos dimos cuenta a lo mejor de que esos miedos te atenazaban de una forma que no podíamos imaginar, y que te condicionaba tu vida de una forma que… no alcanzamos a entender.

Alberto giró un poco su cabeza, para poder darle un beso en la mejilla a su hijo.

– No he sido consciente de que no te había besado o abrazado desde que nos dijiste lo de ser gay y eso. Tendré que pensar en ello, y corregirlo… quizás pensé que no necesitabas esas demostraciones de cariño. Seguro que Manu no es consciente de ello. Si lo ha hecho, ha sido sin darse cuenta. Te adora. Te lo repito. Y Jonás… bueno, tiene 15 años. Está en esa edad en que a todos nos han sobrado los cariñitos. Para él de todas formas, aunque le habéis cuidado entre los dos, le habéis querido, pero nunca ha podido penetrar en esa complicidad que tenéis Manu y tú. Quizás por eso ha sido más desapegado. Pero Jonás, siempre ha ido a vosotros para que le ayudarais. Y te quiere como a si mismo. Esas cosas que dice, a lo mejor es que está dudando de lo que él mismo es. Y… muestra su confusión con esas expresiones…

Ricardo se incorporó un poco y se giró, para mirar a su padre…

– Papá… Jaime es importante para mí…

– Hijo, por eso quiero que venga. Porque si es importante para ti, es importante para tu madre y para mí. Y porque hoy quiero que todos los que son importantes para cualquiera de nosotros, pase el día celebrando nuestras bodas de plata. Por eso me gustaría que le llamaras, y que le invitaras. Va a venir Diana, y van a venir Juanjo y Fernando, los amigos de Jonás. Quisiera que hubiera venido también Joan, pero tampoco quisiste invitarle. Es tu mejor amigo… llámales a los dos, anda. Quiero mostrar orgulloso a los amigos y novio de mi hijo mayor. No voy a permitir que Manu venga con su chica, Jonás con sus amigos, y tú no vengas con tu mejor amigo, y tu chico especial.

– Pero…

– Venga, anda. Y además, a Manu le gusta Jaime.

– Pero Joan no.

– Bueno, pues que le den por lo de Joan. A mí no me gusta esa Diana, y no digo nada.

– ¿No te gusta?

– No. Es boba.

– A mí tampoco… pero no se lo digas…

Alberto le sonrió.

– No se lo diré, si llamas a Jaime.

Ricardo agachó la cabeza. Alargó el brazo para coger su móvil, que lo tenía en la mesilla. Su padre se levantó, y salió de la habitación. Allí se encontró con Manu, que tenía también los ojos humedecidos, y tenía cara de tristeza. Su padre le abrazó… y le besó en la cabeza. Jonás asomaba tímidamente su cabeza por la puerta de su habitación. Se le notaba desorientado. Su madre apareció por el otro lado del pasillo. Le abrazó por detrás, y le dio un beso en la mejilla.

– Anda, Jonás, prepárate. Tienes que ducharte y vestirte y todo.

– Jaime, hola… no, no, no seas tonto, no he acabado… jajajajajaja… oye… que te quería pedir un favor… ya sé que es un poco precipitado… ¿Podrías acompañarme a las bodas de plata de mis padres?… Sí, sí, a todo. Incluida la comida.. y la misa… sí… no seas tonto… que…

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Capítulo 25:

– ¿De verdad hubieras follado conmigo esta noche?

– Carlos se le quedó mirando antes de contestar.

– Sí. Eres morboso.

– Todavía lo podríamos hacer.

– No creo que ahora ya…

– Diego bajó un poco la mirada. No quería que Carlos le viera su cara de decepción.

– Se quedaron en silencio.

– Claro, ahora a la luz del día, y habrá alguien con quien hayas quedado esta tarde para follar, que esté más bueno que yo

– No, no es eso.

– ¿Entonces que es? Tú creo que eres de los que follan todos los días con alguien distinto. ¿Eres de los que solo lo hacen con hombres perfectos? – no se pudo contener y lo soltó.

– No, a ver… – Carlos de repente se acordó de Ricardo… se acordó de Fernando, de Rodrigo… y de Gregorio… y de Felipe… y al final se acordó de Fermín, y el estómago que se le había tranquilizado un poco con el desayuno que se estaba tomando, se le volvió a revolver – es largo de explicar…

– Tengo todo el día.

Diego se le quedó mirando con los brazos cruzados. Carlos bajó la mirada. Pensaba en el maldito minuto en que decidió bajar a ver a su amiga al Plaza Nueva…pensó que al menos solo le quedaba ese día para que acabara esta semana horribilis, pensó en que… en que se estaba equivocando en todo. No le gustó esta reflexión.

– ¿Y por qué no te comes un rosco Diego?

– Estaba preguntando yo.

– No me suelo confesar con cualquiera. Te he conocido hace media hora saliendo en pelotas de la ducha, mientras yo estaba meando.

– ¿Alguna forma más íntima de conocerse?

– Conozco tu cuerpo, pero eso no es lo importante.

– ¿Me vas a decir que para ti el cuerpo no en lo importante para follar? ¿O para conocer a alguien?

– No no es eso… tenías razón antes. Soy muy especial para buscar un polvo. No me han faltado, no me puedo quejar, pero tengo muchos cadáveres en el armario. Pero esto es distinto. Quieres que te cuente mis más íntimos secretos. Eso no lo hago ni con mis amigos.

– Entonces es que no tienes amigos.

Otra vez Carlos se quedó pensando. Esta conversación le estaba empezando a joder sobremanera. Este Diego iba de listo. Un gordo seboso que pregunta con puñetazos al estómago. Un gilipollas sabiondo.

– Me ibas a contar lo de tu amigo Juancar.

– No es mi amigo.

– Vives con él. ¿No te ha follado a ti? Durmiendo en la habitación de al lado, no necesitaría ni somníferos.

– No soy de su tipo. Estoy gordo. ¿No ves?

– Eres guapo.

– Eso no importa. Tú ya has cambiado de opinión. Ya no quieres follarme.

– Si tanto interés tienes, follamos.

– NO quiero obras de caridad.

– ¿Me cuentas de une puta vez esas insinuaciones que me has hecho en el ascensor?

– No recuerdo. Tu no respondes a nada de lo que te pregunto. No sé por qué…

– Pues mira tío, porque tú me preguntas por mis intimidades, por mis sentimientos, y yo te pregunto por el imbécil con el que vives, que me ha sedado, y… miente como un bellaco sobre lo que ha pasado esta noche.

– Me la suda.

– Eres gilipollas. No me extraña que no tengas amigos y que no folles ni a la de tres.

– Tienes razón. Soy gilipollas y no follo ni a la de tres.

– Qué imbécil eres. No tengo ganas de gilipolladas. ¡Que te den!

– Carlos se levantó de repente, le enseñó el dedo anular a Diego, y se dio la vuelta para irse.

Diego se le quedó mirando con expresión indefinida. Su cabeza estaba a punto de estallar. Sus frustraciones, sus miedos, todos se agolpaban de pronto en su cabeza… esa frase de Carlos hacía unos minutos de que hubiera follado con él, y su rectificación de ahora…

– Juancar te va a hacer chantaje.

Carlos se paró en seco. Se giró poco a poco mientras procesaba la información que le había dado Diego.

– ¿Chantaje?

– Enviará una foto tuya desnudo abrazado a él, a alguien de tu entorno. A algún amigo tuyo.

– ¿Y qué quiere conseguir?

– Que vengas como un corderito a que te folle unas cuantas veces. A que hagas todas las guarradas que se le ocurran. Te amenazará con enviarle las fotos a tu novio.

– Pero yo no tengo novio.

– Pues él piensa que lo tienes. O quizás no lo tengas, pero a lo mejor estás detrás de alguien.

– Joan…

– ¿Ves?

– Pero no hay nada entre él y yo, y creo que no lo habrá. Me lo dejó claro el otro día. No me dijo eso exactamente… pero… era claro que me insinuaba que ni follar con él…

– Pues que se las envíe. Me la suda. No hay ni habrá nada.Tus fotos en pelotas circularán por ahí… tu mismo.

– Pues ahí lo tienes. Alguien recibirá una foto tuya, para que te lo diga antes de que se las envíe al Joan ese.

Carlos meditaba las consecuencias. Le daba lo mismo, en realidad No tenía nada con nadie, su desnudo era bonito, él lo sabía, su miembro era la envidia de muchos, lo sabía también… ¿Sus amigos? No tenía amigos… aunque a Joan quisiera… quisiera acabar con él como amigo… no creía que pudiera aspirar a nada más… pero Joan le importaba, y los amigos de Joan también… pensó en Ricardo, en su experiencia pasada con él, y como aunque discutieron mucho el viernes anterior, al final parecía incluso que pudieran ser amigos… era buena gente ese Ricardo, se había portado como una mierda con él…

– ¿Y qué propones que haga?

– Ni zorra. Yo creo que algunos han pagado en lugar de acostarse.

– ¿Pagar? No tengo un chavo.

– ¿Y si le pego una paliza?

– Tiene algún cómplice. Las fotos llegarían a su destino.

Sonó el teléfono de Carlos: un mensaje.

– Joder – dijo Carlos al leerlo – Creo que ya es tarde.

– Lo siento. ¿Quién era?

– Un… bueno, un amigo. Quiere verme esta tarde con urgencia.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Ni puta idea. Me duele la cabeza… el estómago… ni puta idea. No puedo pensar… ¡¡Hostias!!

Carlos se derrumbó en la silla. Todo lo que estos días estaba construyendo, se hacía pedazos. Más escombros sobre la ruina que era él.

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Capítulo 26:

Levantó la cabeza.

Despacio.

Era como si un martillo golpeara duramente sobre ella… una y otra vez…

Intentó abrir los ojos, pero un simple rayo de sol que se colaba por una rendija de la persiana, hizo que se quedara completamente deslumbrado, y que la cabeza pareciera que le iba a estallar.

Pensó en el aparador… no quedaba nada sobre él. Le hubiera gustado barrer con su brazo su superficie, pero todavía no le había dado tiempo a restituir el montón de frascos y fotos que, hacía solo unas horas había estrellado contra el suelo, haciéndolas añicos.

Estaba tan desorientado que ni siquiera sabía si estaba en la cama o en el suelo. Poco a poco fue palpando, y procesando esa información. Estaba en el suelo, aunque las piernas levantadas le hacía pensar que ellas sí estaban apoyadas en la cama. Empezó a ser consciente de que hacía frío. Se tocó el cuerpo… estaba desnudo.

Intentó recordar lo que había pasado la noche anterior. Era todo muy oscuro, confuso. Recordaba haber salido enfadado de casa. Recordaba el haber tirado todo lo que había sobre el aparador. Recordaba el haber entrado en varios garitos. Recordaba el primer whisky, el segundo, el tercero. Recordaba haber entrado a un chico rubio estupendo. A otro chico feo, pero que aparentaba tener unos pezones impresionantes que morder. Recordaba haber intentado ligar con el camarero del Coraçao, pero uno que salió de no se sabe muy bien donde, casi le muele a palos. Debía ser su novio o algo así.

A partir de ahí, todo es confusión. Todo es de color negro.

Recuerda haber bailado. Mucho. Como si le fuera la vida en ello. Bailó en el anterior garito al Coraçao, y en el posterior.

Bebió. Los whiskys del principio, los recordaba. Después, como tenía sed, los cambió por ginebra con algo. ¿O fue vodka?

Recuerda la música. House total, pastillero. De ese que tiene los mismos efectos que el speed, o cualquier otra pastilla de esas. Sus brazos levantados al cielo… la gente alrededor mirándole, unos con lástima, otros sonriendo, otros con cierta envidia por su desinhibición… volvió a intentar ligar con un chico… pero también le dijo que no… él insistió… y le tiró su vaso a la cara… era Red Bull con algo… un asco…

Fermín intentó levantarse. Para ello, primero bajó las piernas de la cama. Eso le causó tantos dolores en todo el cuerpo que tuvo que coger fuerzas durante un buen rato, sin moverse. Notó su culo caliente… le recordaba cuando su padre le daba una azotaina. Ahora que… ese recuerdo le trajo otro, más reciente, de la noche anterior. Ese hombre azotándole el culo con un cinturón… el colocado de rodillas, frente al espejo, mirándose la cara cada vez que le golpeaba con el cinturón, borracho perdido… mirándose los gestos de dolor… mirándose los ojos, y viendo en ellos a Gervasio, riéndose a carcajadas de él, de su abandono, de su sumisión…

Lo siguiente en su intención de ponerse de pie, fue doblar un poco sus piernas. Eso le llevó otra vez un buen rato. No podía… cada vez que intentaba doblar las piernas, la piel del culo y de la parte alta de los muslos respondían con latigazos de dolor… era como si intentara estirarla, sin ser nada flexible… como si se fuera a romper en cualquier instante.

Paró de nuevo, sin conseguir doblarlas como quería para poder arrodillarse y poder acabar levantándose. Tenía que recuperar un poco el resuello. Tenía que coger fuerzas para soportar el dolor que preveía que le iba a producir los siguientes movimientos.

Mientras apoyaba la frente en el suelo, entre nieblas recordó como había sonado el timbre. Cómo ese hombre del que ahora mismo no recordaba ni el nombre, fue al telefonillo del portero automático y contestó. Pero nadie habló desde abajo. Recordaba Fermín que eso le costó una patada al pasar ese hombre… (José Luis… ahora se acordaba) camino del servicio que había en su habitación.

Otra vez esa música… otra vez Alaska cantando “A quién le importa”. Otra vez Mecano, cantando “Hoy no me puedo levantar”. Otra vez el DJ jugando hasta la extenuación con los efectos… otra vez la cabeza martilleándole…

José Luis se le acercó mientras bailaba. No recordaba el garito en el que estaba… se le acercó decidido. Le cogió de la cintura, y bailó con él. Pegando sus cinturas, sus paquetes, pero separando el tórax. Se recordaba así mismo con su sonrisa de borracho, con su mirada perdida, dando vueltas a esa pequeña pista de baile de ese pub cualquiera… la gente alrededor apartándose… y ese momento en que ese tipo, José Luis, le atrajo hacía él, con decisión… y le comió la boca… literalmente. No solo le metía la lengua hasta lo más profundo, sino que me mordía el labio, la lengua, le restregaba su barba de 4 días por toda su cara… la notaba irritada…

Llegaron a casa… le tiró al suelo, le rompió la ropa… se tiró sobre él… Intentó apartarlo, pero fue en vano. No tenía fuerzas para oponerse. Recordó ese momento en que le fue atando los brazos y las piernas a la cama, y le puso en forma de x. Recordó cuando cogió una cuerda y le fue atando los huevos, como si fuera una faja que se ponían las señoras antiguamente. Como con otra cuerda le fue rodeando su miembro, lo cual impedía que se excitara. Recordó el primer cuerazo. Recordó como le suplicó… recordó su primera lágrima… su última súplica.

Fermín empezó a llorar. Desnudo, a medio camino entre estirado y encogido, buscando la forma de levantarse y llegar al servicio…

Por la necesidad de protegerse, de encogerse, de hacerse lo más pequeñito posible, para poder meterse otra vez en el vientre de su madre, para estar protegido, para no sufrir más por amor, por desesperación, por la soledad… no sintió ya los dolores atroces que le producían las cicatrices que José Luis le había producido. Ni el dolor de su ano, por la salvaje penetración que le hizo… eso sí, le había lamido el ano, como nadie se lo había hecho hasta ese día… quizás Joan… pero esa rudeza… Le había dado un toque distinto…

Llamaron a la puerta.

Era Jaime.

Intentó gritarle… pero algo se lo impidió…

– ¡Fermín, ábreme la puerta!

Intentó arrastrarse hacia la puerta…

– ¿Fermín?

Apenas consiguió arrastrarse unos milímetros.

– ¿Estás bien?

Intentó gritarle que le ayudara…

– ¡Fermín!

Un sollozo ahogó completamente su voz.

– Fermín no seas bobo, ábreme. Sé que estás ahí.

Su orgullo le impedía decir nada… Su vergüenza le impedía pedir ayuda a Jaime, o a cualquiera de sus otros amigos… si es que le quedaban amigos… Antes morir que Jaime le viera en ese estado. Le pondría en un compromiso además… Jaime con lo mojigato que era, y el poco mundo que había visto… si le abría la puerta y le encontraba desnudo, amoratado… el único hombre virgen de España… enfrentado con su culo chorreando sangre… por un acto de sexo brutal… Fermín se echó a reír… al menos hizo un amago de reírse… pero rápidamente se transformó en otro llanto… por mucho que lo intentara… para él Jaime podría ser todo lo patético que podía ser un hombre de veintitantos años, pero ahora mismo… le daba vergüenza que le viera así… un despojo humano…

– Me voy Fermín, si quieres algo, me llamas.

Espera sentado que te llame, mojigato, imbécil y estúpido Vete con tus nuevos amiguitos – se dijo Fermín en voz casi inaudible…

Esperó a oír como Jaime bajaba las escaleras.

Oyó como le llamaban por teléfono… pero no pudo escuchar lo que hablaban.

Siguió sin apenas moverse, sin casi respirar, para no hacer ruido, por si había vuelto y le podía oír…

Al cabo de 10 minutos… empezó a moverse otra vez…

Cada movimiento que hacía le provocaba dolores inauditos.

Cada movimiento iba seguido de intensos jadeos, para recuperar el aliento. De los jadeos pasó a algún que otro grito. Y cuando consiguió ponerse de rodillas, doblado completamente sobre sí mismo, se permitió un grito de rabia.

Ni el José Luis ese, ni el Gervasio de los cojones, con su mujercita y sus hijos, iban a poder con él. Ni siquiera Jaime y esa pandilla de gilipollas que algún día fueron sus amigos.

Que les dieran a todos por el culo.

¡Gilipollas!

¡Hijos de la gran puta!

De Fermín no se iba a reír ni Dios.

Estuvo en esa posición al menos media hora. Fue el tiempo que tardó en recuperar un poco de fuerzas, y de tener valor para afrontar los dolores que el resto del camino hacia el cuarto de baño le iba a producir.

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Capítulo 27:

Jaime estaba como loco buscando algo que ponerse.

Desde que recibiera la llamada de Ricardo, conminándole a que se presentara en la iglesia donde sus padres iban a celebrar sus 25 años, estaba en un sin vivir.

Primero intentó quitarse el muerto de encima. Que no, que si planes, que si… pero como ya le había confesado a Ricardo que esa mañana no iba a hacer nada, porque se había olvidado de que Ricardo tenía esa celebración, y había pensado pasarla con él… ninguna de esas excusas baratas que se buscó a toda prisa, servirían para algo más que llenar el cubo de la basura.

Luego empezó con que no tenía nada que ponerse… pero no coló… porque Ricardo le había visto el montón de trajes que tenía en su armario. Porque Jaime otra cosa no tendría en el armario, pero trajes… y camisas… y corbatas a juego…

Pero es que la idea de enfrentarse a los padres de Ricardo, y al hermano pequeño… le aterraba. Ya tenía bastante con el otro, que en ese momento ni se acordaba de cómo se llamaba. Y eso que le había caído bien. Menos mal que había sido así, encontrarse con él por un pasillo de la Universidad, y recibir su mirada… si cayéndole bien parecía que decía “Cuidadín Jaimito, que si le haces algo a mi hermano, te rebanaré el cuello, después de hacer lo mismo con tu polla” Porque el hermano de Ricardo era más de decir polla, ó picha, que pene o miembro viril. Y Jaime en esos momentos se le imaginaba con un cuchillo, mirándole fijamente y diciéndole: “Pórtate bien, que si no… “

Además, pensaba, era demasiado pronto para ir a un acto familiar, como la pareja de Ricardo… ¡Si se acababan de conocer! ¡Si ni siquiera habían follado!

No, no, bueno, eso no se lo podía decir a su madre, por favor… o sí, a lo mejor la tranquilizaba… o no, a lo mejor le hacía pensar que si era impotente, con lo rápidas que iban las cosas hoy en día, seguro que su madre estaba al cabo de la calle de esas cosas… O a lo mejor pensaba su padre que se estaba aprovechando de su hijo, y cogía el mismo cuchillo que…  ¿Dónde estaba el jodido traje gris marengo que se había comprado apenas hacía unos días?

“Tranquilo Jaime… respira hondo”.

Por favor, si no se había ni afeitado esa mañana…

“¿Es la puerta?”

“Joder están llamando a la  puerta”

No, no… no estaba para recibir a nadie… no, no. Para nada. No abriría… no, no. Que viniera en otro momento…

Vuelven a llamar insistentemente.

“¿Y si es Fermín?”

Recordaba haberle dicho que si necesitaba algo… pero no… no podía venir en ese momento. Todo había cambiado desde que en la escalera le había llamado el Ricardo ese por el que empezaba a perder la cabeza, y le había dicho que le esperaba en una hora y poco en la puerta de la Iglesia para presentarle a sus padres, a su otro hermano, y al resto de la familia, como su chico… su pareja… su novio… ¡novio! ¡NOVIO! ¿Y en que iglesia había dicho que era la ceremonia?

“¿Qué hora es?”

“¡Agggggggggggggggggggg!”

Vuelve a sonar el timbre…

– Joder, pesado que ya voy, que estaba cagando.

Glups, que había dicho… joder, él no era así hasta… hasta… hasta hacía 10 minutos. Las influencias de Ricardo… pero si él se enfrentaba a 200 alumnos todos los días, a 200 fieras que apenas tenían un par de años menos que él, y algunos ni eso… y ahora se ponía histérico por conocer a un par de señores respetables que iban a casarse de nuevo, después de 25 años…

Otra vez el timbre.

– Que ya te he oído, coño, pero no estoy… huy… Joan…

– Vengo a ayudarte con el traje, y a llevarte arrastras a la iglesia.

– No, no hace falta… ¿NO se cree Ricardo que vaya a ir?

– No, más bien está convencido de que vas a echar a correr en dirección contraria.

– Qué falta de confianza en uno, por favor. ¿Habrá algún tren para las Maldivas que salga en 10 minutos? ¿Tú crees que llegaré a tiempo de cogerlo?

Jaime le miraba suplicante a Joan, esperando que le cubriera, esperando que le dijera que sí, que llegaría a tiempo, que había ese tren, no ya para las Maldivas, sino para el polo sur, que creía que estaba más lejos, o no, pero le daba igual, el caso es que fuera sinónimo de lejos, de un sitio inalcanzable… con algo donde esconderse, donde evitar que Ricardo o su madre le encontrara, o ese hermano pequeño que tenía que ser un diablo vestido de adolescente de 14 años. ¿O era 15? ¡qué más daba!

– Joan, ¿estás seguro que Diego no tiene un cuchillo para rebanarme los testículos si no estoy a la altura?

Joan se echó a reír.

– ¿Y quién es Diego?

– El hermano siguiente, el que conozco yo…

– Se llama Manuel.

– Pues Manuel, qué más da a buen entendedor….

– ¿Por qué no te afeitas Jaime?

– ¿Afeitarme? ¿No colará así?

– No, porque entonces a lo mejor si es verdad que su madre coge el cuchillo de la cocina y te afeita ella misma, odia las barbas.

– ¡Ay madre! Voy, vale, me has convencido – y salió corriendo camino del servicio, aunque volvió con la misma prisa – no se que ponerme Joan, no tengo ropa, no debería ir a ese sitio… no, no… sí…

– Vete a afeitarte, anda, y después te metes en la ducha. No me obligues a meterme contigo en ella…

– Sisisisis, y me besas, yo le llamo a Ricardo diciéndole que me he besado contigo, y que lo dejamos, y que perdón… ¿Su madre maneja bien el cuchillo? ¡Ay madre! Pero que he hecho yo para merecer esto. No me hablo con mis padres y voy a conocer a los de mi novio. ¡Mi novio! Pero si no he hecho la pedida, si nos acabamos de conocer, si no hemos consumado… nonononono… yo creo que debería irme a Chile, un gran  país, o a Argentina… ay madre…

Joan le empujó sonriéndose, hacia el servicio. Levantó la tapa y le sentó en la taza.

– ¡Caga! ¿No decías que tenías ganas?

– Pero espera al menos que me quite el calzoncillo.

– Estás en pelotas.-

– ¿En pelotas? Huy…  – Jaime se quedó pensando un minuto… y de repente entendió la cara de estupor que había puesto la vecina del 5, que bajaba por las escaleras cuando abrió a Joan.

Joan aprovechó esos segundo de abatimiento de Jaime, para salir e ir al armario para elegir un traje. Aunque era casi más práctico mirar por las sillas de toda la casa, o por la cama… casi todo el armario estaba desparramado por toda la casa.

– Ya he elegido el traje. Y la camisa – dijo al cabo de 10 minutos – Espero que ya estés bajo la ducha, aunque no oigo el agua… Jaime, o te metes en la ducha, o me desnudo y te meto yo. Y se lo cuento a Manuel para que saque la navaja…

– Vale, vale, tampoco hace falta ponerse violento, vamos digo yo, estoy echándome un poco de after-shave, para estar más suavito, no quiero pinchar a la madre de Ricardo… ¿sabes como se llama?

– Se llama “la madre de Ricardo” fundamentalmente. Ni zorra. He estado alguna vez con ella, pero no se me ha ocurrido preguntarle. Y como siempre habla de su madre…

– No te pregunto entonces por su padre.

– “El padre de Ricardo”.

– Y el hermano pequeño, será “El peque de Ricardo”, como si lo estuviera viendo.

– Hugo, creo que se llama Hugo.

Joan se quedó pensando…

– Pues a lo mejor no era Hugo… ni zorra de como se llama… visto mi éxito con Manuel, que a mí si que rebanaría sin ningún tipo de duda ni remordimiento, pues como que no he intentando hacerme amigo del resto de la familia. A parte que Ricardo tampoco ha propiciado que confraternice con ellos. Es curioso ahora que lo pienso.

Jaime asomó la cabeza por la puerta del servicio, que había entreabierto.

– ¿Tiene problemas en casa? No me ha dicho nada, yo tenía la impresión…

– Y es la impresión verdadera. No tiene problemas en casa, que yo sepa. Pero me he puesto a pensar y siempre le he oído que tal día habían ido a comer los amigos de alguno de sus hermanos, o la novia de Manuel… pero Ricardo nunca me ha llevado a comer, y rara vez he estado en su casa…

– Así que casi vas a conocer a la familia hoy…  como yo.

– Pues no tanto, pero lo que se dice compartir una fiesta o velada con ellos… sip.

– Vaya… ¿Y no estás nervioso? Eres su mejor amigo…

– Pues sí lo estoy. Pero estaba disimulando bien, pero estás consiguiendo que me ponga histérico como tú… así que dúchate de una puta vez, y nos vamos, que encima llegamos tarde.

Jaime se quedó mirándole.

– ¡Vamos!

– Voy, voy… no tardo nada…

– Frota bien el culo, por si acaso.

Jaime salió escopetado una vez más del cuarto de baño…

– ¿Qué has querido decir? No… a mí no me hace gracia – Joan se estaba riendo a carcajadas sentado en una de las butacas del Salón.

– Que te duches coño… ¡Hombres! Mejor cerdos, que no tienen problemas cuando les comes el rabo.

Jaime se quedó mirándole mientras pensaba la frase. Mientras pensaba su anterior recomendación. Joan miraba. Sonreía. De repente dieron los cuartos en el reloj de pared.

– Jaime, o te acabas de preparar, o te dejo aquí solo…

Quince minutos después, Jaime estaba completamente vestido, y acabando de colocar bien el nudo de la corbata. Joan se le acercó por detrás, y le dio el Ok a través del espejo. Aprovechó para darle un beso en la mejilla.

– Estás guapísimo Jaime. Cada vez me arrepiento más de haberme ido de aquella forma de aquí.

– Gracias – Jaime le sonreía a través del espejo – No te lo había dicho antes… pero hoy estás especialmente arrebatador.

Joan se le quedó mirando.

Los dos cruzaron las miradas.

Apenas se tocaban, salvo en la imagen que reflejaba el espejo.

A Joan… cada vez le gustaba más Jaime.

A Jaime… siempre le había gustado Joan.

Y emprendieron una conversación sin palabras. Con el espejo de testigo.

______

Capítulo 28.

Carlos se había ido hacía ya un rato. Diego se quedó en la taberna. Sacó un libro de su mochila, y se puso a leer.

Solo fue un intento, porque no conseguía concentrarse. Al final lo cerró de un golpe, y lo dejó sobre la mesa.

Pensaba en Carlos. En como le gustó solo verlo en brazos de Juancar, cuando lo llevó a casa al hombro, como un saco, después de darle el somnífero que suele utilizar con sus víctimas. Se quedó mirando las curvas de su culo, en lo alto, con esos Unno en todo su esplendor, porque los pantalones se le habían caído más de la cuenta.

Él se había levantado para ir al servicio. No había salido esa noche, porque tenía que estudiar. Esa era la disculpa que se daba a sí mismo para engañarse. En realidad no tenía con quien salir. Al menos no tenía gente con la que salir y que le gustara, o que al menos estuviera a gusto. Pero a veces la realidad, aunque la conozcas perfectamente, es dura, y conviene engañarte un poco, para sobrellevarla mejor. Así, además en caso de preguntarte los demás, tienes la excusa como más asumida, y cuando la dices, suena como a verdad, lo que te hace quedar mejor ante los demás. Es patético decir a los que te preguntan, que no tienes gente con la que salir, gente que te haga sentir bien. Algunos te pueden ofrecer el salir con ellos, pero salir con alguien porque das pena, eso sí que… eso es peor que la muerte.

Pero no, no estudió. No tenía el qué. Como su vida social era inexistente, llevaba todo preparado al máximo. Los exámenes los tenía para 10. Eran exámenes parciales, además, que tampoco eran importantes. Tenía algunos antes de Navidades, y algunos al volver, a parte de los trabajos, y demás. Esto del plan Bolonia era un pringue, pero a él casi le venía mejor, le hacía parece menos patético, ya que siempre tenía justificación para no salir.

Ese culo… se había quedado mirando como su compañero de piso desnudaba a Carlos. Joder, cuando le vio encima el aparato. Nunca había visto algo igual, aunque tampoco es que hubiera visto muchos. Y… esa cara… vamos que le gustó enterito. Lo que hubiera dado por estar en el lugar de Juan Carlos, y desnudarle él, y tocarle él…

– ¡Ospe! Tío. Y chitón si sabes lo que te conviene.

Juancar se había dado cuenta de que estaba en la puerta. No le quedó más remedio que irse a su cuarto. En lugar de seguir durmiendo, aprovechó que tenía la visión reciente, y, sirviéndose de inspiración, se acarició a si mismo, hasta caer exhausto entre gemidos de placer. Gemidos quedos, para no dar pistas a Juan Carlos.

Tampoco había sido completamente sincero con Carlos respecto a lo de irse del piso. La verdad es que le echaban de él. Sobraba. Diego tenía la teoría de que Juan Carlos quería haberle sacado partido, o que entrara en el juego con él, para sus artimañas. Por eso sabía más de la cuenta al respecto. Porque había intentado que se convirtiera en su socio. Juan Carlos pensó que al ser un solitario y no ser atractivo, Diego iba a estar encantado de meterse en la banda, por tener algo de vida social. Pero Diego podía estar desesperado, que a veces lo estaba y mucho, pero no pasaba por ello. Eso le hubiera hecho sentirse el más abyecto de los despojos humanos. Podía sobrarle 20 kilos para ser atractivo, ser consciente de que no atraería a nadie con su apocamiento, con sus complejos, pero prefería eso a sentirse una escoria humana, que es lo que consideraba a sus compañeros de piso. Porque las chicas eran las cómplices del otro. No sabía cual era el trato, pero el caso es que eran ellas las que marcaban a las presas. Porque eso es lo que eran, presas.

Y ahí estaba Diego, pensando en dónde dormiría esa noche, porque era hoy el día en que Juan Carlos le había dado de plazo para dejar el piso. Tenía casi las maletas hechas, pero… no tenía dónde llevarlas. Esa mañana, al acabar con Carlos tomando un café, pensó que a lo mejor podía haberle dado alguna solución, o incluso le podía haber ofrecido un lugar en su piso… pero ni siquiera se atrevió a pedírselo. Tampoco la conversación había ayudado mucho.

Hablando con Carlos, había sentido que ese chico, no era de los que hacían sentirse bien a los que estaban con él. Casi llegó a pensar por un momento en que las tretas de Juan Carlos, en este caso, podían servir de contraprestación a otros, a los que Carlos hubiera utilizado antes. De otra forma, eso sí. Pero al final acaban todos heridos de alguna forma. Aunque por otro lado, pensó que también había algo en él, que era bueno. Como si hubiera sufrido, como si su vida en algunos aspectos, o en algunas épocas, hubieran sido complicadas. Por un lado, le veía como alguien que se aprovechaba de la gente, que follaba sin tener en cuenta los sentimientos de sus parejas ocasionales, y por otro, de ser capaz de pillarse por alguien, casi siempre de la persona menos indicada.

Y de ese chico complejo, es del que se había pillado.

Un Unno en lo alto de un hombro, paseándose por el pasillo de su casa, una paja a su salud, una meada en compañía, un café con aspirinas, y Diego ya se había sentido pillado por él.

– Lo que hace la desesperación, Diego – murmuró para sí.

Era su frase preferida para dedicársela a sí mismo. De vez en cuando además, le gustaba decírsela en voz alta. Escucharla, le hacía sentirse un poco más patético. Y en el fondo, Diego estaba empezando a disfrutar de su patetismo. Su mirada se encontró con su reflejo en un espejo que había en una de las paredes del bar. De lateral. Vio sus muslos gordos, su estómago prominente… su cara de palurdo, pensó. Casi le dieron arcadas.

El sonido de su teléfono rompió estos pensamiento tan masoquistas. Miró la pantalla, arrugó el ceño.

– Dime Juan

– ¿Qué coño te has tenido que ir con ese a tomar nada?

– ¿Qué?

– No te hagas el tonto conmigo, que ya sé que lo eres. Que qué le has dicho a ese imbécil.

– No le he dicho nada.

– Más te vale, gilipollas, porque si no te parto esa cara deforme de gorda que tienes. Y ya estás sacando tu mierda de esta casa. A las 6, como no hayas sacado todo, te lo tiro por la escalera.

– Juancar, no… me dijiste el otro día que me darías…

– Una mierda. Habértelo pensado antes de irte con ese a tomar nada. Que no te le vas a follar nunca, a ver si te enteras. Que nunca se van a fijar en ti, y menos gente de esa calaña. Encima te hago un favor, porque ese tío no es buena gente. Pero como eres gilipollas, le viste ayer la polla, y te la has cascado esta noche pensando en él. Eres patético.

– Oye, no te pases que…

– ¿Qué? ¿Qué? ¿Me estás amenazando? Mecagüen tos tus muertos… todavía te parto esa jeta que tienes…. imbécil. Las seis de la tarde. Todo fuera. Y mejor es que no te hayas ido de la lengua, porque si no… te parto tu puta cara.

– Oye, que no le he dicho nada, y… ¡me ha colgado! Será…

Diego se quedó mirando el teléfono. ¿Qué iba a hacer? Buscaría una pensión para un par de noches, mientras buscaba un piso, o algo. Sus padres se iban a enfadar si se enteran… lo habían dejado todo en sus manos, como prueba de confianza. Y de momento, todo iba rematadamente mal.

Y encima esos últimos meses, se había gastado un dineral en intentar hacer amigos. Le quedaban pocos recursos para el resto del año. No quería ni pensar en tener que llamar a su madre para pedirla dinero. Sería otra humillación, otro fracaso.

Se levantó, y se acercó a la barra. Se pidió un Vermouth Rojo. Con gotitas de ginebra. Quizás el hombre Martini, le inspirara alguna solución, mientras andaba con patines por sus venas, en forma de alcohol.

– A tu salud, gilipollas.

Él, Diego, brindando con su reflejo, Diego también. “Joder, Carlos, ¿Por qué no te puedes parar un momento y mirarme siquiera un poquito?”

_______

Capítulo 29:

– Ger, se me ha olvidado coger los potitos de las niñas, ¿subes a por ellos?

– Vete andando, ahora bajo.

Rosa cogió a sus hijas de la mano, y se fue camino del Paseo Marítimo. Hoy no llovía y había que aprovechar para que las niñas jugaran en la calle un poco. Llevaban casi 10 días sin que parara de caer agua.

Gervasio volvió, y subió a casa. Aprovechó que su mujer estaba con las niñas en la calle para conectarse a Internet y ver sus correos. Ander. Tenía correo de Ander. Se verían el lunes, cuando Gervasio fuera a Logroño. Pasarían la noche juntos. Tenía también correo de Tomás. Le contestó que no iba a ir a Palencia hasta la semana siguiente. Que le avisaba. También tenía correo de Fermín. 5. Los borró sin leerlos.

Buscó la dirección de Javier. Quería recordarle que se verían el miércoles. Un chico de Santander le había mandado un mensaje al perfil de la página de contactos. Fue a visitarlo. Parecía interesante. Luego le contestaría.

– ¿Qué haces?

Gervasio se sobresaltó. Miró hacia atrás. Se encontró con su mujer que le miraba con una expresión entre la pena y el desengaño.

– ¿Y las niñas?

¿De verdad te preocupan las niñas? ¿De verdad te preocupo yo?

– Rosa, no sé a que viene eso… yo…

– Tranquilo, las niñas están con tus padres.

– ¿Mis padres? No entiendo…

Rosa se dio la vuelta y salió de la habitación que hacía las veces de cuarto de estar. Gervasio cerro la tapa del portátil, y la siguió. No entendía el comportamiento de su mujer, pero estaba intranquilo. No sabía lo que había podido ver.

– Perdona, me he acordado que tenía correos del trabajo sin contestar…

Rosa no le dejó acabar.

– No me tomes por tonta.

– No te entiendo, Rosa. ¿Qué te pasa?

Rosa se fue al Salón y se sentó en una de las butacas. Gervasio intentó acercarse a ella y cogerla la mano… pero Rosa rechazó el contacto.

Se quedaron en silencio. Gervasio a su lado mirándola. Ella con la mirada perdida.

Él se sentó al final en la butaca de enfrente. Esperó. Estaba nervioso. No dejaba de mover rítmicamente, arriba y abajo, la pierna izquierda. ¿Por qué habría decidido mirar su correo? ¿Qué habría visto ella?

– ¿Cuanto pensabas estar con este juego Ger?

– No sé a que te refieres, cari. Ya te he dicho que…

– Y yo te he dicho que no me tomes por tonta. Deja de hacerte el tonto, o de tomarme a mí por tonta.

– No sé a que te refieres, cari.

Gervasio intentó otra vez acercarse, pero ella le puso la mano en alto, para indicarle que no lo hiciera.

Volvió a sentarse en la butaca, cada vez más inquieto.

– ¿Por qué te casaste conmigo Ger?

– Porque te amaba, qué pregunta.

– ¿Me amabas? ¿Cómo me puedes amar si eres gay?

– Pero cari – e hizo amago de levantarse con cara de indignación, aunque el gesto de su mujer le convención de no acercarse a ella – ¿Cómo puedes pensar eso?

Ella se le quedó mirando con cara incrédula…

– ¿Qué como puedo pensar eso? Deja ya esa pose Gervasio, por favor.

– Cari..

– Que lo dejes ¡joder!

Rosa se levantó iracunda, y fue ella la que se acercó a la butaca de Gervasio. Iba inclinada hacia delante, con los ojos desorbitados.

– ¿Y Fermín? ¿Y Diego? ¿Y Ander? ¿Y Jesús? ¿Y Rubén? ¿Y Sergio? ¿Y Borja? ¿Y todos esos de los que ahora no recuerdo el nombre?

Rosa chillaba. Tenía su cara a escasos centímetros de su marido.

Gervasio tardó escasos segundos en reaccionar. Apartó de un empujón a su mujer y se levantó. Ahora era él el que chillaba.

– ¿Pero que te has creído zorra? ¿Te crees que lo sabes todo? Todos esos son personas con las que mantengo relaciones de trabajo ¿Pero quién te has creído que eres tú, zorra? ¿Me estás controlando? ¿Quién eres tú para echarme en cara nada? ¿Te crees que soy marica? ¿Y tú que eres, imbécil? Una deprimente hija de papá, sin vida ni sentimientos… me das asco, Rosa. Asco.

Gervasio le dio la espalda, y se alejó de ella.

– Hija de puta – iba diciendo mientras se alejaba.

Rosa fue a uno de los cajones del aparador que tenían en el Salón. Sacó un sobre. Lo tiró ruidosamente encima de la mesa.

– Mira esto.

Rosa se fue hacia la puerta de la calle, poniéndose otra vez el abrigo.

– Comeré con tus padres y las niñas. Cuando vuelva, sobre las 6, no quiero verte en casa – abrió la puerta, y salió.

– ¿Que pasa, vas a poner a mis padres en mi contra, puta? – se lanzó hacia la puerta – ¡¡Putaaaaaaaaaaa!! ¡Llamarme marica a mí, estúpida frígida!

Gervasio estuvo tentado de ir tras de ella, pero casi en la puerta, se lo pensó y volvió al salón.

Se sentó en el sofá, al lado de la mesa donde había tirado su mujer el sobre.

Se lo quedó mirando.

Pensó que serían las condiciones de la separación. Si quería separarse esa puta, iba a saber lo que es bueno, pensaba. Le iba a costar un pico a su padre.

Pero estaba intranquilo.

Lo cogió.

No estaba cerrado.

Lo abrió.

Había muchas fotos.

Él y Diego.

Él y Fermín.

Él y Ander.

Él y Joaquín.

Él y Javier.

En todas estaba besándose. O en la cama, abrazados.

Estaba sus perfiles en las tres páginas donde los tenían.

Estaban sus mails.

Se quedó mirando la pared.

La boca abierta.

La mente bullendo.

Cogió su teléfono.

Llamó a su mujer.

Una

Dos

A los veinte minutos se cansó.

Rosa no le contestaba.

______

Capítulo 30:

Un montón de gente. Los hombres con sus trajes, sus corbatas, sus abrigos largos. Las señoras, bien maquilladas, con sus vestidos especialmente elegidos para la ocasión. Abrigos también de ocasiones especiales. Jóvenes encorbatados y trajeados. Muchos parecían disfrazados. Los menos, parecían encontrarse cómodos con ellos.

Frío, pero sol.

Manu estaba con su chica en una esquina de la plaza. Miraba distraídamente a toda la gente que estaba delante de la iglesia. Diana intentaba que la hiciera caso. No lo consiguió. Al final se quedó con cara de fastidio mirando también a la gente.

Jonás estaba con sus amigos. Bromeaban y reían escandalosamente. Una pareja venía por la derecha. Se fue corriendo hacia ellos y les abrazó efusivamente. Eran sus tíos Pedro y Ana.

Ricardo estaba paseando nervioso a lo largo de la plaza. Miraba hacia el lado de la carretera, esperando que Joan y Jaime llegaran.

Se le acercaron unos señores. Les saludó distraído.

De repente un coche giró y entró en la plaza peatonal.

– ¡Vivan los novios!

Todos se fueron acercando al coche. Unos aplaudían, otros les vitoreaban.

Salieron Mati y Alberto.

Fueron saludando poco a poco a toda la gente que se les acercaba. Reían… se les notaba nerviosos, aunque habían prometido no hacerlo esta vez, pero como en el día de su boda primera, claramente lo iban a incumplir otra vez. Con un poco de suerte, de la mitad de las cosas, no se acordarían al día siguiente.

– ¡ Vivan los novios!

Era Jonás y sus amigos.

– ¡Vivan!

Aplausos.

Los hijos pequeños del tío Pepe, tiraron arroz.

– Ahora no, luego – les recriminó su madre.

Ricardo seguía mirando la carretera. Nervioso. Joan y Jaime no llegaban.

Mati buscó con la mirada a sus hijos. Se acercó a Jonás, para colocarle bien la ropa. “Este chico es un desastre vistiendo”, pensó. Diana aprovechó para acercarse y darla dos besos y saludarla como si ya fuera su nuera. Manu se quedó unos pasos atrás. La miraba como si no la conociera. Su madre le miró y se acercó a darle un beso.

– ¿Ricardo? – preguntó.

Manu dirigió la mirada hacia donde estaba su hermano. Su padre se estaba acercando a él. Le dio un beso, y le cogió de la mano hacia la Iglesia.

– No te preocupes, ya vendrán. Estarán eligiendo la ropa… ten en cuenta que les has avisado con poco tiempo.

– No vendrán, ya verás. No tenía que haberles llamado… no.

– No seas tonto. Vamos, que tienes que leer tu oración.

– Será mejor que la lea otro, papá, yo…

– Tú la vas a leer estupendamente, que para eso la has escrito. Vamos.

Y tiró de su hijo, cogiéndole de la mano, para llevarle hacia adentro. En ese momento, Jaime apareció corriendo por un lado de la plaza. Venía haciendo gestos de disculpa, abriendo los brazos… según se iba acercando a dónde estaba Ricardo con su padre.

– Perdón, perdón, pero es que soy un desastre, y no me gustaba nada la ropa, y me he puesto como un flan, y me ha entrado…

Ricardo le interrumpió dándole un beso en los labios, lo cual consiguió que Jaime se callara, y que se pusiera rojo como un tomate.

– Este es, mi padre, Alberto. – Se giró hacia su padre – Papá, este es Jaime.

Jaime le fue a dar la mano, pero Alberto le fue a dar un beso en la mejilla.. no se pusieron de acuerdo… la mano de Jaime no se encontró con la de Alberto, y los besos de éste no encontraron una mejilla dónde depositarlos… unas risas nerviosas… al segundo intento, las manos se encontraron, y los besos y los rostros también.

– Tenía ganas de conocerte, Jaime.

– No le voy a engañar, señor, pero hubiera preferido conocerle en otra ocasión, yo es que tanta gente…

– Ven, Jaime, te voy a presentar a mamá…

– Luego harás los honores, ahora debes venir a…

– Si no te importa, ya le voy presentando yo a la familia – era Manu que se había acercado.

– Sí… no… vale…- Ricardo dudaba, quería ser él el que lo presentara, pero no se le ocurría ninguna forma, si Jaime hubiera venido antes…

– Yo soy Diana, encantada, soy la novia de Manu, el hermano de tu novio. Que guay, nunca he conocido a unos gays emparejados…

– Diana, te llama Estela, vete a ver que quiere…

– Na, seguro que…

– Que te largues – Manu se puso serio.

– Ay chico, se nota que estás emocionado con las bodas de tus padres, y estás nervioso y … vale, vale, ya me voy, ¡Que cara! Estela… ¿Qué querías, maja?

– Mira, Jaime, este es mi hermano Jonás.

Jaime estiró la mano, pero Jonás se le acercó y le dio un beso en la mejilla. Manu se le quedó mirando extrañado, pero Jonás hizo como si su hermano no existiera.

– Guay, tenía ganas de conocerte. Estos dos no hacen más que hablar de ti.

– Espero que bien. – apenas le salió la voz a Jaime, se le había secado la boca completamente.

– Na, fatal. Te ponen a parir. Dicen que eres feo, cortado, y tal y cual. Manu de hecho dice que no te follaría ni por todo el oro del mundo.

– Bueno… casi que lo encuentro un alivio…

– Jonás, te estás pasando. Jaime no conoce tu facilidad para el sarcasmo y el sentido figurado.

– Así se va acostumbrando. Estos son mis colegas, Fernan y JJ. Juanjo, para los no allegados. Apretón de manos que estos si les da un beso un hombre, creen que se les contagia el virus del gusto por las pollas.

– Jonás…

– ¡Qué pasa! Soy así… no voy a engañar a nadie. Y menos a mi cuñado.

– ¡Hola! Debes de ser Jaime. Encantada, soy la madre de Ricardo y estos dos sinvergüenzas. Contigo hablaré luego en casa, Jonás que te he oído.

– Pues vale, yo… – Manu le dio una patada en la pierna, para que se callara.

– Sí… yo soy Jaime, encantado, Ricar no hace más que hablar de Usted…

– ¿Usted? Pero trátame de tú, ¿no ves lo joven que estoy con el vestido de novia?

– Sí, está Us…estás guapísima, sí.

– Ya sabes a quien se parece mi hijo. ¿Ya has conocido a todos? Te voy presentando? Si…

– Mamá, tú creo que tienes que prepararte para la entrada. Ya nos encargamos nosotros. ¿A que si Jonás?.

– Sí, sí, claro…

– Sí, pero no es para ti, Manu. Esta parte de Ricardo, la queremos compartir todos.

– ¿Perdón? – dijo sorprendido Jaime.

– Cosas nuestras Jaime, no hagas caso a mi madre.

– Hola Mati – era el tío Ernesto – estás guapísima, me recuerdas…

Aprovechó Manu para llevarse a Jaime de allí, hacia un sitio más tranquilo… Jonás le siguió.

– Será mejor que sigamos con las presentaciones luego, que estás como un flan.

– ¿Se me nota mucho?

– A parte de por la espumilla esa blanca que tienes en la comisura de los labios, y el temblor de la pierna, si no la tienes apoyada, apenas se nota – era Jonás el que había diagnosticado a Jaime en dos palabras.

– ¿Tan desastre?

– No le hagas caso. Pero si tienes un pañuelo…

La gente seguía saludándose. Los corrillos cambiaban. Parece que la ceremonia se retrasaba un poco. Algún problema con la música que habían previsto. Manu y Jonás retuvieron a Jaime en una esquina, y charlaban animadamente con él. Le iban presentando en la distancia a su familia. Manu hacía las referencias serias, y Jonás inmediatamente le contaba los chascarrillos, o se metía con ellos directamente. Jonás sin que se notara, se acabó apoyando en Jaime. Esto le dio seguridad… ese ligero contacto, hizo que empezara a relajar los músculos, y que poco a poco su gesto de la cara se fuera relajando.

Poco a poco empezaron a acercarse los distintos miembros de la familia. El tío Ernesto volvió rápidamente, al decirle Mati que el chico con el que estaban Manu y Jonás, era el novio de Jaime.

Luego vino la tía Felipa, y los niños, Eduardo y Carlos. Y Elisa, y Carmen. Vino el tío Federico, las primas Rosanna y Delia, vino Jesús, un amigo de Manu, que al final se había decidido a acercarse…

Salió un monaguillo, para requerir a los invitados que entraran en la Iglesia. Ya todo estaba preparado, y si se iban sentados, podrían entrar los novios con la marcha nupcial de fondo.

Empezó a sonar la marcha…

Mati y Alberto caminaban por el pasillo central. Iban sonriendo, y saludando a los invitados según iban avanzando. En el altar, les esperaban sus hijos, Jonás y Ricardo, que iban a hacer de testigos. Ricardo le había colocado la corbata bien a su hermano. Éste mientras estaban esperando, había puesto su dedo índice entre los dedos de Ricar. Éste le miró extrañado, pero Jonás miraba al frente… Llegaban sus padres, así que se pusieron uno a cada lado.

La ceremonia empezó.

En lugar de la 1ª y 2ª lecturas, la tía Felipa leería una poesía, y Ricardo, leería una cosa que había escrito hacía ya unas semanas.

Llegó el turno de Ricardo.

Subió al atril.

“Hola familia. Amigos… Estamos aquí, hoy, porque mi padre y mi madre decidieron hace 25 años, casarse, y hoy han decidido que pasemos por el suplicio de vernos todos y juntarnos. Vamos, que les sobraban unos miles de euros, y dijeron: vamos a invitar a comer a la familia. Lo podían haberse gastado en un ordenador nuevo para mí, y les había salido más barato…”

Se abrió la puerta de la iglesia. Por mucho que intentó no hacer ruido… no pudo pasar desapercibido. Era Joan. Ricardo levantó un segundo la mirada. Sonrió imperceptiblemente. Ya estaban todos, pensó.

Joan buscó con la mirada dónde estaba Jaime. Enseguida le vio, estaba casi al final de la Iglesia, apartado un poco de los demás.

Se puso a su lado, y le dio un beso en la mejilla. Jaime se revolvió un poco incómodo… se quedaron mirando… Ricardo volvió a levantar en ese momento la mirada… y vio… Se paró apenas unos instantes…

“… pero sabéis… aunque no me hayan comprado el ordenador nuevo, y… “

Fue un flash, un momento… esa mirada entre Joan y Jaime… Ricardo pensó que había perdido a su novio, a su tabla de salvación… quizás Manu tuviera razón… Joan era un cabrón. Quizás nunca Jaime había sido suyo… quizás la historia entre ellos no acabó en ese polvo de aquél día, en el que Joan salió corriendo y dejó tirado a Jaime…

“… os quiero, papá y mamá. Hoy hemos discutido… pero sé que mañana, tendré un hombro dónde llorar. Porque mañana, lloraré.”

Y sonó la música.

________

Capítulo 31.

Joan pagó al taxista.

Apoyado en un coche le esperaba Carlos.

– Ya puede ser importante, voy a llegar tarde a las bodas de plata de los padres de Ricardo.

– ¿Al final vas?

– Sí, al final voy.

– Pues guay.

– Deja de cumplidos, y dale. ¿qué pasó?

Y le contó.

– ¿Pero qué más te da que te chantajee? No tienes pareja, estás fuera del armario… ¿O no lo estás?

Joan se quedó mirándole…

– ¡Joder, Carlos! Yo creía… te das esos aires…

– Pues no, no lo sabe nadie. Aquí soy gay, en mi casa no.

– Anda que tú, venir a salir del armario en Burgos, ciudad moderna y avanzada donde las haya…

– Y que quieres que hiciera… es un lugar tan bueno como otro cualquiera. Aquí nadie me conoce. En Palencia sí.

– Haberte ido a Valladolid…

– No, porque hay mucho trasiego entre Valladolid y Palencia. Corría más riesgos.

– ¿Riesgos?

Carlos miraba siempre al lado opuesto donde estaba Joan. Éste no hacía más que andar por delante de él. A veces se paraba y le buscaba la mirada, pero nunca la encontraba. Carlos siempre tenía un punto en la pared de enfrente, o en el suelo, o en el firmamento dónde posar sus ojos.

– Es muy largo de explicar, y tienes que ir a las bodas de plata de tu amiguito.

– De sus padres. Y no es mi “amiguito” – hizo el gesto de las comillas Joan – es mi mejor amigo.

– Bueno lo que sea.

– No, Carlos, lo que sea no. Ese aire es lo que te pierde. ¿Por qué debería perder el tiempo ayudándote a ti? Con esos aires que te das…

– Pues no me ayudes, joder. Parece que… en que hora te habré llamado. Para que me des la chapa ahora con que si… esto es una mierda – Carlos estaba agitado, se había levantado del coche y andaba dando vueltas alrededor de Joan .

– Oye, tío, nada de chapa. Que no tengo nada que hacer aquí. Desde luego lo de Fermín y todo lo que te pase lo tienes bien merecido, por chulo y engreído. Vas de líder, y en realidad eres un mierda. Que te den – Joan se dio la vuelta para irse hacia la calle, para coger el primer taxi que pasara por allí.

– Joder, Joan, ya me conoces…. no te vayas. – Carlos corrió detrás de Joan, y le retuvo cogiéndole del brazo. – Soy una mierda. – Joan se giró – Pero nadie lo sabe, y eso me salva. Lo sabes tú y me imagino que tus amigos. Pero si la gente se enterara de la mierda que soy… Joan, no tengo a nadie a quien pedirle ayuda. No tengo a nadie más que a ti. – Carlos le suplicaba con la mirada, le cogió las manos, y por primera vez buscó la mirada de Joan, mirada dura e interrogante – Perdóname… sabes que me cuesta pedir perdón… me cuesta prdir cualquier cosa. Joan, no tengo amigos, más que tú

Joan hizo un gesto para responder.

– No, no digas nada, Joan. Vas a decirme que no somos amigos, que nos conocemos apenas hace un par de semanas, si llega. Lo sé. Pero eres lo más aproximado a un amigo que tengo. Y lo siguiente sería Ricardo, así que imagínate… Joan… please…

Volvieron los dos sobre sus pasos, hacia el coche que estaba aparcado en frente del portal dónde vivía Juan Carlos. Joan, volvió a pasearse por delante del coche dónde Carlos se había vuelto a apoyar. Ahora era Carlos quien buscaba ansioso cualquier gesto de Joan. Y era éste, quien tenía sus ojos clavados en el suelo. Como si estuviera buscando la lentilla que nunca se le podría caer, porque no usaba. De repente se paró, y se plantó enfrente de Carlos.

– No entiendo varias cosas. A parte de lo que me has contado… ¿Crees que podría chantajearte con tus padres? Parece que se ha centrado en que piensa que tú y yo estamos juntos. Eso no es problema. Y si es por dar alas a las fotos, la verdad es que cualquiera que las vea, estaría encantado de visitarte en tu cama. Podrías hasta cobrar.

– Joder, no se trata de eso. ¿Y si se ha enterado que estoy en el armario? ¿Y si se entera de quienes son mis padres?

– ¿Quienes son tus padres?

– Déjalo, prefiero que no lo sepas. Es… déjalo, anda. – se levantó del coche y se alejó de él.

Joan se acercó por detrás, y le puso la mano en el hombro.

– Estoy pensando… – hablaba Joan – que es difícil que se haya enterado. Porque si no lo sabe nadie aquí, sería mucha casualidad que hubiera hablado con alguien de Palencia que te conociera y le contara. Y no creo que sus redes de investigación lleguen hasta tan lejos. No creo que se haya enterado. Nadie se lo puede contar. Y por mucho que tus padres sean ricos o poderosos, no son públicos, porque si no los apellidos te hubieran delatado.

– Pero Joan, no puedo estar seguro…

– Nunca podremos estar seguros. Pero debemos tener alguna estrategia. Parece que por lo que le ha enviado a Ricardo, todo hace indicar que lo que intenta es chantajearte con contármelo a mí, tu millonaria pareja.

– Más o menos.

– Estaba pensando… ¿Y por qué no follas con él? Total, no puede estar tan…

Carlos levantó su brazo derecho para darle un golpe a Joan, pero este fue rápido y se alejó lo suficiente para que fallara.

– Vale, vale, era broma. Tu fama de gran follador te precede.

– Y de gran miembro, no te jode.

– Hombre, en reposo no está mal. Como crezca en proporción, tienes que tener un miembro… interesante.

– ¡Cállate, joder! No, no crece en proporción, aunque no me quejo. Pero yo follo con quien quiero, y no follo con mierdas.

– Ya estamos con la prepotencia.

– Joder… ¿Intentas decir que debo follar con él? – Carlos se encaró con Joan – ¿Según tú debo plegarme al chantaje y meterme en la cama con él? Y luego mañana querrá cobrar por alquilarme, y le digo amén. Y pasado me lleva…

– Para Carlos, para. Era broma. Necesitas relajarte un rato.

– ¿Broma?

Carlos relajó un poco su cuerpo. No era un día en que apreciara las bromas, aunque era cierto que necesitaba relajarse.

– Es que encima me ha dado una mierda para dormirme, y me duele la cabeza, joder. Y esto me tiene…

– Para un rato, anda.

Pero Carlos seguía con su frenético caminar delante del portal.

– ¡Para, joder! Me estás mareando.

– Joder, no lo entiendes. Si se enteran mis padres… es que…

– Venga, vamos – Joan, le agarró del brazo, y le empujó hacia la puerta.

– Pero ¿qué le vas a decir? Pero…

– Calla, ya improvisaremos. Te estás comiendo la cabeza. Recuerda que eres mi pareja. – – Y estás colado por mí. Así que hazme el favor de agarrarme de la cintura, o de la mano, o mírame con cara de besugo.

– Yo no sé hacer eso…

– Pues con Fermín…

– Eres gilipollas. Debo estar desesperado para llamarte a ti…

– Estás desesperado, y no tienes a nadie. Así que no llores tanto, y dame la mano, gilipollas. Y ahora sí, muéstrate tan arrogante y chulo como eres siempre.

Joan, le extendió la mano, de la forma que se la extiende un padre a su hijo pequeño. Carlos al final se la cogió, y empezaron a acercarse al portal. Joan se paró de repente, y le agarró de la camiseta a Carlos, acercándole a él. Le dio un beso de enamorado. Se separó, y le miró con ojos de besugo. “¿Ves? Así quiero que me mires.” le susurró en el oído. Joan volvió a darle un beso. Y otro beso. “Relájate, coño”. Empezó a andar otra vez, y subir las primeras escaleras que llevaban al portal. Se volvió de repente y buscó otra vez la boca de Carlos. Éste ya estaba entrando un poco en su papel de enamorado. Ya no le sorprendían esos besos repentinos.

– Amor, llama al piso de tus amigos.

– Sí cielo.

Y Carlos llamó.

– Por cierto, no me gusta que me llames cielo. Busca otro epíteto cariñoso, o se me va la cara de besugo.

– ¿Niño?

– Vale, no es mi ideal… pero acepto.

De repente se abrió la puerta del portal, y salió corriendo un chico. Por detrás de ellos, escucharon un estruendo.

Se giraron.

Lo que parecía una maleta abierta, había caído precisamente sobre el coche en donde había estado apoyado Carlos, durante casi toda la conversación con Joan. Los alrededores del coche, se llenaron de camisas, calzoncillos, libros…

– ¡Hijo de puta!

– Insulta, insulta, gorda marica. No me tienes que te tiro la mierda que te he sacado al pasillo. Tienes 20 minutos, o lo prendo fuego.

– ¡Te juro que te…!

– Todavía te ganas una hostia, imbécil.

Joan y Carlos, cogidos de la mano, estaban con la boca abierta. Carlos reconoció a Diego, pero estaba tan sorprendido por la escena que no fue capaz de reaccionar. Joan tiró de Carlos, y aprovechando que la puerta del portal no se había cerrado, entraron.

– Pero… – intentó decir Carlos.

– Luego.

– Si es…

– Calla, joder, y tira.

Montaron en el ascensor. Joan le abrazó y le besó apasionadamente. Llegaron al piso y mientras Carlos abría la puerta, se seguían besando. Pararon un segundo, ya en el descansillo, para mirarse con mirada de pollos degollados.

– Sigue así, lo estás haciendo muy bien – susurró Joan, mientras me mordía la oreja.

– Creo que nos está viendo.

– Eso espero. Vamos…

Se separaron sin dejar de mirarse, y poco a poco se giraron hacia el piso. Había como una barricada de cajas, ropa suelta, libros, un portátil, una televisión… y allí, en medio de todo ese desbarajuste, estaba Juan Carlos, mirándoles.

Carlos y Joan enfrentaron sus miradas con la de Juan Carlos. Joan apretó ligeramente la mano de Carlos. Éste creyó entender el mensaje.

– Hola, Juancar, querido. He venido a tratar de ese mensaje que me has enviado a través de un amigo. Te presento a…

– Tranquilo, cari, no hace falta que nos presentes. Tú amigo Juancar y yo, somos viejos conocidos. ¿Verdad que sí, Carlangas?

_______

Capítulo 32.

Juancar se había quedado blanco. Parecía haber visto a un fantasma.

– ¿Te sorprende verme?

No atinaba a contestar. Carlos iba mirando alternativamente a Joan, y a Juan Carlos.

– ¿No nos vas a invitar a pasar a tu casa? ¿Te ayudamos a sacar alguna cosa? ¿Te mudas?

Juan Carlos estaba petrificado en medio de la puerta.

– Vamos, cari – dijo Joan, al final tirando de la mano de Carlos – Seguro que Carlangas tiene una aspirina para el dolor de cabeza que te ha creado la mierda esa que te hizo beber anoche.

Y diciendo esto, enfiló decidido la puerta de la casa, apartándole con una mano.

– ¿El salón? ¡ah! Vale, por aquí. Carlangas esta casa es una pocilga. No me extraña que tengas que hacer chantajes para follar. Yo si no te importa, tomaré un zumo, y Carlos tomará otro zumo, y la aspirina. ¿Que le echaste? Va, déjalo, no me lo digas. Da igual. Cualquier mierda barata. Puedes cerrar la puerta de la calle, si quieres. No quisiera que los vecinos o ese pobre diablo al que acabas de echar, se enteren de las mierdas de las que vamos a hablar. Presente y futuro… Cari… quien nos iba a decir que el Juancar del que me llevas hablado toda la mañana, era mi “querido amigo Carlangas”. Futuro y presente que vienen a darse de la mano en un instante. Nos sentamos mientras nos traes los zumos. Por cierto, los zumos sin abrir. Por eso de que no se te caiga nada, que ya nos conocemos.

Antes de sentarse, apartaron unas revistas del sofá, y una caja de Pizza vacía. Pensándolo mejor, Joan decidió no sentarse, no estaba seguro de no mancharse el traje.

En un segundo, volvió el anfitrión con unos Bi-Frutas de Pascual, y una caja de aspirinas. Al final Joan encontró una esquina que parecía lo suficientemente limpia y se sentó.

– Ves, cari, como Carlangas es un buen anfitrión. Y tu que lo dudabas… Juancar, te has quedado blanco. Huy, cualquiera diría que te has encontrado de bruces con un fantasma. Pero mucho mejor así, ya no tendrás pesadillas por las noches pensando que me habías matado… ¿verdad? Yo, un joven de apenas 17 años, marica, y chapero – Carlos levantó las cejas, no se esperaba esa declaración de Joan – Tú un chulo de veintipocos, que necesitaba pisar a quien pudiera, para olvidarse de lo marica que se sentía.

– Yo no soy marica.

– ¡Ja! No es marica… – Joan se levantó teatralmente – Carlos… Juancar no es marica… ¡ah! Claro, que para él, marica es solo el que pone el culo. El es muy macho. Le gusta petar culos, pero son solo agujeros. Na… no es para nada marica. Aunque, entre tú y yo, Cari – Joan se acercó de su salto a dónde se había sentado Carlos, y puso la mano al lado de su boca, como indicando que le iba a contar un secreto – yo le he visto con el culo en pompa y con los ojos en blanco… sip.

– Eso es…

– Verdad, Carlangas. Y tú lo sabes. Por eso me diste ese golpe en el suelo,. Cuando estaba ido por el mono, y por los golpes de aquellos. Ese golpe que pensaste que me dejaría ya muerto.

– Yo…

– Tú ¿qué?, Juan Carlos. ¿Tú qué? ¿Quieres ver la cinta de video-vigilancia del local? ¿Y el del banco un poco más arriba?

– Es es un farol. No tienes nada de eso.

– Arriésgate.

Se quedaron mirándose ninguno pestañeaba. Uno estudiaba la posibilidad de un farol. Él otro jugaba sus cartas sin pestañear.

– Estoy seguro de que es un farol.

– Tú mismo. Yo que tú por si las moscas, entraría en tu estudio. Y borraría los archivos de las fotos de mi chico. Y me sacas las fotos que tengas impresas. Y también vete borrando las fotos que les has enviado a tus cómplices.

Mirándole de reojo a Joan, Juan Carlos decidió lanzarle un órdago. Nadie le iba a callar tan fácil en su propia casa.

– Te pone los cuernos y encima le defiendes. Sigues siendo patético. Sigues sin tener la más mínima autoestima. ¿Sigues haciendo chapas por 15 euros? ¿Sabías que tu chico era un chapero desde los 16 años? ¿Sabías que ha lamido culos llenos de mierda? ¿Cuanto cobrabas por eso… 25 euros?

– Buen intento, Carlangas. Te explico una cosa, marica de mierda.

Joan se fue acercando a su antagonista. Le puso la mano encima del hombro, y señaló a Carlos.

– ¿Ves a Carlos? Es guapo ¿verdad? Le has visto desnudo… tiene un cuerpo de muerte. Pocos cuerpos has visto como el de él. Le has visto la polla, pocas pollas como esa has visto tú. ¿Le ves la mirada? ¿Ves lo que transmite? No, ya sabía yo que tú no eres capaz de ver nada. Mira… Carlos, mi chico, es guapo. Y lo sabe. Y se lo cree. Y sabe que cualquiera cae rendido a sus pies, solo con pestañear. Es un chulo y altanero. Tiene a todos los hombres que quiera. Mírate en el espejo. No eres el tipo al que mi chico se follaría. Además, Carlos no es pasivo. Es más, le duele mucho cuando le penetran. No, no has follado con él hoy. Ni lo vas a hacer nunca.

– Muy seguro estás… mira las fotos…

– Ya las he visto. He visto las fotos que has enviado al amigo de Carlos. Y sigues siendo un maestro en el timo de la estampita. He visto un cuerpo bonito, abrazado por un cuerpo asqueroso. Y por cierto, llama a tu especialista en photoshop, que la foto de la penetración, está muy claro que no es el cuerpo de Carlos.

– Eso…

– Eso te lo digo yo, gilipollas.

– …

– …

– …

– …

– …

– Estoy esperando que traigas las fotos. Y ,mejor será que no tenga indicios de que esas fotos rulan por ahí.

– No puedes hacerme nada. Si tu hablas…

– ¿Me estás amenazando? Tengo prisa. Las fotos.

Joan se le quedó mirando de nuevo fijamente. Le extendió la mano, para indicarle que estaba esperando esas fotos. Juan Carlos era remiso a dar su brazo a torcer. No estaba acostumbrado a perder.

Al caco de unos minutos, Juan Carlos dio su brazo a torcer. Se dirigió al pasillo en busca de las fotos.

– Cari, tírame esa especie de bata que hay ahí.

– ¿Esto? Pero…

– Trae, pesado. Tu quieres que te explique todo, y tú no abres la boca. Vete hacia la puerta.

– Niño, pero…

– Vete a la puerta. Y ciérrala. Espérame en la calle. Si está el chico ese, ayudale a bajar lo que sea, y que se quede contigo.

– Pero…

– Haz de una puta vez lo que te digo.

– Vale, vale.

Joan se puso esa especie de bata.

Esperó a que cerrara la puerta Carlos.

Se puso los guantes.

Cogió una especie de cachaba que vio en el paragüero.

Fue rápido por el pasillo, hasta la primera puerta. La entreabrió. Juan Carlos estaba hablando con una chica…

– ¿Seguro que está todo bien grabado?

– Seguro, Juancar. Desde que han entrado lo he grabado todo.

– ¿Has copiado las fotos en…?

– Ahora lo voy a hacer. Luego le puedes decir que las borras. Mañana mandaremos esas fotos a todo el campus. Y ya he avisado a Germán para que me llame. Le encargaré que busque a todos los relacionados con ese Carlos, su familia, amigos de fuera…

– Bien. Voy a darle las fotos a ese gilipollas. Se va a llevar una sorpresa…

Joan aprovechó que los dos estaban dados la vuelta, buscando las fotos, para entrar. El primer golpe con al cachaba se lo dio en la parte de atrás de las rodillas. El segundo a la altura de las costillas. Se giró y le dio una patada a la chica en el estómago. Cayó hacia atrás, llevándose por delante la cámara que tenía instalada en un espejo falso del salón. La otra pared tenía otro espejo falso, y daba a la habitación en dónde Juan Carlos perpetraba sus aventuras amorosas. Golpeo los cristales con el bate improvisado.

Tocó ahora golpear el ordenador. Tiró la carcasa, y entre los desechos del mismo, entresacó su disco duro. Comprobó que no tuviera dos.

Miró como Carlangas y su amiga, se retorcían de dolor en el suelo. El miedo asomaba en sus caras.

Cogió una bolsa, y metió en ella el disco duro, y los CD y DVD que vio por allí.

Fue a un armario al otro lado de la habitación, y lo abrió. Fue tirando todo el contenido sistemáticamente. Cogió unos álbumes de fotos, en donde aparecían sus últimos trofeos. Alguna cara le resultaba conocida. Lo metió todo en la bolsa.

Se dio la vuelta, y le dio una patada en la espalda a Juancar.

La chica intentó reptar hacia la puerta.

– Puedes salir de aquí hoy con mucho dolor y moratones, o con la cabeza rota. Elige.

La chica se quedó quieta, llorando.

– Tú no sueñes, vas a salir con la cabeza rota. Esto que huele es mierda… ¿No te habrás cagado, valiente?

Revisó la mesa. Metió en ella todo cuanto parecía que podía ser de interés. Ya lo estudiaría con detenimiento. Unos DVD que encontró en un cajón, más fotografías en papel. Se alejó hacia la puerta. Echó un vistazo a la habitación. Miró hacia las esquinas de arriba, en busca de cámaras o algo parecido. Parecía que no se dejaba nada. Reparó en la cámara tirada en el suelo. Por si las moscas la cogió y la metió en la bolsa. Miró a la chica y se acercó hacia ella.

– ¿Como te llamas cielo?

– Virginia – dijo entre sollozos.

– ¿Virginia has dicho? Antes hablabas más alto… como ha cambiado la situación ¿Verdad? Antes creías tener el poder sobre los demás… ¡Como pone eso! Esos pobres gilipollas de la otra habitación, a los que tenemos en las manos. Podemos cerrar los dedos y escuchar como crujen sus huesos, como destrozamos su vida hasta que gritan ¡Basta! Y se entregan… a vosotros o… vete tú a saber.

– Te vas a cagar, voy a denunciarte. Vas a acabar en la cárcel. Tengo amigos en la policía. – le dijo entre estertores de dolor Juancar – Siempre has sido un mierda… chupapollas… “el tirao” “dos duros una mamada” “Tres, abierto de culo”.

Joan le miró con desdén. Volvió otra vez su atención a la chica.

– Bueno, Virginia, tu amigo parece chulito y seguro de sí. Así que me vas a ir contando, qué se me ha escapado de esta habitación. Tú eres su técnico – diciendo esto, la agarró de su melena y tiró de ella hacia atrás.

– Te lo juro. Aquí no hay cámaras, ni nada… te lo juro…

– Juancar me da que no te estás tirando un farol. Tiene que haber algo que se me escape…

– Ya lo veo.

Joan se dio la vuelta sobresaltado. Era Carlos que había entrado de improviso. Fue hacia una de las esquinas, en donde había una especie de mesita con libros encima. Allí asomaba apenas un portátil, de los pequeños, con su cámara y su micrófono.

– Guárdalo aquí, anda. Ya hablaremos. Es mejor que te vayas. Y…

– No, Joan. No me voy.

Dándose la vuelta le dio una patada a Juan Carlos a la altura del estómago. Y luego otra, y otra… parecía desbocado… Joan le agarró fuertemente, rodeándolo con sus brazos. “Tranki, Carlos” – le susurró.

– Ya, ya… ya estoy bien.

Joan empezó a soltarlo, pero Carlos se revolvió y esta vez le golpeó a la chica.

– Ya, ya, ahora sí…

Se miraron los dos, y Joan le indicó con la vista, que saliera de la habitación. Carlos le decía que no con un imperceptible movimiento de cabeza.

– Vas a tener suerte, Carlangas. Mi chico te acaba de perdonar la cara

Joan se agachó esta vez a su lado. Le empezó a dar suaves tortas en la cara.

– Eres capaz de sacar lo peor de mí, Carlangas.

Se le quedó mirando sonriéndole.

– Carlos, vete un momento y echa un vistazo a la casa. Sabes lo que debes buscar. Dile al de la maleta voladora que te ayude.

– No me…

– No va a pasar nada, Carlos. Hazme caso.

Se le quedó mirando, como estudiándolo. No estaba seguro de lo que veía en el gesto decidido de Joan. A parte de que no lo conocía suficiente, su rostro era impenetrable. Al final, no pudo aguantar el gesto, y salió. Volvió su atención hacia su amigo Carlangas, y intuyó un gesto de fastidio al ver a Carlos salir a revisar su casa.

– Parece que tienes algo más que escondes.

– No…

– Ya, veremos.

Joan pronto escuchó a los dos como revolvían el resto de la casa.

– Hoy, al verte, se me han revuelto las tripas, Carlangas. Y he tenido verdaderas ganas de matarte. Y de hecho, todavía no acabo de tener decidido el no hacerlo.

– No tienes cojones.

– ¡Bahhhhhhhh!, si es que no se trata de cojones. Se trata de ser de una forma u de otra. Yo creo que ser chapero, no está mal del todo. No es la mejor profesión del mundo, pero por lo menos no se hace daño a nadie. Tú eso lo denigras, y en cambio disfrutas jodiendo al personal. Haciendo chantaje, vendiendo drogas, pegando a la gente… No, no digas nada, ahora hablo yo. A mí casi me matas, pero a Juliana, sí la mataste. Primero la destrozaste la vida, y luego la mataste. Mi vida por entonces, no valía nada. Pero esa mujer, era todo bondad, era todo entrega a los demás. Comprobarás en los próximos días si lo de antes, era un farol mío o no. Yo por si las moscas, iría preparándome para vivir en la cárcel un tiempo largo.

Joan se levantó, empezaban a dolerle las piernas de estar en cuclillas.

– Procura mientras eso ocurre, que no te encuentre en mi camino. Y procura que tampoco te encuentren ni mi chico, ni ese otro al que has echado de esta casa hoy. Ni a ningún otro que pueda yo conocer aunque sea de vista.

Juancar, no levantaba la vista del suelo. La chica les miraba de reojo. Joan iba hacia la puerta, cuando volvió de repente, levantó nuevamente la cachava que había vuelto a coger, y lo estampó primero contra las espalda de la chica, y luego contra la de Juan Carlos. Tiró lo entonces, y salió de la habitación, cerrando la puerta.

Carlos y Diego le esperaban en el pasillo. Se quitó la bata que se había puesto, y los guantes, los metió en la bolsa con las demás cosas y salieron todos de la casa. Joan llevaba una bolsa con lo que había requisado y Carlos llevaba otra bolsa voluminosa con lo que había cogido del resto de la casa.

– Me llamo Joan

– ¡Ah! Yo Diego, encantado.

Joan se le acercó y le dio dos besos.

– Lamento haberte conocido en estas circunstancias. ¿Tienes dónde quedarte?

– Ya encontraré algo, no…

– Vale. O sea que no tienes ni puta idea de dónde dormir esta noche.

Diego bajó la cabeza.

El ascensor llegó al portal.

Joan sacó unas llaves de uno de sus bolsillos, y se las lanzó a Carlos.

– Llévale a mi casa, le instalas en la habitación del fondo.

– Vaya, has sacado tu lado mandón hoy… me has dejado de una pieza ahí dentro…

– Deja de decir paridas, que no tengo tiempo. Ya hablaremos esta tarde. Además solo he empezado a darte instrucciones.

– …

– Calla.

Joan sacó una libreta de otro bolsillo, y apuntó una dirección y un nombre.

– Luego, llevas todo lo que hemos sacado de esa casa, a esta dirección. Ahora le llamo para avisarle.

– …

– ¡Que te calles! Lo de hoy te va a costar unos cuantos recados. Y no son los de hoy, porque todo esto es por ti, nada más. Es para asegurarnos de que nadie te va a chantajear más. Y tú… ¿Diego me dijiste que te llamabas? Cierra la boca, que se te está quedando cara de bobo.

– Pero Joan, no sé…

– ¿Alguna pega? Tú tenías coche, ¿verdad? – miró a Diego, y este asintió – Pues lleva todo a mi casa. Y luego vas con Carlos a ese recado. Mañana hablamos tranquilo. Al menos unos días puedes quedarte. Y chicos, me voy, llego tarde a una celebración.

Dio un pico a Carlos, y un beso en la mejilla a Diego.

Joan se giró y con una corta carrera, acabó de llegar a la calle principal. Levantó la mano con gesto decidido, para llamar la atención de un taxi que pasaba por allí.

Se montó.

Miró el reloj. Comprobó que todavía llegaba a la ceremonia.

Dio la dirección de la iglesia.

Miró a Carlos y Diego, que le seguían con la mirada, con estupefacción en el rostro.

Sonrió.

Se recostó en el asiento.

Echó hacia atrás su cabeza.

Y agarró sus manos fuertemente, para intentar que no temblaran tanto.

Y cerró los ojos.

_______

Capítulo 33:

Estaba sentado en la cocina. Tomaba un tazón de leche, con un chorro de coñac. Poco a poco iba poniendo su cuerpo a funcionar. Estaba intentando recordar qué pudo llevarle a  acabar con ese tío. Lo único que se le ocurría, era el alcohol y la desesperación.

Se movió un poco en la silla. Todavía le dolía mucho el culo. Debía buscar una posición en que le molestara menos. Se había dado una crema que había encontrado en el baño. Parecía que le había aliviado un poco el dolor que tenía en todo el cuerpo.

Sorbió de la taza. Le estaba sentando bien. Se levantó a por unas galletas. Sentía que el estómago empezaba a reclamar algo sólido. Solo quedaban 4 galletas Chiquilín. Mañana debería hacer un esfuerzo e ir a hacer la compra. Apenas le quedaba nada que comer, ni que beber. También tendría que ir a trabajar. No podía seguir faltando al trabajo. Debía centrarse un poco, o todo se iría al garete.

Mientras masticaba la última galleta, pensó que debía dar un giro a toda su vida. No podía seguir en esa dinámica. Gervasio había llegado a su vida, y se la había destrozado. Él pensó que iba a ser su amor, lo que iba a darle estabilidad emocional, conocer la vida en pareja, que hasta ese momento se le había escapado. Y en lugar de eso, se había convertido en la causa de ese viaje medio destructivo que había emprendido. Mucho sexo, mucho placer… mucho alcohol, risas, tonteos… pero todo envuelto en un halo de desesperación, que hacía que nada de todo eso, fuera pleno.

Fermín se acordó que a veces guardaba algunas cosas en un armarito de la terraza. Las galletas le habían abierto todavía más el apetito. Tuvo suerte, y encontró una bolsa de magdalenas. Estaban caducadas desde hacía días, pero no se iba a poner estupendo. También había un bote de mermelada de fresa, y un paquete de macarrones.

Volvió con su botín a la cocina. Abrió el bote de mermelada, y empezó a untar las magdalenas en la mermelada, para luego untarlas en la leche “chocolateada con coñac”. Se sonrió de su gracieta… recreando el anuncio de Nesquik.

Sonó el timbre.

Fermín se quedó parado. Pensó quien podía ser. En ese hombre… en Jaime… No tenía ganas de ver a ninguno de ellos. No hizo caso, y abrió otra magdalena.

Sonó otra vez el timbre, con mucha más insistencia.

Se sobresaltó. Se imaginó al José Luis ese, dispuesto a darle otra vez duro. Y eso le dio miedo… a la vez que le excitó. Se puso nervioso con esa excitación. No podía creerlo. Y tampoco podía evitarlo. Solo pensar que el que llamaba era José Luis, le hizo recuperar su virilidad, que hasta hacía unos minutos, pensaba que tardaría en poder tener una erección. Pero aún así, se quedó sentado.

Otra vez el timbre.

Y seguía.

Y otra vez.

Seguido.

Al final, Fermín se levantó. Según se acercaba a la puerta, se iba excitando más. Estaba seguro que esa forma de llamar, solo era posible que fuera él. Miró por la mirilla, pero no vio a nadie.

Otra vez el timbre.

Al final abrió la puerta de golpe.

– Vete a tomar por el c…

– Bonito recibimiento. Te dejo unas horas… pero Fermín, cariño… ¿qué te ha pasado en la cara? Pero… ¿Estás bien?

Era Gervasio. Era imposible… Gervasio. Y él estaba hecho una piltrafa.

– ¿Me vas a dejar pasar? Parece que has visto a un fantasma. ¿A quién esperabas?

Fermín no reaccionaba, y estaba en mitad de la puerta, impidiendo el paso a Gervasio. Al final éste le apartó suavemente con un brazo, y entró en casa.

– ¿Comemos en casa o salimos?

– Pues…

Gervasio dejó una bolsa de viaje que traía y la dejó en el sofá del salón.

– Voy a mirar que tienes en la despensa…

– No, deja, casi…

Pero Gervasio ya estaba abriendo todos los armarios de la cocina.

– Pero mi amor… si estás seco. Venga, vístete… que ya me he dado cuenta al entrar que estabas empalmado… que pillín… Pero antes de eso, hay que… tienes mala cara, ¿te ha pasado algo? Venga,  vístete que conozco una tienda que no cierra los domingos en Cardeñadijo. Vamos en un momento y surtimos tu despensa.

Fermín estaba como embobado, mirándole.

– ¡Vamos! Cuanto antes compremos y comamos, antes podremos bajar ese bulto…

Se acercó a Fermín, y le puso la mano  en el paquete…

– ¡Huy! Si ya te ha bajado.

Al tocarle, Fermín no pudo reprimir un rictus de dolor. Gervasio se le quedó mirando. Le quitó su camiseta. Le bajó los pantalones del chándal. No pudo reprimir la sorpresa. Fue  rozando cada moratón, cada herida. Le llevó hasta el baño.

Se metió con él en la ducha.

Salieron.

Le secó suavemente. Y le fue curando cada herida. Fermín le mostró la crema que se había dado, y se la fue repartiendo por todo el cuerpo. Cada poco tiempo, Gervasio le iba dando pequeños besos en el cuerpo, en los labios, en los ojos. Cada poco le susurraba también, que todo iba a salir bien.

Le ayudó a elegir la ropa.

Se vistieron.

Bajaron al coche de Gervasio, y fueron a la tienda de Cardeñadijo.

Compraron de todo.

Llenaron casi el maletero.

Fermín casi no hablaba. Estaba como en una nube.

Gervasio no hacía más que parlotear. De vez en cuando, miraba su móvil, pero nadie le llamaba.

Volvieron a casa, y coloraron todas las cosas en su sitio.

Al final, Gervasio convenció a Fermín para comer en un restaurante.

Fermín seguía como en una nube. Ya no le dolía nada. Algo habría ayudado el Gelocatil que se había tomado antes de ir de compras. Pero indudablemente, Gervasio y su actitud, estaban haciendo mucho.

Volvieron a casa, sobre las 6, después de ir a tomar un café al Memphis.

Irlandés, Gervasio.

Blanco y Negro, Fermín. Pensó que  le iba bien con el día que llevaba: Negro por la mañana, blanco por la tarde.

Gervasio le desnudó poco a poco.

Fermín se dejaba hacer.

Se metieron en la cama.

Se besaron.

Fermín apoyó su cabeza en el pecho de Gervasio. Éste le acariciaba lentamente el pelo.

Al final, se durmieron los dos, desnudos, sintiéndose ambos a gusto y felices.

Plenos.

Felices.

Nada les importaba.

Nada les preocupaba.

Tuvieron sueños, y fueron dichosos.

______

Capítulo 34:

– ¡Los novios pueden besarse!

Y los novios se besaron. Mati miraba a su marido con la cabeza ladeada, sonriendo. Él la miraba directamente a los ojos. Volvieron a besarse… largo… despacio… los invitados aplaudían, sus hijos les rodeaban…

– Papá, mamá, por favor, que soy menor, esto parece una peli porno

Jonás se apartó a tiempo para que el manotazo de su madre, no le dejara los dedos marcados en la cara de por vida.

– ¡Qué se besen! ¡Que se besen! – atronaba la iglesia.

El sacerdote sonreía en el altar. Estaba asombrado del ambiente que se había formado en la iglesia. No era habitual… en las bodas de plata, la gente estaba más seria… pero aquella pareja parecía seguir disfrutando de la pasión, de la complicidad de los primeros días… y debían ser especiales para saber transmitirlo a los demás. A sus amigos, a su familia.

Les invitó a pasar a la sacristía, para firmar en el libro de la parroquia. Entraron también sus hijos, como testigos.

Los invitados salieron a la calle. Rápidamente los encargados de ello, repartieron kilos y kilos de arroz. También pétalos de rosa. Todos se colocaron alrededor de la puerta. Expectantes ante la salida de los novios.

Jaime y Joan, se habían apartado un poco. Joan le estaba contando lo que la llamada de Carlos le había deparado: la sorpresa de encontrarse con un asunto pendiente del pasado. Jaime no estaba de acuerdo en la forma que lo había solucionado. Creía que le podía traer consecuencias. Joan le explicó que ya había hecho unas llamadas para cubrirse.

– Creo que un día que tengamos tiempo me gustaría que me contaras todas esas vicisitudes de tu vida “anterior”.

– No sé si es buena idea, Jaime. No sé si me gustaría que conocieras todas esas cosas.

– Bueno, perdona. Me has contado ya tantos secretos que… y apenas nos conocemos hace unos días.

– No te preocupes, ni te enfades, pero… ¡huy mira! Ya salen.

Los dos miraron hacia la puerta de la iglesia. Ya se les veía, aunque todavía no habían llegado a la puerta. Los invitados empezaron ya a vitorear… algunos silbidos… aplausos… detrás de los novios venían los tres hermanos, sonrientes… pero de esas sonrisas nerviosas, de estar incómodos con la situación… sus padres los protagonistas… besándose y haciéndose arrumacos continuamente, como si fueran adolescentes..

Ya salieron. En cuanto pisaron la calle, una lluvia de arroz les cayó encima. Uno de los niños pequeños empezó a tocar una trompeta de plástico. Un “¡Viva!”, otro “¡vivan los novios!” “¡Guapa, guapa!” “¡Ese novio!”… más arroz… algunos pétalos de rosa… Jonás silbaba con los dedos entre los labios y la lengua, compitiendo con su primo, el de la trompeta.

– Manu, pareces estreñido, tío.

Miró a su hermano… de arriba a abajo, estudiando dónde le iba a meter un tremendo puñetazo. Giró la cabeza hacia su otro hermano, para pedirle ayuda…

– ¿Qué te pasa?… Ricar…

– ¿Eh? Nada, nada… nada – contestó volviendo desde su mundo por un momento.

Manu miró hacia donde lo hacía su hermano. Estaban allí Joan y Jaime, aplaudiendo y riendo… de vez en cuando señalaban a alguien que estaba tirando arroz con especial dedicación, o que se había enfadado, como el tío Juan, que se le había volado el peluquín del golpe que le había dado otro de los invitados, posiblemente su hija Juana, al tirar con demasiada fuerza sus puñados de arroz.

Volvió otra vez la cabeza hacia su hermano… en lo que había tardado la ceremonia en acabar, su actitud era completamente distinta… miró a Jaime y a Joan… seguía riendo… su hermano… ellos… a Manu se le pasó por la cabeza que su hermano estaba celoso… pero no… desechó esa idea… Joan no le caía bien, pero… pero quería a su hermano…

– Jaime, tío, parece que te ha dado un vahído…

– ¿Vahído? Qué palabras más raras usáis – señaló Jonás.

– Tú que eres un inculto, yo a tu edad…

– Tú a mi edad eras un mierda, que me lo ha dicho éste – Y señaló a Jaime.

– Pero si no has hablado con él en la vida…

– Claro, claro, ya teníais bastante con hablar vosotros, los demás sobrábamos…

– ¡Basta! ¡Callaos los dos! Solo hace falta que os escuche papá y mamá, y acabemos el día…

– ¡Claro, como tú ya has sido protagonista hoy!

– ¡Jonás, cállate, gilipollas!

– ¡Cáll…!

Sus padres se giraron un momento, y los tres hermanos sonrieron, casi como si lo hubieran ensayado. Su madre se quedó mirando preocupada… pero vino la tía Felisa a darla dos besos, y se despistó. Jonás aprovechó para irse con sus amigos, Manu miró nuevamente a su hermano, pero Jaime se había escabullido también.

– Hola cari

Manu miró con asco a su novia.

– Déjame ahora, Diana.

Y se perdió entre el gentío.

Jaime y Joan seguían disfrutando del jolgorio. Pero Jaime hacía ya un rato que estaba intentando encontrar a Ricardo. Pero no lo conseguía. Nunca había sido un lince para intuir el estado de ánimo de la gente, pero un cruce fugaz de sus miradas, cuando salían los novios de la iglesia, le había hecho preocuparse.

La gente empezaron a repartirse en los coches para ir al restaurante. Poco a poco en pequeños grupos se fueron yendo. Mati y Alberto se montaron en el coche del fotógrafo, un amigo de la infancia de Mati, para ir al Paseo de la Isla a sacarse unas fotos de recuerdo. Querían subir a la cascada, y hacérselas allí.

Joan y Jaime seguían apartados un poco de los demás. Cuando quisieron darse cuenta, Ricardo ya no estaba allí. Ni sus hermanos. Algunos familiares de los que le habían presentado a Jaime antes de la ceremonia, les saludaban al grito de “nos vemos en el restaurante”. El tío Fermín, les ofreció llevarlos en coche, pero ellos rechazaron la invitación… estaban esperando a Ricardo.

Joan sacó el teléfono y llamó a Ricardo. Eran ya los únicos que quedaban en la plaza de la iglesia. No contestó. Se miraron. Algo pasaba.

– ¿Y esto?

Joan se encogió de hombros, por toda respuesta.

– ¿Estará celoso? ¿Se habrá dado cuenta…?

Joan miraba al suelo. Jaime miraba al frente.

– ¿En qué restaurante era la comida?

No se lo había dicho.

Jaime cogió su móvil y marcó. Esta vez estaba apagado.

Un chico venía corriendo por la plaza. Jaime y Joan ni le prestaron atención hasta que se plantó justo delante de ellos.

– Perdonad, pero es que me he olvidado de vosotros. Con tanta gente…

Joan y Jaime le miraron casi con indiferencia. Los dos estaban sumidos en sus pensamientos.

– ¿Y Ricardo?

– Na, es que ha tenido que preparar no sé que que va a leer en la comida, y le ha cogido…

– Manuel, déjalo.

– No que… bueno, va, vamos al restaurante. Cogemos un taxi… Mira ahí va uno… ¡Taxi!

Y les agarró a los dos del brazo.

Y les llevó al coche.

– Manuel dinos una cosa… ¿qué le pasa a Ricardo?

– Ya te he…

– Manuel, te caigo mal, desde siempre. Pero no me tomes por tonto.

Se quedaron un rato en silencio.

– Yo juraría que mi hermano está celoso, y desengañado.

Joan y Jaime se miraron.

Manu miró hacia delante.

– ¿Sabéis por qué puede ser?

En la radio sonaba “Una estúpida más” de Pimpinela.

______

Capítulo 35:

Jaime apoyó la cabeza en la puerta de su casa. No conseguía encontrar la llave. No, no estaba borracho. La fiesta de los padres de Ricardo, no había sido propicia para beber y beber de alegría…

– ¡Dios! ¡Quítame este dolor de cabeza! – gritó.

La vecina del piso de arriba, que como siempre, casualmente bajaba las escaleras en los momentos menos propicios, para variar, puso cara de escándalo público.

– ¿Qué pasa señora? ¿Me prefería desnudo como esta mañana?

– ¡Jóvenes! No saben lo que es educación… y mira, a pesar de tus groserías, si le dieras la vuelta a la llave, a lo mejor entrabas, y te podías tomar un gelocatil, y ponerte un paño de agua fría en la cabeza. Y bebe mucho líquido, sin alcohol, claro. Y procura no abrir la puerta desnudo, no es porque te pueda ver, que la verdad es que no estás mal, y aunque vieja, sé apreciar un cuerpo de hombre hermoso, pero el cambio de temperatura de tu casa a la escalera, no es nada bueno. Y por cierto, para mi gusto, si te arreglaras un poco las cejas, y te recortaras un poco el pelo en los sobacos y… – la señora señalaba la zona del pubis – estarías mucho mejor.

– No hace falta que me des las gracias.

– ¡Hasta luego!

Y la señora siguió su camino de bajada.

Pero Jaime seguía con la boca abierta. Sin darse cuenta se encontró mirándose el pubis… aunque no podía ver nada… ¡Joder con la señora!, pensó.

En otro rasgo de lucidez, dio la vuelta a la llave.

Por primera vez en todo el día, algo salía bien: había conseguido abrir la puerta. Y lo celebró como se merecía, con un baile del fuego, alrededor de la alfombrilla de la escalera. Por un momento fugaz, pensó en el ridículo que estaría haciendo, si el vecino de enfrente, por un casual estuviera mirando por la mirilla. Porque, siguió con su línea de razonamiento, el vecino de enfrente no mira nunca por la mirilla. En su honor, le tiró un beso, e hizo el movimiento de reverencia de quitarse el sombrero ante el Rey, como si fuera un D’artagnan cualquiera. Creyó ver como un insignificante punto de luz en medio de la puerta, se apagaba de repente. Pero no quiso darle más importancia, porque podía ser debido a su dolor de cabeza. Porque aunque en los últimos 7 minutos, no hubiera pensado en el dichoso dolor, efectivamente, le dolía.

Creyó que ya era el momento preciso de dejar de hacer el payaso, y entró en casa. Hacía mucho calor, así que sin pensarlo mucho, decidió quitarse el traje, la camisa… estaba hecha un cristo, por cierto, llena de salsa, de tarta, de vino tinto… decidió tirarla… y el traje también… estaba el pobre parecido… y los calzoncillos, y los zapatos… decidió tirar todo. Hoy en pleno mes de diciembre, iba a hacer una hoguera de San Juan. ¡La hoguera, la hoguera! Como cantaba Javier Krahe.

Desnudo fue a la cocina.

Una botella de agua mineral, y un vaso.

– Cojo la botella, y lleno el vaso. Huy, Jaimito, si no supiera que apenas he bebido, diría que tengo una cogorza divertidísima, y dolorosa… Jaimito… ¿te he dicho que me duele la cabeza? Es como una campana… ¡tolón! ¡Tolón!… pero no he bebido casi nada, Jaimito… así que esto debe ser una reacción al día tan… tan…

– ¿Y qué ha sido lo mejor Jaimito? – se preguntó a sí mismo.

– Pues Jaimito, yo creo que todo empezó a ser estupendo ya en el taxi. Con el Manu ese mirándonos a Joan y a mí, como si fuéramos criminales… como si tuviéramos algo que ocultar… “Sabéis algo del tema?” “Mi hermano está celoso” “¡¡¡Desengañado!!!”. Y esa puta canción sonando en la radio… Joan con cara de “¡Esto es un programa de esos de bromas!”, mirando a Manu con la boca abierta… el Manu este mirando hacia delante, eso sí, con mucha dignidad…

– Seguro que exageras… Jaimito, tómate ese gelocatil… y verás que todo mejora…

– Voy a tomar un poco de zumo antes. Con gotitas de cianuro, para dar un toque de sabor almendrado al tema… sisisisisi. Jaimito, sabes, hoy he ido como novio de mi novio, que no era novio, pero que me hubiera gustado que lo fuera, o no, ya no lo sé… y empecé la fiesta como novio del hijo de los novios… ¡huy! Mucho novio veo por aquí… y el caso es que he acabado, sucio, con dolor de cabeza, odiado por mi ex novio, que en realidad no es ex, porque no era novio, y si no lo era, pues ahora tampoco puede ser ex, no sé si me comprendes, y resulta que…

– Huy, Jaimito, mira dónde has dejado el móvil, parece que llega un mensaje…

– Jaimito, pues estará en la chaqueta…

– Jaimito, pues ¿No saliste de casa con un maravilloso abrigo de esos de vestir?

– Jaimito, pues va a ser que si, pero no recuerdo habérmelo quitado ahora…

– Jaimito, pues parece que has pedido un abrigo de 1.000 euros.

– Jaimito, pues vete a tomar por el culo, bonito.

– Jaimito, pues mira, hablando del tema, si te hubieras follado al Ricardo ese…

– Jaimito, eres un desgraciado… ¡follar! ¡follar! ¡Como si fuera lo único importante!

– Jaimito, majo, que a mí no me puedes engañar, que sueñas con follar todas las noches, que la paja de media noche, no es precisamente por sobar con amores platónicos.

– Jaimito, majo, vete a tomar por el culo.

– Jaimito, ¿Vas o no vas a buscar el móvil para mirar el puto mensaje?

– Jaimito, mira a ver tu vocabulario, que eres de familia bien.

– Jaimito, que te den.

– ¡¡Cállate!!, me duele la cabeza.

– ¡A mí también!

Se callaron los dos durante unos instantes, en que se fueron los dos, como si fueran uno, a buscar el móvil.

– ¡Eureka! – gritó al tener éxito en uno de los bolsillos de la americana.

– Mensaje recibido, 1. Doy al botón. ¡Qué bien, se abre! Y dice:

“Hola, soy Manu, Le he pillado el teléfono a mi hermano sin que se de cuenta. Lo que has estado bebiendo no era zumo solo. Tenía casi la mitad de vodka. Perdona, no lo sabía cuando te lo he dado. Llámame esta semana, quisiera hablar contigo, por favor.”

– Coño, Jaimito, pos va a resultar que sí estamos borrachos.

– Claro, Jaimito, por eso no hemos hablado antes.

– ¡Ostias es cierto!

– Beberemos más veces, y así charlamos a menudo.

– ¡No jodas Jaimito! Este dolor de cabeza…

Volvieron los dos, unidos como siempre, como si fueran uno, y abrieron el frigorífico de la cocina. Sacaron el brick de Bi-frutas de Pascual, y bebieron a morro. Algo se escapaba, y se deslizaba por el pecho, siguiendo el camino de la vergüneza, hasta llegar a esa pelambrera que la señora del 5º le recomendó que se recortara… se pasó la mano por todo el pecho, jugando con su lengua, como si estuviera enfrente de la del 5º y la estuviera provocando… levantó la cabeza y miró por la ventana, y vio al vecino de enfrente, que había cambiado la mirilla de la puerta de la escalera, por la ventana de la terraza de la cocina. Entonces Jaime pensó en dedicarle esos gestos libidinosos al vecino que tanto interés demostraba en sus cosas… y empezó a contonearse… a mandarle besos llenos de sensualidad, de…

El señor de la casa de enfrente, decidió que esto era mucho para su cuerpo, y se lanzó sobre la correa de la persiana, para hacerla bajar de un golpe, con el consiguiente estruendo… persignándose a continuación al menos 27 veces, y arrodillándose para pedir perdón por sus pecados, ya que veía cerca un castigo parecido al de Gomorra… pero él esperaba que el Señor se acordara de él, y le avisara cuando esto se fuera a producir, y no… no miraría atrás… para nada… como no miraba nunca a los vecinos… no, no, no… y así no correría peligro de convertirse en estatua de sal… ya lo decía él… debajo de esa mosquita muerta del vecino de enfrente… “El diablo” Desnudo en su casa,, bailando borracho, hablando consigo mismo, que él lo había oído, que tenía abierta la ventana de la cocina un trocito… y encima, él creía… ¡¡Era marica!! Ese chico que le visitaba con tanta asiduidad… esos chicos, porque eran dos, y el otro día fueron incluso 3, y alguno se desnudó nada más llegar, que le lo había visto a través del cristal esmerilado del cuarto de baño… sisisisisí…

Jaime le saludó con su mano… como si estuviera despidiéndose de su novio en la estación de tren, y este partiera despacio, echando humo…

– Joder, mi cabeza, ¡me va a estallar!

De un golpe se le quitaron los efectos de la borrachera que llevaba. Se echó la mano a la cabeza, y decidió seguir al pie de la letra los consejos de la señora del 5º. Cogió un vaso, y se sirvió Bi-frutas. Pensó que era mejor dejar para otro día lo de beberlo a morro, y repartirlo por su pecho y calentar al vecino de enfrente. Gelocatil… ¿Había tomado ya uno? Daba igual… no pasaba nada por tomar otro… Congelador, pañuelo al congelador… mientras fue a ponerse el pijama, y una chaqueta, empezaba a notar frío… se tropezó con la ropa que había dejado repartida por el suelo… no tenía ganas ni de tirarla a la basura, solo verla además se le venía a la cabeza la cara de odio que le dirigió Ricardo, antes de irse del restaurante… y lo peor de todo es que no sabía el por qué… Volvió a la cocina, sacó el pañuelo que estaba bien frío, y se fue a la cama. Se puso boca arriba, el pañuelo en la frente, apagó la luz… mañana sería otro día… no sin antes decirse su frase favorita:

– Jaimito, está claro que lo tuyo no son las relaciones sociales.

Ermitaño, es una profesión con mucho futuro, pensó.

– Mañana me enteraré de dónde se echan las instancias.

Y cerró los ojos.

______

Capítulo 36:

Se sentó en el sofá del salón.

Se quitó los zapatos.

Apoyó los pies sobre la mesa.

Tenía un whisky en la mano. Seco. En vaso bajo y ancho.

Se aflojó el nudo de la corbata.

Recostó su cabeza sobre el respaldo.

Cerró los ojos.

–        Hola.

Se incorporó de un salto. Miró hacia dónde venía la voz… era Carlos. Se  había olvidado por completo de Carlos y Diego… No le apetecía hablar con nadie… “¡Mierda!”, musitó entre dientes.

–        Te he asustado, perdona.

Joan se volvió a recostar.

–        Perdona, no me acordaba… ¿Qué haces aquí todavía? ¿Y Diego?

–        ¿Me invitas a un whisky?

Joan, abrió los brazos, para indicar que podía coger lo que quisiera.

Carlos se sentó en una de las butacas. También apoyó sus pies en la mesita del centro.

–        ¿Te le has follado?

–        Joan… ¿Pero por quién me tomas? – Carlos parecía ofendido de verdad.

–        Carlos, no me vengas con esas, que nos conocemos. Si no te lo has follado es porque piensas que no es tu tipo. Tú les quieres más buenorros. Y Diego para tu criterio es gordo y lerdo.

–        Estoy cambiando Joan. Así era antes.

–        ¡Bah!

–        Pues no te lo creas si no quieres. Me he quedado a ayudarle a colocar sus cosas, y… estaba nervioso ¿sabes? Y se sentía solo. Le acaban de echar de su casa, y se muda a la de un desconocido. No es un…

–        ¡Vale! Es un papelón, cierto.

Se callaron durante unos minutos.

–        Voy a por hielo, solo no me mola.

Joan se sonrió.

–        ¿Qué tal tu día? – gritó Carlos desde la cocina.

Joan miraba su vaso, el color dorado del whisky. Los reflejos de la luz de la lámpara…

–        ¡Eh!

Carlos le pasó la mano por delante de sus ojos… Joan volvió de ese mundo entre el sueño y la realidad al que había viajado.

–        Pues de hecho, ha sido una tremenda mierda maloliente. No podía haber concebido un día tan puto, tan jodido.

Se quedaron en silencio.

–        Sabes, Carlos… desde que me llamaste esta mañana, tengo los huevos hinchados de las patadas que me han dado. Encontrarme primero con ese hijo de la gran puta, que intentó matarme hace muchos años. Sabes, Carlos, creo que en el fondo te he cogido un poco de cariño. Salvo Joan y Jaime, creo que no hubiera hecho lo de hoy, por nadie.

Ahora era Carlos el que miraba el vaso.

–        Quieres amigos, eso dices al menos. Pero mañana estarás en el chat de chueca buscando un polvo. O irás al pub ese que no recuerdo su nombre. Y elegirás al más guapo, al más bueno para tirártelo. Dices que buscas amigos, que buscas amor, que buscas gente especial… pero no es cierto, Carlos. No sabes tener amigos. No sabes lo que significa. Y no sabes lo que es amor. En el fondo eres egoísta.

–        Estás siendo injusto… Joan. Estoy cambiando… hoy con Diego…

–        Quizás tengas razón… pero no creo que le des una oportunidad. Como amante, desde luego que no. Como amor, descartado. No es lo suficientemente bueno para ti. Como amigo… la amistad es una carrera de fondo. No se circunscribe al detalle de hoy… que ha estado guay, justo es decirlo.

–        Y tú, Joan… ¿Me dejarás ser tu amigo?

–        Carlos contéstame a una pregunta: ¿quieres ser mi amigo, o quieres follar conmigo?

–        Podría querer las dos cosas…

–        Carlos, en tu caso, te dejo elegir una. Si quieres follar, el viernes quedamos, y te juro que vas a echar el polvo de tu vida. Y si quieres ser amigo mío, quedamos el viernes para ir a ver una peli al cine, y cenar unas hamburguesas, y te invito a un cóctel en un sitio fetén. Y hablamos, y me cuentas, y te cuento.

Carlos se quedó pensativo. Joan le había calado… no sabía qué se hacía con los amigos. No estaba preparado para tener detalles, para escuchar, para hablar, para no pensar necesariamente en follar… todas sus necesidades siempre las había saciado con ese tipo de cercanía, de roces. Creía que  bastaba, creía que no necesitaba más. Para él, el sexo era fácil. Más fácil desde luego que preocuparse por alguien… más seguro que desnudar su alma delante de alguien… Pero el Fermín ese se le metió por otro lado. Ese espíritu roto, o lo que fuera, esa pasión desenfrenada, desesperada, le tocó, le rompió algo ahí dentro. Y le hizo necesitar más. Pero… en esa liga no sabía jugar. Se dio cuenta de lo solo que estaba. Se dio cuenta de que necesitaba a alguien. De que siempre lo había necesitado. Pensó que Joan era su salvación… pero no supo… quiso follar, porque era lo que dominaba… y a lo mejor lo jodió todo. Necesitaba el sexo para sentirse seguro… necesitaba una ración de conquista, de caricias, de éxtasis… una pena que Joan no quisiera… se había informado y todos decían que era con diferencia el mejor amante que habían tenido…

Y ahora le ponía en esta disyuntiva… amigo o follar.

–        Yo es que sigo pensado que se pueden hacer las dos cosas.

Joan le miró con una media sonrisa.

–        No estoy tan seguro. A muchos el sexo les condiciona. Creen que les da ciertos derechos de posesión.

–        Con Jaime follaste.

–        Sí. Follé. El día que le conocí. Y le dejé tirado para irme a follar con Fermín. El día que te conocí… recuerda… Es una de las decisiones que más lamento haber tomado. Jaime hubiera sido una gran pareja. Hoy, mientras se vestía, le miraba, tan nervioso por ver a Ricardo y su familia… y le vi verdaderamente hermoso. Porque a su mayor o menor belleza física, vi en un flash su belleza interior. Todo eso que me va enseñando cada vez que quedamos… Y verdaderamente le deseé… Fue una cosa… He tenido a los dos mejores hombres del planeta colados por mí, y a los dos he ignorado, hasta que era tarde. Hoy me hubiera quedado en su casa, amándole con pasión… nadie sabe lo que me tuve que contener… ayudaste tú mucho con tu llamada, cabrón…

–        Vaya, no sé si es bueno o malo…

Joan ignoró el comentario…

–        No hubiera pasado nada, porque Jaime está enamorado de Ricardo. Y porque yo quiero a Ricardo como si fuera parte de mí. Y precisamente porque a Jaime estoy empezando a conocerlo, y me gusta, y creo que si… bueno… que podría ser un gran amigo mío.

Joan se quedó callado nuevamente. Miraba el suelo… había dejado hacía un rato su vaso en la mesa, ya vacío. Carlos se levantó y trajo la botella de Cardhu. Se la enseñó levantándola un poco, y Joan asintió. Carlos le sirvió como un dedo de whisky. Él también se echó.

–        No me has contado que tal todo en las bodas de plata de los padres de Ricardo.

Joan sonrió… entre medio afectado por el whisky, medio triste…

–        Sabes, a veces estás asistiendo a un desastre natural… el otro día vi en la tele una montaña en un pueblo de Italia que se cayó… y unos señores lo veían en la distancia, y hacían gestos de impotencia… sabes… hoy todo esto has sido así… iba viendo como todo se iba derrumbando, y no podía hacer nada. Y todo se ha ido a la mierda…

–        Pero… – Carlos se dio cuenta de que no era momento para hacer más preguntas, sino para esperar que Joan hablara.

–        Algo le mosqueó a Ricardo. Una mirada, o el beso que le di al saludarnos Jaime y yo. O ambas cosas. ¡O yo qué sé! O el que estuviéramos hablando… precisamente le contaba los detalles de nuestra mañanita movida… incluso tuvimos un momento de debate acalorado, porque él no estaba muy de acuerdo en las decisiones que había tomado… y se le notaba preocupado… me gustó notar esa preocupación… sabes Carlos, Jaime tampoco es de muchos amigos. Y ahora que empieza a encontrar algunos, pues… se le nota a gusto… y eso a lo mejor ha sido su perdición.

Joan calló. Bebió un sorbo de su whisky. Empezaba a notar ese relax que produce el alcohol tomado en compañía tranquila, alrededor de una buena conversación, o de una tanda de confidencias, como en la que estaban ahora.

–        Creo que estoy borracho, Carlos. Como esto lo cuentes a alguien, te mato. Te meto el cuchillo de cortar chuletones por el culo.

–        Tranqui, Joan “el carnicero”… mis labios permanecerán sellados.

–        Pues mira… Carlos querido, ven acércate que te lo cuento al oído, para que no lo escuche el vecino de enfrente. Que creo que tiene micrófonos puestos… – Joan arrastraba ya las palabras – Mira Carlos… acércate más, que no te voy a morrear, tranquilo… huy, pero si estás caliente… te pongo ¡jodido!… ¡como te pongo!…

Carlos apartaba la mano de Joan que intentaba tocar su paquete, que efectivamente estaba a cien, no tanto por la cercanía de Joan… es que había notado que esas confidencias le excitaban… era el hombre más feliz… por primera vez en su vida, alguien le iba a hacer confidencias de amigo… Carlos se estaba poniendo rojo de los nervios… y de la vergüenza…

Joan se cansó del juego de la excitación, para tranquilidad de Carlos.

–        Pues mira, resulta que Ricardo se mosqueó. Ya te lo he dicho, y si no te lo digo ahora. NO nos hizo ni caso. Nos dejó tirados en la iglesia. Llegamos al restaurante… nos puso en una mesa con los niños, según él no había otro sitio. Mentira, porque oímos a su padre discutir con él… Intentamos hablar con él, pero cada vez que nos acercábamos nos tiraba encima o salsa, o comida… o vino. Siempre acabábamos yendo al baño a limpiarnos. Jaime pidió un San Francisco sin alcohol, pero por cómo acabó, eso tenía más alcohol que este whisky. Nos ignoró, nos insultó… nos despreció… y encima tienes que escuchar esos comentarios de la gente sobre los maricas, y las relaciones… familia moderna, pero menos…

Se pasaba la lengua por los labios, se le notaba que tenía la boca completamente seca. Carlos se dio cuenta y se levantó a por una botella de agua al frigo.

–        Sabes, Carlos, hoy he perdido a dos amigos. Porque no creo que sea una buena idea acercarme a Jaime. Soy un problema entre Jaime y Ricardo.

–        No digas bobadas, Estás borracho, Joan. Mañana…

–        Mañana mierda Carlos. Carlitos… eres el único que quiere se mi amigo, y eso es porque estás desesperado, Carlitos… Nadie quiere ser mi amigo…

–        Eres un gilipollas, ¿sabes? Mañana seguimos hablando. Duérmete, anda.

–        Quédate a dormir, Carlos, es tarde…

–        Anda, anda, si son las 11. Me voy y…

–        No, quédate, puedes dormir en la habitación de invitados.

–        Ya tienes un invitado, me voy.

–        Duerme en mi cama entonces, yo me quedo aquí, tan agustito.

Y diciéndolo se tumbó en el sofá, y se acurrucó sobre si mismo…

–        No, no, vete a la cama…

–        Que no, déjame… aquí estoy guays de la muerte… que bien vas a empezar a saber lo que es la amistaddddd, velando mi cogorza… estoy borracho Carlos… borrachera de las lloronas… soy un desgraciado…

–        Duérmete pesado. Cuando te oiga roncar, me iré a tu cama.

–        Eso, así te puedes masturbar con mi olor…

–        Eres un cabrón hijo de puta – no pudo evitar sonreír…

–        Has elegido mal, Carlos, debías haber escogido follar conmigo… no valgo nada como amigo.

–        No digas tonterías… además no he elegido todavía…

–        Sí, sí has elegido… que lo sé yo…

–        Bah… sea la decisión que sea, hasta el viernes puedo cambiarla todavía.

Pero ya solo le respondieron la respiración pesada de Joan.

–        No hago nada bien…

Y esta vez sí, ya cayó completamente dormido.

Carlos se acercó a él, y le quitó el vaso que aún llevaba en la mano. Lo  llevó a la cocina, y fue a por una manta a la habitación. Le tapó y se le quedó mirando un buen rato.

Se agachó y le dio un beso en la mejilla.

Pensó en irse, pero al final, se fue a la habitación de Joan, y se metió en su cama.

Olía a Joan.

Inspiró profundamente, y sin saber como, se quedó dormido casi inmediatamente.

______

Capítulo 37:

– ¡Qué te largues! Jonás ¡que te largues!

– Ricardo, me dijiste…

– Dije mierda. Lárgate, gilipollas. No quiero ni verte. Eres lo más imbécil que ha parido madre. Te odio, ¿te enteras? Te odio. Y a ver cuando descubres de una puta vez que eres más maricón que yo.

– Oye tío…

Ricardo le empujó violentamente y le sacó de su habitación. Jonás cayó de espaldas en el suelo, y se golpeó la nuca con la pared. Lloraba… no tanto del daño sino de la humillación que estaba sufriendo por su hermano.

Manuel fue a ayudar a su hermano pequeño, y se lanzó a por Ricardo, pero éste le dio un puñetazo, que le hizo sangrar ligeramente de la nariz.

Sus padres llegaron en ese momento. Venían riendo… contentos… Se les quedó la risa helada al ver la escena. Jonás levantándose del suelo, Manuel sangrando de la nariz…

Mati fue a ayudar a sus hijos, pero Jonás rechazó su ayuda. Se fue sollozando a su habitación. Manuel no le dejó ni que lo mirara.

Alberto fue directo hacia Ricardo, entrando en su habitación, y se plantó delante de su hijo. Pero no pudo llevar la iniciativa. Ricardo se le adelantó.

– Te odio papá. No puedo expresar el asco y el odio que te tengo. Me has hecho quedar en ridículo. Ojalá hubierais abortado, ojalá te hubieras muerto en alguno de tus viajes… ¡¡¡Te odio!!! ¡¡Os odio a todos!! Preferiría estar muerto…

– Ricardo, baja un poco…

– ¡Que te largues! ¡Es mi habitación!

Ricardo intentaba empujar a su padre fuera de ella

– ¡Te odio! – gritó a pleno pulmón

Alberto le dio una torta. Estaba alterado, como nunca en su vida.

– Es tu habitación, pero es mi casa. Esa puerta abierta. Y como vuelvas a gritar a alguno de tus hermanos como has hecho con Jonás, o con Manuel, y no te digo nada si les levantas la mano a alguno de ellos, ahí tienes la puerta.

– Alberto… – Mati intentaba serenar a su marido

– Ni Alberto ni leches. Este gilipollas ha conseguido… me callo. Me callo, porque todavía le suelto otro guantazo, gilipollas… decirle eso a Jonás que lo único que ha querido toda su vida es que le abriera este imbécil que… que… que le diera una pequeña parte de la atención que le dedicaba a Manu… y encima luego le planta un puñetazo al otro…

Manu estaba en el pasillo…

– Y tú, Manu, como te vuelvas a meter a Dios con tu hermano… te parto la cara también. Tanto Ricard, Ricard… la madre que te parió… ¡¡Joder!!! Maldita la hora que decidimos celebrar las Bodas de Plata.

– Alberto… vamos… – Mati tiraba de su marido – vamos, te preparo un chocolate… déjales…

Ricardo estaba quieto, de pie. La mano sobre su mejilla. La primera vez que su padre le daba un tortazo, por pequeño que fuera. La primera vez que veía a su padre fuera de sus casillas. Sin darse cuenta, empezaron a rodar las lágrimas por sus mejillas. Se sentó en el suelo, a los pies de la cama. Desde la puerta de su habitación, apenas se le veían sus zapatos negros, y el dobladillo del pantalón. De su cara, apenas la nariz y un poco de sus mejillas… llorosas… pero silenciosas…

Mati preparó ese chocolate. Se sentaron los dos en la cocina, sin haberse cambiado de ropa aún. Callaron los dos. Mati se estiraba de vez en cuando para poner su mano sobre la de su marido.

Manu se limpió la nariz y la sangre de la cara. Intentó hacer lo mismo con la sangre que había caído en su ropa, pero lo único que consiguió es extenderla.

Jonás lloraba en su habitación, sentado en su cama.

Manú se fue a quitar el traje, y ponerse un chándal viejo.

Jonás se quitó sus zapas negras.

Ricardo no movió ni un músculo de su cuerpo. Solo pestañeaba de vez en cuando.

Alberto se relajó un poco con el chocolate.

Mati aprovechó a quitarse el vestido. Al pasar por la habitación de Ricardo, se le quedó mirando un rato.

Manuel se cruzó con ella camino de la cocina. Mati intentó acariciar a su hijo, pero éste le apartó la mano sin contemplaciones.

Mati llegó a la habitación de Jonás. Lloraba como un desesperado. Se dio la vuelta, y se fue a buscar a Manuel.

– Quédate con Jonás.

– Pero…

– Manu, tú sabes hacerlo. Lo has hecho miles de veces con Ricardo. Jonás también necesita eso de sus hermanos. Es lo que más necesita.

– Mamá…

– Hoy te toca eso…

– Pero Ricardo…

– Déjale.

– Pero…

– ¿Quieres que te suelte otro puñetazo?

– Me da…

– Jonás también es tu hermano. Y te necesita. Os necesita a los dos. Pero estáis los dos demasiado ciegos.

– Vete tú…

– Es lo que más deseo ahora mismo, Manu, te lo puedo asegurar. Sentarme con él y abrazarle hasta mañana. Es lo que me pide el cuerpo. Pero creo que… es el momento de que tenga algo de lo que siempre ha deseado, y eso es, a sus hermanos.

Manu hundió sus hombros, dándose por vencido. Bebió un vaso de leche, ante la indiferencia de su padre. Y se fue hacia la habitación de Jonás.

Se paró un momento a observarle. No recordaba la última vez que habló con él. Quizás su madre tuviera razón. Quizás le hubieran dado un poco de lado. Recordaba ahora algo que dijo Jonás antes de la ceremonia… algo así como que nunca había tenido tiempo para él… no lo recordaba exactamente.

Entró despacio. Se sentó en la cama. Apoyó su espalda en la pared, y le obligó a recostarse sobre él. Le abrazó fuerte… Jonás seguía llorando. No dijeron nada. Al cabo de unos minutos, Jonás echó la cabeza hacia atrás, haciéndola descansar sobre su pecho.

Alberto apuró su chocolate, y se fue a su habitación. Se quitó los zapatos, y se tiró en la cama con el traje puesto. Se acurrucó en su esquina y… cerró los ojos. No dejaba de ver la cara de estupor de su hijo al recibir la torta. No podía apartar de su mente, la cara de odio con la que le gritaba… “¡Te odio! ¡Te odio! ¡Ojalá estuvieras muerto!” Resonaban en su cabeza los gritos… la voz ronca de su hijo, ronca de hablar, de la bebida… ¿del odio? ¿La desesperación?

Mati se acercó nuevamente a la habitación de Jonás. Vio a sus hijos abrazados. Se les notaba que no estaban acostumbrados. Sería la primera vez que cualquiera de sus hermanos se había abrazado así a Jonás. Pero creía que a su hijo pequeño le vendría bien. Ella intuía que era lo que siempre había querido… romper esa unión… convertir esa pareja en trío. Pero Jonás se refugió, al no conseguirlo, en ese aparente desapego a todo y todos. En un sarcasmo pasota, a veces exagerado. Era su defensa. Quizás era tarde… no estaba precisamente en la edad en que se buscan los abrazos, y la compañía ni de hermanos ni de padres… pero hoy, creía que le iba a sentar bien.

Mati se fue a la cocina. Cerró la puerta, y se puso a trabajar. Abrió el frigo, abrió los armarios, y se hizo su planning. Era su escapatoria. La cocina. Hoy tocaba experimentar.

Estuvo hasta las 3 de la mañana. No siguió, más que nada porque estaba agotada.

Apagó la luz de la cocina.

Primero, la habitación de Ricardo. Sin cambios. Quizás las piernas un poco más estiradas.

La de Jonás. Seguían los dos abrazados. Pero no dormían. Ninguno.

Su habitación. Su marido rebuscaba en una caja. Su paquete de cigarrillos. Hacía dos años que no fumaba.

Sin mirarla, salió de la habitación. Iría a fumar en el salón, pensó Mati.

Se puso su camisón.

Se tumbó en su lado de la cama.

No podía dormir.

Lo intentó un rato.

Se levantó de nuevo.

Camino inverso a través del pasillo.

Jonás y Manuel, igual.

Ricardo, sin cambios.

Su marido, tirado en el sofá. Se había quedado dormido… pero soñaba. Tenía todo el cuerpo tenso, el ceño fruncido… parecía que se estaba pegando con alguien en sueños.

Le puso una manta por encima.

Volvió.

Ricardo sin cambios.

Jonás tenía los ojos cerrados. Manuel también. Seguían abrazados.

Se tumbó en la cama. Se puso música bajita.

Cerró los ojos.

Pero no durmió.

______

Capítulo 38:

Joan se despertó a las 4 de la mañana. Creyó escuchar el sonido del móvil: un mensaje. Se desperezó poco a poco.

Tardó en situarse. Se sorprendió de estar durmiendo en el salón. Encima podía haber abierto el sofá, que al fin y al cabo era sofá cama. ¿O era el del despacho? Era el del despacho… otro día se acordaría… aunque no sabía ni siquiera si tenía sábanas… ¿Y por qué estaba durmiendo en el sofá? No lo entendía…

– ¡Hostias! Qué dolor de cabeza. Puta mierda…

Intentó levantarse, pero se mareó un poco. Se quedó un rato boca arriba, intentando relajarse. Respiraba profundo y despacio.

Lo volvió a intentar al cabo de unos segundos.

Dolía la cabeza al moverla. Era como un martillo hidráulico, de esos que utilizan para levantar las calles… ta, ta, ta… a ritmo de latido de corazón… corazón que estaba un poco desbocado, por cierto… Se sujetó las sienes con fuerza, parecía que así el golpe del martillo era menos duro. Pero al menos esta vez se pudo sentar.

Se quedó así un rato. Otra vez respirando profundo y despacio. Intentando dejar la mente en blanco. Menos mal que había dejado una luz encendida del salón. Así al menos no tendría que pensar como llegar hasta dónde estaban los interruptores.

Pensó en lo que había hecho que se despertara.

El móvil. Un mensaje.

Pero… ¿Dónde lo había dejado? Otra vez su cabeza le indicó que no estaba preparada para trabajar todavía. Volvió a sujetarse las sienes con fuerza, hasta que el martilleo volvió a bajar de intensidad.

Despacio, se pudo levantar, agarrándose a la mesa y al respaldo del sofá. Otra vez la cabeza… Cuando ésta dejó de martillear, recorrió los lugares en dónde podía haberlo puesto. Al final lo encontró en la mesa de la cocina… aunque no recordaba haberlo dejado ahí para nada. De hecho no recordaba haber entrado allí… daba igual.

Era un mensaje de … ¡Ricardo! Miró la hora… las 4,22.

“Eres un cabrón hijo de puta. Me has quitado a Jaime. No quiero verte en mi puta vida”

Una maza golpeó por dentro su cabeza.

Abrió la nevera, y sacó un brick de leche, que bebió a morro.

Abrió un cajón y sacó aspirinas.

No sabía que hacer, si contestarle… al final cogió el móvil y escribió:

“Mañana quedamos y lo hablamos. Te estás columpiando. Y bien harías en llamar a Jaime que está out.”

No tardó ni 2 minutos en recibir respuesta:

“Una mierda. Si te veo a ti o a ese desehco, os parto los huevos. Quédate con tu Jaime de los cojones. Que os aproveche”

No se lo pensó:

“eres un puto inmaduro con la autoestima plof. No sabes lo que tienes, y lo vas a perder por cagueta. Y ten cuidado no te parta yo los huevos a ti, por imbécil”

Y apagó el móvil.

Mañana pensaría algo con que arreglar esto. Si seguía contestando a los mensajes, al final iba a ser más difícil todavía arreglar nada.

De repente se quedó parado. Se oían como unos gemidos… no… eran llantos… o gritos ahogados… caminó hacia el pasillo… venía de la puerta del cuarto de invitados… ¿Estaría follando ese chico? No… no era posible… ¿Con quién lo iba a hacer? Joan se llevó de nuevo las manos a la cabeza. Le estaba dando otra vez punzadas de dolor… apretándola con sus manos parecía que se mitigaba un poco el dolor. ¿No sería Carlos que se lo había pensado y…? No… Carlos no follaría en la vida con ese chico… cuyo nombre no recordaba, por cierto… Carlos apareció también por la puerta de su habitación… Le habían despertado los ruidos…

Se miraron extrañados. Joan tomó la iniciativa y llamó con cuidado a la puerta. Aplicaron el oído, pero nada cambió. Seguían los ruidos… esa especie de gemidos… Joan y Carlos se miraron. Al final Joan optó por abrir despacio la puerta.

Solo estaba Diego. Estaba en la cama, se movía como un poseso. Gritaba… pataleaba como si estuviera intentando librarse de alguien que le agarraba, o que le quería atar. Estaba empapado de sudor… su cara denotaba terror…

Joan miró a Carlos, pero este hizo un gesto de ignorancia, y de pasar del tema. Joan iba a salir de la habitación siguiendo a Carlos, pero algo le impulsó a volverse y acercarse a la cama. Le puso la mano en el hombro, y le llamó por su nombre, el cual acababa de recordar, para intentar despertarlo. Pero no lo consiguió.

Al final se decidió a ser más contundente, y lo agitó con decisión.

Diego abrió los ojos. Se incorporó de golpe. Miraba alrededor y parecía no recordar dónde se encontraba.

Estaba completamente empapado.

– Tranquilo, Diego… tranquilo. No pasa nada. Solo estamos nosotros – Joan se había separado unos pasos de la cama, al sobresaltarse por el repentino despertar de Diego.

– ¿Vosotros? Ah sí, el chico mala gente que le dieron de su propia medicina, y el chico justiciero.

Carlos y Joan se quedaron atónitos.

– Vaya, gracias. Si lo llego a saber, te dejo aquí nada más traerte, y que te las hubieras arreglado tu solito, no te jode – Carlos dirigía su mirada indignada a Joan en busca de apoyo.

– Perdón… no sé lo que digo – Diego le miraba con cara suplicante.

– Ya, ya, no lo sabes – Joan imprimió un deje cantarín a su forma de hablar, para intentar quitar hierro al asunto; veía que Carlos se lo había tomado a pecho – Para no saberlo, has sido bastante perspicaz.

– Oye, tú, no te pases – apuntó Carlos que empezaba a enfadarse de verdad, y no percibió el tono de broma que intentaba dar Joan a la situación.

– Tú mismo lo has dicho esta noche – Joan abrió los brazos para intentar que Carlos cogiera el tono jocoso.

– Una mierda. Además estabas pedo. No te habrás enterado bien del asunto.

Joan dejó la disputa con Carlos para otro momento, porque vio que iba a derivar al final en una discusión.

– ¿Estás bien? Tenías una pesadilla – preguntó a Diego, dándole la espalda a Carlos.

– Sí, tal vez… – Diego no parecía tener muchas ganas de hablar sobre el tema.

– Bueno, yo me voy a dormir – dijo Carlos – para la opinión que tienes sobre mí, mejor te doy el OK y me voy a sobar.

– Carlos, perdona, yo…

– Déjale, anda, no ha tenido buen día.

– Pero yo no quería decirle… – miraba implorante a Joan, como intentando que le comprendiera para que le explicara a Carlos y le perdonara.

– Da igual. Además, solo has dicho la verdad. Y él lo sabe.

– Ya, pero yo… da igual – Diego parecía que se resignaba. Otro de sus errores, pensó.

– ¿Tienes algo para cambiarte? No puede seguir con ese pijama. Ahora te traigo otras sábanas y las cambiamos en un momento.

– No de verdad, no hace falta… no tienes buena cara… ya me las apaño. Ya es bastante que me dejes dormir aquí un par de días. Mañana mismo me pongo a buscar…

– No hace falta, te puedes quedar aquí. No necesito la habitación.

– Pero…

– Mañana lo hablamos. Levántate y quítate eso. Voy a por sábanas secas.

Joan salió de la habitación, mientras Diego se levantaba y se quitaba el pijama. Rebuscó en su maleta y al final sacó una camiseta y un calzoncillo. No encontró el otro pijama que tenía.

Joan había entrado otra vez, y estaba quitando las sábanas mojadas de la cama. Diego se tapó sus genitales de forma instintiva.

– Esta mañana no eras tan pudoroso – Carlos había vuelto.

– Bueno es que… me va por momentos… la situación es distinta…

– No le hagas ni caso. – le dijo Joan a Diego – ¿Y tú no te ibas a sobar?

– Venía a echar una mano, pero si sobro…

– Tu mismo. Pero si vienes a ayudar, coge de ahí y estira. Y deja tus comentarios mordaces para mañana – esto último se lo dijo casi al oído, cuando le acercó una de las puntas de la sábana.

En un momento Carlos y Joan hicieron de nuevo la cama. Diego se protegió un poco de la vista de sus compañeros, y se acabó de cambiar.

– ¿Quieres hablar de tu sueño? ¿Te ha hecho Juan Carlos algo?

– No, no… no más de lo que ya sabéis. Bueno de lo que le conté a Carlos esta mañana.

– Pero si no me has contado nada, capullo.

Joan no hizo caso a la apreciación de Carlos.

– Nos ha parecido que luchabas contra alguien que quería atarte, o que te pegaba…

– Era una pesadilla, solo eso…

– ¿Seguro que no es algo que te haya hecho ese cabrón? Dímelo que vuelvo y…

– No, no, por favor. No… no hace falta.

– ¿Te ha hecho chantaje de alguna forma? Diego, puedes confiar en nosotros…

– No, no de verdad… – Diego imploraba con la mirada que le creyeran, iba mirándolos alternativamente.

Diego empezaba a ponerse nervioso. Joan decidió dejar de preguntar.

– Si cambias de opinión y quieres hablar, ya sabes que puedes. Y por la habitación no te preocupes, te quedas aquí por una temporada.

– No quiero molestar…

– Y dale, al final le voy a dar yo una leche… – dijo Carlos mirando a Joan.

– Carlos, ¡cómo estás! Déjalo anda, yo queriendo que se relaje, y tú…

– ¿Pero has visto lo que me ha dicho?

– La verdad. Y ya está. Duele, pues te jodes – le dijo sonriendo y guiñándole un ojo.

Diego bostezó aparatosamente.

– A roncar toca. Vayámonos y dejemos a éste dormir. Te cierro la puerta…

– No, si no te importa déjala abierta…

Joan se le quedó mirando pensativo.

– Ok. Descansa.

Carlos y Joan se fueron de nuevo al salón. Carlos señaló la botella de Cardhu… pero Joan le hizo el gesto de darle una ostia de revés.

– Podrías llamar a ese detective y que le investigue.

– ¿Qué detective?

– ¿No ibas a llamar…?

– Deja ese tema. Si he dicho algo, olvídalo.

– Ok. Pero es muy raro. Parecía que estaba recordando algo… Yo que tú lo investigaba. Para ayudarle y eso.

– No sabía que fueras un poco maruja. ¿O es que te gusta?

– Para nada, ¿flipas? Pero si es gordo.

– Ya, ya, gordo. Pero es guapo. Y le gustas.

– A ese le gusta cualquier cosa que tenga polla, no te jode.

– Ya, ya…

– ¿Vas a investigar? Yo…

– Pero tío… ¿Por quién me has tomado? Y que perra te ha entrado.

– Perdona, pero lo de hoy, da una idea distinta completamente de ti. No conozco a nadie que sea capaz de esa escenita de la mañana. Ya me contarás…

– No te contaré nada – le cortó tajante – Mucho deberás avanzar en tu capacidad de hacer amigos, y de conquistar esta plaza – Joan se señalaba a si mismo – para que te cuente según que cosas.

– Pues no me cuentes, pero…

– Si le investigo a él, te investigo a ti. Porque tu historia de hoy, no pasa ni media prueba.

Carlos se quedó callado.

– ¿No confías en mí? – contestó ofendido.

– No es eso, Carlos. Pero hoy no me has contado toda la verdad.

– ¿Me has investigado? – le espetó desafiante.

– No jodas. Ni lo haré. Pero… ¿qué te has creído?… Sabes, ahí fuera, en la puta calle, de donde vengo, o distingues a un mentiroso, o tienes menos horas de vida que las de una mariposa.

– No sé por qué dices eso…

– Ni yo. Dejemos el tema. A dormir.

– Pero que sepas… – Carlos intentaba explicarse…

– Mañana me cuentas lo que quieras. Esta puta cabeza no deja de darme martillazos… la madre que me parió… como me entere de lo que el idiota de Ricardo nos echó en la bebida, le…. A dormir, ya basta de problemas y de… lo que sea por esta noche. Y no apagues la luz del pasillo…

Carlos se levantó y se fue hacia su cama de esa noche.

Joan se tumbó de nuevo en el sofá, y apagó la luz.

Carlos apagó la del dormitorio. Pero por mucho que lo intentó, ya no consiguió dormir ni un minuto más esa noche.

______

Capítulo 39:

Ricardo pensó que estaba haciendo el tonto mirando las musarañas y decidió que era un buen momento para irse a dar una vuelta. Eran las 7 de la mañana. Salió de su habitación sin hacer ruido, y se fue a duchar.

Manu había decidido ir a correr, pero al escuchar a su hermano, esperaró a que se fuera.

Jonás no había decidido nada. No tenía ganas.

Ricardo se duchó rápido. No tenía ya en que ni en quien soñar. Se vistió y se fue a la cocina. Bebió un vaso de leche, y dejó una nota en el frigo diciendo que no vendría a comer.

Salió de casa. Y se fue con paso decidido a ningún sitio.

Si su padre o su madre le sintieron irse, no hicieron ni intención de hablar con él.

Manu espero a estar seguro de que se había ido. Le hizo un gesto a Jonás, y éste se apartó. “Duerme un poco” le susurró. Jonás no le contestó. Se tumbó y le dio la espalda.

Se duchó y salió de casa.

Empezó un trote suave. Sin haberlo previsto, al cabo de un rato estaba corriendo por delante de la casa de Jaime

Jaime no consiguió dormir en toda la noche. Repasó cada gesto, cada palabra desde que llegó a la Iglesia, hasta que se fue. A las 8 se levantó al servicio. A las 8,05, cogió el teléfono y llamó a la Uni para decir que se encontraba mal y que no iba a ir a las dos primeras horas. Le sustituiría Matilde, su ayudante. Seguro que le había dado la alegría del trimestre. Regalo de Navidad adelantado.

Jaime cambió la cama por el sofá. Le pesaban los ojos. Era como si tuviera una tonelada de pena en los párpados. Lo mismo que hacía escasamente 24 horas le producía felicidad, ahora le producía angustia, tristeza… dolor. Ganas de no seguir viviendo. A parte del dolor de cabeza y la boca pastosa, seguro a consecuencia de ese san francisco “sin alcohol”, del que había bebido por litros.

Pensó en el momento en que Carlos le llamó a Joan. Quizás fue esa llamada, sin pretenderlo, la que había cambiado algo. Carlos parecía que estaba llamado a marcar la vida de Ricardo, y la de la personas que le rodeaban. Tenía su punto curioso y hasta gracioso. Pero Jaime en esos momentos, no tenía ganas de disfrutarlo.

A las siete y media, Carlos decidió levantarse e irse. No tenía ganas de encontrarse ni con Diego ni con Joan. Esa afirmación de Joan de que le había mentido esa mañana, le había descolocado. Él creía que había urdido bien su historia. Quizás no la dijo con la suficiente determinación. Le asustaba que Joan pudiera enterarse de la verdad completa. No era por Joan, era porque… él había decidido enterrar su pasado. Y la mejor forma de hacerlo era que nadie lo supiera. Joan tenía sus secretos ¿por qué no podía tenerlos él?

Salió de puntillas, y se fue a su casa.

Joan escuchó el ruido que hizo Carlos al cerrar la puerta. Aprovechó para incorporarse. Miró el reloj. Apenas había dormido media hora. Iba a ser un día largo. Y no tenía ni idea de por dónde empezarlo. Debía atar el tema de Juan Carlos. No quería que se le escapara de las manos. Debería intentar hablar con Ricardo. Debería llamar a Jaime, para comprobar que estuviera bien. O quizás, debería plantearse no hablar por una temporada con él. Quizás eso beneficiaría el que se volvieran a encontrar… ¡qué gilipollas Ricardo! ¡Qué forma de complicar todo… y si encima supiéramos qué le había llevado a comportarse cómo lo hizo! Muchos quizás, y pocas certezas.

Se levantó y fue a la cocina. Se acordó de Diego, y pasó por delante de su cuarto. No estaba.

– ¿Diego? – le llamó en voz alta.

Nadie contestó.

Dio una vuelta rápida a la casa, pero no lo encontró.

– Pues sí que se ha ido pronto.

Diego estaba enfrente de su casa hasta el día anterior. Estaba apoyado en el coche. Curiosamente en el mismo sobre el que habían discutido Joan y Carlos antes de subir a enfrentarse con Juan Carlos. De repente se echó a reír… Joan y Carlos… y Juan Carlos. Casualidades de la vida…

Recordó como había venido hacía apenas 3 meses a enfrentarse a una vida nueva. Ciudad nueva, vida nueva. Nadie le conocía… en aquel momento le pareció lo mejor. Empezar sin conocimiento del pasado.

Pero se encontró con que su pasado, aunque no era conocido ahora por nadie de su nuevo entorno, él si lo conocía. Y la pesadilla de esa noche, era la prueba de que seguía pesando y afectandole, a poco que las cosas se torcieran.

No obstante le gustó el piso, y en un primer momento sus compañeros le cayeron genial. Pero a los pocos días, el juego extraño que se traían… Juan Carlos intentó follar con él… pero aunque estuviera desesperado, pensó, era mejor no comerse una rosca que hacerlo con semejante energúmeno. Era feo, además. “No era su tipo”, se repetía.

Pero aún con todas esas cosas raras, pensó que tras unos comienzos difíciles, esto era un paso para olvidar, para dejar de mirar atrás… para otear el horizonte que tenía por delante. Pero un bate de béisbol, describiendo círculos por el aire, y estrellándose en un cuerpo… bastó para que todo el pasado volviera. No… no quería volver a las pastillas… no quería volver a pasar las noches en blanco, para evitar que la “oscuridad” conquistara de nuevo su espíritu.

Llevaba ya dos horas largas perdido en esos pensamientos. Con una medio sonrisa amarga en su cara. Se irguió, se frotó el culo, que se le había quedado un poco frío de estar apoyado tanto tiempo en el coche, se subió los cuellos del plumas, y con paso lento se alejó de allí. Se giró un poco, y saludó con la mano, a modo de despedida de ese sitio que fue, o pudo ser, pero que no será. Otro escenario fallido, pensó. Sin darse cuenta cruzó el paso de cebra sin mirar… un coche frenó en seco a pocos centímetros de sus piernas. Se quedó blanco… y cruzó el resto de la calle corriendo…

Jaime estaba blanco también. Lo único que le hacía falta era atropellar a un chico a las puertas de la Universidad. Iba disparado… Matilde le había llamado diciendo que se había quedado afónica. Para una vez que la dejaba dar las clases, y… a la segunda, se queda sin voz. Él no estaba para dar clases… no estaba de humor… no estaba en condiciones, le dolía la cabeza, el cuerpo… estaba jodido de… de amores. Amor.

– ¡Mierda!

Otra vez tuvo que frenar en seco. Se quedó mirando… pero si parecía que era el mismo chico… ¡Joder! Espero que no haya tercera… ya sabes lo que se suele decir…

Logró aparcar al final. No estaba acostumbrado a dar tantas vueltas, cuando venía en coche. Pero llegaba normalmente mucho antes que ese día.

Llegó corriendo a su despacho. Ahí le esperaba Matilde, toda triste y malhumorada. Matilde era una mujer de 33 años, que había enfocado su vida hacia la docencia hacía relativamente poco. Tenía mucho interés… y a veces mucha ansiedad. Hoy era el caso.

Matilde intentó excusarse, intentó… pero Jaime no le dio oportunidad. Estaba cabreado con el mundo, y aunque en otro momento la hubiera mirado condescendientemente, y se hubiera sonreído, y hasta la hubiera soltado alguna coña, hoy no estaba para esas tonterías.

Así que Matilde, al cabo de un par de minutos de comprobar que Jaime, su adorado catedrático no estaba para bromas, ni para excusas, ni para nada, se quedó callada sentada en una silla, con sus ojos húmedos, y la rabia comiéndola por dentro.

Jaime salió de su despacho, después de coger el material que tenía preparado para la siguiente clase, sin apenas mirar a Matilde.

Cuando salió, se chocó con un chico que parecía quería llamar a la puerta. Mientras se disculpaba sin prestarle la más mínima atención, y volvía a salir disparado hacia el aula que le tocaba, escuchó su nombre de boca de ese chico. Se paró en seco, y se volvió. Esta vez si que lo miró. Era Manuel, “el hermano”.

Sin poder refrenarlo, una rabia incontenible estaba invadiendo cada poro de su cuerpo. Jaime no había mirado en la vida a nadie con la cara de desprecio y odio que le ofreció a “El hermanísimo”. Fue a decir algo, pero se contuvo a tiempo.

Manu nunca hubiera pensado que la persona afable y tranquila que había conocido apenas hacía unas pocas semanas, pudiera transmitir tanto odio ni enfado como la expresión que acababa de sentir.

Cuando sin pretenderlo acabó en la misma calle en la que vivía Jaime, pensó que sería buena idea ir a verle, y preguntarle… y explicarle… o intentar que… ¿Intentar que? se preguntó a sí mismo. No sabía que había pasado por la mente de Ricardo. No sabía que le había llevado a comportarse de esa forma tan tonta. Y menos a hacer daño y con esa saña, y en público a dos de las personas que más quería. Le dio pena como se fue Jaime del restaurante. Con esa cara de tristeza, borracho perdido, de incredulidad… como se pasó toda la comida persiguiendo a Ricardo, y como éste no solo no le hizo caso, sino que le lanzaba puyas delate de todos los invitados, sobre todo de aquellos que tenía menos comprensión con su condición sexual. Y como con la excusa de una broma, le indicó a los camareros que le echaran vodka en el San Francisco.

El primer plato que acabó en la camisa de Jaime, la verdad es que le hizo gracia. Los niños reían alborozados. Porque Ricardo les había sentado en la mesa de los niños. Joan se partía el eje… hasta que unos 5 minutos más tarde, recibió un chorretón de salsa rosa en el pelo.

Pero Manu creía que, a pesar de todas las humillaciones que Ricardo les infligió tanto a Joan como a Jaime, lo que hundió a Jaime, fue, las miradas de desprecio, de asco, que le dirigía cada vez que se cruzaban.

Por primera vez Manu encontró a Joan perdido, sin saber muy bien como afrontar la situación. Intentó hablar con el un par de veces, pero Manu pensó que no debía hacerlo delante de su hermano. Creyó que eso le distanciaría de él… Tampoco le hubiera podido dar más pistas que las que le dio en el taxi.

Manu se encaminó hacia la cafetería de la Universidad. Se tomaría un bollo o algo. Tenía hambre. Tanta comida de campanillas, en restaurante guay, y al final, para lo que comió… aprovechó que un chico se levantaba de la mesa, y dejó su mochila en ella. Después intentaría volver a hablar con Jaime.

Carlos salió de la cafetería. Había intentado tomarse un café, pero apenas había podido con un par de sorbos. Era matarratas…

Seguía dándole vueltas a si le convenía ser sincero con Joan, o no. No acababa de llegar a ningún acuerdo consigo mismo. De repente miró el reloj, y se dio cuenta de que llegaba tarde a clase. “¿Iba a ir a clase?” se encontró preguntándose con sorpresa. Pues… a lo mejor era una buena forma para no pensar. Empezó una carrera tranquila por los pasillos de la Uni, hasta llegar a clase. No se dio cuenta de que hizo que se le cayeran los libros a un chico en uno de los pasillos adyacentes.

– ¡Capullo!- gritó Ricardo.

– Será hijo de puta – dijo ya en un tono más bajo mientras se agachaba a recoger todo lo que se le había caído.

– No hay una puta cosa que me salga bien. Sería mejor acabar con todo, la madre que me parió…

Había estado caminando a paso rápido desde que salió de casa por la mañana. Fue sin rumbo, aunque cualquiera que le hubiera visto por la calle, hubiera pensado que iba a algún sitio en concreto. Paso decidido, cabeza arriba. “¿De qué servía ir con la cabeza gacha?” “Para que luego te dolieran las cervicales”, se contestó en ese diálogo absurdo. Y levantó más la cabeza.

Había tomado la decisión de no volver a ver a Jaime, ni a Joan. Y a sus hermanos les evitaría en lo posible. Todos parece que se había posicionado en contra suya. Hasta sus padres. Ya era hora de que tomara las riendas de su vida. Hasta ahora le habían manejado y engañado todos. Eso se había acabado ya. Pero es que se tenía que haber dado cuenta… su mejor amigo y el lerdo ese de Jaime… follaron aquel día… seguro que estaban liados desde entonces. Pero jugaron a darle un caramelo al idiota de Ricardo. Seguro que había follado más días mientras se suponía que él estaba enamorándose por primera vez de alguien estupendo y bueno. ¡Hostias con los buenos! Por eso no le había propuesto follar, porque estaba montándoselo con Joan todos los días, y delate de sus narices. Valientes hijos de puta…

Se levantó ya con todos sus libros, y con el trabajo que debía entregar esa mañana vuelto a ordenar. Menos mal que no se había perdido ninguna hoja. Sería un coñazo buscar ahora un ordenador donde poder imprimirlo… Jaime y su despacho eran una opción, hasta el viernes anterior. La madre…

Al girar la esquina, le pareció ver a Joan. Se echó para atrás rápidamente. Hoy no quería verlo… ni a él ni a ninguno. Tenía que fijarse, si entraba Joan, él se daría media vuelta…

– ¡Ri…!

Joan se paró. Se lo pensó mejor y decidió no llamar a Ricardo, aunque lo había visto mientras se echaba para atrás en la esquina del pasillo. Estaba claro que hoy no quería hablar con él. Mañana sería otro día.

Debía entregar un trabajo. Un trabajo que con todas las movidas de los últimos tiempos, no había hecho. Venía a disculparse con la profesora. Tenía el tiempo justo para ir luego a ver a Jacinto. Esperaba que desde la llamada que le hizo el día anterior, le hubiera arreglado un par de cosas. Y le contara otras cuantas. Jacinto era el detective que solía contratar Ignacio para los asuntos que requerían un tratamiento especial. No quería jugársela con nadie, sin saber que terreno pisaba. Joan tenía la idea de que Jacinto sabía más sobre él, que él mismo. Seguro que Ignacio le mandó investigar. Un día se lo debería preguntar.

Llegó al principio del pasillo dónde estaba el aula. Vio a Ricardo hablando con los compañeros en la puerta. Así que decidió que se disculparía con la profesora en otro momento. Miró por la ventana, y ahí en el jardín, con los brazos abrazándose a si mismos, porque hacía frío, vio a Diego, sentado y pensativo. Tuvo la idea de bajar y hablar con él… pero desechó la idea. Ya hablaría con él mañana o pasado. No había prisa.

Diego miraba los edificios del Campus. Hoy, pensó, lo iba a dedicar a visitar esos rincones que en los últimos meses habían tenido una presencia destacable en su vida. Diego era de lugares. De calles que le evocaban una persona, un hecho. De edificios que le causaban tristeza o alegría, solo verlos, y recordar hechos y vivencias que tuvieron lugar en él.

Llevaba más de una hora sentado en ese banco, con el frío que hacía… y solo le venía a la mente… eso precisamente: frío. Nada destacable. Ni miedo, ni risas, ni memoria, ni tristeza. Su paso por la Universidad se había resumido en… nada. No le producía nada. Ninguna sensación. Nada. Nada. Nada.

Diego llegó a pensar que eso es lo que era: nada. Un nada pesado, con mucho volumen, eso sí. Pero nada, al fin y al cabo.

Pensó en ir a la cafetería. A lo mejor ahí encontraba alguna sensación. Al menos, encontraría un café caliente. Que ya lo iba necesitando. Se levantó con decisión, y entró en el edificio.

– Y tú a ver si te fijas por dónde cruzas la calle, idiota.

Jaime no se pudo contener. Acababa de salir de la peor clase que había dado en su vida y se había topado con el chico al que casi atropella dos veces. Otro día no le hubiera dicho ni hola. Pero hoy…

Se dirigió a su despacho. Descansaría un rato.

Manu le estaba esperando en la puerta.

Levantó su mano, para indicarle que no quería hablar con él.

Manu no insistió. Se hundió un poco de hombros, y dio media vuelta.

Ricardo salió de clase. Se puso los cascos, y se fue a caminar.

Jaime no estaba a gusto, y se fue a casa.

Joan se fue a arreglar los problemas de Juan Carlos. El detective le enseñó los informas que había preparado para éste. Había uno de Diego, y otro de Carlos. Al final, no debería decidir encargar o no las pesquisas. No los leyó en profundidad… no le parecía “legal” con sus amigos. Se entristeció pensando que la vida era injusta a veces con algunas personas. Era más triste todavía si esas injusticias eran cuando no eres lo suficientemente mayor para que toda la vida debas enfocarla para tapar, para olvidar… para superar. De todas formas, pensó, aunque le gustaba ayudar a la gente, pensó, no le gustaba demasiado el cariz que tomaban las cosas. No le gustaba ser una ONG. Parecía que atraía hacia él a gente con problemas y parecía que debería solucionárselos. Y no le gustaba ese papel… no.

Germán, el detective, le informó de lo que habían hecho él y su equipo el día anterior. Borraron cualquier vestigio de que Joan hubiera estado en ese piso. Juan Carlos y la chica, recogieron sus cosas y se fueron. Antes de tomar esa decisión, intentó llamar a Jacinto, que era también su detective, pero éste se negó a ayudarle. Conflicto de intereses, dijo. Y Joan y su marido, eran clientes de toda la vida, además de amigos, le dijo. Juan Carlos también intentó llamar a unos matones… prácticamente con el mismo resultado que con el detective. Parecía que Joan daba respeto.

Jaime llegó a su casa y se tumbó en el sofá. No había comido, pero no tenía hambre. Si consiguiera dormir un poco…

Diego al final decidió dejar la búsqueda de sensaciones, para el día siguiente. Volvió a casa de Joan, y se tumbó en la cama. Si consiguiera dormir un poco…

Carlos acabó la última clase. Salió del aula y se quedó parado en medio del pasillo. No sabía que hacer. Al final, se decidió por irse a casa. Se tumbaría en el sofá, y escucharía música.

Joan salió del despacho del detective. Estaba cansado. Pensó en llamar a Ricardo. O en llamar a Jaime. Pero no se decidió. Mejor se iba a dormir. Diego… podría hablar con él… Iría a comprar algo de comer al mesón de la esquina. Quizás eso relajara a Diego. Daba igual, si no, cenaría como un príncipe que no tiene ganas de cocinar.

Manu se rindió, y con el ánimo por los suelos, se fue a su casa. No contestó a los mensajes de Diana que le pedían explicaciones por haber roto con ella.

En cuanto llegó, se metió en su habitación. Se sentó en el suelo, y escuchó música.

No había nadie en casa.

Jonás llegó poco después.

Casi detrás, llegaron sus padres.

Cada uno se fue a su cuarto.

Mati fue a ver a Jonás a su habitación. Sintió el rechazo a cualquier acercamiento por parte de su hijo, así que se fue otra vez a su refugio: la cocina. Prepararía algo de cenar. Llevaría a los vecinos de abajo todo lo que cocinó la noche anterior y nadie había comido hoy. Seguro que darían buena cuenta de ella. Eran estudiantes, sin ganas de cocinar.

Mati se quedó parada en la puerta de la cocina. Y escuchó. No oía nada. Y eso en esa casa era algo extraño. Pensó en cómo volver a enderezar el rumbo. En como hacer que los gestos, las palabras hirientes, se olvidaran, o cuando menos se enterraran en una caja de seguridad de un banco. Para que curen las heridas que dejaron en el ánimo.

Iba a hacer una tarta. Estaba convencida de que mientras batía los huevos, se le ocurriría algo.

______

Capítulo 40.

Sonaba un móvil.

Gervasio salió disparado hacia el salón.

Fermín se quedó en la cama, medio dormido todavía.

Era martes. Dos días de glorioso éxtasis con Gervasio.

No recordaba Fermín un día tan pleno como el domingo. Desde que llegó Ger todo fue como un cuento de hadas. Cómo le curó las heridas, le invitó a comer, le llevó de compras… hacía semanas que no tenía la despensa tan llena como ahora. Y luego… cómo se quedaron los dos dormidos en la cama. Apretados.

No echó de menos el sexo. El placer que sentía era tan inmenso… que un millón de orgasmos no podían igualarlo. De vez en cuando abría los ojos, y comprobaba que esto no era un sueño. Que estaba apoyado en el pecho de Gervasio. Que le rodeaba con sus brazos. Notaba su respiración… tranquila… serena.

Llegó un momento en que Fermín no quería dormirse. Quería disfrutar despierto de este momento de felicidad. Quería sentir con toda su consciencia el placer de tener en sus brazos a Gervasio… Gervasio… Gervasio… un nombre que evocaba su amor, su felicidad, y también su desesperación.

De vez en cuando, en esa noche maravillosa, un flash se le aparecía y veía a Gervasio yéndose por la mañana a primera hora, en silencio, sin despedirse. Como tantas veces antes. Una vez incluso, se sobresaltó: se despertó de repente, y no estaba con él en la cama. Iba a levantarse de un salto, cuando escuchó la cadena del servicio. A los pocos segundos, se abrió la puerta, y ahí volvía él, bostezando y rascándose la pierna. Le vio despierto, y le sonrió. Se agachó, y le dio un beso en los labios.

– Durmamos otro rato, ¿te parece?

El lunes no quería ir a trabajar. Quería estar con él. Todo el tiempo. Sabía que en cualquier momento le abandonaría… sin despedirse. Por eso cuando esa mañana Gervasio le obligó a levantarse de la cama y se metió en la ducha con él, para que no se escaqueara, le preparó el desayuno, y le mandó al trabajo con una sonora palmada en el culo, Fermín no pudo por menos que… ir al trabajo. Gervasio pasaría el día en Palencia.

Cuando montaba en el coche, Fermín tenía la impresión de que ese sería el momento en que Ger aprovecharía para irse. Como siempre. Aunque tenía el pálpito de que algo no iba como siempre. No sabía concretarlo… pero sí… era algo diferente…

No le vino mal ir a trabajar. Además, empezaba a tener problemas en el trabajo. Una cosa era que fuera amigo de los dueños, y otra que aguantaran todas sus ausencias injustificadas, y su falta de efectividad y dedicación. Fue el primer día en mucho tiempo en que su jornada cundió. No quiso pensar en que su casa estaría vacía, o en que a lo mejor tardaba semanas en volver a ver a Gervasio.

– Sí, Rosa, dime.

Pero no se fue. Le mandó un sms como a las 7 de la tarde. Le citaba en casa para una cena romántica. “Romántica”. Se había propuesto no soñar con que las cosas podrían cambiar entre ellos, con que Gervasio se pudiera quedar a vivir con él, o… irse los dos a Santander. O lo que fuera… pero había escrito… “romántica”… “cena romántica”. Lo intentó evitar… con todas sus fuerzas. Lo intentó… pero su corazón se desbocó. Su cara parecía una línea curva hacía arriba… la cara era solo esa línea…

– No, Rosa, las cosas no son tan sencillas. No es blanco y negro todo. No me has dejado explicarme.

– …

– No, no, Rosa, no voy a mentirte más. Eso ha sido un error. Reaccioné como un desconsiderado ayer, y te pido perdón por ello.

La última media hora de trabajo, fue de una actividad frenética. Cualquiera que le hubiera visto en ese momento y comparara su actitud de cualquier día de la semana anterior, hubiera pensado que no eran la misma persona.

– Rosa, escúchame…

Dejó terminados un montón de asuntos que tenía pendientes desde hacía tiempo. Ernesto, uno de sus jefes, se pondría contento por la mañana cuando tuviera en su correo esos informes que le pidió hacía semanas, y que no conseguía acabar.

Se puso el abrigo, y se fue a coger el coche.

Silbaba.

Saludó al gasolinero con el claxon.

Saludó al de la empresa de recambios de coches que tenía los almacenes al lado de sus oficinas.

Saludó a Marisa, la jefa de otras bodegas.

Tenía 25 minutos de camino hasta casa. Puso la música a tope. Hoy tocaba Pereza. “la estrella polarrrrrrrrrrrrrrrr…” gritaba a pulmón partido…

– Rosa, te repito que no todo es blanco o negro – Gervasio empezaba a perder la paciencia; sin darse cuenta iba subiendo el tono de voz.

– Mira, no sabes nada, Rosa. No lo sabes. Quizás si me dejaras explicarte…

– ¿Cómo que no quiero a las niñas? ¿Pero qué tiene que ver una cosa con la otra?

– Pero… ¿Qué dices? ¿Crees de verdad que los gays van violando a niños? Pasas demasiado tiempo con mis padres, cariño…

Llegó a casa. Las ocho y cuarto.

Abrió la puerta despacio. Justo al meter la llave le dio por pensar que a Gervasio le habían dado por irse otra vez de improviso… y le había dejado un bocadillo de mortadela en la mesita de la cocina. Y él odiaba la mortadela. Pero al poner el ojo en el resquicio que había abierto, vio luz en la cocina… le vino el aroma de un asado que se estaba cocinando… Se decidió, pues, a abrir la puerta con decisión, y a entrar. Un subidón… eso es lo que tuvo al ver en el salón una mesa puesta con su mantel de hilo, sus platos de porcelana, esos que le había regalado su abuela cuando se independizó… no recordaba sentirse así de bien hacía mucho tiempo. El día anterior fue genial. Y el día de hoy, fue de los mejores, hasta ese momento. Pero ahora…

– Mira, si quieres quedamos y hablamos. No, no estoy en Santander, ya te lo he dicho antes.

– …

– Eso Rosa, me vas a perdonar, pero no es asunto tuyo.

Se dio la vuelta… y ahí estaba Ger. Sonriendo. Tenía harina en las manos. Se acercó y le dio un beso, sin tocarle, eso sí, para no mancharlo. Pero Fermín le rodeó con sus brazos. Y… ahí se dio cuenta de que estaba desnudo. Solo tenía puesto un delantal… Se rió, le hizo dar dos vueltas… que culo más bonito tenía el cabrón. Los dos reían… le volvió a acercar hacia sí, y le abrazó… y le besó… Sonó un reloj en la cocina. Ger corrió, debía sacar el redondo del horno. Femín le preguntó si se ponía el mismo uniforme, pero le dijo que no. Que se duchara y se pusiera un traje. Y corbata. Iban a cenar elegantemente vestidos. Se dio de repente la vuelta y corrigió: “corbata no: pajarita”.

– Ahora mismo no sé como hacerlo. Estoy un poco confuso. No, Rosa. No creo que haya retorno. Lo dejaste muy claro el domingo. Y creo que estás en lo cierto. Me he dado cuenta que no puedo seguir con esta mentira.

– …

– No es fácil que lo entiendas, ya lo sé. Pero estate segura de que te quiero. Que me casé contigo porque te quería.

– …

– Son dos temas distintos, Rosa. Rosa… es difícil entenderlo, ya lo sé. Ni yo mismo lo entiendo a veces. Rosa…

Siguió las instrucciones de Gervasio. Él mismo cuando acabó de cocinar, hizo lo mismo. Se puso un pantalón gris, y una americana granate. Camisa gris oscura. Pajarita negra. Fermín su traje azul marino. Camisa amarilla oscura. Pajarita negra también. Abrió una botella de vino de las bodegas para las que trabajaba. Pusieron música de ambiente. Se sentaron en el sofá, y tomaron un pequeño aperitivo; unos canapés y unos pinchitos. El vino.

Hablaron.

Rieron.

Se besaron.

Miradas de besugos enamorados.

Fermín pensó que esa mirada que veía en Gervasio no podía ser mentira del todo. Algo le debía querer. Esa mirada era la que le daba esperanzas. Y a la vez, le producía desesperanza, inquietud y miedo.

– Esta tarde, a las 5.

– …

– No, en casa no. Mejor en un sitio público. Esa cafetería a la que solemos ir y nunca me acuerdo como se llama, esa que está en…

– …

– Esa, sí.

– …

– A las 5.

A las nueve y media más o menos, se sentaron a cenar. Gervasio encendió las dos velas que había puesto en la mesa. Bajó la luz…

Siguieron hablando.

Reían… sí… a Fermín le parecía mentira que después de que apenas dos días antes la desesperación era la dueña de todo su ser… ahora reía con la misma persona que produjo esa desesperación.

Se agarraban la mano. Gervasio se la acariciaba suavemente.

Esa mirada, volvió a pensar Fermín… esa mirada… no podía ser mentira… Era evidente que Gervasio lo quería… tenía que hablar con él… le tenía que explicar por qué de su actitud, la razón de sus huidas… por qué amándolo lo dejaba de esa forma… porque para Fermín era evidente de que Gervasio lo amaba… pero le dolía tanto su amor…

– Vale, vale…

Bailaron. Agarrados. Con una copa de champán en la mano.

Gervasio le hizo quitarse los zapatos.

Rieron.

Bailaron en calzoncillos, con las camisas, y las pajaritas puestas. Y los calcetines. Se miraban en el espejo de cuerpo entero que había en el fondo del pasillo, y que con la puerta abierta les reflejaba perfectamente… se reían…

Fermín le quitó la camisa a Gervasio. Y éste a Fermín. Y los calzoncillos. Pero se volvieron a poner la pajarita. Desnudos, juntos, apretados, abrazados… bailaron desnudos.

Luego fueron a la cama… Y se amaron… despacio… saboreando… se llevaron la botella de champán… cambiaron las copas por sus cuerpos…

– Fer… ¿Estás despierto?

Fermín pensó en hacerse el dormido, y fingir un despertar inocente…

– ¿Me has oído hablar?

– Sí.

– Se quedaron en silencio los dos. Fermín tumbado en la cama, mirando a la pared… medio girado al lado contrario en dónde se había sentado Gervasio.

– No te pongas así, Fermín.

– …

– …

– ¿Cómo quieres que me ponga Ger? Me vas a volver a dejar tirado como siempre.

– Al menos esta vez no me voy sin despedirme.

– Flaco consuelo… el resultado es el mismo. El dolor también.

Gervasio intentó que Fermín se girara y le mirara a la cara. Pero éste se resistía.

Al final cedió y se giró.

– Me quedo sin aire cuando te vas, Gervasio. Me quedo sin razones para vivir. Quiero morirme y maldigo el día en que te conocí cada instante que pasa y no estás a mi lado.

– Fermín…

– Calla, calla. Déjame… deja que me desahogue…

Gervasio hundió sus hombros y posó sus ojos en el rostro de Fermín.

– ¿Sabes lo que es despertar después de sentirte el hombre más feliz del mundo la noche anterior, y comprobar que el hombre que ha producido esa felicidad se ha ido? ¿Comprendes lo que significa amar a alguien y no tenerlo? ¿Sabes lo que sentí cuando me dijeron que estabas casado y tenías dos niñas? ¡Y que a parte de mí habría al menos 8 hombres más, uno en cada una de las ciudades que visitabas? ¿Estuviste en Palencia con tu hombre de Palencia?

Fermín empezó a emocionarse de tal forma que no podía ya contener los sollozos.

– ¿Sabes lo que es maldecir el día en que nací, por ser como soy, por pillarme de quien no puede ser mío? Soy patético, ya lo sé. No te avergüences de mí, Ger, por favor. Como me dijo uno, soy una marica plañidera y patética.

– Fermín, no te flageles…

– No me flagelo, Ger. Ahora no. En las noches inacabables, recorriendo los garitos de Burgos, en busca de un polvo fácil, ahí si que me flagelo. O cuando cansado de los pocos polvos que uno puede encontrar en Burgos sin ir a perfiles o chats, me iba a pasar la noche a Valladolid. O a Bilbao. Allí conocí, casualidades de la vida, a otro encoñado contigo… ¿Iñaki puede ser? Pobrecito… encima ni folla bien…

– Iñaki no es…

– Déjalo, anda, no te pido explicaciones. Da igual. Fíjate como me quedé al ver tu foto en la esquina de la pantalla de su ordenador. Dios. Él fue una de mis muchas víctimas desde que te conocí. Le hice sentirse bien, le elevé a los cielos, y le dejé tirado, como a la basura… a la segunda noche, para que no huela tanto a mierda. ¿Has visto en lo que me he convertido? ¡Te amo! ¡¡Joder!! ¿Es que no lo entiendes?

Fermín golpeaba suavemente con sus puños el pecho de Gervasio. Éste le dejó hacer.

– No he hecho bien las cosas. Nunca. Desde que tenía 15 años, no he hecho nada bien. No, ya sé que no es escusa. Podría echar la culpa a mis padres… algún día te contaré… pero sería lo fácil. Mis padres son lo que son… pero mis hermanos han actuado de otra forma. Lo único que puedo decir que me ha salido medio bien, es mi empresa. Sí, es mía. No suelo decirlo. Dejo que Antonio dé la cara como jefe. Pero en realidad soy yo. Era muy joven cuando la creé, y mucha gente no me tomaba en serio. Antonio estaba en el paro, y le contraté como gerente.

– …

– Sabes, en todo lo demás lo he hecho al revés todo. Me sentí gay, me sentí valiente, y lo proclamé. 15 años. Mis padres me internaron en un centro especial. Salí a los 18. Rosa fue la primera chica que vi. La cortejé… y nos en-noviamos. La verdad es que la quiero… si no fuera porque… da igual. Pero no pude contenerme. Creía que podría dominarme… pero no. Empecé a conocer hombres. Por el trabajo viajaba mucho… y al final acababa creándome perfiles en cada ciudad dónde iba a pasar un tiempo.

– A mí no me conociste así…

– Tú te colaste. No sé muy bien ni cómo ni por dónde – Gervasio le sonreía, mientras ponía las manos en sus mejillas – Me he portado mal contigo, Ya lo sé. Joan me avisaba de que te iba a hacer daño. Pero… no… bueno… sabes… – Gervasio no sabía como decir lo que quería… esas palabras después de tanto tiempo luchando contra ellas, no salían ahora con fluidez… no las encontraba en su diccionario.

– No, no me digas nada, Ger. Creo que sé lo que me… pero me va a doler… no, no me digas… no. Te vas a ir a Santander a hablar con tu mujer. Y al final retomarás tu vida. Tu empresa depende del dinero de tu suegro.

– Anda… ¿Y tú…?

– Te amo, Gervasio. Muchas noches sin dormir. Mucha desesperación. Tenía que saber. Joan ya no me iba a contar nada, después de cómo lo he tratado…

– Vaya. Me … me siento halagado…

– Na…

– No puedo prometerte nada. Ya no quiero mentirte. Tengo que arreglar muchas cosas. Es complicado. Me gustaría intentar algo contigo… algo serio me refiero. Pero no sé ni como ni si podré. Tengo dos hijas. Y creo que mi mujer está embarazada. Quiero a mis hijas… no puedo abandonarlas. Mi suegro es un hombre tolerante, pero su hija es su hija. No sé…

– Esto es desesperante, Ger… Esto…

Gervasio le tapó la boca con sus labios. Se fundieron en un abrazo, mientras se besaban con casi desesperación. Daban vueltas y vueltas sobre la cama. A Fermín le dolían muchas de las heridas del sábado anterior… pero le daba igual… esto no era la delicadeza de por la noche… esto era la despedida de la mañana… en no saber hasta cuando, ni siquiera si habrá cuando…

Gervasio de repente paró, se separó unos centímetros del rostro de Fermín…

– ¿Te hago daño? Las heridas…

– Me haces daño desde el día que te conocí, Ger. ¡¡Dios!! Bésame… como si fuera la última vez… ¡qué pedantería por favor! – Fermín soltó una corta carcajada – Pero me da igual… soy un pedante enamorado de un imposible… aunque si se te ocurre no volver, te juro que me tiro por la ventana.

– ¡Oye! Eso…

– ¡Cállate! – y esta vez fue Fermín quien le cerró la boca con su lengua.

______

Capítulo 41:

Lo hizo.

Lo iba pensando cuando salió de la universidad. Y frente a una de las figuras de bronce que jalonan las calles de Burgos, se decidió completamente.

Llegó a casa. Vio a su padre en el salón, y a su madre cocinando. Sus hermanos estaban cada uno en su habitación.

Cerró la puerta de la suya.

Encendió el ordenador.

Se metió en una página de contactos.

Se creo un perfil nuevo.

Se puso delante del espejo de su armario, se desnudó y se sacó una foto. Tuvo cuidado de que no se le viera la cara.

Sacó la tarjeta de la cámara, y descargó la foto.

La subió al perfil.

¿Intereses?

“Follar en Burgos”.

A la media hora tenía 15 propuestas.

A 7 las rechazó por no ser de Burgos.

A otras 4, por no tener sitio.

Era él el que ponía hoy las condiciones.

Con los otros 4, les agregó a la cuenta de MSN que se acababa de crear. Y habló con ellos.

Al final quedaron dos.

A los otros dos, les eliminó.

Con uno quedó el viernes. Antes no podía.

Con el otro, quedó al día siguiente.

Martes.

En realidad es hoy.

Caminaba Ricardo camino del Coraçao, en donde había quedado con “pollon25”. Ni le había preguntado por su nombre. Ni siquiera le había visto la cara. La foto era de su miembro. Y lo demás daba igual.

Quedó en llevar una camiseta azul, con la leyenda: ”chúpate esa”. Y la llevaba.

Llevaba, por si le daban plantón, un libro que leer.

Su “ligue” llevaría unos pantalones granates, y una camiseta verde. Gran combinación, pensó. Aunque ya se la había visto a alguien, pero no recordaba a quién. Pensaría en comprarse algo así. Debía ser la moda, y el estaba fuera de onda.

Llegó.

Cuba de ron, pidió.

Negrita.

Miró al camarero. Era guapo.

Ya eran las 8 y media.

Pollón llegaba tarde.

Pegó un par de sorbos a su cubata. Echó una mirada al local. Solo había un pequeño grupo de chicos sentados en una mesa al fondo.

La música molaba.

Sacó su libro. “La Hoja Roja” de Delibes.

Quitó la marca y se dispuso a seguir con el libro dónde lo dejó el viernes.

“A mediados de noviembre, como cada año, se desató el Norte. En unas horas, el parque quedó desnudo y despoblado a excepción de los gorriones y las urracas, que soportaban impávidos los rigores invernales.”

¿Cómo será pollón25?

Daba igual, se dijo. Lo importante era que quería tener sexo sin complicaciones. Daba igual si era guapo, feo. ¿Y si en lugar de 20 tenía 43? Daba igual, volvió a repetirse. Iba a follar y follaría.

Pensó en como sería. Irían a su casa, y se besarían.

Le desnudaría.

Le tiraría sobre el sofá, o sobre la cama. O en el suelo. Quería morderle los lóbulos del culo. Quería meterse sus testículos en la boca. Quería que le mordiera en el perineo. Quería que meter su pene en el culo de Pollón. Y que no perdiera la erección. Le daría ligeros azotes mientras le cabalgaba. “Cabalgar”, que poco le gustaba esa palabra hasta el domingo. Hoy, era lo único que quería: cabalgar.

De repente se acordó de los preservativos. Sacó su cartera asustado: no recordaba haberlos cogido. Respiró tranquilo cuando vio que llevaba tres. Bastarían, pensó. Se sonrió por la gracieta.

Quería pasar su lengua por su miembro. Quería notarlo palpitar. Quería meterle el dedo en el culo mientras le mordía el capullo, y le acariciaba con su lengua.

Quería penetrarlo mirándole a la cara. Quería que doblara sus piernas hacia delante, para que le dejara el agujero bien dispuesto. Que se agarrara sus piernas con sus manos, para permitirle actuar con libertad.

Quería que le comiera el culo. Que le metiera le lengua hasta la campanilla… sí… quería…

De repente se dio cuenta que se estaba poniendo super empalmado. Casi le dolía la opresión que le hacían los CK que llevaba.

Decidió abrir el libro de nuevo.

“Los árboles, sacudidos por el viento, semejaban una zarabanda de esqueletos sobre una brillante alfombra de hojas amarillas. Dos días después, el viento amainó”.

Su erección no amainaba.

Miró el reloj.

Ya se retrasaba 15 minutos. Pensó que si no llegaba en otros 15 minutos, se iba. Pensó en mandarle un sms, pero lo desechó. No quería que pensara que estaba desesperado.

Entró un chico en el bar. Pero iba con traje y corbata.

Por un momento se imaginó que sí, que fuera. Se imaginó como le desnudaría, dejando la corbata sobre su pecho desnudo. Y como le llevaría tirando de ella, hasta el dormitorio.

Siguió disimuladamente al chico del traje. Se colocó al otro lado de la barra. Pidió al camarero un Red Bull. Tenía bonita voz. Pensó en que no le importaría que fuera el chico ese. Se le notaba que no estaba acostumbrado a llevar traje. No hacía más que colocárselo.

Se le pasó una idea por la cabeza. Si ese Pollón de los cojones, no aparecía, intentaría ligarse al trajeado. Hoy estaba desaforado. No le importaban sus complejos, ni su deseo de encontrar alguien “especial”. Hoy quería encontrar cualquier polla especial y cualquier culo especial, que tuvieran de especial que se dejarían follar especialmente por él.

Le vino a la cabeza por un momento la imagen de Jaime y Joan follando. Cabrones de mierda. ¡Cómo le habían intentado dársela! ¡Cómo le habían pateado sus sentimientos, su confianza!.

– Hola, perdona el retraso.

Sin darse cuenta, solo escuchar su voz, su miembro palpitó. Había llegado su polvo.

Se dio la vuelta.

– ¡Ya me iba a ir! Podrías al menos…

Se miraron a los ojos.

Abrieron la boca.

Cabreo.

A Ricardo se le bajó la excitación al -20.

– ¡Hostias! ¡La madre que me parió!

– De todos los putos hombres del mundo, tenías que ser tú.

______

Capítulo 42:

Joan llegó al piso de Jaime. Estaba la puerta abierta. Entró, y cerró.

Fue directo al salón.

Jaime estaba tirado en el sofá. Nunca le había visto tan estropeado. No se había afeitado desde el domingo, seguro. A parte, estaba despeinado, con ojeras. Desanimado… no… era hundimiento lo que denotaban todos sus gestos, sus poses.

– Si quieres tomar algo, tendrás que servirte tú. No tengo ganas de esas gilipolleces de anfitrión o lo que sea.

Se giró en el sofá, dándole la espalda.

Joan se levantó y fue a la cocina. Empezó a abrir cajones, armarios, el frigorífico. Sacó unas cuantas cosas, para preparar algo de comer. Seguro que no había comido nada desde el domingo.

Hizo pasta.

Hizo bechamel, y la echó por encima. Tomate. Chorizo. Unos tacos de jamón. Lo metió al horno a gratinar.

Abrió unas latas de guisantes, de pimiento, peló una patata, e hizo una tortilla paisana.

Llevó todo al salón, y lo puso en la mesa baja, al lado del sofá.

– Yo no pienso comer nada, te aviso – le dijo Jaime, señalando con el dedo para parecer más rotundo – No sé para quien has hecho todo esto.

– Para ti y para mí. Levanta, y calla. Y luego come.

– Que te he dicho que…

Joan se fue a sentar al sofá, en la parte en dónde tenía las piernas Jaime. Se las empujó hacia fuera, obligándole a sentarse.

– Te he dicho…

– Fíjate lo bien que huele. Me ha salido una tortilla… y esta pasta tiene que estar genial.

– Estará lo que quieras, pero…

– Huy, el pan. He metido en el horno ese pan congelado que tenías.

– Pero no se como hostias quieres que te diga…

Joan se levantó para ir a la cocina, y traer la chapata que había metido en el horno.

– ¿Has hablado con él? – preguntó Jaime casi a gritos para que le oyera Joan desde la cocina.

Joan volvió con el pan.

– Quema. Habrá que esperar 5 minutos. Quizás ha quedado muy tostado.

– No me cambies de tema que no soy tonto.

– Que te he oído. Que no te cambio tema. Que hay más vida después de Ricardo.

Jaime se fue a levantar…

– Siéntate ahora mismo. Y come. Y deja de hacer le payaso que ya está bien.

– ¿El Payaso? Oye…

– Come.

Joan le sirvió un buen plato de pasta.

Jaime empezó a comer despacio. Miraba de reojo a Joan.

– Está bueno.

– ¡Gracias! – contestó Joan con voz cantarina – Para el tiempo que hace que no hacía bechamel, me ha salido bastante bien.

Siguieron comiendo en silencio la pasta.

Joan puso un trozo de tortilla en el plato de Jaime.

– No, no he hablado con Ricardo. No me coge el teléfono.

– Este tío es gilipollas. Como me lo encuentre, le parto la cara, por gilipollas. Gilipollas.

– Ya lo has dicho.

– ¿El qué?

– Lo de gilipollas.

– Y lo diré las veces que se me ponga en el capullo. Y si me vas…

– ¡Valeeeeeeeeee! Que es broma.

Jaime siguió comiendo la tortilla.

– Está buena.

– Gracias.

– …

– Pero he hablado con Manu.

Jaime dejó de masticar. Miraba a Joan expectante.

– Me parece que no debería decirte esto.

– No me fastidies, Joan. No me jodas, no me jodas. ¿qué te ha dicho el chulo ese de mierda? Ha intentado hablar conmigo un par de veces, pero le he dado boleta.

– Me estoy fijando que has cambiado mucho tu forma de hablar. No te pega este vocabulario tan… aguerrido.

– Me estás tocando los cojones hoy, Joan. No sé para que coño has venido.

– ¿Para hacerte la cena igual? ¿Para interesarme por tu salud? A lo mejor he venido para follar contigo.

– ¡Follemos! Es una gran idea. Como parece que el imbécil ese piensa que nos hemos enrollado a sus espaldas… ¡Démosle la razón!

Jaime dejó su plato en la mesa, y se acercó a Joan. Pero éste le puso la mano para indicarle que no se acercara.

– Eso es que no te gustó la vez que lo hicimos.

– A veces eres cansino, Jaime. Estás tonto con esto de Ricardo. ¿No te has puesto a pensar que a lo mejor debes luchar un poco, en vez de sorberte los mocos?

– ¿Y qué quieres que haga? No me coge el teléfono…

– Sabes dónde estudia. Conoces a sus profesores. Sabes dónde vive. Sabes lo que hace… ¿No deberías ir detrás de él, obligarle a escucharte, obligarle a hablar?

– Qué no, Joan. Ya estoy cansado de ir detrás de la gente, de dar siempre mi brazo a torcer.

– Aquí, perdóname, no has luchado. Te ha venido rodado. Entró un día en tu despacho para recoger mi móvil, y a partir de ahí, los dos habéis ido de la mano. No te pongas digno precisamente ahora.

– Me podías dar tú una oportunidad, al fin y al cabo…

– Jaime, no seas gil. No hay oportunidades. Hubiera sido bonito si entonces no hubiera estado yo perdido. Pero nuestro tiempo ya pasó.

– Nuestro tiempo pasó mientras Ricardo estaba… pero Ricardo me ha tirado. Vuelve a ser tiempo de cualquier cosa.

– No, Jaime. Lucha por él. Me caes genial, y pienso que hubieras sido mi pareja ideal. Pero no lo vi. Y ahora ya no… no… lo siento. Ricardo está ahí, y no quiero que le des por muerto. No.

– Por cierto, Joan… ¿Que me ibas a contar de tu entrevista con Manu?

Joan tragó saliva. Pensó un momento en como enfocar el tema, y que no pareciera una tremenda contradicción con su defensa de la lucha por Ricardo que estaba haciendo hacía unos instantes.

– Las cosas en su casa están muy enrarecidas.

– ¡Anda! Pero si era una familia modélica.

– Sí, pero Ricardo se puso tan… histérico el domingo, que le dio un guantazo a su hermano pequeño, lo vieron sus padres… acabó discutiendo con su padre a grito pelado… éste le dio un tortazo… Manu estaba acongojado, era la primera vez que veía a su padre de esa guisa… Ahora de resultas, nadie habla con nadie. Cada uno en una habitación. Jonás está triste, su madre no hace más que cocinar…

– Joder… pobrecito…

– Pobrecito ¿quién?

– Ricardo… lo debe estar pasando mal.

Joan se sonrió.

– O sea que es él quién lo pasa mal, y ha provocado que todos a su alrededor estemos cabreados, deprimidos, a punto de cortarnos las venas. Joder con el que…

Jaime se levantó del sofá. Le pareció que debía hacerlo… la mirada burlona de Joan le incomodaba, y tenía que esquivarla.

– No me entiendes, Joan. Es que… ¡Joder! No me mires así, quita esa sonrisa burlona…

– ¿Follamos ahora?

– No te rías, coña.

– Estoy serio – Joan fingía que se quedaba serio pero no podía conseguirlo.

– Eres…

– ¿Guapo? ¿Buen amigo? ¿?

Jaime le tiró un trozo de pan a la cara, que el otro cogió al vuelo con sus manos.

– ¿Qué más te dijo Manu? Sí, eso que has dicho que no sabías si debías contarme.

– Eso era.

– Mientes.

– No miento, Jaime, eso era.. pensaba que a lo mejor te afectaba…

– Mientes.

– …

– …

– Yo…

– Mientes.

– …

Joan no se decidía a … no debía haberse metido en esos dibujos.

– Estoy esperando…

– Bueno…

– No me voy a creer la mentira que estás pensando.

– Yo no…

Ahora era Jaime el que le miraba con burla en su gesto.

– Vale… en fin… pues que… Ricardo ha quedado para follar esta noche con uno.

A Jaime se le heló la sonrisa. Pasó de un gesto como de incomprensión, de que estuviera procesando la información que estaba escuchando, y no pudiera… a un gesto de incredulidad… a un gesto de abatimiento… de hundimiento…

– Pero es solo sexo, Jaime. Es revancha, rabia…

– No… Ricardo no es así… no es solo sexo. Es la forma de enterrar definitivamente lo nuestro…

– No tiene que ser así…

– Me voy a duchar.

– ¿Qué?

Joan no entendía la reacción de Jaime.

– Ponte una copa.

– Pero…

– Necesito pensar…

Jaime se metió en la ducha. Se puso debajo del chorro de agua. Cerró los ojos… y lloró. En estos días posteriores a la celebración familiar, aunque se desesperó… había dentro de él un algo de esperanza. Un rayito de luz que se colaba entre las rendijas de la desesperación. En el fondo de su alma, tenía la esperanza de que un día cualquiera, sin esperarlo, Ricardo recapacitara sobre todo lo que había pasado, y podría hablar con él. Le dejaría acercarse, hablar, explicarse, si había algo que explicar, y así, poder recomponer todo lo que empezaban a construir entre los dos. Ricardo era su primer chico… la primera oportunidad de intentar tener algo que se pareciera a una relación de pareja…

Pero esa decisión de Ricardo de buscar otras posibilidades, le había cerrado de golpe todas las rendijas por las que se podría colar cualquier rayo. Era como un sepulturero, echando tierra sobre la caja. Sonaba así… seco… duro… quitando toda esperanza de que todo fuera un error… una tontería… que todo fuera por miedo… por inseguridad…

Pensó después en las posibilidades… ya no le gustaba la vida que se estaba construyendo en Burgos. De repente sus calles, su tiempo, sus gentes, su trabajo, sus alumnos, habían dejado de interesarle. Todo era… todo estaba impregnado de su recuerdo… de lo que podría haber sido y no será… sin causa… sin explicaciones…

Pero lo peor de todo, era… no saber. Era la primera vez que veía una posibilidad… y no saber por qué todo había acabado así…

Cerró la ducha. Cogió la toalla, y se secó con fuerza, casi con furia. Se volvió a poner la ropa… volvió al salón.

– Creo que es el momento de cambiar de aires – espetó a Joan sin pensarlo.

Joan se levantó de un salto, sobresaltado.

– ¿Qué? – le preguntó con cara de sorpresa.

– No soportaré estar aquí después de esto.

– ¿Esa es la solución que encuentras? Pero tío… correr no es la solución. Joder, macho, por lo menos intenta…

– ¿Intento qué? Si se ha ido a follar…

– Pero eso no significa nada. Un polvo es un polvo. Y este además será un polvo rabioso. No…

– Lo siento, Joan. No tengo de momento esa… lo siento. Para mí un polvo es algo importante.

– Bueno, tío, nosotros follamos y…

– Y para mí fue importante. Fue especial. Para ti no… pero para mí sí. Yo te quería…

– No me podías querer, Jaime, no…

– Me gustabas. Y te había imaginado de una forma que… me gustabas.

– Pero ese no era yo.

– En ese momento y para mí, sí.

– Jaime, las cosas no van así. La gente folla sin más, sin un por qué, o una esperanza de eternidad… de…

– No… no me vas a convencer. En este caso además, no es el acto en sí… es… la razón por la que lo hace.

– Pero…

Joan desistió. Jaime se había sentado mientras hablaban en una butaca a su lado. Se recostó sobre el respaldo y perdió su vista en la pared de enfrente mientras hablaban. Hizo un último intento:

– Yo intentaría arreglar las cosas. Lucharía…

Jaime no contestó.

– Y desde luego, no saldría corriendo. No puedes huir de tu familia, ahora de Ricardo…

Joan vio como le cambió la cara a Jaime.

– Eso ha sido un golpe bajo, Joan.

– Perdona… pero… – Joan se levantó del sofá – Me rindo. Perdona, no quería hacerte daño… pero… ¡Bah! ¡Déjalo! Me abro…

Joan dejó el vaso en la mesa, y se puso el abrigo. Se fue a la puerta, miró por última vez hacia el salón, y salió. Jaime ni siquiera lo siguió con la mirada.

Sonó el timbre de la puerta.

Jaime no hizo caso.

Insistían con el timbre.

Siguió sin levantarse para abrir.

Ahora quien fuera que estuviera llamando, había pegado su dedo al botón.

Jaime se levantó de mala leche, y fue hacia la puerta. La abrió de golpe.

Joan dio un paso hacia delante, y tapó con su boca el exabrupto que iba a proferir Jaime. Éste al principio no respondía… incluso intentaba apartar a Joan, para que le dejara de besar…

Joan paró y se separó unos centímetros de Jaime.

Se miraron.

– No sé a que viene esto – acertó a decir Jaime cuando recuperó la respiración.

– ¿Importa?

Se miraron a los ojos.

– ¿No decías…?

Pero Joan no le dejó acabar la frase. Puso un dedo sobre los labios de Jaime, para que no siguiera hablando, mientras metía su mano por debajo de la camiseta, y le acariciaba el pecho.

Jaime cerró la puerta de su casa. Y fue acercando poco a poco su boca a la de Joan, ladeando ligeramente su cabeza hacia la derecha.

_______

Capítulo 43.

Carlos y Ricardo estaban abrazados en la cama. Llevaban así casi una hora. Carlos dormitaba, mientras Ricardo tenía perdida su mirada en el techo.

Había estado bien. Cuando vio que era Carlos con quién había quedado para follar, se le vino el mundo encima. Era como repetir de un plato que le daba arcadas.

Hablaron. Mucho. Cayeron al menos un par de rondas sin moverse de la barra del Coraçao. Hasta que Carlos se levantó de improviso y dijo:

– ¿No hemos venido a follar? Pues vamos.

Y le alargó la mano.

Y él se la cogió.

Y se fueron a casa de Carlos.

Según caminaban por la calle, Ricardo se fue poniendo nervioso. Estuvo tentado de darse media vuelta al menos media docena de veces. Pero no lo hizo por vergüenza. Carlos debía intuir algo, y no le soltaba la mano.

Llegaron.

Fueron a su habitación.

Ricardo cada vez estaba más nervioso. No podía apartar de su cabeza la vez que quedó con Carlos y éste le rechazó riéndose de él. “Paleto”, fue lo menos hiriente que le dijo aquella noche.

Carlos le cogió de la mano para atraerlo hacia él y obligarle a sentarse a su lado, en la cama.

A Ricardo le sudaban las manos de los nervios.

– Tranquilo – le susurró Carlos.

“¡Una mierda!” – pensó él.

De repente se le ocurrió que podría llevar él la iniciativa y así a lo mejor se le quitaban los nervios. Se lanzó en busca de los labios de Carlos, pero lo hizo con tanta brusquedad y casi con los ojos cerrados, que se encontró con su nuca. Éste se volvió al notar el golpe, y no pudo evitar reírse al ver a Ricardo doliéndose del golpe que se había dado.

Ricardo volvió a intentar levantarse para irse… Carlos volvió a cogerle del brazo y a retenerlo sentado junto a él.

– ¿Por qué estás tan nervioso, Ricardo? – Carlos le acariciaba la mano por la que le tenía agarrado.

– Pues mira, porque un día te reíste de mí. Y porque quiero que no tengas motivos para que te rías… Y porque has follado mucho más que yo, y yo no sé, y no quiero que te lo pases mal, y…

– Vale, vale… tranqui. Esto no es una competición… ni un examen.

– Pues lo era la otra vez que quedamos. A mí así me lo pareció.

Vale, me equivoqué. ¿Cuantas veces quieres que te pida perdón? – Carlos abrió el brazo que tenía libre como signo de impotencia – He cambiado, Ricardo. Los últimos días han sido… – no encontraba las palabras para expresar lo que quería decir – Y ahora sé apreciar otras cosas a parte de los miembros enormes y los cuerpos perfectos. Ahora quiero otras cosas. Eso no me ha dado nada especial.

– No sé, eres tan…

– Tan nada, Ricardo.

– Eres guapo y tienes un cuerpo… y una p…

– Nada, te lo digo yo. No me ha valido para… mira, con todo eso que dices, lo único que he conseguido es estar solo. Y sabes, me quitaría varios centímetros de polla, si supiera que iba a tener un par de buenos amigos.

– Eso lo dices porque tienes… y porque has… – Ricardo se encontraba incómodo con la conversación. No estaba acostumbrado a hablar de sexo, de miembros viriles… – joder es que follando como tú lo has hecho, o pudiéndolo hacer porque todos los chicos se te derriten nada más verte, pues…

– ¿Por qué no te callas un rato, para que pueda besarte?

– ¿Eh? – Ricardo se le quedó mirando asustado, echando unos centímetros su cabeza hacia atrás, como para ver a Carlos en perspectiva.

Éste aprovechó la sorpresa para ir acercando sus labios a los de Ricardo. Los posó suavemente. Ricardo los tenía como acartonados, de la sequedad de boca que se le había quedado de los nervios.

No dijo nada, ni hizo ningún gesto que pudiera poner más nervioso a su pareja de esa noche. Fue dándole pequeños besos en el labio de abajo, en el de arriba, humedeciéndolos poco a poco con su propia saliva.

Se apartó un poco de él, para mirarle la cara. Todavía podía distinguir su agitación, su sorpresa, su inseguridad… y sus ganas de seguir, de disfrutar, de descubrir un mundo que hasta ese momento no se había atrevido. Volvió a acercarse y esta vez fue más osado al besarle. Su lengua hizo cortas incursiones en la boca de él. Cortas y poco profundas.

Pero Ricardo poco a poco se iba sintiendo más cómodo, y parecía que reclamaba más avances por parte de su partenaire. Los temblores de su cuerpo habían cambiado de ser por miedo a ser por placer, presente o esperado.

– Tengo que ir al servicio.

Ricardo salió de su ensimismamiento. Miró a Carlos a los ojos, y recibió impávido el suave pico que le dio mientras se levantaba. Se quedó mirándolo mientras se alejaba… “tiene un culo perfecto”, pensó. No pudo evitar una erección, otra más, recordando el momento en que perdió su cara dentro de los mofletes de esa obra de arte…

– ¿Te vas a quedar a dormir? – le gritó Carlos desde el baño.

– Pues… no se me había ocurrido.

Ricardo empezó a sopesar todos los pros y los contras. Por un lado era una idea que le atraía. Sería un colofón estupendo a una tarde noche maravillosa. Pero por otro lado, no creía que en su casa… no creía que fuera una gran idea. Debería dejarlo para más adelante, cuando se serenasen los ánimos.

Miró el reloj. Todavía era pronto.

– No creo que sea conveniente que me quede a dormir. Sabes, he discutido en mi casa y las cosas no están muy allá.

– ¿Y eso?

– Pues nada, que el domingo fui consciente de que Jaime y Joan, pues habían tenido algo antes de ir a la ceremonia.

– Define “algo”.

– Pues que habían follado. Yo creía que Jaime estaba por mí, pero me equivoqué. Y que Joan era un buen amigo…

– Y lo es. No sabes la envidia que me das por eso. Lo que me gustaría tener un amigo como Joan. O como tú, no te enfades…

– No, si no me enfado. Pero te equivocas. Un amigo no se acuesta con el proyecto de novio de uno.

– Pero si ya sabías que se habían acostado hace unas semanas. Sí…

– No me refiero a eso. Me refiero al sábado, o al domingo… hay que tener desfachatez para follar unos minutos antes de ir a las bodas de plata de mis padres. Me…

– Pero…

Carlos pensaba a toda prisa que hacer. Que contarle, que decirle, fomentar que se enfadaran, quizás así él… o empezar a dejar de hacer pagar a los demás por su pasado, por la incomprensión de los demás, por sus miradas furtivas, y empezar a consolidar unas relaciones estables y duraderas con las personas que le gustaban de una o de otra forma.

– Mira, Ricardo – Carlos volvió del baño y se sentó en la cama – te has columpiado de todas todas. Hasta el domingo por la noche, confidencia de borracho además, que es como si le hubiera puesto el suero de la verdad en vena, Joan no había follado con Jaime. Cosa que por cierto, se arrepentía mucho de ello. No por no follar, sino por no haber sabido ver lo grande que era Jaime y no haber sabido distinguir antes de que aparecieras tú, de que Jaime hubiera sido su pareja ideal. Porque según Joan, es un gran tipo. Pero… está coladísimo por ti. Y Joan no quiere ponerse por medio, porque, por nada del mundo quisiera hacerte daño… porque…

Ricardo se había levantado de la cama y estaba andando como un condenado a muerte de arriba a abajo en su cárcel imaginaria que ahora constituían las cuatro paredes de la habitación de Carlos…

– Yo les vi mirarse… había algo en el ambiente…

– Amistad, respeto, complicidad… ¿Sabes que cuando estaban vistiéndose para ir a la ceremonia llamé yo a Joan? Le pedía ayuda… estaba en una situación un poco…

– Ya, ya, lo de las fotos y eso.

– Pues resulta que era un chantajista profesional. Y antes de ir a las bodas de plata de tus padres, pues fue conmigo y … me alargo, abrevio, pues resulta que eran viejos “amigos” – Carlos hizo con los dedos el gesto de las comillas – y acabó Joan con un bate de béisbol rompiendo la casa de ese pavo, y dándole a él una paliza… sí, no pongas esa cara, yo tampoco lo hubiera imaginado, pero tío… impresionante… Joan parecía que medía 4 metros… con su abrigo largo… esa cara que puso… ¿Sabes algo de la vida de antes de Joan? Porque debe tener…

– Pero eso me lo tenían que haber contado… no me creo nada, te lo has inventado…

– Mira, vamos ahora…mejor, voy a llamar a Diego, que era el compañero de ese mamón, y que te lo cuente todo. Joan le ha ofrecido que se quede en su casa unos días hasta que encuentre un sitio donde quedarse.

– No hace falta… no te pienses que…

Pero Carlos ya había cogido el móvil y estaba marcando.

– Carlos, déjalo, anda. Volvamos a la cama que esto…

– No, Ricardo. Esto tienes que afrontarlo.

– Pero a ti ¿Qué más te da?

– Pues mira me da. Hasta hace unos días no me daba, digo sí, me hubiera dado igual. Pero sabes, Joan hizo por mí algo que nadie había hecho en mi puta vida, y… tú me caes guay, y mira que me jode decir esto, y encima… bueno, nada, pero… calla, déjame acabar… mira… tienes un novio cojonudo. Un amigo más cojonudo, que ya quisiera yo. Y tú eres especial… ojala pudiera.. pero bueno, aquel día me comporté como un…

– Pero hoy has estado genial. ¿Po…

– No… no Ricardo. No. No vayas por ahí… no… Hoy… pero tú tienes que volver con Jaime.

Ricardo agachó la cabeza.

– No sé si de todas formas quiero volver con él. Quizás estaba yo cegado, porque era mi única posibilidad, porque era el único chico que se había interesado por mí, y me engañé, por ser el único tren que creía iba a pasar. Pero a lo mejor necesito probar a más chicos como tú… o repetir contigo…

Carlos se levantó de la cama… no le estaba gustando el giro que estaba tomando el discurso de Ricardo. Se acercó al otro lado de la cama, y le cogió de la mano, mientras se arrodillaba sobre él y le miraba a los ojos…

– Ricardo, a veces, aunque parezca imposible, por ejemplo a mí, pero a veces alguien tiene suerte y encuentra a su hombre la primera vez. Por ser el primero y… o conocer a muchos más, no quiere decir que no sea el bueno. Sabes…

– Pero, Carlos… ¿Cómo puedo saber si no voy a encontrar alguien mejor?

– ¿Alguien mejor?

– Sí, sí, alguien mejor. Tú mismo, tienes un cuerpo más bonito, y no digamos tu miembro, y follas… quiero decir que sabes muchas cosas…

– ¿Y qué? Mañana mi cuerpo puede estropearse. ¿Qué harías entonces? A mí a parte de mi cuerpo no me conoces Ricardo. Y lo poco que has visto no es para echar cohetes.

– Hoy has estado…

– Pero otros días no. No me conoces para nada. Y mira, una polla grande como la mía, será el sueño del 90% de los hombres, pero te juro que la cambio por ser como Jaime. Que digo como él, de buena gente y demás, me conformaría con ser la mitad. La décima parte.

– Parece que te haya pagado para convencerme.

– Dos millones de dolares – Ricardo puso cara de sorpresa – de los del Tío Gilito… – Carlos se echó a reír con ganas – pero mira que a veces eres pánfilo…

– No se me dan…

– … bien las relaciones sociales. Ves, si ya habláis igual.

– No te rías, joder.

El teléfono de Carlos empezó a sonar.

Mira, es Diego, ahora él te explicará mejor…

– Hola Diego… Te hab…

– …

– ¿Estás bien Diego?

– …

– Pero… ¿Dónde estás?

– …

– ¿Las gracias? Pero ¿te vas? Oye… – Carlos se había incorporado completamente. Era como si necesitara estar erguido para captar todas lo que le decían por teléfono.

– …

– ¿Qué Joan no…?

– …

– Oye, dime dónde estás y voy y tomamos un café. Mira, te quiero presentar a un amigo, Ricardo. Buena gente. Y charlamos los tres.

Ricardo le hacía gestos como de que no… que no le apetecía…

– …

– Oye, Diego… ¿te pasa algo? Sabes que puedes hablar conmigo…

– …

– Vale, vale, ya te he explicado eso, no se trat…

– …

Carlos se hundió un poco en la cama, como dándose por vencido.

– Como quieras, pero si cambias de opinión, me dices y voy y damos una vuelta ¡Oye! Estaba pensando en que podíamos ir al sitio ese de la Plaza Vega… Bou, Pou, o no sé qué…

Ricardo escuchaba a Carlos hablar y se diluía la esperanza de seguir con la charla que tenían antes de la llamada, e incluso la posibilidad de echar otro…

– Vale, como quieras… ¿No te pasa nada seguro?

– …

– Ok, Ok. Nos vemos. Chao.

Carlos se quedó mirando el teléfono una vez que había colgado.

– ¿Hey?

Ricardo le pasaba las manos por delante de la vista…

– Na, es ese chico del que te he hablado, es que me ha parecido… voy a llamar a Joan, perdóname…

– Oye pero no le di…

– Na, tranquilo…

Carlos marcó… pero Joan no contestaba. Como no tenía puesto el buzón de voz, le mandó un mensaje. Esperaba que lo viera y le devolviera la llamada.

Dejó el teléfono en la mesilla y atrajo a Ricardo hacia sí.

– Perdóname anda, ¿por dónde andábamos?

– Pues me estabas intentando convencer de que Jaime es la hostia bendita en vinagreta.

– ¿En vinagreta?

– Se me ha ocurrido…

Los dos empezaron a reírse…

Cuando se paró la risa se quedaron los dos en silencio. Ricardo rodeaba con sus dedos los pezones de Carlos, mientras éste se quedaba pensativo mirando al techo.

– ¿Entonces piensas que me he equivocado?

– ¿Eh? – Carlos no estaba atento, pero rápidamente se puso en situación – Pues sí, creo que has interpretado mal la complicidad entre ellos. Lo has hecho de tal forma que no sé si serás capaz de arreglarlo. Esto de esta tarde, no ayuda mucho, la verdad. Si se lo cuentas…

– No se tienen porque enterar.

– Ains, no sé… mira…

– Joder, mira que somos complicados a veces, y actuamos de formas raras… esta mañana un pavo en la Uni, me he chocado con él… y fíjate que me ha dado por pensar que le importaba todo una mierda. Se me pasó por la cabeza la idea de que ese chico estaba como a punto…

– Sigue… ¿A punto de qué?

– Pues no sé, era un chico así gordito, pero guapo, con una chupa roja…

Carlos se levantó de golpe de la cama.

– ¿A punto de qué, Ricardo?

– No te pongas así… si es una bobada, pues se me pasó por la cabeza que estaba a punto de suicidarse; tenía esa mirada de despedida, de no importarle ya nada una mierda, de haber tomado una decisión, “la decisión”. Pero… ¿a dónde vas?

– Vamos. Me acompañas. Vístete, anda, no sé si necesitaré ayuda.

– Pero…

– Ahora te explico. Vamos…

Se vistieron los dos a todo correr.

Ricardo no entendía nada. La actitud de Carlos le estaba empezando a asustar.

– ¡El móvil!

Carlos volvió corriendo a la habitación, desde la puerta del piso, para cogerlo.

– Llama por favor a Joan, es fundamental que hable con él.

– Pero…

Hazme caso, joder, y deja… esto es importante… ¡mierda!

Ricardo se le quedó mirando… y sacó su móvil y llamó.

– ¿Joan? Mira que…

– Joder a ti te coge y a mí no, la m… ¡pásamelo!

– Oye, ¿estás en casa? Joder, mira que…

Pero la llamada se cortó.

______

Capítulo 44:

– Hola

– ¡Gervasio! ¡Qué sorpresa!

– ¿Cómo estás?

– Tirando. Te echo de menos.

– Yo también.

Estuvieron un rato los dos en silencio. Fermín tenía miedo de preguntar, y Gervasio no sabía por dónde empezar.

– ¿Sabes el frío que ha hecho hoy aquí? – a Fermín le agobiaba el silencio y empezó a hablar – Para joderse. Como en Navidades haga así… va a ir de compras su… – de repente Fermín se dio cuenta de que no tendría que salir a hacer compras de Navidad, porque no tenía ahora mismo a nadie a quien hacer regalos.

– Ya verás como mejora, Fermín – contestó contemporizador Ger.

– Ya, ya, será como hace 4 años ¿O son 5? Cómo pasa el tiempo. Leía el otro día en un blog que el tiempo se escapaba entre los dedos, como si fuera arena… y es cierto. Todo pasa muy rápido. ¿Qué estaba…? A, sí, ya me acuerdo. Estaba hablando de esa nevada gigantesca que nos cayó hace 5 años por Navidad. El día siguiente fue. Era domingo. Nadie recordaba una nevada así. Ni la abuela de Nicolás, ese amigo del que te he hablado alguna vez, el que se fue a vivir a Estambul. Esa mujer tenía ni sé los años… ¿95? no te exagero, no… pues esa mujer nos contaba que no recordaba ninguna nevada como esa, y no se había perdido ningún invierno en Burgos. Vamos, que no había salido de Burgos prácticamente. Pues no recordaba una como aquella. Pues fíjate que estuvo un amigo mío, Desiderio, cuatro días sin poder salir de casa, que andaba torpe porque tuvo una lesión de rodilla, pues no pudo salir en cinco días…

– ¿No eran cuatro? – le interrumpió Gervasio.

– ¿Eh? – Fermín se había quedado descolocado.

– Cuatro los días en que se había quedado incomunicado tu amigo Nicolás.

– ¡Ah! Cuatro o cinco, no me acuerdo bien. Pero fueron varios, quiero decir, y en una ciudad como Burgos que debería estar preparada… ¿Me estás tomando el pelo? – De repente fue consciente del tono burlesco que tenía la pregunta de Gervasio.

– Un poco. No haces más que hablar como una cotorra. Parece que…

– Es que no hablabas, Nicolás, no…

– ¿Nicolás?

– Joder, Gervasio, tú me entiendes, me estás poniendo nervioso. Ya no sé ni que digo…

Volvieron a quedarse callados.

– Pues el…

– ¿Y como…?

Ahora los dos habían hablado a la vez. Empezaron una corta y nerviosa risa, para quedarse seguidamente otra vez callados.

– ¿Qué tal el trabajo? – preguntó al final Gervasio.

Fermín suspiró antes de contestar.

– Bien, el trabajo bien. Me ha cundido esta semana. Estoy poniéndome al día rápidamente. Si pudiera seguir así un tiempo…

– ¿Y por qué no? – le interrumpió Gervasio.

– ¿Y tú me lo preguntas? Ya te lo expliqué, Ger, ya te lo dije el otro día…

– Pero yo estoy aquí, esta vez no te he dejado.

– No, Ger, no me has dejado tirado en mitad de la noche. Pero tampoco estás.

Se quedaron otra vez callados. Ninguno se atrevía a sacar el tema verdaderamente importante: la reunión de Gervasio con su mujer y las salidas a su situación personal y laboral. Y como quedaba su relación después de todo eso.

Fermín se levantó de su mesa, se puso el abrigo y salió a la calle con el teléfono en una mano. Con la otra sacó un cigarrillo y lo encendió, justo cuando salía a la calle. Se apoyó en un recodo de la pared, y esperó a que Gervasio hablara.

– ¿Vamos a estar los dos en silencio toda la tarde? – Gervasio empleó un leve tono de sorna al hacer la pregunta.

– Esto es peor que esas conversaciones de enamorados-besugos tan típicas.

– Podríamos decirnos durante media hora que nos queremos.

– Podríamos sí. Quizás sería mejor que me contaras como te ha ido y tus planes para el futuro.

– ¿Cenamos?

– ¿Cómo? ¿Pero…?

– Estoy en casa sí.

– La…

– No jures, te estás volviendo un mal hablado.

– Serás…

– ¿Capullo?

– Algo más fuerte. Eso es de señoritas.

– ¿Y quién dice que no soy una señorita?

– No me hagas hablar…

– Vale, esta la ganas tú. No soy una señorita. Soy un señor casado. Y con hijos.

– Suena a que eres un viejo.

– ¿Suena a viejo?

– Sí.

– ¿Soy viejo?

– ¿Eres viejo?

– Yo que va. ¿Y tú?

– Yo soy un chaval. La duda ofende.

– Te comportas como un chaval, sí.

– ¡Oye! Sin faltar.

– ¡Anda! ¿Es malo comportarse como un chaval?

– Es que lo has dicho en ese sentido…

– ¿En qué sentido? Hay chavales muy sensatos.

– Ya me entiendes, normalmente se sobreentiende que…

– Nada de se sobreentiende. No prejuzgues a los chavales. Yo conozco a chavales…

– Defíneme chaval. No sé si estamos hablando de las mismas personas.

– Te sientes perdedor y te defiendes.

– No me fastidies. Eso es una treta para intentar ganar la conversación…

– Es que la he ganado.

– ¡Qué vas a ganar! Defíneme chaval y veremos. ¿16? ¿20?

– O 40.

– Venga ya. Vas a ser como esos periodistas que en las páginas de sucesos dicen: “Un joven de 42 años resultó herido al ser atropellado por un joven de 56?

– ¿Eres andaluz?

– Me dirás que no lo has leído alguna vez en un periódico.

– ¿De 56?

– Bueno, eso es recurso literario. Pero…

– ¿Y qué más recursos literarios usas? A ver si…

– Ya estás intentado liarme. No. No lo vas a conseguir.

– Y vas a venir a cenar o te vas a quedar ahí al aire fumando un cigarro toda la noche?

– ¿Cómo sabes…?

– Pero si hace un aire… si siento el frío en mi cara…

– Ahora sí que eres exagerado… Tú eres el andaluz.

– De pura cepa. ¿No te lo había dicho, chiquillo?

– Anda, anda, eres un mal imitador de los andaluces.

– Eso es…

– Que me dejes acabar unas cosas, que en una hora estaré allí.

– Vale.

– ¿Qué vas a hacer de cena?

– Yo nada. Hoy te toca cocinar a ti.

– Pues vete buscando el teléfono de Telepizza.

– Que desastre… tienes que apuntarte a un curso de cocina. Así no se puede ir por la vida.

– Yo llevo el vino.

– Eso no es justo, trabajas en una bodega. No te supone esfuerzo.

– Y tú sabes cocinar. No es justo que cocine yo.

– Eres…

– Un sol, ya lo sé. ¿Me adelantas algo?

Gervasio se quedó callado unos segundos.

– Casi… mejor, sabes, mejor hablamos cuando vengas… en los postres.

– Eso quiere decir que hoy no follamos.

– Siempre pensando en lo mismo…

– ¿Hay algo más?

– Hombre, está… esto… bueno… sí… ahora no se decirte, pero seguro que cuando hayas venido se me han ocurrido un ciento de cosas.

– Ya, ya… anda… me voy a currar un rato más. Luego te veo.

– ¿Una hora?

– Hora y media mejor.

– Vale, dos horas. Conociéndote…

– Serás capullo… cualquiera diría que tú eres el ejemplo de la formalidad, no te jode.

– Pues…

– Anda, anda, no me toques los cojones…

– Que te vayas a currar. Que si no serán dos horas y media.

– ¡Bobo!

– Yo también te quiero, amor.

– Cuelga, coño.

– Cuelgo, pollas.

– Bobo…

– ¡Qué original!

– Serás…

Pero Gervasio ya había colgado.

Fermín se quedó mirando la pantalla, como si fuera a salir algo de ella. Cerró con parsimonia la tapa, y se fue hacia su despacho.

No se esperaba que Gervasio estuviera en casa. De hecho, en su fuero interno, se había hecho a la idea de que tardaría en verlo, si es que lo veía otra vez. Pero… había algo que le decía que… esto no iba a salir bien.

No.

Tenía un pálpito.

No, no iban bien las cosas.

______

Capítulo 45.

Nunca había visto la ciudad desde esa perspectiva. Se había llevado su anorak, el que usaba para ir a esquiar. Era una noche especialmente fría, con aire, y juraría que chispeaban como minúsculos trocitos de hielo. La visión no era muy clara… ¿sería que había neblina? Claro, por eso los cristalitos en suspensión, pensó.

Se sentó en un pequeño muro. Dejó a su lado una botella de Coca Cola y una bolsa de plástico con unos dulces. Era el sitio perfecto para acabar el día. Un día que había dedicado a saborear esos lugares en donde había pasado estos últimos meses. Meses de cambios, meses de roturas con el pasado… aunque este siempre tiende a volver cuando menos lo esperas. Bastó una pequeña chispa para que su cabeza se volviera a llenar de oscuridad, de gritos, de golpes, de miedos. Nada sirvieron los meses de terapias, de pastillas…

Abrió una bolsa de magdalenas rellenas de crema de cacao. Pegó un mordisco a una. Estaban ricas. Masticaba despacio, mirando el paisaje. Burgos de noche: toda la ciudad a sus pies. Con la catedral iluminada a un lado, con las luces que daban las farolas de las calles, saliendo hacia el cielo después de rebotar en el suelo. Con esa luminosidad extraña que da esos cristalitos en suspensión. Las luces de las ventanas… las familias viendo la televisión… el padre sentado en la butaca, la madre poniendo la mesa para la cena, los niños pequeños, corriendo por el salón, hasta que su padre se enfadaba porque no le dejaban ver las noticias, o a Mercedes Milá presentando Gran Hermano, y pegaba una voz mientras su mujer le miraba con cara de resignación, como diciendo “Manolo, no tienes ni idea de tratar a los niños”.

Mientras mordía de nuevo su magdalena, y abría la Coca-Cola de litro… se le pasó por la cabeza que mejor que la Coca-Cola, se podría haber subido un termo con chocolate caliente… pero no sabía si Joan tenía en casa termo, y no quería importunarlo. Tenía tantos problemas en su cabeza… le había escuchado a hurtadillas la otra noche mientras hablaba con Carlos. Y también le escuchó una conversación telefónica… esos líos que se traía con ese Jaime y ese Ricardo. Y los de Carlos… se estremeció al recordar las escenas que había vivido en casa de Juan Carlos, Joan con el bate, dando porrazos a diestro y siniestro, la cara que tenía Carlos de sorpresa… ¿y de orgullo? Sí, claro… orgullo… era la primera vez que alguien hacía algo así por él. Ahora entendía muchas cosas, frases inconexas, miradas escondidas… Carlos se sentía igual de solo que él, lo que pasa es que lo representaban de formas distintas. Carlos, levantando más la cabeza, y él, escondiéndola debajo de la cama.

Pegó un trago a la botella. Rebuscó en la bolsa, y escogió una especie de pastel de manzana. Le encantaban los pasteles de manzana. Su madre hacía una tarta de manzana superior. Pero hacía ya tiempo que no la preparaba. Salvo en el cumpleaños de su nuevo marido, hacía unos meses, no recordaba que la hubiera hecho en los últimos años. Pero… esa crema pastelera, la capa de filetitos de manzana por encima, metido todo al horno, con los bordes de la masa y de la manzana un poco quemados, y luego la mermelada de albaricoque… él prefería mermelada de albaricoque. A veces le ponía compota de manzana, pero a él le gustaba más la combinación de sabores de la manzana y la mermelada. Se acordaba hasta de la marca que usaba: Bebé. Era la mejor. Siempre lo decía su madre.

Pero el pastel que estaba comiendo nada tenía que ver con la tarta de su casa. ¿Qué estaría haciendo ahora? Chema, el nuevo marido, estaría con los deberes de su hermana Isabel, y con los de Raúl. Era buen tío Chema. Y su madre estaría seguro bañando a los gemelos. Estos eran hijos de Chema. Isabel y Raúl, y él, eran hijos de su primer marido. Valiente hijo de…

Tiró el trozo que le quedaba de ese pastel. No lo estaba disfrutando. Y recordar a su padre, le había hecho ponerse furioso…

Respiró hondo para recuperar un poco la tranquilidad. Hacía frío. Desde luego, Burgos no era el mejor sitio para sentarse en una azotea en el mes de diciembre y ver la ciudad, y pensar.

Se tenía que haber subido algo de música. Ese era el problema del cambio de casa, y de no haber cogido todavía confianza con Joan. Le intimidaba un poco… es que la imagen de él con el bate levantado, y soltándolo con fuerza sobre los riñones de Juan Carlos… valiente hijo de puta. Eso era una de las cosas que la psicóloga le había insistido: “No tenía que rebajarse para intentar complacer a todo el mundo”. Y, como siempre, no lo había conseguido. Había fracasado de nuevo. Ciudad nueva, vida nueva, nuevas personas con las que relacionarse y empezar de cero, y nuevo fracaso.

Volvió a respirar de nuevo. Tenía que dominar la melancolía. Y la tristeza. Quería dominarlo todo aunque fuera por una vez… quería dominar su estado de ánimo, sus pensamientos. No quería ponerse triste. Cogió la bolsa otra vez, y escogió un “Morenito”. Le gustaban de siempre. Recordaba cuando era niño, y su tía Rosario se los compraba al salir de clase. Era una tiendecita en el camino a su casa, que vendía chuches, y cómics, y helados en verano, y cromos… la de colecciones que había hecho de pequeño. Y no había acabado ninguna. De “La Guerra de las Galaxias”, de futbolistas, de animales salvajes, de soldados… Sí… ahora que recordaba, una de la liga española sí que la acabó. Consiguió el cromo que le faltaba en una tienda que organizaba encuentros entre coleccionistas. Era el de Guardiola. Lo cambio por 12 repes de los suyos. Ahora que lo pensaba, le podía haber dado al chico ese todos sus repetidos, total… pero no, negoció ese cromo como si su le fuera la supervivencia en ello. O a lo mejor lo hizo para impresionar a su padre. Porque entonces todavía creía posible impresionarlo. Y sobre todo, todavía quería hacerlo.

Cogió otro Morenito. Estaban de vicio. Era un vicio. Sonrió al pensar esto. “Hasta para tener vicios soy un soso”. Se fijó en una ventana de la casa de enfrente. Se veía el salón. Estaban cenando. Una pareja. De unos treinta y tantos. Aburridos. Se les notaba en la cara. Comían distraídos mientras veían la televisión. Se había cruzado esa mañana con ellos, cuando iban a trabajar. Parecían quererse… pero no sabían como hacerlo. Él siempre se imaginaba que cuando tuviera novio, viviría con él, y harían muchas cosas. Él se imaginaba esa escena, pero sin tele, y con música de fondo, suave. Y los dos mirándose a los ojos, como bobos, y al final, levantándose y bailando agarrados, con una copa de vino, de la que beberían alternativamente los dos. Daba igual que no le gustara el vino. Pero por su novio, bebería. Es que el vino… ¿Qué tenía el vino? ¿Un punto romántico? Tendría que aprender a beber vino… bueno, tenía tiempo, toda la eternidad, lo del novio lo veía como algo muy lejano en esos momentos.

Se sonrió de nuevo con esa idea. ¿Diego el seboso novio? ¿El pánfilo? No, esa posibilidad era algo que no entraba en sus planes… ¿Planes? ¿Tenía de verdad planes? Los pocos que había hecho le habían salido con el culo. Llegar a Burgos… pensaba que le iba a dar… pero no, no le dio nada. Porque él era el problema, él era el que no tenía nada. Nada que ofrecer, nada por lo que luchar, nada de lo que sentirse orgulloso…

Sacó otra magdalena rellena de chocolate. Se la comió de dos mordiscos. Bebió un gran trago de Coca-cola. Eructó aparatosamente. Miró el reloj. Ya era la hora.

Se puso de pie.

Se subió en el murito que separaba la azotea de la nada.

Miró hacia abajo… le dio un pequeño mareo, casi se cae al vacío. Miró entonces al frente. Solo veía el tejado del edificio al otro lado de la calle.

Miró hacia el cielo. Oscuridad. Parecía que estaba nublado.

Cerró los ojos.

Golpes… lloros, gritos… lloros y gritos suyos… “¡No!”, se escuchaba gritando… un escalofrío le recorrió su cuerpo desde la nuca hasta los pies… No más… “¡A mi hermano no!”… “Raúl, no… ¡¡No!!!!!!!!!”.

Abrió los ojos. Agitó su cabeza para espantar esas visiones que empezaban a hacerse realidad en su mente. Se le humedecieron los ojos de impotencia… no había podido… había perdido la batalla contra él, contra los recuerdos… no veía la forma de ganar… todo era…

Nada era posible…

Era hora de… sí… Diego siempre había sido un perdedor. Y ya era hora de dejar de engañarse, de… de dejar de luchar. ¿Luchar? Sí no sabía luchar… él se había entregado, nunca había luchado contra sus miedos, contra su padre, nunca… era un cobarde… un completo cobarde… y alguien como él, no merecía seguir… viviendo…

No.

_______

Capítulo 46.

– Tengo hambre

– Vaya, ahora sí que quieres cenar…

– Oye, que antes he cenado también – dijo Jaime poniendo un pequeño mohín y haciéndose en ofendido.

– No, Jaime, no cuela.

– ¿Preparas algo?

– Pero tío, que morro. No, ahora te toca a ti. Se está muy bien en la camita caliente.

– Pero estás bien porque estás apoyado en mí. Si me levanto a preparar algo de cenar, ya no estarás tan bien. Y encima luego te arrepentirás porque soy una perfecta nulidad en la cocina, y no te gustará y me echarás la bronca…

– Vale, vale, calla, que me agotas. Ya me levanto en un rato. Aunque me parece que recalentaré la pasta, y la tortilla en el micro, y arreglados.

– Jo… ¿Me pones un bocata con la tortilla?

– Pero…

– Y podías hacer algún postre…

– Pero tío… ¿qué postre quieres que prepare en unos minutos? ¿O es que quieres que me pase la noche en vela? Oye, que mañana tú trabajas y yo debería ir a clase.

– ¡Bah!, que más da. Si ya tienes el año medio chafado. Tú mismo me lo dijiste el otro día.

– Oye, macho, que tú eres el profesor. Eres el que debería inculcarme el deber y esas cosas.

– Pero eso da igual… nos llevamos apenas unos meses. Incluso tú eres más mayor.

– Pero da igual, tú debes dar ejemplo, eres profesor. Yo soy alumno y mi deber es hacer pellas. Pero no al revés. Ahora deberías decirme que mañana tengo que recuperar el tiempo perdido y esas cosas y entregar los 5 trabajos que debo entregar. Y tú – le dijo señalándolo con el dedo – eres mayor que yo.

– ¿5?

– Bueno, 5 son para el viernes…

– Ya estamos…

– Pero debería… Convénceme, anda. Convénceme para que me duerma y mañana madrugue…

– ¡Vamos!

Pero Jaime solo le miraba fijamente.

– Vale, vale, ya me levanto. Si tienes harina y huevos suficientes, haré un bizcocho y crema pastelera.

– Hay Nocilla.

– ¿Nocilla?

– Luego puedes recubrir el bizcocho relleno de crema pastelera, con Nocilla.

– La madre…

– Vamos – Jaime empujó a Joan fuera de la cama, hasta que éste cayó al suelo.

– En fin. Esto me pasa por ser amable y tal… Podrías al menos levantarte a ayudarme, so cabrón.

– Oye, un respeto que…

– Como me digas ahora que eres profesor y… te… te… – y Joan hacía gestos con las manos como si quisiera estrangularle.

– ¿No suena un teléfono? – preguntó Jaime.

– Sí, sí… es el mío. Déjalo que suene.

– Pero…

– Déjalo, anda. No me apetece hablar con nadie.

– Vale, ya me callo.

– Serás… – Joan cogió un peluche que tenía Jaime sobre una butaca y se lo tiró a la cara.

– No maltrates a Desiderio. Que me ha acompañado en estos años de sufrimiento y…

– Pero serás actor… y malo además… quítale la etiqueta, anda… si te lo compró el decorador al que encargaste que te vistiera la casa..

– ¿Pero como sabes…? – Jaime le miró con cara de verdadera sorpresa.

– Hablas mucho cuando te emborrachas – le gritó Joan ya desde el pasillo.

Jaime se levantó de la cama, y fue tras él.

– ¿Y que más te dije?

Volvió a sonar el teléfono de Joan. Esta vez, fue al salón y lo cogió de la mesa.

– ¿Sí?

– Hola Diego.

– No tranquilo, no molestas. Cuéntame.

– Nada, hombre – Joan puso cara de extrañeza, lo que hizo que Jaime prestara más atención a la conversación de Joan.

– Pero no te preocupes, hombre. Mira, si la verdad, me estaba aburriendo de vivir solo, así me haces compañía. Además, me gusta cocinar, y así si estás tú…

– No, Diego, no hace falta que te vayas. Mira, mañana cuando volvamos los dos de la Uni, comemos tranquilamente y ponemos un alquiler, si te vas a sentir mejor, y ponemos las normas de convivencia, y…

– Bueno, pues gracias…

– Pero Diego… ¿Estás bien? ¿te…?

– Vale, vale – pero la cara de Joan indicaba que no estaba convencido de las explicaciones que le daba Diego.

– Venga, anda, descansa… oye, por cierto, ¿Has cenado?

– No seas bobo, tienes en el frigo y en los armarios montones de cosas. Tienes embutido en el cajón del frigo, tienes huevos, y tienes filetes en el congelador… coge lo que quieras, estás en tu casa…

– Joan ponía cara de resignación – vale, vale, como quieras. Mañana hablamos mientras comemos… ¿Te parece?

– Venga… hasta luego.

– De nada, hombre. No…

– Agur. Agur…

Joan colgó. Y se quedó mirando la pantalla durante unos instantes. Jaime le observaba expectante. Se acercó a él y lo abrazó por delante. Le quitó con una mano el móvil de sus manos, dejándolo de nuevo en la mesa del salón, mientras con la otra le apretaba el culo.

– ¿Qué pasa?

Joan le miró por primera vez desde que cogió la llamada.

– Era Diego.

– ¿El chico… ?

– Sí, el chico que… Es que no sé, me ha dejado un poco…

Jaime le hizo un gesto con los ojos, para que acabara la frase…

– Quería darme las gracias.

– Mira que bien. Un tío agradecido. El viernes podías invitarle al cine, y vamos todos, y luego comemos un bocata.

– ¿Y sí…?

– ¿Te sorprende tanto que te de las gracias?

– Pues sí, me sorprende que me llame a las 12 de la noche, solo para decirme eso. Va, dejémoslo, voy a preparar el bizcocho y a recalentar la pasta y…

– Yo me vuelvo a la cama… aunque si cocinas desnudo, a lo mejor me quedo a mirarte – Jaime le guiñó un ojo, mientras le daba una palmada en el culo.

– No, a mirarme no… – Joan se dio la vuelta moviendo exageradamente el índice de lado a lado. – a ayudarme. Ven, ven, y empieza batiendo huevos.

– Hummmmmmm, ¿Los tuyos, mi amor? – dijo Jaime imprimiendo a su voz el tono de un narrador de cine porno, mientras pasaba su lengua humedeciendo lentamente sus labios.

– Anda, tira para la cocina… no me toques las narices… que anda, a quién le cuentes que vamos a hacer una tarta a las 12 de la noche de un miércoles…

– Martes

– Bueno, lo que sea. ¿Seguro que no es miércoles?

– Bueno, da igual.

– No, no da igual – dijo Joan abriendo el frigo y sacando media docena de huevos – Porque si mañana es jueves, tengo que presentar un…

– Deja de…

– Oye, que te repito que…

– ¡Qué cansino con lo de que si yo soy profesor! Da igual, si…

– No puedo contigo, no puedo – dijo fingiendo Joan desesperación, mientras sacaba la leche, el azúcar y la harina – No puedo. ¿Y la nocilla?

– En el frigo.

– Joder, pues… habrá que sacarla, sino la va a extender en el bizcocho quién yo te diga.

– Tengo hambre, ¿sabes? – afirmó Jaime mientras pasaba por detrás de Joan y le pellizcaba el culo.

– ¡Ay! Deja ya de pellizcarme, capullo. ¿Hambre? ¿Hambre dices? Serás capullo y antes no has comido casi ni una miaja de lo que te he preparado con tanto esmero. Casi me lo tiras…

– ¿Que te tiro? ¿Deliras?

– No deliro, solo recuerdo.

Jaime cogió un pequeño puñado de harina y se lo tiró a Joan. Este soltó el bol que había sacado del armario, y empezó a perseguir a Jaime por toda la cocina. Al final lo acorraló en una esquina, y empezaron una guerra de cosquillas.

Reían.

Jugaban.

Reían… y acabaron en un largo beso.

– ¿No nos arrepentiremos mañana de esto?

Era Joan quien por un momento tenía remordimientos de lo que estaban haciendo.

Jaime se puso serio. Se encogió de hombros.

– ¿No es el teléfono?

Jaime fue al salón y le llevó a Joan el móvil.

– ¿Sí? – contestó Joan sin mirar siquiera la pantalla.

– …

– ¿Ricardo? ¡Qué…!

Jaime se sentó en una de las sillas de la cocina.

– …

– ¿Carlos? ¿Que me has llamado? Pues no he oído, te lo juro…

– …

– Oye no te pongas…

– …

– ¿Qué? ¿No exageras?

– …

– Mira creo que estás exagerando. No estoy en casa, y no creo… y mira, tampoco soy su guardián. Ni el de nadie.

– …

– Venga, anda, vete si quieres. Tienes las llaves. Y…

– …

– Llámame si pasa algo. Aunque creo que…

– …

– Venga, llama si necesitas algo.

– …

– Agur.

Joan se quedó otra vez mirando la pantalla del móvil.

– ¿Qué pasa?

– Pues que, Carlos piensa… Nada da igual. Está paranoico.

Joan volvió a sus preparativos para el bizcocho. Pero no podía apartar de su mente la conversación que acababa de tener con Carlos. ¿Y si tenía razón?… no dejaba de hacerse esa pregunta…

Jaime seguía sentado en la silla. No apartaba la mirada de Joan. Hizo un gesto con la mano, como si estuviera despidiéndose de él mientras se alejaba en el tren, pero Joan ni se inmutó.

De repente Joan tomó una decisión.

______

Capítulo 47.

Diego seguía de pie, con los ojos cerrados. Mirando al frente sin ver. El aire golpeaba en su cara. Era como miles de pequeñas agujas que se estrellaban contra su piel. Sus ojos se estaba irritando por el aire, a pesar de tenerlos cerrados, y empezaban a llorar ligeramente. Su mente vagaba por encima de los tejados. Se veía a sí mismo como a Peter Pan sobrevolando los tejados de Londres. Lo único que les diferenciaba es que no llevaba esas medias verdes horrorosas… Se sonrió al imaginarse a sí mismo con ellas, y la pinta de payaso venido a menos que tendría.

Empezó a sonar el móvil. Lo sacó del bolsillo con cuidado, no se fuera a caer a la calle. Volvió a sonreír ante lo grotesco de la situación: teniendo cuidado para no caerse. Abrió la tapa: era su madre.

Habló con ella durante unos minutos. Se la notaba preocupada, como en los últimos días. Siempre pensaba lo peor, en el peor escenario posible, aunque no siempre había sido así. Durante muchos años, ni se preocupó, ni se enteró de nada. Era ciega, o peor aún, no quiso ver.

Él intentó tranquilizarla. Intentó poner su mejor tono alegre y despreocupado, ese que le había costado tantas sesiones de psicólogo conseguir. Pero esta vez creía que no había engañado a su madre. Él lo sabía, ella lo sabía.

Pero para cuando quisiera hacer algo, ya no habría solución. Le dolía hacerle daño. Y a Raúl, y a Isabel… sus hermanos. Raúl… era algo especial… era un poco como su réplica, así lo veía Diego. Pero perfeccionada. Raúl era guapo, deportista, buen cuerpo, inteligente, y con un pasado más liviano que el de él. Alegre. Vital. Era lo que Diego hubiera querido ser. Lo que decían todos de él hasta los 12 años. Hasta que aquello empezó.

Seguro que sus hermanos sufrirían. Pero estaba seguro que iban a sufrir menos que si él seguía aquí. Otra vez empezaban las pesadillas. Otra vez empezarían los malos humores, las enfermedades psicosomáticas, la depresión. El círculo maldito: pesadillas, noches en vela, cansancio, depresión, enfermedades, dolores, depresión, pesadillas… agotamiento… ansiedad… pastillas, y estado catatónico. No quería que su madre le viera así otra vez. No quisiera notar que la había decepcionado de nuevo. No quería ver la culpa en su rostro. No. No quería ver la impotencia reflejada en la cara de su hermano. Ni la confusión que tenía por querer ayudarle, por desear estar más cerca de él. Sufrirían ahora… pero ese dolor pasaría. Si se quedaba, el dolor sería eterno. No tenía fuerzas para luchar de nuevo. Apenas las tuvo para salir de la primera… No.

– Oye tío, has elegido mal día para ver los tejados de Burgos. Hace un frío de la hostia.

Diego se dio la vuelta asustado. Se tambaleó ligeramente pero recobró el equilibrio enseguida.

– Siempre he querido subir a un tejado, pero nunca lo había hecho.

– Carlos ¿qué haces aquí?

.- Pues mira estaba con Ricardo, y la verdad estábamos aburridos. No os he presentado, Diego, este es Ricardo.

– Encantado – acertó a decir este último.

Ricardo estaba sorprendido por la escena, y por el cambio que había dado Carlos en un momento. Ahora parecía tranquilo, como si dominara el escenario. Hasta que habían llegado al tejado, y sobre todo desde que en la calle, habían visto una silueta de pie sobre el alféizar del edificio en dónde vivía Joan, se había alterado enormemente.

– Si no os importa, quisiera estar solo – dijo sin ambages Diego, y dándoles la espalda.

– Pues si que nos importa – dijo Carlos acercándose – Tenemos muchas cosas de las que hablar, la otra noche me pusiste a parir y creo que debemos dejar las cosas claras.

– Ya te pedí disculpas.

– Y yo te las acepté, pero creo que debemos hablar. Y dejar las cosas claras. Además, me siento responsable de ti de alguna forma, y no quiero que te pase nada. Y estar al borde del abismo no me da tranquilidad en cuanto se refiere a la consecución de mi objetivo protector.

– Que culto te has vuelto de repente.

– Soy un diamante por descubrir. Solo hace falta que alguien quiera descubrirme.

– Y que tú te dejes, claro. Si al final va a resultar que sabes ser amigo y todo – apuntó Diego con un cierto tono sarcástico en su voz – ¿O será que quieres conseguir que Joan folle contigo? Amistad o folleteo, he ahí la cuestión.

– Como diría Shakespeare. En todo caso, a lo mejor, pretendería demostrarle a Joan que puedo ser un buen amigo, preocuparme por la gente.

– ¿Y lo eres?

Carlos se quedó callado unos instantes mientras se iba acercando hasta donde estaba Diego subido en el muro que bordeaba el tejado.

– No, no lo soy. No tengo amigos. No sé tenerlos. No recuerdo haberlos tendido a partir de los 10 años.

Carlos no dejaba de mirar a Diego fijamente. Lo mismo hacía Diego.

– Ricardo – Carlos se giró hacia éste – ¿te importa dejarnos solos?

– ¿Eh? – el aludido no sabía qué debía hacer.

Aunque habían hablado de ello mientras subían las escaleras, Ricardo se había quedado tan sorprendido por toda la situación que se había quedado completamente bloqueado. Solo escuchaba ensimismado la conversación que tenían Carlos y Diego, y sacaba fotografías mentales de todo lo que ocurría.

– Sí, sí, bajo al portal que se estará más caliente. Hace mucho frío.

Ricardo se dio lentamente la vuelta, y salió de la terraza del tejado.

– Ya podemos hablar tranquilamente, Diego.

– Puedes bajar con tu amigo… por cierto ¿Éste es el que hablaba Joan el otro día? Te lo has follado… ¿eh?

– Pues sí, no te voy a engañar, he follado esta noche con él. Y dicho sea de paso, me lo he pasado en grande.

– Rompiendo parejas. Seguro que Joan estará feliz cuando se entere.

– No se tiene por qué enterar. Si tú no se lo dices…

– Yo ya no diré nada a nadie, tranquilo por eso.

Diego se dio la vuelta otra vez y miró al frente, sin bajar la vista. Carlos aprovechó y se subió de un salto a un par de metros de Diego.

– ¿Que ostias haces?

– Ponerme en igualdad de situación que tú. Si tú saltas, yo salto.

– Deja de decir paridas, serás imbécil…

– ¿Por qué no?

– ¿Y por qué sí? No te jode…

– Es de idiotas suicidarse.

– Desde luego como psicólogo…

– ¿Qué?

– Que no sigues los procedimientos de los negociadores en caso de suicidas.

– Qué sabrán ellos.

– Y tú si ¿No? ¿Ya has acabado la carrera de Psicología? Estudiabas comunicación o alguna pollada de esas ¿No? Mucha psicología en la carrera, sí.

– Tu en cambio sí estudias Psicología… Huy, perdona, que se me había olvidado que no hay esa carrera en Burgos, así que no la puedes estudiar.

– Me he pasado media vida en la consulta de psicólogos.

– Y yo.

– Una mierda.

– Otra para ti. Vaya, Diego, así que eres de los que piensan que son únicos sufriendo ¿no? Nadie a parte de ti lo ha pasado mal ni ha tenido que ir a psicólogos…

– No es eso

– ¿Entonces?

Se quedaron los dos callados. Diego seguía con la mirada fija en la casa de enfrente. Carlos tenía cerrados los ojos suavemente, e intentaba controlar la respiración. Tenía vértigo. Se movía ligeramente atrás y adelante…

– No lo entiendes – exclamó Diego.

– Explícamelo.

Diego giró la cabeza, y vio como Carlos empezaba a desestabilizarse. Sudaba copiosamente… se estaba poniendo más y más nervioso por estar a 20 m. de altura, al borde de lo que para él constituía un abismo.

– No parece que estés muy bien.

– Tengo vértigo ¿pasa algo?

– Joder. ¿Y siempre jodes a todos los que conoces?

– ¿Qué?

– Estaba yo tan bien…

– Una mierda. Si no, no me hubieras llamado.

– Yo no quería que vinieras, no te jode. Serás egocéntrico y… y… – no encontraba el insulto que estaba buscando.

– Eso lo eres tú, Dieguito de los cojones. Tres días hace que te conozco, y no me has dado más que dolores de cabeza.

– Oye, oye, que tú te metiste en mi vida solito. No te jode. Ahora será que yo fui a buscarte a cualquier antro, y te cogí de los huevos, y te puse una pistola para que fueras mi amigo. Serás chulo de mierda, presuntuoso y egocéntrico… Joan tiene razón… no vales una puta mierda para estar al lado de alguien.

– Ya estamos… pues que sepas que no me gusta estar aquí de pie, y estoy por ti.

– Pues siéntate, no te jode. Yo no te he pedido nada. Ni lo haré, por todos los Iphone del universo.

– Siéntate tú, y me sentaré yo.

– Lárgate y déjame en paz, imbécil. Vete a hacer tu obra de caridad a otro sitio. O mejor, pon un anuncio en en el Face, buscando amigos a los que ayudar.

Carlos cada vez perdía más el equilibrio. Diego se estaba empezando a asustar…

– Ya me he bajado – y diciéndolo, Diego se dio la vuelta y saltó a la terraza.

Pero Carlos no se movió. Estaba completamente agarrotado por el miedo. No podía abrir los ojos, ni hacer ningún movimiento. De repente se inclinó más de lo normal hacia delante en ese movimiento de vaivén que estaba haciendo desde que se había subido al muro. Diego reaccionó rápido, y le agarró de la chupa, y le atrajo hacía dentro. Carlos no pudo mantener el equilibrio, y cayó encima de Diego, el cual, al no esperarlo, no pudo retenerlo y cayeron los dos al suelo.

Carlos seguía temblando, con los ojos cerrados fuertemente, como si quisiera evitar de cualquier forma abrirlos. Diego se inclinó sobre él y le dio un par de cachetes. Carlos abrió los ojos de repente… tenía delante el rostro de Diego todavía con el susto reflejado en él.

– Vale, no te pases, tío – dijo Carlos, intentando poner un todo de dignidad a su voz, aunque no lo consiguió en absoluto… era casi un susurro entrecortado lo que salió de su garganta.

– Encima, no te jode, serás… y ahora te largas, y me dejas…

– Y una mierda.

Carlos recuperó algo de sus fuerzas y de su estabilidad, y se levantó del suelo, para encararse a Diego.

– ¿No has dicho que íbamos a hablar? Pues ya estás largando.

– No me apetece ahora. Lárgate y déjame en paz.

– No seas… no me hagas llamar a la policía. Los bomberos pondrán una de esas lonas…

– No lo harás.

– ¡Ja! Pruébame.

– Pero tío – Diego se lanzó contra Carlos, empujándole hacia atrás – ¿Qué te crees que eres? Que te conozco de tres putos días. No eres nada. Nada. No tienes ningún derecho sobre mí. Eres un mierda que no sabes tener amigos ¿A que viene ahora este… este impulso quijotesco? Qué no soy nada, que no… eres nada mío, ni nada… ¿que te va o te viene que me tire a la calle? ¿Eh? ¡Contesta!

Diego había acorralado contra la puerta que daba acceso a la escalera para bajar de la terraza.

Qué no me debes nada ni yo a ti. Eres un puto grano de arena que se ha metido en mi zapato.

– Porque… – Carlos buscaba las palabras – porque… eres igual que yo.

Diego no pudo controlarse y levantó el puño y le dio un puñetazo en la cara. Carlos sangró ligeramente de uno de sus labios, y estaba medio inclinado hacia el lado contrario al que le había dado el golpe Diego. Pero éste no le soltaba, al contrario: intentaba que se incorporara otra vez.

– Es la patraña más… idiota… – Diego crecía en indignación – eres burdo y mentiroso, asqueroso… te ríes de mí… la madre que te parió… te patearía la cabeza… igual que yo, dice… que sabrás tú de mí… que sabrás de… no sabes nada… ¡¡NADA!!

Diego soltó a Carlos, que se fue deslizando por la pared, hasta acabar sentado en el suelo, tocándose ligeramente su herida en el labio, y mirando incrédulo sus dedos manchados de sangre. El otro empezó a dar vueltas como un león enjaulado…

– Qué sabrás tú de ansiedad. Que sabes tú de que tu padre… sí, tu padre… coja una correa y te pegue de latigazos, hasta que te deje la espalda en carne viva. ¿Eres tú igual? ¿eh? ¿Hijo de la gran puta? ¿Eres igual? ¿Tienes mis mismas marcas en la espalda? Qué sabrás tú de lo que es que tu padre… tu padre… te ate a la cama, debajo de la puta cama… por jugar con los niños del barrio… durante horas y horas…? ¿Qué sabes tú de que tu padre… sí, tu padre, te deje con “amigos” suyos – Diego hizo el gesto con los dedos – a los que tenía que pagar favores, o darles dinero… pero no podía, porque se lo había gastado todo en la mesa de juego… y no tenía… y yo debía… yo… ¿Sabes lo que me llegaron a hacer esos hombres? ¿Siquiera puedes intuir en esa cabeza de chorlito, de egocéntrico que tienes, una milésima parte de las cosas que me hicieron en esas noches interminables…? ¿Lo sabes acaso?

Diego estaba ahora gritaba a pocos centímetros de la cara de Carlos.

– ¿Sabes lo que es tener miedo, pánico? Escuchar todos los sonidos de la casa, esperando que tu padre se acerque a la habitación, y te saque en pelotas y te meta en el maletero del coche, y te lleve a la finca de ese amigo al que le debe, y me ponga…? No… no mereces saber una mierda más de mí…. me niego a que un imbécil como tú sepa cosas de mí que no sabe nadie. No te lo has ganado, no… eres un mierda… un mierda…

Diego había vuelto a coger a Carlos por la chupa y tenia levantado la mano, con el puño cerrado, esperando el momento de descargar el puño…

De repente, Diego fue consciente de lo que iba a hacer. Poco a poco fue bajando el puño… relajó sus músculos, y se alejó unos pasos de Carlos.

– No… no quiero que mi madre vuelva a tener que dormir conmigo. Que me vea otra vez derrotado por… por mi cobardía, mí incompetencia… no quiero ver la pena en la cara de mi hermano, no Carlos… no puedo decepcionar otra vez a mis am… a mi familia… – Diego se sonrió amargamente – iba a decir amigos… ¿Cómo se puede tener amigos así? Que bobadas… nadie quiere como amigo a un niño que no puede ir a casa a dormir, ni invitar a la suya, claro. Ni puede quedar a jugar, ni… y luego, esas noches en vela esperando… y luego, cuando acabó todo… esas pesadillas… mi madre… no me puedo quitar de la cabeza la imagen de mi madre… su cara… llorosa, impotente, la culpa… el dolor de… ¡¡Dios!! ¡¡La puta madre que…!!

Diego estaba furioso otra vez… dio una patada a la botella de Coca-Cola que se estrelló contra la pared, y se rompió expandiendo su contenido por el suelo y la pared.

Carlos aprovechó para levantarse del suelo, y se acercó a Diego. Le abrazó por detrás… éste intentó soltarse… Carlos le susurraba que se tranquilizara… Poco a poco Diego fue cambiando su furia por impotencia… empezó a llorar incontroladamente…

Carlos le dio al vuelta, y le abrazó esta vez de cara. Dejó que apoyara la cabeza en el hombro, y llorara… y llorara…

– ¿Ves como no puedes ser yo? – dijo Diego al cabo de un rato, entre sollozos.

– Es cierto, no puedo ser tú. Pero te voy a contar una historia…

________

Capítulo 48.

– Vamos y nos sentamos allí.

Se acomodaron los dos contra la pared de la escalera.

Diego poco a poco se iba relajando. Ya casi no lloraba. Carlos le dejó que se tranquilizara.

– Te escucho. A ver que historia es esa que me tienes que contar.

– Tranquilo ¿O has quedado a cenar con alguien?

– Que irónico, o mala baba. Hace un momento pensé que a lo mejor podrías ser hasta un chico medianamente comprensivo, pero, ya veo que sigues siendo un capullo. Tienes la facilidad de hacer sentir a la gente como una mierda.

– Pero Diego, era solo…

– ¿Una broma? Te acabo de… de… contar mis desgracias, lo solo y gilipollas que me siento, sin amigos, patético de mí… y… y tú ahora me vienes con lo de cenar, con lo de que si he quedado, como una bromita de…

– Vale, vale, joder, que ha sido sin intención. Ostias. Mira, tío, la broma era…

– Ya… no sigas. Que soy corto, pero no tanto – Diego hizo amago de levantarse – pero tu idea es tan patética como…

– Joder, ya lo sé que soy un perfecto asocial, tío, pero… tío, escúchame, no estés a la defensiva, y luego me dices lo que te de la gana… o te tiras y ya está, al fin y al cabo cada vez me pareces más un gilipollas que se cree que por haber sufrido en una etapa de su vida tienen todos que estar besándole los pies, o algo así… tírate y ya está, no sé para que he perdido el tiempo charlando contigo. Total, si fuera a ganar a un amigo, pero como quieres matarte…

– Esta conversación me resulta muy… surrealista. No te entiendo tío… me flipas tío… no… ¡Joder! Es que esto es una mierda… – Diego abría los brazos y miraba al frente, al cielo buscando una explicación a lo que le estaba pasando – Suelta ya tu maravillosa historia llena de problemas del “pobrecito Carlos que le ha llevado a ser un capullo integral”. ¿Te has intentado suicidar también? Una lástima que no lo hubieras hecho, porque así, o ya hubiera acabado con todo esto, o no me hubiera visto metido en la historia de Joan con un bate de béisbol que ha despertado a la mierda que llevo dentro.

– Ahora tendré yo la culpa…

– Que acabes, joder, que hables ya de una puta vez, que estoy hasta los cojones de…

– Vale, vale…

De nuevo el silencio llenó la fría noche. Diego miraba a Carlos directamente, cada vez más enfadado, y Carlos buscaba las palabras…

– Mi familia es un poco complicada – Carlos empezó titubeante – Mis padres tenían pasta, mucha pasta. Pero no se acababan de llevar bien. De hecho se llevaban muy mal. Entre ellos, y con el resto de la familia. Todo por dinero, por casas en el pueblo, por tierras, por herencias… todos mis tíos también tenía suficiente dinero para no necesitar nada, ni pelearse, pero era como si no les bastara, que si “me has engañado”, que si no sé que… el caso es que al final, en el pueblo, pues… mi hermano y yo acabamos casi sin poder salir de casa, porque nadie quería vernos… todo eran miradas y tal, algunos escupían cuando habíamos pasado… y más cuando a mí se me ocurrió decir que era marica… con pocos años…

Hizo un pequeño alto. Le estaba costando más de lo que creía. No había contado su historia a nadie… nunca. Nunca. Y ahora empezaba a dudar de poder acabarla… sin emplear subterfugios, o atajos, o verdades a medias…

– El resultado es que mis padres se subieron por las paredes, y me mandaron a un internado, con 13 años. “Para que encarrilaran mi comportamiento rebelde e inadecuado”. No, ya sé lo que estás pensando… no… no te voy a contar ahora una historia de curas que me metieron mano y tal, y me obligaron a tener sexo con ellos. Tuve mucho sexo en el colegio, pero siempre plenamente consentido, y buscado. Yo quería dar la razón a mis padres, y… trabajar en corregir mi comportamiento y mi rebeldía. Solo que – Carlos sonrió amargamente – la “rebeldía” a la que puse remedio, era distinta a la que pretendían mis padres. Ellos querían que me “reformaran” mis desviaciones, y yo, por contra, si había tenido alguna duda, o mejor… si había en algún momento, si me había asustado, o repudiado a mí mismo, esto supuso mi reafirmación completa, y tal.

– ¿Y tu hermano?

– Mi hermano, pues tomó partido por mis padres. No le entendí nunca a mi hermano. No necesitaba tomar partido, con mantenerse al margen pues ya estaba. Pero yo creo que no le caía bien. Seguramente no fui el hermano mayor que quería, ni zorra idea. Mis padres tomaron el camino de ignorarme, de de alguna forma repudiarme. No era ya por lo de gay y tal, más bien era por todo, no les gustaba. Para eso – otra vez la sonrisa amarga – sí se ponían de acuerdo. No les gustaba, no era el hijo que habían querido. Era completamente distinto a ellos: alto, ellos eran bajitos, sin ningún apego al campo, ni a la tierra, ni a las posesiones, ni siquiera al afán de discutir con la familia. No, tampoco me he llevado bien con el resto, con mis tíos y mis primos, porque, ellos eran iguales a mis padres, y yo he sido también el raro entre ellos, ¿sabes? A mí me gusta la música, y el arte, y esas cosas… me gusta leer, pinto, o pintaba más bien…

– ¿No estudiabas derecho? ¿Por qué…? – Diego abría las manos mostrando su incomprensión.

– Tranquilo, ya llegaremos – Carlos puso su mano sobre la pierna de Diego para pedirle paciencia. – Si no hubieras estrellado la botella, ahora la pegaría un buen trago…

– No creo, porque por la temperatura que hace, estaría congelada.

– Quizás… es cierto, hace frío de cojones…

Carlos permaneció un tiempo callado. ¿Atajo? ¿Verdad? ¿Cómo seguía?

– Así aprendí a tener sexo. Era lo que dominaba. En el pueblo no tenía amigos, todos me veían como un bicho raro… eso ya te lo he dicho… y en la… el internado pues me acostumbré a tener sexo, no a tener amigos. Era más fácil… tener amigos representaba para mí la posibilidad de tener que darme a conocer, y la verdad, no estaba orgulloso de nada de lo que tenía. Bueno, en eso no he cambiado.

– ¿Te enamoraste de alguien?

– No, para nada. De hecho hasta que llegó Fermín no me creí capaz de hacerlo… ahora dudo siquiera que lo hiciera, que me pillara por él… no soy capaz de querer, Diego. Todo lo baso en culo-polla, y punto. Con un compañero más mayor, tuve una especie de relación más larga y con algo más que sexo, pero… no sentía nada por él… o eso creo, o me lo negaba, porque sabes, creo que en el fondo, ese rechazo de mis padres siempre me ha condicionado, en el fondo, creo que… no sé… me he rechazado… o eso decían mis psicólogos, o sería que intentaban sacarme una confesión…

– ¿Confesión? ¿Quién es Fermín?

– Pues… es que es largo… lo de Fermín… abreviando, fue un tío con el que me lié una noche, y acabamos follando, y yo pues creí que me gustaba. Ahora que lo pienso, es el culpable de que nos conozcamos, posiblemente. Porque por él conocí a Joan, y… bueno, todo lo demás.

– Ya – Diego no estaba muy seguro de haber entendido muy bien la historia de Fermín. – ¿Y eso de sacarte una confesión?

– Pues un buen día – Carlos hizo una pausa y carraspeó – mis padres y mi hermano – volvió a hacer una pausa – aparecieron asesinados.

– ¡Hostias!

Diego se incorporó un poco para mirarlo a la cara. Necesitaba saber si lo que le contaba Carlos era cierto o se lo estaba inventando para hacerse la víctima.

– Aparecieron en casa. Nos habíamos trasladado a vivir a Palencia capital. Ellos seguían yendo mucho al pueblo, pero, ya las relaciones con el resto de la familia eran tan tensas que, mi padre decidió poner un poco de distancia. Y allí en casa, aparecieron los tres.
– Pero… ¿Dónde estabas tú?

– En el colegio. Era un miércoles. Además tenía examen al día siguiente. La policía me levantó de la cama a las 4 de la madrugada. Me quedé sin poder reaccionar… no pude llorar… ni sentir nada. Había discutido con mis padres el finde anterior. Querían mandarme en verano otra vez a Inglaterra. Cada vez les caía peor, y cada vez era más evidente que intentaban alejarme de ellos. Yo me negué, claro. No era por no ir a Inglaterra. En realidad, los veranos anteriores que también había ido, lo había pasado genial, y había conocido mucha gente y follado una barbaridad. Así que no me parecía mal plan, total, no había nada en Palencia ni en el pueblo que me retuviera. Pero me jodía que siguieran mis padres mangoneándome, solo porque les había dicho que era gay, y porque no les caía bien… A parte había medio quedado con ese chico que te había hablado, en ir a pasar parte del verano a su casa de Benidorm… no era nada, pero era como tener algo alternativo.

– ¿Y tu hermano?

– ¿Mi hermano?

– ¿No dijo algo, te apoyó, o…?

– No, nada. Mi hermano nada. En realidad creo que… te he escuchado antes hablar de tu hermano, y me ha dado envidia. Yo no he sentido por él eso, ni él por mí… yo no tomaría una decisión de ningún tipo pensando que se sintiera mejor, o… da igual, sabes, está muerto… que más da.

– Pero eso… tuvo que ser muy fuerte.

– Lo fue. Y más cuando la policía se convenció de que los había matado yo.

– ¡Hostias!

– Sí. Y lo sigue creyendo. Pero no puede probarlo.

– ¿Lo hiciste?

– Qué dices, idiota, que voy a matarlos, hombre, serás… ¿Me ves cara de asesino?

Carlos estaba verdaderamente enfadado. Se había medio incorporado y miraba a Diego de forma dura.

– No sé que cara tiene un asesino.

– ¿Me crees capaz…?

– Oye, no te… yo que sé si eres capaz. No te conozco apenas. Fíjate que estoy hablando contigo aquí y te he contado lo que no he dicho a nadie, y… oye mira, que tienes que comprender que todo esto está muy bien, pero… yo tengo decidido mi futuro…

– No, Diego… no debes hacerlo. Tú tienes a tu hermano, a tu madre, a tu hermana… les quieres, no debes hacerlo… si puedo soportar la vida que llevo sin nadie, tú tienes mucho más que yo… eres…

– Mira macho, no me vengas con estupideces. Yo no sé lo que has pasado, ni tú sabes lo que yo paso.

Diego se levantó de un salto.

– Y no tienes derecho a decirme ni… a nada… nada… puedes largarte a seguir follando con el Roberto ese…

– Ricardo

– Quién sea, me la suda, y déjame en paz, yo haré con mi vida…

– No, Diego… no, no me lo perdonaría.

– Pero qué sandeces dices, que perdonar ni hostias. Ahora no me vengas con gilipolleces que te vas a sentir culpable y no se que, y mira, pues si es así, te jodes, ya sabes como quién, y si no… pero seré imbécil discutiendo contigo de esto, pero…

Carlos se había levantado también del suelo…

– No, Diego, no debes hacer, no te voy a dejar…

– ¿Qué? Pero que historia me estás contando tío, pero… tú… mira que te…

Diego volvió a levantar el puño amenazando a Carlos. Pero éste no se arredró, y siguió enfrentándose a él.

– ¿Me vas a volver a pegar? No sabía que eras un matón de mierda. ¿Eres como tu padre entonces?

Carlos se dio cuenta del error de decir estas palabras, cuando sintió el puño de Diego estrellarse contra su mejilla izquierda. Y esta vez lo hizo con fuerza. Cayó al suelo, y sin poder evitarlo se encontró con Diego sentado sobre él, pegándole manotazos, sin mucha destreza y tino, sin duda por la furia que había desencadenado el comentario de Carlos. Éste se protegía como podía, e intentaba desequilibrar a Diego moviéndose debajo de él. Al final lo consiguió, y logro derribarlo hacia la izquierda, se levantó rápido, y se inclinó sobre él, para retenerle las manos, e intentar que se tranquilizara…

– Perdona, perdona, no quería decir eso… Diego… perdona… escucha…

Repetía y repetía la misma letanía, pero Diego seguía furioso… seguía intentando pegarle… se revolvía…

Pero la misma furia le hizo perder fuerza poco a poco, y Carlos consiguió inmovilizarlo completamente. Diego sollozaba de impotencia y rabia… por nada del mundo quisiera parecerse en nada a su padre…

– Prometeme que no vas a pegarme, ni a hacer ninguna tontería y te suelto.

Diego no contestaba.

– Promételo – insistía Carlos.

Diego asintió despacio con la cabeza.

Carlos le fue soltando poco a poco. Diego no hizo ningún movimiento.

Carlos se levantó y se quedó de pie a su lado. Le miraba… pensaba que era la primera persona por la que había hecho algo. Se sonrió pensando que, quizás el destino les había juntado. Dos personas con historias tan poco habituales, tan devastadoras para ellos mismos…

– Tato

– Carlos se giró hacia la escalera, de donde había salido la voz. Un joven alto, de pelo negro con media melena miraba a Diego con cara de susto… éste se giró también… su cara decía en un mismo gesto tantas cosas a la vez… amor, miedo, vergüenza… desesperanza…

Detrás del joven apareció una mujer… indudablemente no podía negarse que era la madre de Diego. Éste era su viva imagen. Los mismos ojos, la misma nariz…

Todo fue muy rápido. Ninguno supo después explicar con seguridad como sucedieron las cosas. Él joven intentó acercarse a su hermano, pero éste puso sus manos delante como para impedirle que se acercara. Se quedaron apenas un instante los dos parados… pero Diego de repente se giró y echó a correr hacia el muro de la terraza en el que habían estado hacía un rato los dos de pie.

La mujer gritó…

El joven cayó sin fuerzas al suelo, mirando con terror a su hermano correr hacia el abismo…

Carlos tardó apenas unos instantes en reaccionar… se lanzó tras él…

No le alcanzaba…

Un grito desesperado llenó la noche…

¡Dieeeeeeeeeeeeeeeegooooooooooooooooooooooooooo!

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Capítulo 49.

Toda la calle estaba llena de rotativos. Azules, anaranjados, de policía, de bomberos, de ambulancias…

Los vecinos atisbaban la calle entre las cortinas, como a hurtadillas, como si algún peligro se fuera a cernir sobre ellos, y debieran vigilar y protegerse. Curioseando, pero en silencio y a oscuras, para no dar a entender al resto del mundo sus inclinaciones al cotilleo.

Jaime y Ricardo estaban sentados en un banco, justo enfrente del portal de la casa de Joan. Sin darse cuenta se habían abrazado… hacía frío. Ninguno hablaba. Estaban procesando todo lo que habían vivido. Un enfermero se acercó a ellos, para curar unas heridas que tenía Ricardo en las rodillas. Apenas hizo ningún movimiento cuando el enfermero le rompió el pantalón con unas tijeras. Ni siquiera lo miró. Solo tuvo una casi imperceptible mueca de dolor cuando le limpió la herida con un líquido.

Joan salió en ese momento del portal. Se le notaba cansado, desbordado por todo las cosas que iba ocurriendo a su alrededor en los últimos días. Iba imbuido en sus pensamientos… recapitulaba todo lo que le había ocurrido desde que murió Ignacio. Parece que la estabilidad en todos los sentidos que le dio se estaba yendo poco a poco por el sumidero. No encontraba la estabilidad emocional, iba a perder el curso, no hacía más que equivocarse con la gente… Y ese Juan Carlos apareciendo como un fantasma, de la bruma de la noche… Carlos, Fermín, Jaime, Ricardo… Diego… Había intentado jugar un poco a Dios con ellos, a ayudarles, a… pero era evidente que no servía. Lo único que estaba consiguiendo era enmarañarlo todo. Esa noche había llegado a la conclusión que todo o todos a los que tocaba, acababan mal de alguna forma. Por más que intentaba hacer las cosas bien, ayudar como Ignacio le había ayudado a él… no… no lo conseguía. Quizás le faltara algo de intuición, o su sexto sentido para percibir los sentimientos y pensamientos de los que le rodeaban, estaba oxidado. “Debería a lo mejor, centrarme primero en arreglarme a mí mismo, en entenderme, para luego poder hacer lo mismo con los demás”, se dijo al final. “¿Y si estoy intentando salvar al mundo para evitar salvarme a mí?”.

Se acercó lentamente al banco. Se dejó caer al lado de Ricardo. El enfermero seguía haciendo su trabajo. Ricardo y Jaime seguían abrazados. Y Ricardo, al sentarse Joan a su lado, apoyó la cabeza en su hombro, como tantas veces había hecho cuando se había quedado dormido viendo una peli en el sofá del salón de Joan. Éste se sintió bien por primera vez en muchos días…

– ¿Estás bien, peque?

Ricardo asintió lentamente con la cabeza.

– Esto ya está – dijo el enfermero; se le quedó mirando un rato, como escrutándole – Ha venido un psicólogo, si quieres…

Ricardo levantó la cabeza como si se hubiera saltado un resorte.

– No, gracias.

Fue tan cortante el tono que empleó, que el enfermero levantó las manos antes de levantarse y darse media vuelta. Ricardo se dio cuenta de que había sido demasiado brusco.

– Oye, perdona, no quería…

El enfermero se dio un segundo la vuelta haciéndole un gesto quitando importancia al tema. Mientras los tres, se quedaron mirando al frente, en silencio, saboreando el frío de la noche.

Carlos se había sentado en el salón de la casa de Joan. Podía haberlo hecho en el sofá, en alguna de las butacas, sillas… taburetes… pero se sentó en el suelo, a lo indio. Tenía la mirada perdida, y pensaba… pensaba… pensaba en la historia de Diego. Por primera vez era capaz de sentir, de ponerse en el lugar de alguien. Y estaba en ese momento desgarrado por dentro, rememorando la historia que le había contado Diego en la azotea de la casa. Y sentía impotencia, se sentía inútil, fracasado… Muchas veces se había echado en cara que no era capaz de sentir, de entregarse a alguien en lo fundamental, y mira por dónde, ese Diego de los cojones, lo había conseguido, había derribado su muralla de hielo y fango, tan bien construida durante todos los años de su vida, al menos desde que tuvo un mínimo de conciencia.

Estaba dilucidando ahora si esto era bueno o malo. Solo con sus propias historias se había sentido tan mal como ahora con las historias de Diego. No… era curioso que dos chicos como ellos, con esas vidas tan complicadas, se hubieran juntado en ese momento y en ese lugar. Todos alrededor de Joan, con una historia también dura…

El principio de la noche, con Ricardo en su cama, follando, estaba ya tan lejos… Pero en el fondo todo había sido, todo giraba en torno a las confidencias. Todos tenemos tantas cosas que ocultar. Todas importantes para el propietario. Ricardo contando su enfado con Jaime y Joan, él contándole que estaba equivocado, por las confidencias entre vapores de whisky de Joan, la noche anterior… Diego contando retazos de su vida que nadie había escuchado de sus labios antes, él mismo contando su pasado, el que quería olvidar a marchas forzadas, del que iba huyendo con todas sus energías… pero que le seguía, como si estuviera pegado a su piel.

Se levantó trabajosamente del suelo, y se encaminó hacia la habitación de Diego. Se apoyó en el marco de la puerta, y se quedó mirando la cama vacía. La noche anterior, la pesadilla… Parecía que habían pasado 2 meses de todo aquello, pero no… era martes… ¿O miércoles?

– ¿Vienes al hospital?

Carlos se giró sobresaltado. No había oído a Joan llegar.

– Ese chico te import…

– ¡Que dices! Si apenas lo conozco de hace un par de días – y se giró para ocultar sus ojos de la vista de su amigo.

Joan se sonrió, y tiró del codo de Carlos. Le acercó a su cuerpo, y le rodeó con su brazo el cuello. No pudo evitarlo y le dio un beso en la coronilla.

– Me haces daño – dijo con un hilo de voz Carlos, aunque en el fondo, una parte de él quería quedarse así toda la noche. Con toda probabilidad, era el mejor abrazo que le habían dado en su vida.

Joan se quedó pensando que a lo mejor Carlos se empezaba a ganar su amistad… eso si no intentaba meterse en su cama otra vez, porque dudaba de su capacidad para negarse de nuevo… Carlos cada vez le gustaba más. Y estaba bueno, qué narices.

-¿Te han mirado esas heridas?

Carlos no contestó.

Llegaron a la calle. Ricardo y Jaime seguían abrazados en el banco.

– ¿Y esos? – preguntó Carlos.

Joan se encogió de hombros.

– ¿Vamos? – dijo dirigiéndose a ellos.

Se levantaron los dos sin decir palabra, y fueron los cuatro hacia la parada de taxi.

Se cruzaron con un hombre que llegaba corriendo.

Nada más sobrepasarlos, paró un segundo, para intentar ubicarse entre tanta gente y actividad.

La vio, y corrió hacia ella.

La madre de Diego se lanzó a sus brazos, llorando desconsolada, abrazándolo como si le fuera la vida en ello.

Su marido empezó a mesar sus cabellos, despacio… y a susurrar palabras de cariño y de ánimo.

_______

Capítulo 50.

– Sólo uno puede entrar a verlo. Y unos minutos. Debe descansar.

Los cuatro se miraron.

Tres pares de ojos convergieron en Carlos.

Éste no se lo pensó y entró decidido en la habitación.

Diego tenía un espectacular vendaje en la cabeza. Carlos hizo un pequeño gesto de sorpresa.

– No te asustes, es más aparatoso que otra cosa. Mañana podrá ir a casa.

Era la madre de Diego la que había hablado. Sonreía, aunque su mirada era triste… desorientada…

– Vamos, Raúl, dejemos que hablen a solas.

– Jo mamá, yo quiero estar con Diego.

– Tranquila, señora, deje que se quede, no pasa nada.

La mujer salió de la habitación, no sin antes echar una mirada rápida a sus dos hijos.

Carlos se acercó a la cama y se sentó en ella. Diego miraba con atención hacia el techo.

– ¿Cómo estás? – preguntó al cabo de un rato Carlos.

– De puta madre, ¿no lo ves? Me has jodido por completo.

– Yo no lo veo así – contestó conciliador Carlos.

– Pues yo sí. Nada podría haber salido peor. Todo es una puta mierda.

– Sigo sin verlo así.

– Mírame. Estoy aquí en esta puta cama de hospital. Mi madre en el pasillo, y mi hermano sentado ahí, y viendo al deshecho de su hermano, que no puede hacer nada bien. Justo lo que quería evitar.

– Oye, tato, no…

– Cállate, imbécil. ¡Que no valgo una mierda! Convencete. A ver si te enteras de una puta vez y me dejas en paz.

– Tío, no te pongas así…

Raúl se dio por vencido y se levantó y salió de la habitación, evitando a duras penas el llanto.

– Vas a conseguir echar a todos de tu lado.

– Déjame en paz, gilipollas. Me has jodido… eres un…

Diego se desesperaba por no encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que quería. Además, pensaba que ni Carlos ni nadie le iban a entender. Nadie podría sentir la vergüenza que sentía él por todo lo pasado, ni la desesperanza por no poder seguir adelante. Nadie podría entender… ese cariño incondicional de su hermano, ese cariño que tanto necesitaba y que no quería perder. Y eso, según pensaba él, sucedería en cuanto pensara un poco, o supiera más, o quitara esa pátina de agradecimiento y adoración que viciaba los ojos con los que le miraba. Esa mirada suplicante que tenía Raúl cuando Diego estuvo en lo más profundo de su depresión, esa… no, era mejor que le recordara medianamente bien, y que le quisiera toda su vida… el dolor de su muerte se le pasaría en un tiempo corto, pensó. Y luego…

Pero todas esos sentimientos, todo eso, quisiera poder expresarlo, y sentirse medianamente comprendido por alguien… para él era importante seguir siendo fundamental en la vida de las únicas personas que le querían de verdad, su madre, y su hermano. Su madre… no soportaba ver ese velo de vergüenza por no haber visto, por no sentir que algo le pasaba a su hijo. No se lo había perdonado, y Diego dudaba de que lo superara. No era la mujer que recordaba. Había tenido suerte encontrando a otra pareja que la quería y la cuidaba. Pero no era la misma. Algo se había quedado en aquella comisaría cuando la policía le contó. Recuerda la cara de estupefacción cuando aquella policía le llevó a la habitación en dónde otro policía estaba hablando con ella. Ella acababa de volver de viaje, por el trabajo. En realidad volvió antes, por la llamada que la hicieron desde la comisaría. Esa cara… cuando lo vio, cuando entró en la habitación con una cazadora de policía sobre los hombros, porque hacía frío y no llevaba gran cosa de ropa. Uno de los policías le dejó su cazadora, Enrique se llamaba. Era buen tío. Algunas veces le llamaba… incluso Diego y Raúl habían ido a pasar la tarde en su casa, con sus hijos. De hecho, uno de sus hijos, Gonzalo, se convirtió en uno de los mejores amigos de su hermano. Ahora seguramente también le habría decepcionado, por no poder superarlo… Seguro que su madre le había llamado para contárselo.

De repente Diego se dio cuenta de que Carlos le había cogido la mano. No sabía cuando había sido. Pensó en soltarse de malas formas, pero se reconoció a sí mismo que estaba a gusto. Si luego le dolía la espalda de la postura que tenía sentado de medio lado en la cama, era su problema. Que bobadas… Diego ¿Por qué te dices esas bobadas? Menos mal que no las dices en voz alta…

– No me has acabado de contar tu historia.

Eso sí lo había dicho en voz alta. ¿Por qué había preguntado eso? Le daba igual, y ya no quería ser su amigo, ni de nadie. No quería serlo, quería estar solo… él era una mierda que decepcionaba a todo el mundo.

– Si no quieres no me lo cuentes. Mejor no me lo cuentes. No me interesa nada.

No podía retirar las palabras que había dicho, pero quizás así no le contaría Carlos nada, y era lo mejor. Es que no quería saberlo. No quería comprobar que Carlos también había sufrido, y que su “capullez” tenía alguna razón, como el sinsentido de la forma suya de comportarse. No quería sentir que nadie pudiera ser su alma gemela. No quería encariñarse con nadie. Era mejor, así nadie le dejaba tirado, ni a nadie decepcionaba, lo cual evitaba que se decepcionara a sí mismo… era tan inútil que no había conseguido suicidarse ninguna de las veces que lo había intentado. De la otra le había salvado Enrique. Su ángel de la guarda, le llamó alguna vez de coña. ¿Por qué ese hombre no podría haber sido su padre, en lugar del capullo de…? O podría haber sido gay, y haber sido su marido. Le daba igual la diferencia de edad. Ese hombre le hacía sentirse seguro… y ahora le había decepcionado otra vez, y algún día debería enfrentarse a esa mirada. No soportaba la forma en que le miraba la gente, no soportaba que le miraran con pena, con decepción, con…

– ¿Ya no piensas que sea un asesino?

– No lo pareces.

– Y dale… – Carlos meneaba la cabeza de lado a lado, pero esta vez sonriendo picaronamente.

– No hace falta que…

– … lo cuente, ya, ya me lo has dicho. Tienes miedo de que te enternezca la historia ¿no?

– Serás bobo – Diego se sintió descubierto.

Hizo un intento de soltarse la mano que le tenía agarrada Carlos, pero éste no le dejó. Tampoco había puesto mucho énfasis en liberarla.

– Poco más hay que contar. Ya te dije que asesinaron a mis padres y a mi hermano. La policía me vino a buscar al internado y luego me preguntaron y tal… La verdad es que les sorprendía el asesinato. Pensaban en que debía ser alguien conocido. Y al cabo de unos meses… el entierro fue… eso… sabes nunca he estado en un sitio con tanta gente. Salió media ciudad… es que ese crimen acojonó e indignó a partes iguales a la gente. Vino casi todo el pueblo, salvo los viejos… vino el alcalde y no se cuantas autoridades de esas. Todos venían a abrazarme, a darme el pésame, y besos… pero tío, no me enteraba de nada. Estaba como flipao, como si me hubiera metido un tripi… Y además, casi… eso no me lo perdono, tío, pero es que no pude sentir pena por su muerte, ni siquiera la siento ahora. Eso me quita el sueño muchas noches. Vale que nos nos llevábamos bien y tal, pero… no sentir nada ni siquiera por mi hermano… era peque, 13 años…

Paró unos instantes para coger fuerzas, y ordenar un poco lo que iba a narrar.

– Algunos de mis tíos se ofrecieron a hacerse cargo de mí, pero, sabes tío, buscaban el dinero de mis padres, que claro, ahora era todo mío. Y las tierras, y tal… me tuve que ir una temporada lejos, me fui a Alicante. Playita, y esas cosas. Pero nada, el asesinato seguía ahí, sin pistas… salvo las que llevaban hacía mí, que si un paquete de tabaco, que sí una huella de unas zapas que sí, eran mías, pero que… sabes, luego un día, una asociación de Palencia me dijeron de participar en un acto, era el primer aniversario y tal… pues ya sabes… la gente pidiendo que se solucionara el crimen…

Aunque intentaba dar un poco de coherencia a su historia, se estaba dando cuenta de que no lo conseguía. Y eso que Carlos había estado mirando hacía el lado contrario de la habitación; le era más fácil contar esa parte de su vida, si no veía la reacción del que escuchaba. De repente miró a Diego, sorprendido porque no hiciera ningún comentario, ni preguntara… Diego se había dormido. Pero no le soltaba la mano, incluso, pensó Carlos, se la había apretado más… sonrió ligeramente, y le apartó un mechón de la cara… era guapo, había que reconocerlo.

– Y vino – siguió Carlos a pesar de todo – mogollón de gente, y me hicieron hablar… y tío, a los 5 días o así, no más de una semana, me detuvieron… y… sabes, otro día te lo cuento, que empiezo a estar un poco cansado.

Sonrió por la gracieta que había dicho. Sin soltarle la mano, se tumbó en la cama, y apenas apoyó la cabeza en la almohada, su respiración pesada y tranquila, empezó a acompañar a la de Diego.

La enfermera entró como una exhalación, dispuesta a echar a la visita que había desobedecido sus órdenes de no estar mucho tiempo… pero no pudo por más que sonreír, y llevarse el tranquilizante que le traía a Diego para que durmiera.

Ya le echaría la bronca a ese chico por la mañana.

_______

Capítulo 51.

– ¿Y qué hacemos nosotros aquí?

Jaime y Ricardo se miraron. Pero ninguno hizo amago de levantarse e irse. Al fondo del pasillo Joan charlaba con la madre de Diego, y con su marido. El hermano estaba sentado en una silla, y dormitaba. Un hombre giró decidido en el vestíbulo de la planta, hacia el pasillo dónde estaban todos.

– Ni siquiera le conocemos.

– Joder, Jaime, pero sabes, esos minutos que estuve escuchando, y la situación, y todo… me hacen sentirme parte de esto…

– Ya, ya, no sé, contribuiste a… pero… y estoy orgulloso de lo que hiciste…- Jaime se encogió de hombros.

Se callaron. Miraban al frente. Pero no veían nada, cada uno pensando en sus cosas, y en la inmensidad del Universo, o, quizás, en lo que podrían decir sin herir al otro, o en que contar y que esconder… en si dar un paso, o esperar a que lo diera el otro, y lo que iban a hacer cada uno si el otro daba ese paso, querido, anhelado y deseado, y a su vez temido por ambos.

La madre de Diego se abrazó al hombre que había llegado. Le contaba atropellada todo lo sucedido, mientras señalaba con la mano la habitación en la que estaba su hijo. El hombre intentaba tranquilizarla. Su marido le acariciaba suavemente la espalda. Pero ella, era incapaz de calmar su llanto angustiado y trufado de desesperación e impotencia.

Joan aprovechó la circunstancia para acercarse a sus amigos. Se sentó al lado de Ricardo… más bien se dejó caer en la silla.

– Estoy agotado.

– Estaba pensando que podíamos irnos, porque…

– Estabas pensando tú, di mejor, que yo te he dicho que me sentía parte de esto – le replicó Ricardo.

– Vale, vale, pero convendrás conmigo en que no hacemos nada aquí. No creo que vaya a haber…

– Perdonadme.

Los tres levantaron la vista. Era la madre de Diego. Joan se puso de pie, y Jaime hizo amago de hacer lo mismo, pero la mujer se lo impidió con la mirada.

– Iros a dormir, que aquí no podéis hacer nada. La enfermera me acaba de decir que Diego y Carlos se han quedado dormidos, así que creo que podemos ir a descansar; no hacemos aquí nada. Quería agradeceros…

Isabel intentaba contener las lágrimas que nuevamente atacaban sus ojos.

– Tranquila – Joan le apretó el codo – No hace falta. Diego es un amigo…

– Gracias, mira, Joan, es que Diego siempre ha estado tan solo… su padre, bueno da igual. No he sabido estar con mi hijo, ni protegerlo, ni conocerlo. Me reconforta de alguna manera que haya alguien que en pocos meses haya recorrido el camino de acercamiento a él que yo he sido incapaz de andar desde que… da igual.

Jaime levantó las cejas sorprendido… porque ese camino, pensó, si es que había algún camino, era de apenas 4 días… seguro que Joan habría cambiado un poco la versión para tranquilizar a la madre.

– Isabel, si quieres, quedaros en mi casa, ya sabes que…

– No, no podemos. Tenemos otros hijos pequeños, y debemos estar mañana en casa. Volveremos al mediodía… sabes hemos recurrido a la hermana de Chema, pero …

– Da igual, tranquila, no hace falta que me des explicaciones, pero qui…

– Yo sí me quedo

Isabel miró a su hijo Raúl.

– Yo no tengo nada que solucionar en Soria. Yo me quedo. Quiero ver a mi hermano, y quiero estar con él.

– Pero Raúl, no vas a molestar a Joan con…

– No, tranquila, no me molesta. Tranquila – Joan volvió a agarrar del brazo a Isabel para reafirmar su convicción, mientras Isabel le miraba a los ojos, intentando discernir si el ofrecimiento de Joan era sincero o meramente formal.

– Déjale, Isabel. Creo que este chico se ha ofrecido con sinceridad.

El hombre alargó su mano hacia Joan.

– Enrique, un amigo de la familia.

– Joan.

Se quedaron todos en silencio, un poco incómodos.

– Te presento a Jaime y a Ricardo – Joan se giró hacia ellos.

Estos se levantaron y estrecharon la mano de Enrique.

– Ya he llamado a mi hermana y duermo en su casa – dijo el hombre dirigiéndose a Isabel – Mañana por la mañana hablaré con Diego. Puedes volver tranquila a Soria.

– Gracias Enrique – Isabel le dio un beso en la mejilla – No sé que hubiera pasado de no…

– Calla, no sigas por ese camino. No ha pasado nada y ya está. Vamos, que creo que es hora de irse…

Enrique consiguió levantar a todo el mundo y ponerles en marcha para que se fuera cada uno a dónde debía.

Joan se acercó a Raúl. Le cogió por el hombro.

Enrique iba entre Isabel y Chema, su marido.

Jaime y Ricardo cerraban la comitiva hacia la salida.

Jaime dudaba.

Ricardo… dudaba.

Llevaban unas horas sin separarse, pensando juntos pero en silencio sobre todo lo que esa noche les había deparado. Sobre la noche… y sobre ellos.

Jaime estuvo a punto de preguntar, cuando los dos estaban sentados en el banco. Pero se dio cuenta de que estaba tan a gusto que, no quiso arriesgarse a que la magia desapareciera.

Ricardo cuando estaban sentados en el hospital, quiso pedirle perdón. Pero no supo como hacerlo. Tampoco sabía si contarle lo de Carlos. Ante la duda, calló. Porque la verdad, estaba muy a gusto a su lado, y no quería que el momento se estropeara con reproches y justificaciones.

Jaime pensó, justo cuando se enteraron de que Diego estaba bien, y de que podía entrar alguien a saludarlo, que debía contarle lo de Joan, lo de esa misma noche, lo de… pero pensó que quizás era la mejor forma de que toda posibilidad de arreglar las cosas con Jaime se fueran al traste. Y es que se dio cuenta de que estaba a gusto a su lado. No, eso ya lo sabía, pero en estos días de zozobra, se le había olvidado.

Ricardo seguía dándole vueltas a qué decirle. Pero no llegaba a una conclusión. Por eso no quería irse del hospital, era una excusa para seguir a su lado… porque se había dado cuenta de que estaba muy a gusto estando con él (se lo repetía una y otra vez), y de que… que bueno, que le gustaría intentar algo… pero no sabía pedir perdón…

Iban los dos juntos, pegados, pero sin atreverse a cogerse de la mano, o del brazo, o de la cintura… buscaban los dos rozarse con el pretexto del balanceo de sus cuerpos al andar… mucho tiempo sentados, y falta de equilibrio… iban acercándose a la salida… se acababan las excusas… ninguno de los dos parecía dispuesto a dar con un motivo para ir a tomar un café imposible, dada la hora que era… Jaime pensó en invitarle a su casa… pero la posibilidad de una negativa le aterraba… Ricardo pensó en decirle que le acompañara a casa dando un paseo… pero la posibilidad de una negativa le acojonaba… Joan y Raúl ya habían salido a la calle… en seguida debería tomar rumbos distintos… Ricardo se dio cuenta de la hora que era, y sacó su móvil… le extrañaba que nadie de su familia le hubiera llamado… y nadie le había llamado…

– Que mal he hecho las cosas, ¡Dios! – arrastró la “s” durante un buen rato.

– ¿Perdona?

Ricardo se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Miró desubicado a Jaime, que le observaba expectante.

– Son casi las 4 de la mañana de un jueves, y nadie de mi familia me ha llamado.

– A mí tampoco.

Se miraron… y se echaron a reír. Siguieron caminando despacio. El resto estaban esperándoles en la calle.

Cuando llegaron, empezaron las despedidas. Isabel y Chema se fueron a por sus coches. Enrique también fue a por su vehículo, para ir a casa de su hermana.

Joan propuso coger un taxi los cuatro, pero… sus dos amigos pusieron la excusa de despejarse dando un paseo. Joan les miró con la ceja derecha levantada… y cogió de nuevo a Raúl del hombro, y se fue directo a la parada de taxis. Justo cuando entraba, les hizo a los dos un gesto con los dedos, haciendo ver que les llamaría a la mañana siguiente.

Ricardo y Jaime se quedaron mirando en silencio como se alejaba el taxi.

– Hac… – empezó a decir Ricardo.

– Oye… – dijo a la vez Jaime.

Rieron nerviosos.

– Dime tú – concedió Jaime – Y no me digas que si yo que si tal…

– Ok. Te decía que… – Ricardo se arrepintió.

– ¿Caminamos? – propuso Jaime.

_______

Capítulo 52.

Sonaba una canción de David Archuleta.

Estaban sentados en el sofá, cada uno en un lado. Los dos tenían un vaso en la mano. Coñac Gervasio, whisky Fermín.

Habían cenado como casi todos los días esa semana.

Era miércoles noche.

Fermín había vuelto de trabajar, y se había encontrado a Gervasio preparando la cena. Esta vez no estaba desnudo, provocando, con solo un delantal y enseñando el culo. Sí había velas en la mesa, y también música tranquila. Había conectado el MP3 al equipo. Hoy tocaba pudin de merluza y gambas, y pechugas de pollo al jerez. Con patatas panaderas de guarnición.

Tarta de melocotón de postre.

Café. Descafeinado, por lo del sueño.

Estuvieron parloteando alegremente. Se hicieron carantoñas. Rieron. Pero Gervasio estaba tenso, y Fermín nervioso. A Gervasio le empezaban a pesar los kilómetros que hacía todos los días. A Fermín la tensión de lo que pasaría con su relación.

Seguía siendo tremendamente importante para él su relación con Gervasio. Aunque estos días estaba disfrutando de él como casi nunca lo había hecho, tenía la impresión de que todo era una ensoñación. Que todo iba a desaparecer en pocos días. O incluso a la mañana siguiente. Daba vueltas a las soluciones que podría haber para la situación de Gervasio, y no encontraba remedios fáciles. Tendría que renunciar a mucho si se decidía a romper con su familia y vivir con él. Y él tendría que conformarse con tenerle a medio gas… No encontraba el encaje de las piezas que les permitiría vivir como una pareja medianamente normal, sin que Gervasio tuviera que renunciar prácticamente a todo. Disfrutaba sí de estos días. Parloteaba, bromeaba, se sentía feliz… o lo aparentaba. La duda estaba ahí… la incertidumbre, el temor a perderlo todo… No se entendía. Estos días estaba aprovechando a meditar de otra forma su situación. No era como en las semanas anteriores, de esa manera intensa y destructiva, apasionada, desesperada. En esta semana sus razonamientos se habían serenado. No entendía cómo alguien se había podido colar en su vida, en su corazón… si hacía unos meses le hubiera dicho alguien que podría estar hablando de “corazón” de esta forma, y en primera persona, se hubiera carcajeado en su cara.

Y sí, así era. Gervasio le llenaba. Y quizás el hecho de que algo así hubiera pasado en su vida, sin esperarlo, el probar lo que significaba amar a alguien, hacía que tuviera ese punto de desesperación ante la perspectiva de perderlo, y no volver a encontrar a nadie que le provocara estas mismas sensaciones. No concebía su vida sin él. Porque estaba convencido de que nadie ocuparía nunca su lugar. Y vivir de esa forma, sin tener cubierto ese hueco que hasta hacía unos meses ni siquiera pensaba que podía tener, ahora le parecía imposible.

Hoy era un día clave. Hoy Gervasio le iba a contar cómo estaban las cosas. Pero… tenía miedo. Estaba esquivando cada uno de los momentos en los que la conversación parecía derivar hacia el tema. Hablaba por los codos, reía, provocaba… todo para evitar entrar en materia. Para no dar pie a Gervasio a ponerse serio. Y explicar.

Gervasio tampoco parecía que tuviera muchas ganas de exponer cómo estaban las cosas. No había intentado con demasiada intensidad en ningún momento forzar la conversación. Más bien, le seguía el juego… reía, bromeaba… todo era más fácil así.

Pero ya era hora. Los dos lo presentían. Se habían sentado en el sofá, sin apenas recoger la mesa. Con sus copas.

La música seguía sonando.

David Archuleta.

– ¿Y bien?

Fermín se lanzó.

Gervasio miraba atentamente la copa de coñac. La giraba lentamente. Vigilaba que el líquido no se escapara del recipiente.

Fermín lo miraba casi sin pestañear. Notaba como su corazón se iba acelerando poco a poco. Veía el final de todo. Millones de imágenes se entremezclaban en su cabeza. Todas indicaban tragedia. Su estado de ánimo caía por un precipicio sin ninguna posibilidad de sujeción. La vida empezaba a no tener sentido. El silencio de Gervasio lo mataba.

– Las cosas son difíciles, Fermín.

– Eso ya lo sabemos, Gervasio – contestó sin casi dejarle acabar la frase y con un cierto tono brusco.

– Tranquilo, Fer, tranquilo. No desvaríes, que te conozco – Gervasio posó su mano libre en su rodilla.

Gervasio se levantó del sofá y se fue al mueble bar. Quitó el tapón de la botella de la que estaba bebiendo y se sirvió.

– ¿Quieres? – le indicó a Fermín señalando la botella de whisky. Pero éste rechazó la invitación.

– Mira – continuó Gervasio – las cosas están complicadas, lo sabes, como bien decías antes.

Fermín hizo un amago de impacientarse de nuevo, pero Gervasio le conminó con un gesto con la mano para que le dejara seguir.

– Mi mujer de momento está muy enfadada aunque se le ha pasado algo, y el otro día, cuando hablé con ella, empezaba a entender un poco la situación, y a mí. Pero poco, no te pienses. Esto no es definitivo, conozco a Rosa y sé que mañana posiblemente vuelva a no entender nada. Y mis padres de por medio, no ayudan mucho.

Gervasio suspiró antes de seguir.

– Mi suegro tampoco ha entendido mucho. Es su hija, y aunque no se llevan nada bien, es su hija. No he podido llegar a un acuerdo con él sobre la empresa. Él ha puesto la pasta, y él tiene el poder. Debería renunciar a la empresa. Esta mañana he intentado verlo de nuevo, y ni siquiera me ha querido recibir, ni coger el teléfono. He perdido las prerrogativas de yerno que tenía hasta el domingo.

Fermín escuchaba atentamente lo que decía Gervasio. Pero no se atrevía a mirarle directamente a la cara. Tenía sus ojos puestos en la copa de él, y estudiaba con atención los virajes que hacía el coñac alrededor del recipiente.

– El caso es que efectivamente, mis temores eran ciertos. Mi mujer está embarazada. De tres meses. Le he propuesto que nos separemos amistosamente, y que compartamos la custodia de los niños, pero se cierra en banda. Quiere quedarse ella con los niños y dejarme sin un duro. Sabes, Fer… tiene tanto odio hacia mí… se lo noto en los ojos cuando me mira, me odia, me desprecia. Tiene razón, en parte, claro. La he traicionado. Ella se siente que nunca ha sido querida, que la he engañado desde el primer momento, y eso no es así, pero… no… – Gervasio buscaba las palabras – no consigo encontrar la manera de decirle que la he querido, y que la quiero, pero que yo… soy gay y… que me he negado el tema mucho tiempo por complacer a mis padres y eso, porque ellos son muy radicales en estas cosas, bueno ya te dije lo del colegio y tal, cuando se enteraron, pero… ¿Cómo voy a se capaz de explicar a nadie esto, si ni siquiera soy capaz yo de entenderlo? Me escucho hablar – Gervasio levantó su mirada para buscar apoyo en los ojos de Fermín, pero éste seguía teniendo los suyos estudiando el movimiento del coñac en la copa – y me siento ridículo… absolutamente ridículo.

– No eres ridículo, tío – habló por fin Fermín – Eres alguien que no tenía claro lo que era, porque mezclabas tu deseo de agradar a los que tienes alrededor, a tu familia y demás, con tu forma de ser. Y creías que puedes cambiar determinadas cosas para complacer a tus padres en este caso. Pero tío, eso le pasa a mucha gente.

– Pero no se engañan…

– ¿Te crees que eres el único gay que está casado con una mujer?

– Ahora ya no se hace…

– ¡Qué te crees tú eso! Tus padres van a ser los únicos de hoy en día que piensan así. Y mira, los hijos pues… que aún hoy es muy difícil mandar a tomar gárgaras a tu padre, porque es tu padre, y porque tiene la pasta. Y si no tienes nada, pues no pierdes nada. Pero si tienes un determinado nivel de vida, pues… y luego eso lleva a perder a los amigos, a muchos de ellos, por la presión de sus propios padres que serán parecidos a los de uno, ya sabes eso de “Dios los cría y ellos se juntan”… sabes, si vamos a Internet a algún foro o blogs y tal, seguro que contamos tu historia y salen a patadas iguales o parecidas.

– No te creas, alguna vez he entrado en foros y todos parecen de acuerdo en que hoy todo es fácil y que la gente puede ser lo que quiera…

– Eso es una parte del mundo. No te dejes engañar por eso Gervasio. Los que nunca han vivido eso, no pueden sentirlo. Esa gente en su círculo, no conocen esos casos, y creen que no pasa, porque no lo conocen. No te engañes. Sigue habiendo padres que llevan a sus hijos a psicólogos para que les curen, y sigue habiendo psicólogos que intentan curarles. Y algunos salen de su consulta convencidos de que ya no son gays, como tú saliste del colegio ese, o lo que fuera. Unos pueden seguir viviendo esa vida nueva, algunos atormentados por su lucha interna consigo mismo… otros lo llevan mejor… el entorno o la vida de cada uno es muy complicado, no sé si me entiendes…

– ¿Te ha pasado algo así? ¿Te llevaron tus padres a un psicólogo para curarte? Pareces muy enterado del tema…

– No, no, tuve un amigo….

– ¿Tuviste?

– Si, va, hace tiempo que no sé nada de él, follamos alguna vez incluso, no hubo nada, pero… al final decidió no seguir luchando, no podía romper con todo, y era lo que hubiera tenido que hacer si quería ser gay. Y al final se convenció de que esa etapa de su vida era experimental o algo así, y se buscó novia…

– Y rompió con todo lo que podía recordarle su pasado marica.

Fermín sonrió.

– Sí, algo así. Era curioso escucharle… yo me le quedaba mirando… y cuando levantaba la vista, y me miraba… al final acabábamos besándonos como desesperados, girando sobre nosotros mismos por toda la habitación… Así que un día desapareció de mi vida… era una mala influencia, me dijo un día que me lo encontré en la calle.

– Pero Fermín, eso no quita para que sea… me sigo sintiendo raro, y no he hecho las cosas bien, y…

– No, no las has hecho. Pero lo único que no puedes hacer es vivir tu vida de nuevo. No puedes volver a los 18 y romper con tus padres, o mandar…

– Si en realidad aunque me casé con Rosa, medio rompí con ellos. Es ella la que les ha metido en nuestra vida, sobre todo en la de ella…

– Quizás busque un padre nuevo, ¿No has dicho que no se lleva bien con el suyo?

– Son distintos completamente. Quizás haya algo de eso, ahora que lo pienso. A mi mujer la pega más mis padres que los suyos.

Se quedaron en silencio un buen rato.

– Al final entonces ¿qué vas a hacer?

Tenía que formular la pregunta. El silencio agobiaba a Fermín de tal forma, que aun la respuesta peor de las posibles, era mejor que la incertidumbre.

Gervasio se llevó la copa a sus labios, y los humedeció con el coñac. Se quedó un rato así, con la copa en los labios, como si estuviera saboreando el aroma del brandy.

– No lo sé, Fermín. No lo sé. Mis hijas… no puedo renunciar a ellas. La empresa me da igual…

– No te da igual, no digas eso que no… – Fermín se estaba excitando; sentía que Gervasio no iba a dar el paso y pelear por su relación.

– Ya sé que no me da igual, es mi ilusión y mi lucha y mi todo, pero al lado de mis hijas, y del niño que viene, la empresa pues no…

– ¿Y yo? ¿Qué lugar ocupo yo en tu vida? ¿Antes o después de la empresa? ¿eh? ¿Antes o después de tu suegro, el amo del dinero? – Fermín se estaba exaltando y sin darse cuenta estaba levantando la voz; todo lo que Gervasio le estaba contando le inducía a pensar en que Gervasio le estaba preparando para dejarle apartado de su vida, y eso le desesperaba, le hacía perder la razón.

– No te pongas así, Fermín – Gervasio mantenía su tono calmado – si no fuera por ti, todo sería más fácil. Con seguir con mi mujer aparentando, que es lo que me propuso, tenía todo solucionado. Todo esto viene por intentar estar contigo.

– Pues déjalo todo – dijo en un exabrupto Fermín.

– Pero no seas… sé un poco razonable. No te dejes llevar ahora por… tranquilo.

– Deja – Fermín rechazó de un manotazo el intento de Gervasio de poner su mano sobre su pierna.

– Vale, vale… no debía haberte dicho nada.

– Sí, sí, claro, eso es lo que has hecho siempre conmigo… ignorarme y jugar conmigo y con mis sentimientos.

– Fermín, deja de decir sandeces ya. Ya te he dicho que he hecho las cosas mal. Lo reconozco. Te he pedido perdón. No puedo volver atrás, ya lo siento. No puedo hacer otra cosa. Pero intento hacer las cosas lo mejor posible. Ayúdame un poco, anda.

– ¿Qué te ayude? ¿Qué…?

– Ya está bien, joder – Gervasio se levantó enfadado, dejando la copa en la mesa, y acercándose hacía Fermín inclinando el cuerpo hacia delante.

– Deja de actuar como un gilipollas – siguió diciendo Gervasio, a voz en grito ya – Si quieres lo dejo, y todo arreglado. ¿Quieres que intente luchar por nosotros, o lo mando a la mierda? Pues ayúdame un poco, joder.

Se giró y empezó a caminar hacia la cocina, con la excusa de llevar un par de platos que se habían quedado en el salón. De repente se volvió y se encaró de nuevo con Fermín.

– Porque te quiero, ¿sabes, imbécil?

Y sin dejarle contestar, volvió a encaminarse hacia la cocina, que cerró de un sonoro portazo.

– Imbécil – escuchó Fermín amortiguado por la puerta.

Sonaba ahora una canción de Jamie Cullum.

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Capítulo 53.

Hacía ya un rato que habían llegado a casa. Joan había preparado unos sandwiches para Raúl y para él. Los comieron casi en silencio, en el salón.

Joan no hacía más que mirar al hermano de Diego. Era un chico extremadamente guapo. No se podían negar que eran hermanos. Joan pensó que, si Diego no tuviera esos kilos de más, sería igual que su hermano pequeño.

Pero no era su belleza lo que le impulsaba a mirarle una y otra vez. Era esa mirada triste, perdida, que tenía. De vez en cuando le notaba en sus ojos un exceso de líquido. Si le mirabas un rato largo, podías verle murmurar algunas frases… muchas veces iban acompañadas de pequeños gestos de rabia.

Él apenas se daba cuenta de que Joan le observaba. Estaba como perdido en sus ensoñaciones, en sus discusiones con el que fuera, o a lo mejor era consigo mismo. Eso sí, las pocas veces que se daba cuenta de que Joan le miraba, carraspeaba y se ponía recto, y hacía cualquier comentario insustancial, como si eso pudiera borrar todo lo que el observador hubiera podido percibir con anterioridad.

– Vamos si quieres y te enseño tu habitación.

– No hace falta, si quieres duermo en el salón…

– Anda, no digas bobadas. Ahí tienes una cama maravillosa.

Joan le había llevado hasta la habitación que era de Diego. Éste se le quedó mirando al ver algunas cosas que reconoció como de su hermano.

– Si prefieres dormir en otro sitio…

– No, si me encanta el… – Raúl se arrepintió de lo que iba a decir – que me gusta compartir las cosas de mi hermano.

Joan le acercó unas camisetas suyas, por si quería utilizar alguna para dormir, o para el día siguiente. Le dio un beso en la mejilla, pero notó como se ponía rígido al contacto con él.

– Perdona, es la costumbre con mis amigos.

– No, nada, tranqui, no me molesta. Pero… es que… es muy largo de contar…

– Sorry, tranqui, descansa. Si necesitas algo, me llamas.

Raúl sonrió a modo de contestación, y cerró la puerta del cuarto. Se lo pensó mejor y no la cerró completamente. Joan movía la cabeza de un lado al otro, pensando en la de sufrimientos que puede pasar la gente, porque otros deciden satisfacer sus deseos a costa de cualquier cosa. Daba igual destruir la vida de unos niños, o al menos condicionarla para el resto de sus días. Diego y Raúl, y Carlos, por lo poco que había escuchado en la azotea de su casa, y por el informe que le pasó el detective de ellos, tendrían toda la vida para expiar los pecados de los que un día decidieron machacarles para satisfacer sus más viles instintos. Daba igual que fuera sexo, que fuera el dominar al prójimo. Daba igual que fuera satisfacer sus ansias de poder, o de dinero. El caso es que hay personas que no dudan en coger lo que quieren, aunque por ello tengan que matar, o destrozar una vida.

Porque de alguna manera el Diego y el Raúl que podían haber sido, dos chicos guapos, alegres, sin complejos, sin problemas, amando, divirtiéndose con los amigos, murieron un día, el día en que su padre decidió darles el primer correazo en su espalda, o que dejó que alguien abusara de ellos.

Joan iba a sentarse un rato en el salón, pero cambió de idea. Se fue por el pasillo hasta la habitación que estaba al fondo. Casi nunca entraba en ella. Era como un santuario. En ella estaban todas las cosas de su vida anterior. De su marido.

Abrió la puerta con cuidado. No es que tuviera miedo, o que pensara que algo se iba a caer… era por respeto. Por respeto a la memoria, a los recuerdos, al amor inmenso que se habían profesado los dos. A la vida nueva que le había proporcionado Ignacio. El padre de Diego y Raúl, les había machacado la vida a sus hijos. Pero en cambio, otras personas como Ignacio, eran capaces de ayudar a las personas que se encuentran en el camino, llegando incluso a salvar vidas. Al fin y al cabo, Ignacio había salvado la suya. Alguna vez Joan se había entretenido en pensar en qué hubiera sido de él si no hubiara llegado a encontrarle… y solo había visto oscuridad… una oprimente y completa negrura.

Todavía olía a él. Hay cuartos que tienen ese olor característico de las personas. Muchas veces no lo notamos, hasta que ellas faltan. Entonces ese olor nos hará sentirnos más cerca de esa persona que se fue, pero que tenemos muy dentro de nosotros. Y ese cuarto olía a eso. Joan respiró profundo. Esa bocanada de aire lo revivió. Le hizo sentirse mejor, le hizo ver las cosas desde una perspectiva más optimista. Se le fueron esos nubarrones que había tenido todo el día, sobre su inutilidad al afrontar todos esos problemas que se habían acumulado alrededor de la gente que apreciaba.

Paseo su mirada por toda la habitación. Estaba llena de cachivaches, de fotos de los dos, de Ignacio solo, o incluso de él… pero eran fotos de ellos… porque aunque estaba él en ella, el que la había hecho era Ignacio… por eso eran fotos de ellos. Por eso las había retirado a ese santuario.

Esa foto… esa foto que ahora miraba… ese fue el día en que Joan volvió a casa de Ignacio, en su busca. Estuvieron haciendo mil cosas, hablando de otras mil. Al final Ignacio sacó su cámara nueva e hizo decenas de fotos. En muchas le pillaba a Joan a traición, o le hacía reír… “No me saques fotos riendo que salgo muy feo”. Pero su marido no le hacía caso. Es más, casi al revés: cuanto más se quejaba Joan, más fotos sacaba Ignacio. “Si es para probar la cámara”, repetía una y otra vez. “Pues bórralas” le contestaba Joan haciendo pucheros.

Pero algunas de ellas, no solo no las borró, sino que las imprimió. Y las puso marco. Y las exhibió orgulloso en el salón, sobre el piano.

El piano…

No recordaba ya Joan si fue ese día o al siguiente, o esa primera semana en que apenas salieron de casa, cuando follaron sobre el piano. Siempre había tenido Ignacio ese morbo. Y lo cumplieron. Ya no se atrevieron a llamar a un músico que lo tocara mientras ellos se amaban sobre él. Ignacio sentía curiosidad en lo que sería hacerlo sintiendo las vibraciones de las notas musicales sobre su cuerpo. Y era genial… después de hacerlo por primera vez, Joan se quedó tumbado sobre le piano, mientras Ignacio tocaba. Y sentir las vibraciones de las notas sobre su cuerpo, a la vez que miraba embelesado al músico, y bebía una copa de vino…

Joan se levantó de un salto. Se estaba emocionando, y no quería. Tuvo una idea y fue hacia el armario del fondo. Se agachó, y abrió una puerta. Sacó una caja de latón estilo antiguo, en la que en su día vinieron unas botellas de cava. La caja de sus tesoros olvidados.

Llaveros con las llaves de la pensión donde vivió un tiempo, unas pulseras de esas de mercadillo, un crucifijo, el único recuerdo que tenía de su madre, su DNI antiguo, el primero de hecho… una carta que le escribió a Ignacio cuando estaba en el hospital y que nunca se atrevió a darle… otra carta que le escribió Ignacio en esos días en que Joan se fue a decidir si quería de verdad a Ignacio, o quería la vida que le podía dar… se la dejó en la mesilla, mientras dormía esa primera noche de la vuelta… que cosas tan bonitas le decía… tuvo tentaciones de leerla, pero pensó que sería mejor dejarlo para otro día.

Y el teléfono. El teléfono de cuando trabajaba.

Le dio al botón de encendido, pero evidentemente no tenía batería. Cogió el cargador que tenía guardado en la misma caja, y lo puso a cargar. Al cabo de unos minutos, ya lo pudo encender. Pulsó su pin. La música de encendido.

De repente Joan se quedó paralizado. Sentía un impulso de revisar la agenda de contactos y de llamar a alguno de ellos. De sus clientes. De algunos guardaba un recuerdo muy bueno. De otros solo asco. De otros, incluso miedo. ¿Qué sería de todos ellos? ¿Con quién se acostarían ahora?

De repente llegó un mensaje. Joan se sobresaltó. Tenía puesto el tono muy alto. Y no se lo esperaba.

– No sé si tendrás algo de beber, no puedo dormir.

Joan pegó un salto y se giró hacia la puerta. Casi se le cae el teléfono.

– Perdona te he asustado – dijo Raúl.

– Nada, estaba… pensando.

– Huele bien esta habitación.

Joan sonrió mientras dejaba el teléfono en la mesa, y cerraba la caja.

– Sí. Vamos a la cocina. Hay Nesquik. Si quieres caliento un poco de leche.

– Guay. Pero lo hago yo si quieres, me daba palo mangonear en tus cosas, y como vi la luz…

– Vamos.

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Capítulo 54.

Joan sacó el brick de leche del frigorífico. Llenó una taza de desayuno, y la metió en el microndas. Mientras Raúl le miraba, intentando descubrir algo de ese chico que era amigo de su hermano y del cual él no le había hablado.

– ¿Qué me miras? Parece que me quisieras taladrar con la mirada.

– Agg, sorry, eres atractivo.

– ¿Estás intentando ligar conmigo? – Joan le sonrió mientras le guiñaba un ojo.

– No, que va. No… bueno, me gustan las mujeres, así que no creo que fuera buena idea que intentara ligar contigo.

– No, la verdad.

Joan sacó la taza del micro, y la puso en un plato. Acercó el bote de Nesquik y una cucharilla para que Raúl se lo pusiera a su gusto.

– Diego no me había hablado de ti.

Joan se quedó callado y se le quedó mirando.

– ¿Tu hermano te cuenta todo?

– Bueno, no sé. Pero… hablamos mucho. Yo le llamo, y pasamos muchas horas hablando. Me gusta hablar con él. Me cuenta los chicos que le gustan, y de las clases… y él me ayuda con los deberes… mi hermano es muy listo.

– ¿Y tú no?

– No… bueno no soy tonto, no te creas, pero él es mucho más listo.

– O sea que tu eres el guapo, y él el listo.

– ¿Te parezco guapo? ¿No estarás ahora intentando ligar conmigo?

– No… tranquilo…

– Soy pequeño…

– ¿Tienes 16?

– Sí…

– Pues ya puedes consentir… jajajajaja. Pero no me va el intentar ligar con quién sé que no puede decirme que sí.

– Oye, que no me cierro a nada.

– ¿Eso es un tal vez?

– No…

– Era broma…

– Ya… sí…

Raúl estaba un poco desconcertado con ese intercambio de frases. Normalmente él estaba confuso sobre lo que era, lo que creía, lo que deseaba… nunca le había atraído los hombres, aunque en los últimos tiempos no estaba tan seguro. Pero también pensaba que a lo mejor era todo una paranoia por querer acercarse más a su hermano… ¿Por qué le había dicho antes a Joan que era atractivo?

– Decías antes que te ayudaba Diego con los deberes… ¿Cuándo has hablado con él últimamente?

– Pues, no sé, creo que el sábado. Ayer le llamé pero no me lo cogió. Y me extraña…

– ¿De quién te ha hablado de los que ha conocido aquí?

– Pues no de muchos. Estaba un poco desilusionado porque no podía hacer amigos de verdad. Estaba el chico ese con el que vivía, pero ese cada vez le caía peor. Decía que era mala persona, que quería irse de ese piso. Pero no sabía a dónde. Sabes, se había gastado una pasta en intentar hacer amigos, y tal…

– Huy, amigos pagados… mal asunto.

– Ya, eso le decía yo, pero sabes… ha estado muy solo… Está muy solo, y necesita… ya sabes…

Raúl cogió la taza con sus dos manos, y pegó un sorbo al Nesquik. Le pareció que sabía poco y abrió otra vez el bote para echarse más. Joan le acercó una cucharilla limpia.

– ¿Me dais envidia sabes? – dijo Joan, apoyándose en la encimera.

– ¿Envidia? Pues no sabes lo que hemos pasado, si no no dirías eso.

– No, no me entiendes, me dais envidia por la relación que tenéis. Sabes, Ricardo, un amigo mío…

– ¿Ese que estaba en el hospital? ¿El que…?

– Sí, uno de los que hizo el placaje a tu hermano. Pues Ricardo tiene algo parecido con uno de sus hermanos. Y siempre me ha dado envidia. Pero lo tuyo con Diego… yo es que no conozco nada de eso, sabes… siempre he estado solo…

– Tienes muchos amigos, no te quejes. El Ricardo ese, ese chico que estaba con él muy acaramelado, Carlos que lo poco que le he oído habla maravillas de ti… yo solo tengo un par de amigos amigos. Lo demás son colegas, para tomar unas birras o ir al fútbol. O para una pachanga.

– Pero no he tenido hermanos, sabes… ni padre, ni madre…

– Pues de padre no creo que te demos envidia…

– Conozco gente peor. Ese idiota que vivía con Diego, por ejemplo. Es un viejo conocido mío.

– ¿Hace cuanto conoces a Diego?

Joan dudaba de contestarle la verdad, o darle largas…

– Desde el domingo. Pero no le digas a tu madre… no sé, parecía que estaba más tranquila si…

– Ya, bueno. Tranqui, Mi madre está un poco desbordada con Diego. Sabes, fue la última en enterarse de lo que pasaba. Diego no lo sabe, y mejor que siga así, pero aún hoy, mi madre tiene pesadillas. Le impactó tanto la imagen de mi hermano en la comisaría, completamente desnudo, solo con la cazadora de Enrique puesta… sigue tomando de vez en cuando pastillas para dormir. No se lo perdona.

– Y… – Joan se dio cuenta de que Raúl iba a seguir hablando – Perdona te he interrumpido. Sigue.

– Sabes, es que mi hermano me protegía. Por eso le quiero tanto, daría mi vida por él. Y no es coña… si él se mata… yo… y no logro que coja la idea, es un gili que piensa que es mejor para mí que desaparezca que yo pueda preocuparme por él. Es gili el tío…

– Hey, Raúl, no se ha matado… y no lo va a hacer, ya verás.

– No estoy tan seguro. Debía haberle llamado más estos días. Me tenía que haber dado cuenta de que…

– Raúl, no puedes echarte la culpa… no la tienes, y…

– Pero mi hermano no dormía ninguna noche para evitar que mi padre me llevara con él, o me pegara. Iba él por mí… se ponía en medio cuando mi padre me iba a pegar, aunque a él antes le hubiera dado de hostias hasta hacerle casi perder el conocimiento. Sabes… ¿Sabes lo que esos hombres nos hacían? ¿Sabes las palizas que nos daba mi padre por cualquier tontería, o porque había perdido a las cartas ese día?

Raúl se levantó de la silla, y se quitó la camiseta. Se puso de cara a la pared, para que Joan pudiera verle bien la espalda.

Joan no pudo evitarlo, y estiró la mano hasta rozar la piel de Raúl. Era superior a sus fuerzas, y mientras iba siguiendo las líneas claramente marcadas todavía en su espalda, marcas de latigazos, de cigarrillos apagados sobre la piel… mientras recorría esas líneas un escalofrío le recorrió su cuerpo, al recordar correazos parecidos que algunos le dieron en su época anterior a Ignacio, gente como Juan Carlos, y otros parecidos con los que se había encontrado. Algunas de esas marcas seguían en su cuerpo todavía, pero menos visibles que las que tenía Raúl en su cuerpo. O simplemente era que Joan las evitaba, y no las miraba.

Joan bajó la vista. Raúl se había bajado un poco los pantalones. Un culo maravilloso, pensó Joan, surcado por infinidad de marcas de fustazos, de cigarrillos… Joan cerró los ojos y escuchó sus propios gritos cuando aquellos hombres le hicieron a él algo parecido. Sintió en su cuerpo lo que debieron sufrir Diego y Raúl con aquellos tipos, y esas eternas noches a le espera de que se abriera la puerta y su padre llegara y les sacara medio desnudos…

Joan apartó de golpe la mano que recorría la piel de Raúl, siguiendo las marcas… una piel tan suave, tan aterciopelada, un cuerpo tan bonito… y con tanto sufrimiento marcado en él.

– Imaginate como tiene el cuerpo Diego.

Raúl se subió los pantalones, y se giró para ponerse la camiseta…

– Joan, ¿estás bien?

Raúl estiró los brazos para sujetar a Joan. Se había quedado blanco completamente.

– Siéntate en esta silla. ¿Quieres un poco de agua fresca?

Joan asintió con la cabeza. Y señaló el frigorífico. Raúl fue hasta él y sacó una botella de agua. Le sirvió un vaso, y se lo acercó a Joan, quien lo agarró con las dos manos. Raúl volvió a coger la botella fría de agua, y se la puso en la frente.

– Sabía que estoy bueno, pero nunca imaginé que rozar mi piel… perdona, era una broma absurda.

Joan esbozó una sonrisa. Y amagó con darle un puñetazo a Raúl.

– ¿Estás mejor?

– Sí, tranquilo. Estoy cansado y…

– ¿Y si me cuentas lo que te ha pasado?

– No quiero, no tiene importancia, es que estoy cansado, ya te he dicho…

– Sé escuchar…

– No de verdad, que…

– Yo te estoy contando mis cosas. Y no lo suelo hacer con nadie.

– Ya…

Joan bajó la cabeza en símbolo de su rendición.

– Yo tengo marcas parecidas en mi espalda, y en mis piernas. Antes de Ignacio – Joan se dio cuenta de que Raúl no sabía quien era Ignacio – era mi marido, ¿sabes? – Raúl asintió con la cabeza – yo no tenía a nadie, vivía en la calle, y era chapero. Y una vez, yo necesitaba pasta, tenía el mono, y estaba desesperado… me propusieron hacer una sesión de sexo duro, sabes, con cuero y tal. Eso dijeron. Yo nunca había querido hacerlo antes, me parecía degradante y tal… pero no tenía pasta. Y sabes… me pegaron y pegaron… me humillaron… al tocar esas marcas de tu espalda he vuelto a sentir lo que ese día… la humillación, el terror… casi me matan, sabes… y cada marca de tu espalda he recordado… bueno… es como si en esos escasos minutos hubiera vuelto a ese cuarto… pero ¿cuantos años teníais?

Joan no había levantado la vista del suelo mientras contaba todo esto. Si no recordaba mal, era la primera vez que lo decía en voz alta. Ni a Ignacio se lo dijo nunca. Pero Ignacio lo supo por otros medios. Ignacio le lamía cada una de sus marcas, pasaba suavemente sus dedos por esas cicatrices. Esas caricias siempre le hacían sentirse bien a Joan. Las recordaba como una de las mejores experiencias de su vida. De hecho, esa forma de proceder del que luego fue su marido, fue una de las cosas que hizo que superara toda aquella época. Joan levantó ahora la cabeza para escuchar las respuesta de Raúl.

– Conmigo empezaron a los 10. Con mi hermano a los 12. Cuando empezaron conmigo, él ya llevaba dos años. Cada vez era peor, cada vez era más a menudo… y para Diego era todavía más angustioso, porque intentaba recibir lo suyo y lo mío.

– Pero… ¿No se dio cuenta nadie? ¿Tu madre? ¿En el colegio?

– Nadie quería ver nada. Mi padre era… bueno, es un tipo encantador. Con respuestas para todo. Si alguien se extrañó por algo, lo dejó correr. Sabes, es la primera vez que me quito la camiseta delante de alguien. A un profesor se lo enseñé, el de gimnasia, cuando me hizo ir a su despacho y me llamó guarro por no quitarme la camiseta después de hacer gimnasia… no volvió a hablar del tema, ni a decir nada de la camiseta. Me avergüenza mi cuerpo…

– No, Raúl, tienes un cuerpo muy bonito, y una piel muy suave. Si alguien te quiere rozar esas marcas le hará sentirse más cerca de ti…

– Eso tardará en llegar, primero debo saber que quiero, y…

– Eso da igual, no sé… no te pongas excusas para amar sean hombres o mujeres. Yo creo que sabes lo que quieres, pero tienes miedo y lo aparcas con esa excusa de las marcas. Sabes… esas marcas deben hacerte sentir orgulloso de ti, y de tu hermano. Que no te hagan avergonzarte… eres… te admiro, tío…

– Espero que al final Diego y tú seáis amigos. Me pareces buen tío. ¿Y tu marido?

– Murió hace un tiempo.

– Joder, perdona, no quería…

– Na, don’t worry…

– Be happy… me caes bien, eres buen tío…

– No, no los soy. Soy un desastre…

– No me lo creo… y acaricias muy bien.

– A ver si va a ser verdad que al final te molo…

– Una mierda. Además eres muy viejo para mí – le picó Raúl.

– ¿Viejo yo?

– Pero si eres hasta viudo. Eso es de viejos.

Raúl se arrepintió enseguida de decir eso. Miraba fijamente a Joan para ver como reaccionaba.

– En eso tienes razón. A ver si vas a tener razón… – puso cara de falsa preocupación.

Y Joan se levantó y se lanzó contra Raúl, buscando esa zona en dónde solemos tener cosquillas… Cosa que Raúl tenía a montones, y acabaron los dos riendo.

– ¿Y sí dormimos otro poco?

– ¿Te importa si dejo la puerta abierta? Es que… – Raúl bajó la vista avergonzado.

– ¿Prefieres dormir al lado mío? Mi cama es inmensa. Y prometo no meterte mano.

– ¿Roncas?

– Sí. ¿Te importa?

– No, mejor, así me siento más protegido.

Joan enarcó las cejas, sorprendido. Hasta ahora nadie le había dicho que sus ronquidos pudieran servir para algo, más que para molestar.

– Pues vamos a dormir – dijo con una sonrisa.

– Raúl apuró el Nesquik, y se fueron los dos a la habitación de Joan.

Joan le dio a elegir un lado de la cama, y Raúl se metió rápidamente. Hizo que cerraba los ojos, pero observó a Joan mientras se desnudaba. Y pudo ver las marcas de la espalda de Joan, las de su culo, y unas marcas tremendas en sus piernas, como si hubiera tenido puesto un cilicio mucho tiempo.

Y eso le hizo sentirse seguro y comprendido. Y por primera vez en muchos años, no tuvo que acabar levantándose a tomarse la pastilla para dormir.

_______

Capítulo 55.

Ricardo respiró hondo antes de meter la llave en la cerradura. Esperaba que todavía no se hubiera levantado nadie de su familia. Eran casi las 7 de la mañana, y no quería dar explicaciones de por qué llegaba tan tarde un día entre semana.

Contó hasta tres, y metió la llave. La giró con cuidado, y abrió la puerta.

Se quedó escuchando… nada.

Fue andando de puntillas hasta su habitación. Entró y cerró la puerta despacito. Cuando ya estaba cerrada, encendió la luz.

– ¡Joder! Ya era hora.

Ricardo pegó un salto a la vez que se giraba.

– ¿Qué hostias haces aquí?

– Esperarte, está claro.

– Pues…

– Déjate de leches, que te conozco. ¿Cómo ha ido? ¿Qué te ha pasado en los pantalones? Tienen sangre… ¿qué…?

– ¿Eh? Tranquilo nada, es largo de explicar. – Ricardo intentaba hacer tiempo y que su hermano le diera pistas de a qué se refería con su primera pregunta, antes de que se fijara en sus pantalones.

– ¿No ibas a follar?

– Y tú… ¿Has mirado mi ordenador?

– Nuestro ordenador – corrigió Manu.

– Pero…

– Qué quieres que haga si te vas a toda leche, y dejas la pantalla abierta.

– Eso… – Ricardo repasaba mentalmente sus movimientos de aquella tarde, pero era incapaz de acordarse con exactitud de lo que había, habían pasado tantas cosas… ¿se habría dejado todo abierto?

Se quedaron los dos mirándose fijamente. Manu se incorporó de la cama y se puso de pie, para estar a la misma altura que su hermano. No le gustaba que le mirara desde arriba.

– ¿Me lo vas a contar o qué?

– No sé que hay que contar – Ricardo se puso a la defensiva.

– Pues lo de follar esta noche. ¿has follado?

– Oye tío, pero que parece que soy idiota, o algo. ¿Tengo alguna obligación? Manu, te estás poniendo…

– Es más que nada para ver si hoy toca levantar el estado de sitio de casa, o me cojo un curso en Cádiz para pasar las próximas semanas lo más lejos posible de aquí.

Manu empezó a andar por el cuarto como si estuviera esperando ansioso esa respuesta, y de ella dependiera verdaderamente su futuro. No quería confesar a su hermano que había discutido esa tarde con sus padres por su culpa, y que se había ido de casa dando un portazo. Él estaba convencido de que, hasta que Ricardo no solucionara sus problemas y se relajara un poco, y hablara con sus padres y con su hermano Jonás, en esa casa la paz no volvería.

Eran una familia atípica. Ninguno de sus amigos y amigas, tenía una familia así. Tan cercana, tan alegre, siempre de coña entre ellos. Todos preocupados por todos, todos queriendo a todos. Pero sin roles marcados. Lo mismo Ricardo ayudaba a su madre, o Manu animaba a su padre, o era al revés, o Jonás hacía la comida, o iban a los recados. Todo lo habían hablado con naturalidad siempre. Pero era una maquinaria que, si fallaba uno de sus engranajes, nada volvía a funcionar. Y además, el engranaje que funcionaba mal, era para él, el más importante. Siempre había sabido que Ricardo era algo especial para él. Pero estos días se había dado cuanta hasta que punto era importante en su vida. Desde ese domingo en que todo se fue al traste, por esa paranoia que había sufrido Ricardo, había dado muchas vueltas en su cabeza al por qué… por qué era tan importante para él su hermano. Ninguno de sus amigos tenía esa cercanía con ninguno de sus hermanos, por mucho que se llevaran bien.

La primera noche que la pasó abrazado a Jonás, puso todo su empeño analítico en estudiarse. Incluso llegó a pensar que su hermano… que estaba enamorado de su hermano. No le fue fácil estudiar ese punto. Él nunca había sentido atracción por los chicos, o eso pensaba. Pero ese vacío que sentía con el tortazo que le propinó Ricardo, y todo lo que pasó a continuación… se parecía mucho a lo que los libros decía que se sentía cuando uno se desenamoraba… o cuando le dejaban… Le parecía ahora curioso que con ninguna de las chicas que había estado, había sentido algo por ellas. Algunas le habían caído mejor que otras, había tenido chicas de una noche, de una semana, noviazgos de algún mes… pero por ninguna había sentido nada parecido a lo que había sentido esa noche con la actitud de su hermano.

Y a la noche siguiente se imaginó haciendo el amor con Ricardo. Recordó la frase de su amigo Víctor, que se la decía a su otro amigo Félix, que estaba en permanente duda con su sexualidad: “Félix, tú… ¿con quién sueñas cuando te haces una paja? ¿Quién te la pone dura?”. Manu se desnudó por completo. Se puso mirando al techo en el suelo, con la cama tapando la visión desde la puerta. Se concentró en Ricardo desnudo, besándole todas las partes de su cuerpo.

Estuvo así un buen rato, pero no consiguió una excitación completa. Pero esto no le dejó tranquilo. Podía ser que el que fuera su hermano le produjera rechazo, o que fuera el hecho de que era hombre, lo que hiciera que no se excitara. Manu siempre pensó en su fuero interno, que se podría enamorar de un hombre, aunque fuera heterosexual. Quizás fuera este el caso, pero al ser su hermano le produjera una cierta desazón que le impidiera excitarse.

Por eso era importante para él que todo se solucionara. No solo ya por ver a Ricardo bien, y al resto de su familia, sino porque pensaba que así, podría tener un poco de paz para seguir estudiando sus reacciones. Para irse conociendo mejor. Porque ahora, ya un poco tarde, pensó, todo era incierto dentro de él. Ni lo que había tenido por verdad absoluta hasta hacía unos días, ahora lo era.

¿Y si estuviera enamorado de su hermano? ¿Qué haría? ¿Podría enamorarse de él sin ser gay? ¿O es que era gay y no lo quería ver? ¿O bisexual? Pero eso de enamorarse de su hermano… eso no estaba bien. ¿Sería solo que le quería como si fuera una parte de sí mismo? ¿Estaría confundiendo muchas cosas? ¿Sería el agotamiento de esos días?

Esa noche, cuando el cansancio le vencía ya, después del intento de masturbarse pensando en su hermano, se despejó de golpe al recordar una vez, en los vestuarios, que se había excitado al ver a Ernesto desnudo. Tuvo que meterse en un cubículo corriendo para ocultar a los demás su erección. ¿Sería eso una señal? Ernesto fue un chico que solo estuvo un par de meses en su clase. No tenía especialmente un cuerpo hermoso, pensaba Ricardo, pero sí que es cierto que había algo en él que le atraía. Su aire descuidado, su cara de niño bueno, sus “rarezas” en el sentido de no gustarle lo mismo que a la mayoría de los chicos. Incluso llegó a preguntarle si era gay, con la excusa de que su hermano si lo era… pero él lo negó. Eso no quería decir nada, Félix no hacía más que ponerse excusas, y dudas, y todos sabían que le gustaban los hombres. Félix es uno de los casos en que uno mismo, es él último en saber a ciencia cierta sus preferencias sexuales. O en reconocerlas.

Manu seguía caminando por el cuarto de Ricardo. Éste le miraba con extrañeza. Estos últimos días algo se le había escapado de Manu. Ya pensaría en ello luego. Ahora le urgía más decidirse por una estrategia. Contarle lo de Carlos, contarle lo del intento de suicidio… o contarle el final de la noche: sus últimas 4 horas. De repente se dio cuenta de que Manu estaba vestido, y que tenía el anorak en su cuarto.

– Manu, ¿me tienes que contar algo? ¿Por qué estás vestido?

– Eso da igual… no quieras escabullirte ahora. Yo he preguntado antes y necesito… ¡joder! Macho, no puedo pasar otro día sin dormir, sabes, me has provocado… ya no sé ni quién hostias soy… así que por una vez en esta puta semana, deja de ponerte a la defensiva y medir tus jodidas palabras, y cuéntame de una puta vez que has hecho esta puta noche. Lo necesito saber…

– He estado hablando con Jaime. Bueno, ha sido una noche un poco complicada… y bueno, hemos quedado en intentarlo de nuevo.

Manu se le quedó mirando con incredulidad. No… no podía ser cierto… esa noche Ricardo había quedado a follar con un chico… y precisamente esa noche se arreglaba con Jaime…

– No me estarás tomando el pelo, porque pienses que es lo que quiero oír. No quiero oír una puta mentira…

– Nonono… tranquilo, Manu…

Ricardo se acercó a él, pero Manu intentó rechazarle. Pero Ricardo insistió y al final no le quedó otra que abandonarse en los brazos de su hermano.

– Sí, sí… es cierto. Hablamos…

– Pero ¿le has contado que has quedado con otro para follar?

– Sí, se lo he contado. Y él esta noche me ha contado que, ha follado con Joan. Hemos puesto todas las cartas sobre la mesa.

– ¿Que ha follado con Joan? Host…

– Esta semana ha sido un poco surrealista…

– ¿Pero no te importa? ¿Ahora no te importa? Antes que no era cierto, te importaba, y ahora no… no lo entiendo macho…

Ricardo se encogía de hombros… y sonreía.

– ¿Y estás a gusto?

– Sí… estoy feliz…

Manu no dejaba de estudiar su cara… no veía ese rictus en ella desde el domingo por la mañana, antes de la ceremonia. Pero ahora tenía un toque distinto. Estaba como más seguro de todo. Ese punto de confianza nunca se lo había notado.

– ¿No te alegras? – preguntó Ricardo

– Si fuera verdad, pero… no me cuadra…

– Confía en mí, hermanito. Ha sido una noche larga, larga, con muchas cosas. Luego si quieres, hacemos algo por la tarde, y te cuento todo, todo…

De repente a Manu le llegó el cansancio de todas las noches sin apenas dormir. No sentía alegría por su hermano, ni liberación por él. Creía que todo se solucionaría cuando Ricardo encontrara el norte, pero, de momento no era así. Quizás todo lo que había pasado esa semana lo único que había provocado es que sus dudas ocultas salieran a la superficie. Y ahora, la solución no estaba en su hermano, sino en él. En él, que debía aclarar sus sentimientos por su hermano, su sexualidad, y por qué no había sentido nada por ninguna de las chicas con las que había estado. Pero los hombres no le excitaban. Salvo aquél chico…

– ¿Y por qué estás vestido? – recordó preguntar de repente Ricardo.

– Na, tonterías. Ya si eso te contaré cuando quedemos para hablar…

Ahora era Ricardo quien no se creía nada de esa aparente despreocupación. Manu había retirado la vista al hablar…

– Tío, que son casi las 8, habrá que hacer que nos levantamos y eso.

– Me voy a mi guarida. Me pido primer en la ducha.

– Una mierda.

– Ah no, si has vuelto con Jaime, te eternizarás en la ducha… no, no, no….

– Vete a soplar gaitas, imbécil, ¿Cuándo me he eternizado en…?

– No me hagas hablar, que te crees que por ser pequeño soy idiota y tengo memoria pez. Si quieres…

Ricardo cogió un almohadón de la cama y le dio un golpe con él para hacerle callar…

– Eso es traición, espera…

– Espera nada, largo, que hay que vestirse, y ducharse…

– Voy yo primero a la ducha… – mientras decía esto se empezó a quitar la ropa… y salió corriendo..

– Oye, capullo, no me dejes la ropa tirada, serás…

– Pero Manu ya estaba debajo del agua… agua fría… para enfriar las lágrimas que no pudo evitar. Lágrimas de desesperación por no saber, por dudar sobre sí mismo, sobre todo… ¿Por qué de repente todo lo que él era se había derrumbado?

– ¿Por qué? – se decía mientras el agua caía por su rostro.

______

Capítulo 56.

Manu tardó más de 20 minutos en salir de la ducha. Su hermano Jonás le increpaba desde el pasillo, pero nada parecía perturbarlo en su concienzudo acicalamiento. Cuando al final abrió la puerta, mientras le echaba la bronca, llegó Ricardo de improviso y se coló dentro, después de darle un beso en la mejilla.

Ricardo cerró la puerta, mientras Jonás se quedaba con la boca abierta mirando hacia dónde hacía unos minutos estaba su hermano mayor.

– ¿Se ha reconciliado? – preguntó a Manu.

– Eso parece.

Jonás se dio la vuelta y se encaminó al cuarto de baño de sus padres. Su madre trajinaba en la cocina, mientras su padre volvía para ducharse, después de desayunar. Aprovechó la oportunidad, y se coló y cerró la puerta.

De nada sirvió a su padre enfadarse. Jonás abrió la ducha y no escuchó nada.

Ricardo pasó por el pasillo con una toalla en la cintura como único vestido, y saludó cantarín a su padre. Éste cesó momentáneamente en sus gritos hacia su hijo pequeño, y siguió con la mirada a su hijo mayor en el camino hacia su habitación. De repente se dio cuenta de que Mati estaba a su lado…

– Jonás se ha colado en el baño, y Ricardo me ha saludado – la explicó todavía con cara de susto.

– Ya – contestó escuetamente Mati, acompañando a su marido en la mirada hacia su hijo mayor.

– Chan chan – se oía a través de la puerta del baño.

– ¿Y si te vas al otro cuarto de baño? – propuso Mati a su marido mirándole con los ojos muy abiertos – Como se ponga con su solo de guitarra…

Alberto se fue camino del otro baño, con los hombros hundidos. De repente se dio la vuelta y preguntó con cara interesante a su mujer:

– Oye, Mati… no tengo claro qué es mejor, si que esté enfadado, o que esté guay con su novio.

Su mujer, como única respuesta le hizo un gesto con la mano para que siguiera con los suyo.

– Chan chan – seguía cantando Jonás bajo la ducha.

– Oye Mati – su marido esta vez con cara de despistado – ¿Te imaginas a Jonás haciendo ese solo de guitarra en la ducha? ¿Qué empleará como guit…?

– ¡¡¡Alberto!!!

– Vale, vale.

– Mamá, ¿No hay galletas Chiquilín?

Mati salió del estado de éxtasis en el que se había sumido escuchando a su hijo Jonás haciendo un solo de guitarra debajo de la ducha de su cuarto de baño.

– Ahora voy, Ricar. Jonás ¿me escuchas?

– Sí mamá.

– Tengo que prepararme, así que…

– Vale mamá, ahora acabo.

Mati abrió los ojos por la sorpresa de la respuesta de Jonás. Estaba preparada para discutir con él, y sus planes se habían diluido en el recién estrenado ambiente de su casa. Fue a la cocina todavía con cara de estupor. Ricar seguía solo con una toalla en la cintura, cosa que no hacía nunca. El único que hacía eso era Manu, que presumía de cuerpo atlético. En cambio Ricardo siempre se había avergonzado del suyo, y lo había intentado ocultar a toda costa.

– Vas a coger frío, vete y vístete. Ya te pongo el desayuno, anda.

– Gracias mamá.

Y le dio un beso al pasar a su lado para salir de la cocina.

Mati ya no podía aguantarse más…

– Si te piensas que todo lo que ha pasado estos días se me va a olvidar así – y chascó los dedos de las dos manos – te equivocas, Ricardo.

Éste se paró en seco

– No puedo cambiar el pasado, mamá. Puedo intentar aprender a pedir perdón. No sé si os valdrá.

Mati se quedó mirando a su hijo sin saber muy bien que decir. Las noches de dormir poco y mal, de intentar buscar soluciones para el mal ambiente de su casa de días pasados, le pasaba factura ahora. Por un momento meditó sobre la posibilidad de que un día en el futuro, se volviera a estropear la historia de amor entre su hijo y ese chico, Jaime, que le había gustado tanto, por cierto. Y meditó en la forma de conseguir que su hijo mayor se quisiera un poco más, sin depender de las vaivenes de la opinión de la gente sobre él. O de lo bien o mal que estuviera con el novio de turno. Pero no llegó a ninguna conclusión. Solo fue capaz de mirarlo y pensar una vez más en lo guapo que era, y en que nunca había entendido ese menoscabo que de siempre había sentido Ricardo a causa de su apariencia física.

Ricardo mantuvo la mirada de su madre durante unos instantes. La sonrió, se dio media vuelta y se fue a vestir.

Manu se cruzó por el pasillo con su hermano. Amagaron una pelea entre bromas en el pasillo, al intentar Manu quitarle la toalla a su hermano. Acabó Ricardo abrazándole y sintió en ese momento un escalofrío recorriéndole su cuerpo. Se dio por vencido para que su hermano le soltara, y llegó a la cocina.

Su madre le miró para disfrutar de la visión de su hijo feliz por la reconversión de su hermano querido, pero solo vio ansiedad y turbación. Mati arrugó el entrecejo y se acercó a su hijo para abrazarle, pero éste se escabulló. Puso una disculpa, cogió una de las tostadas que le estaba preparando a Ricardo, y salió de casa.

Matilde se sentó en una de las banquetas de la cocina, y pensó que, ese momento que había esperado todos estos años en el que su hijo mediano se sintiera desplazado de la vida de su hermano, y la perturbación que eso podía acarrearle. Debería hablar con él en algún momento de ese día. Quizás por la tarde fuera el adecuado. Se le acumulaban las charlas.

– Mamá, ¿no tenías tanta prisa? Huele a tostadas… hazme un par de ellas, por fa. – gritó Jonás desde la puerta del cuarto de baño.

Matilde no dijo nada, y metió dos rebanadas de pan en la tostadora.

“Nada puede ser perfecto” pensó para si Mati. Felices 2 – desgraciados 1.

– Cariño, me voy corriendo. Llego tarde.

– Tómate el café al menos, Alber. Ya lo…

Pero su marido había cogido el abrigo y había salido corriendo.

– Chan, channnnnnnn

Jonás seguía con su solo de guitarra. Por un momento recordó la pregunta de su marido, lanzada al aire, y se imaginó a su hijo haciendo ese solo de guitarra en la ducha… aunque rápidamente meneó la cabeza, y diluyó la imagen que se le aparecía en la mente. Era una madre moderna, pero esa imagen la superaba.

– No estoy preparada para ver ciertas cosas – se dijo entre dientes.

– Chicos, ya tenéis el desayuno, me voy a duchar. Y no os acostumbréis. El desayuno es cosa vuestra.

– Vale – gritaron los dos, desde sus respectivos cuartos.

– No te comas todo, maricón, que yo he pedido también tostadas – gritó Jonás.

– Macho man, sigue tocando la guitarra con… – Ricardo se contuvo a tiempo – y verás lo que comes para desayunar.

– Serás…

– Maricón, ya. Pero las tostadas para mí.

______

Capítulo 57:

– La donna inmovile, tachan tachan…

Ricardo se había ido apenas hacía unas horas de casa, y desde ese momento, Jaime estaba como en una nube. Se veía como uno de esos angelotes que pintaban los artistas antiguos alrededor de la virgen, sentados en una nube.

– La donna inmovile… no sé que vento…

No sabía exactamente por qué le había dado por cantar ese aria de ópera, tampoco sabía si era un aria, y para ser exactos, tampoco se la sabía. No pasaba el La donna i-noséqué. Pero daba igual.

La cinta del vídeo de su memoria estaba ya a punto de romperse. De tantas veces que la había rebobinado en ese par de horas, y había vuelto a repasar cada gesto, cada palabra de los dos desde que salieron del hospital. De como al principio habían caminado por la Av. Del Cid despacio y en silencio. Haciendo lo posible por rozarse, pero sin atreverse a abrazarse o a cogerse la mano. En todo caso, si a alguno se le ocurría alguna coña, se abrazaban en broma y exageradamente, pero sin intentar permanecer agarrados mucho tiempo.

Al final, llegaron al portal. Jaime empezó a temblar, no ya del frío que hacía, sino del miedo a dejar pasar esa oportunidad de poner las cosas en claro. Cada vez que había rememorado esa mañana la escena, una sonrisa boba se había puesto en su cara. Y ahora recordándolo otra vez, sí, le resultaba gracioso, pero en el momento real en que pasó llegó a sentir angustia. Porque en el fondo, aunque se hubiera acostado con Joan esa misma noche, aunque reconocía que Joan le gustaba mucho en todos los sentidos, cuando vio a Ricardo en la casa de Joan, esperándoles y llamando al 112, le dio un vuelco al corazón. Ese hormigueo que empezó en el coxis y acabó en la nuca, como una explosión nuclear controlada, fue la señal inequívoca de que algo había cambiado dentro de él a partir del momento en que Ricardo apareció en su despacho a buscar el teléfono de su amigo.

Esos días de zozobra, aunque había estado mal, triste, desesperado, por qué no llamarlo así, no llegó a ese punto en el que se paró a recapacitar seriamente en lo que Jaime significaba para él. Quizás pensó, intentaba protegerse de la posibilidad de que todo se fuera a la mierda. O quizás todo esto le pillara sin estar preparado y no supiera poner nombre a lo que sentía. O tuviera miedo a no estar a la altura. O de todo un poco y de todo nada. Seguía pensando que para él, mucho más tranquilo sería apartarse de esas historias de relaciones, porque no sabía todavía si el gozo que le produciría llegar a buen puerto, compensaría los sinsabores y zozobras que se padecen hasta que se consuman y llegan a buen puerto. No estaba preparado para la interpretación de las miradas, de los miedos. No estaba preparado para pensar cada gesto que hacía. Parece que el amor trae todas esas cosas: “Los dos somos muy inseguros y pardillos”.

Cerró el grifo de la ducha, y cogió una toalla para secarse. No sé dio cuenta y agarró la que había utilizado antes Ricardo. Aunque todavía estaba húmeda, se la puso en la cara para intentar sentirle cerca. Como si pudiera aprehender su aroma, su esencia. No había nada de eso, pero daba igual, era como si lo estuviera. Cerró los ojos con la toalla sobre su rostro…

– ¿Subes a casa?

– Ya me gustaría, pero es tarde, no sé…

– Por eso, da igual ya. ¿qué más te da una hora más o menos?

Jaime estaba ansioso esperando la respuesta de Ricardo. Ya que tenía esa posibilidad, pensó que no podía desaprovecharla, y poner las cartas sobre la mesa.

Ricardo meditó unos segundos la respuesta. Ahora se sentía mal por haberse acostado con Carlos, aunque por otro lado pensó que no debía fidelidad a nadie. Pero de alguna forma, si no se lo contaba a Jaime le estaba traicionando. No de una manera real, se dijo, pero si de una forma intangible. Y si quería intentar comprobar otra vez lo que daba de sí esa relación, no podía hacer lo mismo que él había interpretado que había hecho Jaime y Joan.

– Antes de nada, quiero decirte que esta noche he follado con Carlos.

Jaime se quedó mirándolo fijamente.

– Estaba enfadado, y pues quedé con uno por el chat, y resulta que era Carlos, y… follamos.

Jaime seguía callado, sin decidirse a agradecer el paso que había dado Ricardo, con otro paso del mismo calibre. Valoraba si Ricardo no pensaría que entonces desde un principio él tenía razón, e igual que habían hecho el amor esa noche, lo habían hecho antes de la celebración de sus padres.

– Sinceridad con sinceridad.

Jaime se sorprendió de lo que acababa de oír que salía de su boca. Incluso en un primer instante dudó de si lo había dicho en voz alta, o no. Pero al ver la cara de expectación que tenía Ricardo, supo que efectivamente, había hablado en voz alta.

– Esta noche me he acostado con Joan.

Al acabar de decir estas palabras, bajó la mirada al suelo. Querría haber visto la reacción de Jaime, pero era superior a sus fuerzas.

– ¿Subes?

No levantó la cabeza.

– Me gustaría.

Ricardo estaba digiriendo la información. No podía negar que le dolía. Pero tras unos instantes de batalla dialéctica en su cabeza, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo, si él pensaba que no tenía ningún compromiso y el acostarse con Carlos no había sido ninguna traición, lo mismo debería pensar de Jaime.

Y subieron a casa. Y en el ascensor, Ricardo apoyó la cabeza en su hombro. Y otra vez un escalofrío le recorrió su cuerpo, incluso, pensó, habían temblado sus manos. No se atrevió a respirar en esos escasos minutos que estuvieron en el ascensor, para que nada perturbara ese momento, y que Ricardo tuviera que apartar su cabeza.

Entraron en casa, y… se acordó de que en la cocina estaba todo patas arriba. Empezó a pensar en alguna excusa, o en inventarse algo para que Ricardo no notara nada, y le diera tiempo al menos a esconder lo que había quedado empantanado… pero no le dejó tiempo. Ricardo fue casi directo a la cocina, después de dejar el abrigo tirado en el salón. Tenía sed.

– Joan ha dejado a mitad un pastel. ¿Quieres que lo acabe?

– bu…v… esto… yo… bu…

Ahora Jaime sonreía al pensar la cara de idiota que se le quedó, y el balbuceo del que fue incapaz de salir en unos instantes.

– ¿Eso es un sí?

Ricardo asomó su cabeza por la puerta, y le miraba con cara de broma.

– No hace falta que vayas a tu cuarto para cambiar las sábanas y ordenarlo. Me hago cargo.

– ¿Que te haces cargo?

Apenas le salió esa frase en un susurro. Jaime no salía de su estupor.

– Os habéis dejado el horno encendido. Mejor, así tardamos menos.

Jaime acabó de secarse, y fue a su habitación a vestirse. Abrió su armario, y sacó una camisa amarilla fuerte, y una corbata azul. Traje azul. Siempre solía usar gris marengo, pero hoy le apetecía algo distinto.

Se fue descalzo hacia la cocina, y encendió la cafetera. Aunque al ver el bizcocho que había sobre el mostrador, cambió de opinión, y la apagó. Cogió un tazón, lo llenó de leche, y lo metió al micro. Sacó el bote de chocolate en polvo Valor, y se cortó un buen trozo de bizcocho relleno de crema pastelera.

Sacó el zumo del frigo, y se sentó en el taburete que tenia en la cocina. Cogió la cuchara, y echó cinco o seis cucharadas de chocolate en polvo. Y empezó a dar vueltas, mirando por la ventana de la cocina, el reflejo de las luces de sus vecinos que empezaban su actividad diaria.

Ricardo se puso el delantal y continuó la labor de Joan. Mientras, Jaime aprovechó y fue a recoger el cuarto. Cambió las sábanas e hizo la cama.

– ¿Ya está todo en perfecto estado de revista?

Jaime volvía a sonreír. Se estaba imaginando la cara que puso cuando volvió a la cocina, y Ricardo le recibió con esa pregunta. Y casi se atraganta con su propia saliva, al verle. Se había desnudado, y solo llevaba el delantal puesto. Estaba de espaldas, y tenía el culo al aire.

– Te decía que daba igual cómo estuviera el dormitorio, porque hoy quiero hacerlo aquí, en la cocina. Quiero tener una noche salvaje.

– ¿Salvaje? Pe… yo… hoy ha sido… pero…

– ¿Qué? Una noche loca del todo, acabada de forma loca del todo.

– ¿Estás bien, Ricar? Yo… tú no eres así…

– Llevo 4 noches sin dormir, puede que sea eso. O que follar con Carlos me haya dado fuerzas, o un punto de locura, no lo sé.

Jaime le vio acercarse poco a poco, mientras decía esto, y apenas fue consciente de que las manos de Jaime se escondían a su espalda, para soltar el delantal. Tampoco fue consciente del bulto que apuntaba hacia él, hasta que cayó el delantal a los pies de Ricardo.

– No, no… no estoy preparado para esto… ¡Ay madre!

Jaime dio un respingo y dio un saltito hacia atrás, al notar la mano de Ricardo sobre sus genitales.

– Tú no estás bien – alcanzó a susurrar antes de que Ricardo le tapara su boca con la suya – Es mejor que hablemos, y…

Pero se la volvió a tapar y no pudo proponer que dejaran eso para otro momento, y que dedicaran la noche a poner en claro las cosas pendientes, y que hablaran de Diego, y de su familia, y de las cosas que le habían pasado, y de ellos, y de Joan, y de lo que habían hecho esa tarde, y del sol, y de la luna, y del río cuando baja embravecido… todos esos eran temas para hablar esa noche…

– ¡Por Dios! ¡Ricardo! Para…

Pero no tenía convicción al decirlo… y sí los tenían sus jadeos…

– Ricardo… esto no está bien, es una… ¡Ayyyy! – gemido largo y sostenido… suave… con los ojos mirando al techo, mientras sentía sus manos recorriendo todo su cuerpo, y su lengua y sus labios recorriendo su cuello, su boca, su cuello, su boca… su pecho…

– Ricar…

Pero sus protestas cada vez tenían menos fuerza, si es que la habían tenido en algún momento… sobre todo cuando las manos de Ricardo empezaron a jugar con su culo, y buscaron su perineo… él podía haber cerrado las piernas, pero sin dudarlo ni un instante, las abrió…

– Ric…

Jaime seguía dando vueltas a la taza de chocolate. Seguía rememorando esas horas previas que había disfrutado hacía nada. Seguía en las nubes, sitio al que subió en el momento en que Ricardo se abalanzó sobre él quitándose el delantal… y… y esa misma encimera en dónde estaba desayunando, había sido unas horas antes lecho de placer… si alguien le hubiera contado que era posible sentir ese goce, por mucha capacidad de empatía que tuviera, de imaginación, no hubiera podido siquiera acercarse a lo que sintió esa noche. No fue un placer físico, o al menos no lo fue en exclusiva. Solo el cuerpo no era posible que le hiciera volar como los ángeles, o sentir algo cercano al éxtasis que experimentaron los grandes místicos de la antigüedad.

Bebió un sorbo de su taza. Estaba frío.

Miró su reloj.

– ¡Mierda! – exclamó.

Se había hecho tarde.

Mientras bajaba en el ascensor, pensaba risueño que, a lo mejor, ahora podría retomar el estudio de Santa Teresa, al poder entender mejor sus vivencias. O quizás podría emprender el estudio de las bilocaciones. Porque indudablemente, él seguía en la cocina de su casa, 4 horas antes. ¿O eran 5 ya?

Daba igual. Él seguía sonriendo. Hasta cuando se dio cuenta de que iba descalzo.

_____

Capítulo 58:

Joan se incorporó y echó un vistazo a Raúl. Escuchó un rato su respiración, pausada y tranquila. Parecía que dormía.

Se levantó y fue al salón. Era absurdo estar en la cama intentando conciliar el sueño, procurando no molestar al chico, y sin conseguir siquiera aproximarse lo más mínimo a un estado próximo al sueño.

Se sentó en su butaca favorita, en la que solía leer. Cogió un libro, y lo abrió. Cuando llevaba 5 páginas, lo dejó: apenas se enteraba de nada de lo que estaba leyendo. No conseguía aplacar esa sensación extraña que había invadido su cuerpo en esas últimas horas.

Se sonrió un momento al pensar en como había cambiado su vida en unos días. De pasar las noches en vela por aquel amigo de Jaime, Fermín, creyendo que era el hombre de su vida y que iba a ser el sustituto de Ignacio, si es que conseguía que se interesara por él de verdad, a estar en pleno proceso de recordar toda su vida anterior. Conocer a Carlos, ese minuto en el que abrió la puerta de la casa de Fermín, y lo vio, y ese otro minuto en el que le dio pena, en el que fue consciente de que no tenía nada que hacer con Fermín, y que aunque lo tuviera, no le gustaba ya, y ese otro minuto en el que había decidido no follar con Carlos, y éste se convirtió en algo parecido a un proyecto de amigo, y todo había derivado en esta tormenta de recuerdos, de sensaciones angustiosas. Y se encontraba inmerso en un grupo de personas a las que quería ayudar, como le había enseñado Ignacio, y… pero todo esto le superaba. Ese pasado presuntamente olvidado y superado, había vuelto a su cabeza, a todas y cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo… cada poro de su piel parecía participar en esa tormenta interior perfecta.

El roce de sus dedos sobre las cicatrices de Raúl… no, no, tenía que apartar ese momento de su cabeza. No podía seguir… su corazón se encabritaba, hasta que parecía que se desbocaba… Respiró profundo, e intentó poner la mente en blanco… no… siempre acababan apareciendo esas marcas, ese cuarto que olía a orines y a mierda, las suyas y las de los que estaban disfrutando con él… las carcajadas de esos hombres espoleadas con cada grito de él pidiendo que pararan… y ese Juan Carlos de los cojones, tirándole el dinero acordado sobre sus propios vómitos, antes de irse sin siquiera ayudarle a levantarse, o preguntar cómo se encontraba, ni indicarle dónde estaba la ropa que había traído puesta…

Se levantó de un salto, como si así pudiera espantar esas imágenes de su cabeza. Porque no eran sencillamente recuerdos. Era algo parecido a ver una película. Y lo más curioso es que la veía como si el protagonista fuera otro. La veía en tercera persona, aunque él sabía que, la vivió en primera, y que ese chico que veía tirado en el suelo, escuálido, con su piel salpicada de marcas de latigazos, era él mismo. Anduvo dando vueltas al salón, a la vez que intentaba controlar su respiración. Fue a la vitrina y cogió una foto de Ignacio, y la apretó contra su pecho, meciéndose suavemente hacia los lados, e intentando llorar por todos los medios, porque creía que era la única forma en que se podría espantar ese ataque de ansiedad.

Y sirvió. Poco a poco fue controlando la respiración. Sin soltar la foto de Ignacio, se dirigió hacia el mueble bar. Abrió la botella de whisky y… pero no. Recapacitó y decidió que ese no era el camino. Ya lo había recorrido antes, y había acabado en esa sala oscura, rodeado de hombres que le pegaron y humillaron, por unas decenas de euros, que luego utilizaría para pagarse la droga que era su pareja en esa época. Y unos meses después acabó tirado en medio de un charco, apaleado por otros hombres distintos, en lo que fue una vorágine de peleas, drogas y denigración progresiva. Y con apenas 17 años. Un vaso de whisky, un peta, una raya, un pico… y luego otro, y luego otro… ese camino que parecía no tener importancia, que incluso a decir de algunos, era “guay”, que se podía controlar… casi le cuesta la vida…

Dejó otra vez la botella en su sitio, y se quedó ahí, de pie, buscando una forma de volver a cerrar esa carpeta en su memoria, en la que creía haber guardado definitivamente todos esos momentos de su vida que casi supusieron su destrucción.

Quizás debiera afrontarlo reflexionando en los buenos tipos que conoció también en aquella época. Alberto, por ejemplo. Ese hombre ya había aparecido en sus recuerdos hacía unas semanas. Ese hombre le trató con un cariño extremo. Y Fernando, igual. Fueron dos de sus mejores clientes. Pagaban bien, le respetaron, y…

Se sentó de nuevo frente a la mesa, en el sofá. La caja estaba ahí. No recordaba haberla llevado desde la habitación de Ignacio. “Daba igual”, se dijo; lo haría sin darse cuenta. Se quedó mirándola fijamente, sin apenas respirar. Dudaba si abrirla de nuevo o no. Si lo hacía, creía que no podría detener esa vuelta al pasado que ahora se le antojaba la única solución para encontrar la paz, y vencer sus miedos, o su incapacidad de ver amor entre los que le rodeaban. De dedicar el sexo al sexo, y no a conquistar a posibles sustitutos de Ignacio. Porque su marido no había surgido de una cama, y él, en todos estos meses, se había empeñado en buscar a su siguiente pareja con sexo, sin valorar otras opciones que había tenido al lado siempre, y que le hubieran hecho feliz. Personas que hubieran merecido una oportunidad, y que seguramente alguna de ellas, le hubiera llenado, pudiendo convertirse en su segunda pareja.

Levantó la tapa de la caja, sin ser otra vez consciente de lo que hacía, mientras se imaginaba cómo hubiera sido si hubiera considerado a Ricardo como algo más que su amigo. Y como hubiera sido recibir ese cariño extremo que era capaz de dar, y esa alegría innata, perlada de esas inseguridades que él le hubiera ayudado a disipar. Porque Ricardo era buena gente. Quizás no saber mirar más allá de su amistad, no haber sabido salir de los clichés que había creado respecto a él. Solo lo vio cuando empezó a salir con Jaime. A lo mejor solo lo vio al sentirse celoso. Quizás no pensaba que Ricardo fuera capaz de encontrar un hombre en el que apoyar su cabeza. Y Jaime. Si no hubiera estado inmerso cuando le conoció, en esa lucha por conquistar el amor inexistente de Fermín… Qué idiota… dos hombres extraordinarios, con los cuales hubiera merecido la pena intentar algo, y a los dos les había ignorado. Hasta que ya era tarde.

Allí estaban sus libretas, en la caja. Alejó sus ensoñaciones, para centrarse en la caja. Eran esas libretas en las que apuntaba las preferencias de sus clientes. Se lo recomendó otro chapero, Juan. Estaba apuntadas también las vidas que se inventaba para ellos, para no contradecirse. Y allí estaba otra vez su teléfono, el que utilizaba para trabajar, para que le llamaran pidiendo su cuerpo entero, o solo alguna parte de él.

Un aviso de mensaje.

Otro.

Otro.

Se levantó del susto, o de la emoción, o de… no estaba seguro cual era el sentimiento que le embargaba. No entendía tanto mensaje… Llevaba algunos años sin siquiera encenderlo. La factura seguía llegando, y la pagaba. Pero nada más. Escuchó un rumor detrás de él, se giró rápidamente…

– ¡Hostias!

Raúl estaba en la puerta.

– ¿Desde cuando estás ahí?

Raúl bajó la mirada.

– Desde casi el principio – contestó en apenas un susurro.

– ¿Y por qué…?

Joan dejó la pregunta en el aire. Se dio cuenta que estaba empleando un todo de voz cercano al enfado.

– Ya es la segunda vez que te quedas observando desde la puerta. Me vas a matar del susto, como sigas ha…

– Perdona… yo… si durmieras no pasaría esto – se defendió Raúl – Yo no me habría despertado…

Los mensajes seguían llegando al móvil.

– ¿No los vas a leer?

Joan lo miraba. Raúl tenía en la cara tal expresión de impotencia, de… ¿cariño? Le conmovió. No le había hecho gracia que le estuviera observando a hurtadillas, pero comprendió rápidamente que el chico se debatía entre ayudarle o no, y en caso de intentarlo, en cómo hacerlo, y de si le iba a sentar bien que lo hiciera.

– ¿Te sientas conmigo?

Joan alargó la mano hacia él, para invitarle a acercarse. No quería hacerlo él por si le incomodaba, o le asustaba. Raúl se lo pensó unos instantes, pero al final decidió dar esos dos pasos que les separaban.

Se sentaron los dos juntos, en el sofá.

– ¿Por qué estás así? – preguntó casi en susurros Raúl.

– Estoy nervioso, solo eso.

Joan intentó salir del paso sin dar muchas explicaciones. No sabía si le apetecía hablar con alguien de esos temas, y menos con Raúl, al que apenas había conocido hacía unas horas, y que ya tenía bastante con sus problemas.

– ¿Tiene relación con tus marcas? Te las vi cuando te desnudabas. Tenías razón, son parecidas a las mías.

– Me mirabas a hurtadillas ¿eh? Al final te va a acabar gustando el viejo éste.

Joan le guiñó un ojo a Raúl, intentado romper un poco la seriedad que estaba tomando la situación.

– Na, aunque a lo mejor por pena, te daba una oportunidad.

Sonrieron los dos, y se quedaron callados, mirándose de refilón.

– Sabes, Raúl – empezó a hablar Joan – hoy me has producido un torbellino de recuerdos.

– Yo…

– No pasa nada, no hace falta que te disculpes. No tienes la culpa. Además, esto lo estaba incubando desde hace días. Todo parece que se confabula para llegar a este punto.

– No entiendo…

– Me parece increíble que le vaya a contar esto a alguien que acabo de conocer.

– Y que es un criajo.

– Eso lo dices tú. No creo que alguien que haya pasado por lo que tú, se le pueda considerar un criajo. Además, pienso que eso no va con la edad física, sino con la forma de pensar y ser.

Raúl bajó la vista. No sabía qué responder.

– Este teléfono – lo cogió en su mano – era el que usaba cuando trabajaba – hizo una pausa – como chapero – trago saliva -. Sí, aquella paliza… bueno, aquellas, fueron por trabajo. Sabes, cuando tenía 16, más o menos, me creía el rey del mundo. Me imagino que les pasa a muchos. Creía que todo lo podría controlar, que podría hacer lo que quisiera. Beber, tomar drogas… mi familia era… como se dice… ¿desestructurada? Pero para eso están los amigos, para darte whisky, para darte un porro, una línea, ¿me la comes Joan? Al final acabé comiéndosela al que me daba una línea… “lo haces como nadie Joan”, me decían.

Joan se levantó de la sofá y empezó a caminar mientras hablaba.

– Luego, enseguida me puse a hacerlo en serio:

“Joan – me dije – esto puede ser una forma de ganar pasta haciendo algo que te gusta”.

Y así es, no es mala cosa. Pero si no tienes que comprar droga, o si no estás desesperado, o si no trabajas para nadie que te explote. Para alguien que le guste el sexo, y sepa poner límites, y lo haga, y elija a la clientela, no es mal trabajo.

– Yo nunca lo haría – interrumpió Raúl.

– Pues es cierto, la mayoría no lo haría – concedió Joan – Pero para mí no es nada ominoso ¿se dice así?

Raúl se encogió de hombros.

– Si no hubiera tenido las drogas… si no hubiera estado tan arrastrado…

– Cualquiera diría que sientes nostalgia.

– No… – contestó rápidamente Joan, aunque su cara decía otra cosa…

– Yo creo que estás mitificando esa experiencia porque ahora no te salen las cosas como quieres.

– Echo de menos un poco de cariño, puede ser.

– Pero esos chicos que estaban en el hospital, te quieren…

– Ya, sí… pero yo necesito algo distinto…

– Los clientes esos, no te van a dar eso.

– Puede que deba cerrar esa puerta definitivamente.

– ¿A mi me cobrarías?

– Pero si tu no eres gay… y yo soy un viejo…

– Eso…

– Yo creo que no. Puede que quieras ser como tu hermano, porque piensas que le debes algo. Si hubieras sido gay, no te hubieras resistido a mis encantos – y volvió a guiñar un ojo.

– Serás presuntuoso… eres viejo para mí, ya te…

– Una leche. Y quieres pagarme por tener sexo conmigo.

– Pero no me has contestado – le picó otra vez Raúl.

– Sí, claro que sí. Los negocios son los negocios. Pero te haría precio especial. La mitad o así.

Joan le dio un codazo en el costado, que Raúl no tardó en devolverle.

– ¿Nos vamos a dormir?

– Eres tú el que no para de dar vueltas. Yo me había dormido como hacía tiempo.

– ¿No duermes bien? Vale, vale – Joan se arrepintió de la pregunta – no…

– No es un sueño profundo. Pero tú me das seguridad.

– Pero si soy un viejo.

– Por eso.

– Serás…

– ¿Maricón? Puede.

Ahora era Raúl quién le guiñaba un ojo.

– Tiene suerte tu hermano de tenerte.

– Yo tengo la suerte de tenerle a él.

– Qué envidia me dais.

– ¡Empalagoso!

Joan se encogió de hombros mientras sonreía. Se levantó y le tendió la mano a Raúl para ayudarle a levantarse. Se fueron al dormitorio, y cada uno volvió a ocupar su lado de la cama.

Cerraron los ojos, y esta vez sí se durmieron.

Raúl tuvo un movimiento reflejo, y apoyó su mano en la cintura de Joan. Y en ese momento, cayeron los dos en un sueño profundo, como hacía tiempo que no tenían.

_____

Capítulo 59.

Hola Fermín.

Tengo ganas de contarte unas cosas, y no me atrevo a hacerlo por teléfono. A parte, creo que las 3 de la madrugada no es una hora adecuada para llamarte. Y si pierdo la idea, o la decisión, quizás me arrepienta.

El último día acabamos un poco enfadados. No sé explicarte todo lo que me pasa, y los problemas que tengo para arreglar las cosas. Crees que voy a intentar darte largas, y alejarme de ti otra vez. Y no es así. Quiero hacer todo lo contrario. Quiero intentar arreglar mis cosas de tal forma que pueda pasar todo el tiempo posible contigo. Pero tampoco puedo dejarlo todo. No sería justo.

Siento que hayas pillado conmigo. Las cosas son muy complicadas, y lo seguirán siendo. Me casé con Rosa y tuvimos hijos. Y eso no puedo cambiarlo. A Rosa la quise, y creo que la sigo queriendo. A mi forma, pero la quiero. Y mis hijas son… son mis hijas. Creo que con eso lo digo todo. Y no seré el padre perfecto, pero, intentaré ser un buen padre. Al menos ser padre, y darles lo mejor de lo que tengo. Y quererlas, y comprenderlas, como no han sabido hacer los míos conmigo.

Por eso no puedo irme sin más. El tema de la empresa, me imagino que se acabará arreglando. Mi suegro al fin y al cabo, es un hombre de negocios, y es abierto y comprensivo. Por eso se lleva tan mal con su hija. Me pregunto, Fermín. ¿Por qué mi suegro no hubiera podido ser mi padre, y mi padre, el padre de Rosa? Las cosas hubieran ido estupendo para todos. Y no hubiera tenido la infancia tan frustrante que he tenido. Ni me hubiera empujado a hacer tonterías como las que he hecho.

Sabes, cuando Joan me contaba lo mal que lo pasabas, que te encontraba por ahí y te veía como progresivamente ibas degradándote, al principio, intentaba no pensar en ello. Yo me justificaba con Joan, diciéndole que no había nada entre nosotros, y que todo eso eran fantasías tuyas. Que yo no sentía nada por ti, ni nada te debía. Discutimos mucho Joan y yo por el tema. Siempre salía en defensa tuya. Por eso nos distanciamos. No me gustaba que me echara en cara lo mal que me estaba comportando. Sabía las historias mías en otros sitios, y como iba picoteando, pero dejando siempre a un lado, el aspecto romántico de las relaciones. Siempre sexo, y nada más.

Pero contigo era distinto. Esto creo que ya te lo he contado alguna vez, pero creo que estaría bien que lo pusiera por escrito, y que te convencieras de que es verdad. Tú te me colaste por la puerta de atrás. Yo siempre utilizo perfiles de esas páginas de contactos, y dejo bien claro desde el principio que, solo quiero “follar”. Y lo he llevado siempre a rajatabla. Follar y ya. A veces repito con el mismo, pero solo follar. Y en cuanto percibo que el otro pueda haber caído en la tentación de empezar a encariñarse de mí, cortaba de raíz nuestros encuentros, y cualquier otro tipo de contactos.

Pero tu entraste por otras vías y me pillaste con el pie cambiado. Nos fuimos conociendo, un día se escapó un beso, otro día otro. Acabamos un día en la cama… y seguimos viéndonos, conociéndonos… Llegó el día en que me tenía que ir… y me fui.

La noche anterior la pasé casi en blanco. Apenas dormí una hora o así. Me levanté todo sudoroso, con un pequeño ataque de ansiedad… te veía a ti en mi imaginación, Fermín… y ahí fui consciente de que te quería.

Pero no podía ser. Las circunstancias de la vida y mis equivocaciones me habían llevado a tener una familia en otro sitio, y a estar casado con una persona del otro sexo. Y a tener hijos, y las responsabilidades y obligaciones que eso conllevan. Una vida que no podía dejar sin más. Y por algo que, bien mirado, no sabía dónde me iba a llevar. Sí, es egoísta y muy conservador. Pero así lo vi en esos momentos. Y también es muy racional. La racionalidad ha sido el método más acertado a la hora de alejarme de los sentimientos.

Porque sabes, en esto del amor, en realidad soy un perfecto analfabeto. No sabía lo que se sentía, ni si ese torbellino de sensaciones que tenía era debido a que te quería, o a que tenía una necesidad que tú satisfacías. A que eras el único que había traspasado esa coraza sentimental de la que me recubrí ya a los 16 años. ¿Y si no era nada? Me preguntaba todas las noches, cuando me acostaba con mi mujer. ¿Y si son imaginaciones mías, o esperanzas en lugar de realidades? ¿Y si tú al final, al cabo de unas semanas te aburrías de mí, y no querías saber nada? ¿Cómo podría entonces superar romper con todo, y quedarme sin nada?

Todas estas cosas atormentaban mi cabeza una y otra vez. Soy un cobarde, ya lo sé. Quizás lo he sido toda la vida. Iba de vez en cuando a Burgos, y pasaba un día contigo. “Para probarme”, me decía. Y era maravilloso. Pero no podía quedarme, y tampoco podía dar la cara. No sabía qué decirte, no sabía como despedirme, ni hasta cuando. Así que siempre me iba de madrugada, para no tener que enfrentarme a ti, y a lo mejor que algún gesto mío delatara lo que quería ocultar: que me estaba enamorando de ti, pero no podía ofrecerte nada.

Pero todo este juego mío, tenía un riesgo: que me pillaran. Y Rosa me pilló. Me imagino que me descubrió con ayuda, pero eso es otro tema, y ya me enteraré tarde o temprano. Mi primera reacción fue de furia. Todo se derrumbaba, pensé. Luego, me vino a la cabeza la idea de que a lo mejor, era un principio. Quizás era mi oportunidad para echarle un poco de valentía al tema, y acabar con esta doble vida. Y por primera vez querer a alguien de verdad, a ti.

Ahora solo falta arreglar todo, y que tú me perdones lo que te he hecho pasar. Y que a pesar de eso, confíes un poco en mí, y me apoyes. Es un poco ridículo, ya lo sé, pero lo necesito. No sabes lo duro que es todo esto.

Sabes, ayer estuve soñando. Tengo una cama enorme. Estoy en casa de un amigo, que tiene un pedazo de apartamento de soltero impresionante. Está de viaje en Brasil, trabaja para una multinacional, y me ha dejado su casa. Tiene una cama enorme, no sé como se llaman… y estaba yo todo ancho, tirado sobre el edredón, mirando al techo… y soñaba con los ojos abiertos en que estábamos tú y yo jugando con mis hijos. Y todos hacíais piña en contra de mí, y me hacíais rabiar… y acabábamos riendo en el suelo, y yo me rendía en la pelea, porque cuatro contra mí ya podríais… y luego íbamos a esa cafetería que tiene esas tartas maravillosas, y pedíamos un poco de todas, y chocolate, y merendábamos todos…

Gervasio cerró los ojos. Se le habían empañado imaginándose esa escena. Se los frotó con decisión para intentar evitar la emoción y a la vez, despejarse un poco.

Miró el reloj, eran casi las 5 de la mañana. Había dado tantas vueltas a cada línea que había escrito, que se le había pasado el tiempo sin darse cuenta.

Suspiró y se levantó de la silla. Intentó estirar los músculos para desperezarse, pero no consiguió nada. Estaba agotado, y pensó que era mejor irse a dormir aunque fuera un par de horas.

Guardó el mail, y se prometió acabarlo nada más despertarse para enviárselo en cuanto antes a Fermín.

Se metió en esa cama enorme que acababa de describir, y apagó la luz.
Mañana mandaría ese correo, pensó de nuevo. Y esperaba poder convencer con él a Fermín de que quería intentar algo con él. Pero todo era tan complicado… Desde que volvió de Burgos el día anterior, había sentido por primera vez miedo a perderlo.

– Verdaderamente, Gerva, amas a alguien por primera vez en tu vida.

Sin darse cuenta lo había dicho en voz alta. Y le gustó como sonaba.

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Capítulo 60.

Tuvo que dar 5 vueltas a todo el aparcamiento de la Universidad, y al final, lo dejó encima de la acera. Pero a Jaime le daba igual. Cualquier otro día se hubiera cagado en lo más sagrado, hubiera jurado en hebreo y japonés, se hubiera recriminado por llegar tarde, y hubiera jurado no volver a cometer el mismo error.

Había vuelto a subir a casa a ponerse los zapatos, más que nada porque llovía un poco, y el agua estaba fría. Pero luego cuando se dio cuenta que se había puesto unos calcetines verdes, que no pegaban en absoluto con el traje de ese día, más bien, cuando su vecina preferida, ejem, miró insistentemente al suelo al coincidir en el ascensor, y le hacía señas con los ojos para que cayera en la cuenta… pero Jaime no caía en la cuenta, hasta que la señora le espetó:

– Coña, que esos calcetines no pegan.

Jaime solo atinó a levantar las cejas a modo de interrogación.

– Los colores…

Jaime levantó los hombros…

– Hijo mío, a ti el carnet de homosexual te lo regalaron en la tómbola. Los clichés están para que los destruyáis. Que ese verde no pega con el azul de la corbata, ni del traje. De hecho ese verde solo vale para usarlos como manoplas un día de frío, en pijama, y sin tener la menor intención de sacarlos de casa.

– ¿Sí?

La señora frunció el ceño, y le miró con cara seria.

– Muchacho, veo que al menos el polvo a las 5 de la mañana ha sido bueno, y provechoso.

– Pero… ¿polvo? – Jaime estaba asustado, la palabra polvo en labios de su vecina sonaba… rara.

– No hacía falta mucho, la verdad. Creo que toda la casa os habrá seguido esta noche. Era imposible no enterarse.

Jaime se puso colorado.

– ¿Salimos?

– Si, sí, como no, yo…

– Juventud…

Y la señora apartó a Jaime para poder salir del habitáculo, ya que éste no se decidía, y se dirigió a la calle con decisión.

Jaime se quedó mirándose en el espejo del ascensor, y de repente levantó los hombros, exagerando el gesto, y se sonrió. Todo era bello esa mañana, nada importaba. Ni que la vecina se hubiera enterado del polvo de las 5. ¿El de las 6 lo oiría también? Empezó a reírse él solo, mientras volvía a encogerse de hombros exageradamente.

Nada parecía que podía enturbiar la mañana. Y esa sensación se acrecentó cuando vio a lo lejos una silueta que le sonaba y que le provocaba escalofríos de placer al sentirla de nuevo tan cerca. Incluso su miembro volvió a coger forma y vida, y eso que el pobre había quedado estrujado la noche anterior. Llegó a pensar que no lo vería contento en unos días. Pero esa silueta allá, al fondo del pasillo… desaparecieron todas las personas que caminaban por ese corredor. Una neblina envolvió los contornos de su campo de visión. El pasillo dejó de tener puertas, bancos, sillas, ventanas. La gente ya había desaparecido. Solo estaban, por un lado, Jaime caminando a paso decidido, y Ricardo y su silueta, al fondo del pasillo. Ricardo miraba hacia otro lado, abstraído en los comentarios que hacía alguien; alguien absolutamente prescindible y que no era importante. Nada era importante, pensó Jaime.

De repente, Ricardo se giró. Sintió ese impulso.

Lo vio.

Sonrió.

Prescindió rápidamente de ese alguien absolutamente prescindible. Fijó su atención en ese hombre que se acercaba a paso rápido, pero lento, como a cámara lenta. La misma neblina que envolvía la visión de Jaime, envolvió su propia percepción. Dejaron de estar los que estaban, y no se les esperaba. Él también sintió un latigazo que le recorrió todo el cuerpo. Su miembro, también tuvo la imperiosa necesidad de crecer, y apuntar al cielo dentro de sus pantalones. Dolía incluso, pero daba igual.

Se acercaba.

Sonreía.

Sonreía.

Dos pasos.

Un paso.

Un beso.

Dos miradas pegadas.

Dos te quieros dichos al oído.

Una melodía y unos violines, una luz tamizada.

Un roce.

Dos piernas.

Una mano en la cintura.

Otra mano en el hombro.

Jaime cerró los ojos de esa forma, y Ricardo extendió su mano como acompañándolo mientras se alejaba.

Jaime se giró y marcó claramente con sus labios un “te quiero”.

Ricardo le sonrió a modo de respuesta, y se llevó la mano derecha a su corazón. Y apretó.

La neblina se disipó.

Las puertas aparecieron. Y las ventanas. Y la gente. Y los ruidos, las voces.

Alguien absolutamente prescindible volvió a ganarse su atención. Aunque por el rabillo del ojo seguía mirando como se alejaba Jaime por el pasillo, envuelto en una luz especial.

_______

Capítulo 61.

Joan fue una de las personas que desapareció del campo de visión de Ricardo y Jaime. Caminaba tranquilamente pensando una excusa para su profesora, la madre de su “amiga” Inés. Pero nada le convencía. Al final se decidió por hablar con ella y explicarle por encima todo lo que le había sucedido. No para que le aprobara, sino para que viera que no había hecho las cosas por falta de ganas, sino porque las circunstancias se habían puesto en contra.

Y allí les vio, en ese momento justo en el que Jaime llegó y le dio un beso a Ricardo, y los dos parecían que tenía una luz especial. Se sonrió pensando que la noche para esos dos no había acabado cuando se despidió de ellos en el hospital. Una sonrisa con un toque de amargura, ya que quizás en el fondo de su mente, tenía una pequeña esperanza de poder empezar algo con Jaime. Pero era justo que ellos volvieran a tener una oportunidad. Él tiró la suya a la basura cuando todo estaba a su favor. No supo ni ver, ni valorar. Bajó la cabeza y siguió a lo suyo.

Carmen, la profesora, le escuchó atentamente. Como él esperaba, le dejó claro que no iba a hacer ninguna excepción con él en cuanto a plazos, y demás. Ella no iba a hacer nada. A Joan además le dio la impresión de que no se había creído nada de lo que le había contado. Seguramente influiría el estado de su relación con su hija. Inés había resultado una mujer intrigante y desagradable. Joan que se solía jactar de conocer a la gente, a ella no la vio venir. Y eso le dolía en su amor propio. Aunque con Fermín tampoco estuvo muy acertado. Ni con Ricardo, en sentido contrario. O Jaime. Decididamente, pensó, debía reconsiderar su opinión sobre sí mismo en relación a conocer a las personas. Aunque posiblemente, en lo que fallaba era en conocerse a sí mismo.

Metió la mano en el bolsillo del chaquetón, y lo acarició: el móvil.

Cuando salía de casa, lo cogió. Raúl se le quedó mirando mientras lo hacía. No dijo nada, ni cambió el gesto de su cara. Aunque Joan intuyó que en ese instante, le había dado un poco de lástima.

– No puedo evitarlo.

Lo dijo, sin darse cuenta. Fue un impulso, una necesidad. Una justificación que no pudo evitar. Pocas personas le habían impresionado como ese chaval. Quizás las marcas, quizás ese aplomo, esa dulzura, ese amor incondicional por su hermano.

Raúl se encogió de hombros:

– Solo te digo que me pareces un tío guay, y que cualquiera estaría encantado de estar contigo, a tu lado.

– Ahora no tengo a nadie en la forma que necesito.

– Esos tampoco.

– No lo sé. No me queda nada por probar.

– Tienes a tus amigos. Yo quisiera ser tu amigo.

– Y lo seremos. Y ellos están ahí. Pero hay un matiz que ellos no me pueden dar, ni tú tampoco. Y yo lo necesito ahora.

– Soy un criajo, no entiendo de esas cosas.

– Qué lastima que seas un criajo, y no te gusten los viejos como yo. Ni los hombres como yo.

– Vete tú a saber. Yo no he dicho todavía nada.

Raúl le guiñó un ojo.

– Vamos anda. No digas nada, pero tú sabes, y yo lo sé.

Joan llevó a Raúl al hospital. Subió con él, pero no había novedades. Enrique, el amigo policía de la familia estaba allí ya. Raúl se quedó con él, y Joan cruzó Burgos en dirección a la universidad. No vio a Carlos. Pensó en darle un toque, pero lo dejó para más tarde.

Seguía acariciándolo. Lo sacó y miró la pantalla.

Lo metió otra vez en su bolsillo, como alejando la tentación, y fue a la cafetería. Se pidió un café, y una aspirina, le dolía la cabeza. Lo cogió y se sentó en una mesa.

Le apeteció un dulce, y se levantó otra vez. Al volver se encontró a alguien sentado. Le daba la espalda.

– Oye, perdona, esa mesa está ocupada.. ¡ah! Eres tú.

– ¿Molesto? – dijo Manu.

Joan se encogió de hombros.

– Tú verás, no soy buena compañía estos días. Y sinceramente, siempre te he caído como el culo, así que no sé ahora este afán que te ha dado por verme. Tú hermano ya es feliz con Jaime, así que todos contentos. No creo que tengamos nada pendiente.

– Ya lo sé.

– Mira, no tengo ganas de hablar – dijo Joan centrando su mirada en la raqueta que se había comprado.

Manu se levantó resignado, cogió su mochila, y se giró para irse.

– Anda, dime que te pasa. Si no, no vendrías a hablar conmigo. Debes estar desesperado.

Manu se volvió a sentar.

– ¿No tomas nada? – preguntó Joan.

– No tengo money.

Joan se levantó y le trajo un café, y otra raqueta.

– No hacía falta – se quejó Manu, pero con poca intensidad.

– Calla, come, y dime que te pasa. Con el asco que siempre te he dado, debes estar a punto de caer muerto, o a tu hermano le han detectado un cáncer fulminante y letal. Cosa que me parece improbable solo con haberle visto hace unos momentos cuando se ha cruzado con Jaime.

– No es eso, es que creía que despreciabas a mi hermano, y eso… y yo…

– Qué más hubiera querido yo que darme cuenta de lo que me perdía. A tu hermano le he querido siempre, pero de otra forma Y él siempre ha sido importante para mí, aunque solo fuera por lo que me apoyó cuando murió Ignacio. Tantas cosas… soy gilipollas, y podría haber sido más que eso, pero mira, yo estoy perdido en el lodazal, y…

Joan se calló de repente. Se acababa de dar cuenta que estaba desvariando, y corría el riesgo de eternizarse en esa pequeña disertación, y no le apetecía desnudarse con Manu.

– Perdona, estaba delirando – se disculpó.

– Na, tranqui – Manu habló con la boca llena de raqueta.

– Come, come, ¿quieres la mía?

– No, no, come que te vendrá bien.

Joan levantó las cejas expresando su sorpresa por esa apreciación de Manu, mientras éste seguía comiendo a carrillo completo.

– No has dormido mucho, y tampoco comido. Estás hecho una pena.

Joan levantó más las cejas, y empezó a sonreír de medio lado mientras pensaba de qué iba ese chico.

– Oye, tío, un poco de…

– ¿Respeto? No tiene nada que ver el respeto con cómo estás. Si las ojeras te llegan al ombligo. Y pareces 10 años más viejo que el sábado.

Joan sacó su móvil, e intentó mirarse en el reflejo de la pantalla. Le jodía que alguien que le odiaba hasta un momento indeterminado de los últimos días, le estuviera dando consejos, y definiendo su estado deplorable. Lo que más le jodía era que tenía algo de razón, por no decir que toda.

– ¿Tan mal me ves?

– Na… estaba de puta madre la raqueta – Manu cambió de tema.

– ¿Quieres otra?

– No… – pero con la cara decía otra cosa.

Joan se levantó y en unos minutos volvió a la mesa con dos platos.

– No había ya raquetas. Te he traído un triángulo de crema, y un par de donuts.

– Yo… me…

– Deja de balbucear, y come. Yo voy a hacer lo mismo para intentar recuperar ese tono en mi ser que dices que he perdido. ¿Tú crees que esta raqueta me hará rejuvenecer al menos un año de esos que dices que he envejecido?

– ¿No te habrá molestado?

– No, para nada – Joan imprimió el tono justo para demostrar que quería decir lo contrario de lo que sus palabras decían. – Has dicho que parezco una mierda con patas, pero no me ofendes. Total, me lo llevas diciendo desde que te conozco, ya me acostumbré.

– Joan…

– Come, anda. Era ironía.

Ahora era Manu el que se quedó mirándole con fijeza, intentado descifrar hasta que punto le estaba tomando el pelo. Que se lo estaba tomando, era claro. Pero el grado, era lo que le ofrecía dudas. Y el sentido.

– ¿Desde cuándo no comes en condiciones? – preguntó Joan cuando acabó de comer el dulce.

Joan apoyaba cuidadosamente los cubiertos en el plato, mientras Manu se estiraba en la silla, frotándose el estómago.

– Desde el día antes de las bodas de mis padres. Y apenas duermo.

– Vaya, entonces el consejo que me dabas antes, vale para ti.

– Consejos para ti tengo, que yo no sigo – Manu sonrió – Sabes, acabo de darme cuenta que desde que me he sentado contigo, me he relajado. Y he comido, cosa que en muchos de estos días he hecho un esfuerzo para hacerlo. Incluso vomitando después de intentar disimular…

– Oye, no me asustes…

– Na, tranqui, era que tenía cerrado el estómago, pero tío, me mola estar contigo, me relaja…

– Vaya, pues mira, me alegra que produzca eso en alguien, algo que no soy capaz de hacerlo conmigo, como tú con los consejos, vaya, pues que produzca en los demás momentos masajes, sin manos ni nada. Y estando más solo que la una, como estoy yo.

– Eso es porque quieres, fijo.

– Una mierda. Estoy poco fino en la elección. Mira podías decirme ahora que te gusto, y podríamos ser amantes, y luego novios… total, por lo que veo, que aún lo flipo, me conoces de puta madre. Mejor que yo.

– ¿Follamos?

Joan le miró fijamente durante unos segundos. Manu no pestañeaba. ¿Era un farol? ¿Qué se proponía? ¿De qué iba? Valoró varias estrategias, al final se decidió por la de los hechos.

– ¡Vamos!

Joan se levantó decidido y se puso el abrigo. Cogió su bandolera, y se quedó mirando a Manu, que seguía sentado sorprendido por su reacción. Joan le tendió la mano para ayudarle a levantarse.

– Me has puesto caliente – dijo Joan sensualmente mientras se acercaba a Manu. La mano que le había cogido para tirar de él y que se levantara, se la llevó a su paquete – Mira como palpita mi polla, Manu – le susurró al oído imprimiendo a su voz todo el toque sexual de que fue capaz – Y me apetece probar ese cuerpo tuyo tan cuidado, esos músculos, ese culo sensacional que tienes… Me apasiona probar a machos como tú, heteros con mente abierta…

Manu por su parte, se quedó paralizado, mirando de reojo a su alrededor. Pero nadie parecía haberse fijado en ellos y lo que hacían.

– Lo que te pasa es que no quieres que lo sepa la gente. No te preocupes, no nos besaremos hasta que lleguemos al coche. Tengo ganas de meterte la lengua hasta la campanilla, Manu… me pones hot – Joan se pasaba la lengua humedeciendo sus labios…

Manu se soltó y se sentó de nuevo.

– Será mejor dejarlo para otro día. Tenías razón, debo dormir, aplicarme mi consejo, y…

Manu había fijado la vista en el suelo.

Joan se había vuelto a quitar el abrigo, y dejado su mochila en la silla. Y miraba a Manu expectante.

Manu empezó a hablar. Despacio. Titubeante al principio. Sin levantar la mirada del suelo. Sin atreverse a comprobar la reacción que sus palabras tenían en Joan. Sin atreverse a comprobar si le daba asco, risa o pena. Porque eso era lo que él se daba a sí mismo. Por la posibilidad de haberse estado engañando a sí mismo hasta ese momento. Por no conocerse tan bien como creía. Él que se jactaba de conocer a su hermano mejor que él mismo, no era capaz ahora de centrarse en él, en sus sensaciones. No era capaz de saber quién era. Y la posibilidad de que estuviera enamorado de su propio hermano, le daba pánico.

Ser gay no le preocupaba. ¿O sí? Quizás también le daba miedo. A lo mejor ese era el problema. Lo entendía en su hermano, lo apoyaba, le quería. NO era un problema para él que Ricardo fuera gay. Pero serlo él… él, el ligón de su curso, el devora-mujeres, el chico con más éxito entre las chicas, incluso entra las mayores que él, de repente convertirse en gay. ¿Convertirse? No te conviertes en gay, iba diciendo en voz alta. “¿Me he estado engañando?”. Le asustaba esa posibilidad, porque podría significar que rechazaba a los gays, y no quería bajo ningún concepto, porque eso supondría rechazar a su hermano. Y a lo mejor a él mismo.

Porque a su hermano lo quería con toda su alma.

¿Lo amaba?

Joan le escuchaba. No dejaba traslucir ninguna reacción. Estaba hierático, escuchándole. Intuía que si tenía una reacción, un gesto equivocado, cortaría el divagar de Manu. Y posiblemente, eso fuera lo que necesitaba; divagar, sacar esas dudas que le atenazaban.

El tiempo iba pasando. La hora de la comida llegaba. Algunas mesas de la cafetería, se transformaban en mesas de restaurante. Algunos profesores y compañeros, ya estaban comiendo. Sintió en su cintura varias veces las vibraciones de su teléfono. Pero no hizo nada por contestar, ni siquiera por apagarlo. Dejó que sonara, y sonara.

Llevarían ya más de 2 horas hablando. Manu repetía muchas de las cosas que decía. Era como si necesitara oírlas varias veces en voz alta, para ser consciente de como sonaban en su boca. Decía muchas veces “si fuera gay” o “si amara a Ricar”. Pero no acababa de estar convencido de su sonido. Y repetía, cambiaba las frases para poderlo escuchar otra vez, daba vueltas a los mismos temas “soy gay” “Si fuera gay” no puede ser que “sea gay”, “¿Cómo me he podido engañar?”.

Joan empezó a sentir que el agotamiento ganaba la partida. Pensaba mientras le escuchaba, en lo que le podría decir, en lo que sentiría en su lugar, en… pero no atinaba con una idea que le resultara plausible, y que pudiera ayudarle en sus tribulaciones. Él no le iba a dar una respuesta, o quizás sí. Pero creía que era mejor que Manu llegara a las conclusiones que debiera por sí mismo. Cualquier otra posibilidad, le condenaría a la duda eterna sobre quién era, o sobre lo que sentía.

Llegó un momento en que Manu, agotado también, se quedó parado. Fue cuando levantó la vista, para fijar sus ojos en los de Joan. Se quedaron mirándose durante unos minutos más, en silencio. Manu buscaba ahora opinión, buscaba respuestas. Joan esperaba que Manu siguiera hablando.

Al final Manu no pudo aguantar más el silencio, y preguntó.

– ¿Y? – necesitaba saber lo que Joan opinaba.

Joan suspiró.

– Estás cansado. Solo eso. Y no has comido bien desde hace días. Si quieres comemos aquí mismo, y luego te acompaño a casa. Te metes en la cama, y descansas hasta mañana. Y si quieres, mañana hablamos. Posiblemente mañana por la mañana todo te parezca mucho más claro.

– ¿Crees que soy marica?

– Ya te he dicho…

– Contéstame, por favor. Necesito… ¡¡hostias!!

– Tranqui, Manu – Joan le hizo un gesto con la mano para que se relajara – No, no lo creo. Si lo fueras no te hubieras podido resistir a mi propuesta de antes – Joan le guiñó un ojo – Es broma – aclaró rápidamente ya que no estaba seguro de que Manu pillara esos matices en ese momento – Pero eso… mañana hablamos de ello. Hablarás tú además, seguro que descansado tienes las cosas más claras. Además, lo seas o no lo seas, todo estará bien si tú estás bien contigo mismo. Eso es lo importante.

Joan le tendió la mano cerrada, para chocar el puño, y sellar el acuerdo que le proponía. Pero Manu no estaba de acuerdo con la solución de Joan. Estaba a punto de enfadarse y mandarle a la mierda. Quería una respuesta inmediata. La necesitaba. La incertidumbre que le acuciaba no le dejaba ni respirar en algunos momentos. Todo eran preguntas, y eso no lo soportaba. Eran preguntas con respecto a él, y eso lo soportaba aún menos. Él estaba acostumbrado al papel de hombre fuerte para los demás. De sobrado. No concebía para sí el papel de débil, de indecisión, de desconocimiento sobre él mismo.

Pero comprendió que esa mañana no le quedaba otro remedio que esperar. Así que resignado, chocó su puño con el de Joan. Éste llamó al camarero, y comieron.

Manu apenas habló. Joan decidió convertirse en cotorra, y contarle todo lo que había pasado en los últimos días. No le apetecían los silencios.

Manu apenas escuchaba el sonido de la voz de Joan. Solo tenía sitio en su mente para estudiar el por qué, cuando Joan le había provocado, su miembro se había puesto duro como pocas veces. Hasta había tenido que buscar una posición en la que no le doliera. Y solo rememorar ese momento de Joan cogiéndole la mano y poniéndola sobre su miembro dormido, volvía a producirle una dolorosa erección, y su mano, en un movimiento reflejo, hacía como si acogiera suavemente los testículos de Joan para disfrutar de su tacto.

_______

Capítulo 62.

Un hombre paseaba por una calle oscura. Llevaba sombrero y gabardina. Era invierno, y llovía intermitentemente. Hacía frío, mucho frío. Se paró de repente, al lado de una farola cuya luz parpadeaba amenazando con apagarse definitivamente en cualquier momento. Sacó un cigarrillo del paquete de Pall Mall que acababa de sacar del bolsillo derecho de la gabardina. Acercó el pitillo al Zippo, abrió la tapa con un estudiado movimiento de muñeca, a la vez que pasaba el pulgar por la ruedecilla y se prendía la llama.

Cualquiera que le hubiera mirado desde una ventana, hubiera podido ver, entre sombras y la parpadeante luz de la farola, y la vacilante llama del Zippo, la cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda, y el gesto de altivez y desprecio al mundo que llevaba soldado en la cara. Esa misma persona que por casualidad hubiera apartado el visillo para observarle mejor, tendría indefectiblemente el impulso animal, irracional, de volver a correr las cortinas, y bajar la persiana lo más silenciosamente posible, para que el hombre de la gabardina y sombrero, y ahora con un pitillo en la boca, no se percatara de su presencia curiosa en la ventana.

Esa persona, la de la ventana y ahora la persiana bajada, al meterse en la cama, y acurrucarse debajo del edredón nórdico hecho en China, y alejarse de su mujer que solía tener los pies fríos, y él necesitaba calor, fantasearía, si es que podía conciliar el sueño y podía evitar el insomnio como compañero de viaje en esa noche, por los mares oscuros y procelosos de las visiones, ineludiblemente con la muerte, la misma que el hombre de la gabardina, a la sombra de una farola, llevaba impresa en tinta indeleble en esos ojos azabaches que miraban a todas partes a la vez.

El hombre que charló con la muerte en sus ensoñaciones, si hubiera tenido valor para quedarse un poco más observando al hombre de la gabardina y el sombrero y el pitillo encendido con un Zippo, hubiera visto como había inspirado profundamente, consumiendo casi de una calada el Pall Mall que había sacado de un paquete que a su vez, había sacado del bolsillo derecho de la gabardina, y había reanudado su cansino caminar hacia el extremo de la calle. La farola que tartamudeaba hasta hacía un momento, dejó de iluminar la calle en cuando el hombre dio el primer paso, e igual iba pasando con todas las farolas según él las iba dejando atrás.

Si esa mujer que se asomó a la ventana unos pasos adelante, para fumar un cigarrillo, Ducados, encendido por un Bic normal, un mechero, no el bolígrafo, hubiera tardado unos minutos más en querer fumarse ese cigarro, o su marido no hubiera sido de la liga anti-tabaco, radical furibundo, no hubiera entrado en trance al mirar directamente a esos ojos azabaches, inyectados en sangre, que la miraron sin pestañear durante lo que parecieron horas, pero que solo fueron breves instantes, nunca superiores a un par de segundos. Y no hubiera tenido el irrefrenable impulso de tirarse por la ventana, un tercero, y estrellar su cabeza contra los adoquines que quedaron deslucidos para siempre impregnados del rojo y plata de los diversos líquidos que salieron con decisión primero, y luego pausadamente, al ir llegando la sangre que el corazón, que tardó unos minutos en enterarse, iba mandando a dar una vuelta por las alcantarillas de esa calle oscura, cada vez más oscura, según el hombre de la gabardina iba avanzando por ella, y las farolas apagándose al ritmo de su lento caminar.

Su marido, enfadado porque se había quedado helado sentado mientras veía el partido de fútbol que tocaba ese día, se levantó echando pestes “maldita puta manía de esta condenada mujer de fumar, la puta de ella” en contra de ese maldito vicio que tenía su mujer, y que le iba a llevar al divorcio seguro, ya se lo decía todas las noches cuando ella iba a fumarse el único cigarrillo que fumaba en todo el día en la ventana, cuidando de echar el humo a la calle, por la rendija que abría.

El marido, al llegar a la ventana y no ver a su mujer, y la ventana abierta de par en par, y el cigarrillo cuidadosamente puesto sobre el cenicero, echando el humo dentro de la cocina, se puso como un basilisco, y recorrió toda la casa buscando a su mujer (“puta mujer, puto tabaco”) la que fumaba un cigarrillo en la ventana todas las noches, porque a él no le gustaba que fumara. Cuando no la encontró, no sabiendo muy bien si enfadarse o preocuparse, y llegando a la ventana de nuevo, fue a cerrarla, pero vio al hombre de la gabardina mirándole con esos ojos de muerte, y la misma muerte grapada en su rostro, y vio esa cicatriz que ahora, resultaba más grotesca si cabe, al unirse a una sonrisa macabra que se le había instalado en sus labios, cuarteados, secos, muertos.

El marido de la mujer que fumaba, se quedó con la boca abierta, y dejó de sentir frío. Al contrario, le entraron de repente unos calores propios del Caribe en verano, aunque no sabía muy bien si en el Caribe tenían verano o era siempre verano. Y no pudo evitarlo, se quitó la camiseta de tirantes que odiaba su mujer, porque le daba un mayor aspecto de garrulo, si es que eso era posible, y de hombre antiguo y sin ningún atractivo, con el cual se había casado en un momento de ofuscamiento y ante el soniquete continuo de su madre de que “te vas a quedar para vestir santos; busca un buen marido”, y no iba a encontrar un buen marido, algo que debía hacer una mujer honrada y limpia como ella, “No debes dejar pasar ni un día más”, repetía su madre por la mañana, por la tarde, en la merienda y en la cena. No dejó pasarlo, y se casó con el hombre que odiaba que fumara, y que vestía camisetas abanderado de tirantes, que le hacía parecer más garrulo de lo que ya era, y le quitaba cualquier atractivo, si es que ese hombre hubiera sido capaz de tener alguno, ni siquiera cuando le miraban con los ojos cerrados, y tapones en los oídos, para no escuchar ese desagradable tono de voz que empleaba hasta cuando hablaba en silencio mientras dormía..

Se quitó también de un golpe esos gayumbos cochambrosos, desgastados y con algún roto, y que no quería tirar, porque todavía se podían usar, y total, como no los iba a ver nadie, y mira, “mujer, hay que ahorrar un poco”. Y así desnudo, con sus carnes macilentas desparramadas, con su miembro empequeñecido, porque el hombre de la camiseta de tirantes tenía sudores, pero su miembro era más listo y sentía el puto frío que hacía esa noche, y que le daba de lleno, sus huevos colgando, pero no mucho, porque ni su miembro ni sus huevos habían sido nunca nada del otro mundo, se subió al alfeizar de la ventana, abrió los brazos, y fue a la búsqueda de su mujer, bajando los tres pisos, igual que ella, sin ascensor, y sin cansarse en bajar por la escalera… y fue a estrellarse justo al lado de su mujer, a la cual nunca había querido en realidad, pero al día siguiente de morir su madre, necesitó buscar una mujer que le zurciera los calcetines, y que le hiciera la comida, aunque nadie iba a cocinar como su madre, desde luego. Quedó con el culo levantado, enseñando a todo el que quisiera ver, como a veces la depilación no era una opción, si no una necesidad para el bienestar estético del mundo en general. Eso pensó el Sr. Ernesto, que bajó a tirar la basura, y se encontró semejante espectáculo al salir del portal. De la impresión, no volvió nunca jamás a bajar la basura, convirtiéndose, sin pretenderlo, y con mucho asco, en un practicante del síndrome de Diógenes, que no era como el de Andrómeda, según le dijo el vecino de arriba, aunque nadie sabe decir muy bien por qué surgió esa comparación. Sería porque son síndromes los dos, y uno tiene una película. ¿O era otra Andrómeda?

– Fermín, me voy.

Éste levanto la cabeza súbitamente, sobresaltado por María, a la que no había oído entrar en su despacho.

– Deberías irte tu también, ya es hora. Eso puede esperar al lunes.

“Campaña de marketing para Estados Unidos”. Era la carpeta que tenía en la mano Fermín, y sobre la que llevaba apoyado desde las 4 de la tarde.

– Tienes razón, pero me apetecía echarle un vistazo y pensar sobre ello con tranquilidad. Si en realidad es solo un proyecto sin fechas.

– Pues vete, hombre. ¿Tomas un vino? Estamos todos en…

– Na, deja, otro día. No soy buena…

– No digas sandeces, Fer, vente, y tomas un vino…

Pero María leyó en su cara que no iba a cambiar de opinión. María sabía que si insistía un poco más, Fermín le diría que sí, pero iría a la fuerza. Aunque estos últimos días Fermín había vuelto a trabajar como antaño, había vuelto a ser el hombre eficiente y con una capacidad de trabajo enorme, ella notaba que su estado de ánimo no era el jovial típico de él, antes de ese bajón que dio hacía unos meses.

Fermín no le contestó. La miraba sin saber que decir, buscando una disculpa, pero todavía “el hombre de la gabardina con un Pall Mall en la boca”, llenaba sus procesos mentales.

– Otra vez será – dijo al final María, sonriendo triste, y dándose por vencida. – Me debes una.

Fermín asintió sin atreverse a mirarla directamente.

– Te debo muchas – acabó contestando tragando saliva.

– Pero vete a casa, hazme caso en eso. O a dar una vuelta por Burgos. O quédate a dormir en Lerma, a lo mejor te viene bien un cambio.

– Enseguida me voy a casa, no te preocupes.

María se despidió de él levantando su mano, a la vez que soltaba la puerta para que se fuera cerrando lentamente.

Fermín se recostó en su butaca giratoria, e intentó volver “al hombre de la gabardina”, “al culo peludo y asqueroso del marido de la mujer que fumaba en la ventana por las noches”, pero se le había ido su inspiración.

– Es una pena – dijo en voz alta – me estaba quedando una historia de puta madre. Otra día la escribo.

Se levantó de improviso, como siguiendo un impulso.

Se puso el abrigo, y apagó la luz de su despacho. Se pensó en coger la carpeta de la propuesta de su campaña en USA, pero al final la dejó encima de la mesa, a la vista. En realidad estaba pensado y repensado. No podría mejorar el plan.

Se montó en el coche, y mientras volvía a Burgos, iba pensando a dónde iría a tomar una copa.

De vez en cuando miraba la pantalla de su móvil, pero por mucho que lo hacía, Gervasio no llamaba, ni enviaba un mensaje.

______

Capítulo 63.

Poco más dio de si el jueves. Joan decidió después de comer con Manu y llevarle a casa, recoger a Raúl y echarse a dormir.

Raúl estaba también muy cansado. Al fin y al cabo, la noche anterior, por mucho que durmieran, no habían superado las 3 horas. Su día en el hospital fue muy agobiante. Cuando entró en el coche, empezó a parlotear incansable, contándole a Joan todas sus impresiones, sus miedos… cómo Diego parecía incómodo delante de él, y él solo quería quererle, y que se pusiera bien, y…

Llegaron a casa, y mientras se desnudaba para ponerse un pijama que le había traído su madre de casa, se recostó en la cama, y se quedó profundamente dormido. Joan dejó sobre su mesilla el tazón de Nesquik que le llevaba, le puso las piernas sobre la cama, y le tapó.

Él no tardó en hacer lo mismo en el otro lado de la cama. Se sentó y sacó de su bolsillo el teléfono y lo estuvo mirando unos minutos. Los mensajes nuevos seguían ahí. Los teléfonos de sus clientes, seguían ahí. Y él paseaba su pulgar por las teclas del móvil. Sin decidirse a apagarlo definitivamente, ni a abrir ese cofre que creía cerrado para siempre, y que ahora sentía que estaba medio abierto, y muy tentador. De pronto se dio cuenta de que le picaba una de sus cicatrices en el muslo. Se apartó el pantalón del pijama y la miró. Era la primera vez que lo hacía tan directamente desde hacía mucho tiempo. Siguió con sus dedos su marca, hasta que un escalofrío le hizo subirse el pantalón rápidamente y dejar el móvil en la mesilla. Se levantó de un salto y dio un par de vueltas por la habitación, hasta que se relajó, y se metió en la cama.

Y durmieron.

Parecía como si, esas experiencias parecidas del pasado les unieran de alguna forma, y el hecho de estar juntos les produjera una paz especial. Una paz que no encontraban en ningún otro sitio, ni en otra compañía. Parecía como si se hubiera establecido una conexión entre ellos, en el momento en que Joan recorrió las marcas que Raúl le enseñó en todo su cuerpo. Joan no dejaba de pensar en ello mientras se duchaba, y escuchaba canturrear a Raúl en la cocina, preparando el desayuno. Era bueno empezar el día así. Iba a ser un día completo. Diego saldría hoy del hospital, y volvería de momento a su casa. Raúl se iba a quedar hasta el domingo. Y su madre, se quedaría en un hotel.

Joan limpió de vaho el espejo de su cuarto de baño. Se miró durante un rato; estudiaba su cara. Intentaba a través de su reflejo, entender mejor lo que le pasaba, lo que sentía esos días. Quería indagar dentro de sus sensaciones, de su memoria, de su esperanza para el futuro. Pero solo vio que las ojeras habían retrocedido, y que parecía unos años más viejo que hacía un par de semanas. Y mucho más triste. Y su mirada, otrora luminosa, chispeante, estaba ahora apagada, triste…

Carlos también se miraba en el espejo. Esa noche había ido a dormir a casa, después de estar todo el día anterior en el hospital. Él se hubiera quedado otra noche durmiendo con Diego, pero éste había insistido en que se fuera y descansara y se cambiara de ropa. Había sido un día raro. No habían hablado mucho. Pero casi todo el tiempo habían estado juntos. Diego no lo decía pero parecía que estaba más tranquilo si Carlos estaba con él. Todos parecían haberse dado cuenta, y haber aceptado la situación. Solo el momento en el que los psicólogos y el psiquiatra habían hablado con Diego, Carlos había salido de la habitación y había aprovechado para tomarse un café en la cafetería del hospital. Un horroroso café que le supo a rayos, pero que al menos le dio una excusa para despejarse un poco.

Cuando volvió y se sentó en el pasillo, uno de los psicólogos aprovechó para charlar con él. Le pareció majo, aunque Carlos no estuvo receptivo al principio. Hubo un momento en que le preguntó directamente si tenía algo contra él, por lo brusco que estaba siendo. No le quedó más remedio que reconocerle que tenía un cierto asco a los de su profesión. “Experiencias anteriores”, comentó enigmático. Él psicólogo se dio por vencido, y se levantaba, cuando Carlos decidió que, al fin y al cabo, estaba intentado ayudar a Diego. Tampoco es que le pudiera contestar a muchas de sus dudas o preguntas. Diego y Carlos apenas se conocían de una semana atrás. Muy intensa, sí, pero una semana.

El psicólogo cuando se iba, le felicitó por su actuación en el tejado. Carlos se encogió de hombros. Seguía pensando en por qué Diego le había tocado esa parte de él que casi nadie había conseguido, como para que se implicara de esa forma. Era curioso que en las últimas semanas, hubiera hecho más proyectos de amigos que en el resto de su vida. Y aunque este hecho le hacía sentirse bien, le daba miedo: no estaba seguro de poder mantenerlos. Era un mundo nuevo para él. No se creía capaz de prolongar esas amistades recién empezadas. Y eso sería duro, ya que antes, no sabía lo que se perdía. Pero ahora sí. Y volver a esa soledad extrema, mitigada únicamente con sexo, o juergas alrededor del alcohol, le aterraba. Y Diego le empezaba a gustar.

Manu salía del baño, cuando entraba Ricardo. Cantarín como en los últimos tiempos. Bromearon los dos, y le recriminó no haberle cogido el teléfono la tarde anterior, cuando le llamó para que quedaran y hablaran de todo lo que había pasado, como habían quedado. Manu le contó eso de que estaba agotado, y que se metió en la cama a las 8 de la tarde. Hicieron que se pegaban, rieron, y Ricardo se metió a ducharse. Manu corrió a su cuarto, se vistió apresuradamente y salió de casa a toda velocidad. No le apetecía ahora hablar con su hermano. Su madre se quedó mirando la puerta con cara de preocupación. Debería hablar con él pero no sabía en qué momento hacerlo, sin que tuviera posibilidades de escaparse. Lo de Ricardo se había arreglado, parecía, pero había dejado rescoldos, y en la persona que menos esperaba: el fuerte de Manu.

Diego no se miraba en el espejo. No se atrevía. Nunca se había gustado, pero esa mañana, se gustaba todavía menos. Pensaba ahora que quizás, no merecía la pena perder lo que tenía. A lo mejor estas personas que había encontrado de repente y cuando menos lo esperaba, le daba una posibilidad de encontrarse a sí mismo, de estar a gusto, de no sentirse raro, apestado. Ellos no le debían nada, ni él a ellos. No les había comprado, ni se habían apiadado de su vida anterior. Se acercaron a él, por él. Joan, Carlos… Carlos… estaba ahora lejos ese momento en que se excitó al verle desnudo en la habitación de Juan Carlos. No era lejano en el tiempo, pero si en vivencias, en intensidad. Se sentía bien con él… Carlos. Pero no quería reconocerlo. Era mejor no tener nada, que tener y perderlo. Sí ahora resulta que pierde a Carlos, sin apenas haberlo tenido, sería… no sabía si podría superarlo.

Tenía que pensar. Tenía que recapacitar sobre todo, con tranquilidad. Si al menos esas pesadillas no volvían… y si pudiera evitar la medicación… no quería volver a estar medio tonto…

Llevaba 4 meses en Burgos, y hasta ese momento, no había conseguido acercarse a nadie. Era justo cuando otra vez llegaban esos fantasmas del pasado que le hacían insufrible su existencia, cuando parecía que de la nada, de donde no parecía que pudiera sacar nada, de una situación asquerosa y extrema, con su equipaje tirado en la calle, y sin un sitio a dónde ir, era cuando parecía haber encontrado a gente maja, de la cual pudiera ser amigo. Y dejar de sentirse solo, una escoria a la que nadie apreciaba ni respetaba, unos por asco, otros por pena.

¿Y si pudiera iniciar un algo con Carlos? No, Carlos era un tío tan bregado en todo… nunca se juntaría con un inútil como él. Si tenía suerte, a lo mejor podría retenerlo como amigo. Pero estaría bien… le gustaría hacer el amor por primera vez en su vida con él. Seguro que era delicado, y… va, que va, si es un chico que está acostumbrado a follar… eso de la delicadeza lo habrá perdido con… no sé… Diego, bobo… ¿Por qué tienes esa cara de bobo?

Y tenía que hablar con Raúl… Raúl… le pesaba en el alma su hermano. Es que veía tanto cariño, tanta devoción en su mirada… no quería coartar su vida… Raúl… no se podía querer tanto a alguien como él quería a su hermano. No soportaría que le pasara nada. No supo protegerlo del todo cuando eran más pequeños, y no quería otra vez… sería mejor que se olvidara de él… no se sentía a la altura de lo que Raúl esperaba de él, de la imagen que se había creado, o creía que… ¿Por qué todo era tan difícil? No quería defraudarlo, no quería que su hermano se fuera dando cuenta poco a poco que su hermano mayor no se parecía en nada a la imagen que se había creado de él.

Hacía tiempo que Diego había apartado la mirada de su reflejo en el espejo. Definitivamente no le gustaba lo que veía. Un pobre chico que estaba perdido, solo, y sin ningún atractivo para nadie. Que los únicos sentimientos que lograba producir en la gente que estaba cerca de él, eran de piedad, de desesperanza, de frustración, de miedo.

Diego miró el reloj. Era la hora de ducharse, y empezar a preparar la salida del hospital. Enseguida llegarían todos, para llevarle en volandas a casa de Joan. No estaba seguro de que fuera una buena idea, pero debía intentar seguir adelante sin esconderse otra vez en Soria, en su casa, detrás de cuatro cancelas, las faldas de mamá y los juguetes de sus hermano pequeño. Siempre podría cuidar a los peques… se sonrió al imaginarse con una cofia y una faldita de chacha, colocando los juguetes que sus hermanos pequeños, incansablemente, ponía por medio.

– A lo mejor Dieguito, es tu futuro. El destino que las estrellas tienen reservadas para ti.

– Pues no sé si sería yo un buen destino, no te creas – le decía con cara socarrona Carlos a través de su reflejo en el espejo.

Diego se volvió sobresaltado. Tan absorto estaba en su soliloquio, que no lo había visto entrar, y que le observaba apoyado en el marco de la puerta.

– Me has asustado, cabrón.

– Veo que ya estás mejor, ya me llamas por mi nombre.

Carlos sonrió.

Diego le miró en el reflejo del espejo, y sonrió.

– ¡Cabrón!

– ¿Te duchas tú, o tengo que frotarte la espalda?

– ¿Es una…? – pero Carlos no le dejó seguir.

– Anda, dúchate, no vaya a entrar esa enfermera que nos tiene ganas. Y mira que hora es…

Y Carlos salió del baño después de guiñarle un ojo y sonreírle, y Diego miró con cara de pena su espalda desapareciendo tras la puerta, esfumándose definitivamente la posibilidad de que le frotara la espalda bajo el agua de la ducha… los dos desnudos… juntando sus cuerpos…

_______

Capítulo 64.

– Tenías razón, Joan, después de dormir me he dado cuenta de que nada, estaba confundido. Era el cansancio de estos días y lo chungo que estaban las cosas en casa – Manu movía mucho las manos mientras se explicaba, y hacía que miraba a Joan, pero en realidad ponía los ojos un poco a la derecha de los de él – Lo de Ricardo y Jaime, ya sabes, y mis padres… nunca les había visto así, y Jonás estaba muy ploff, y me di cuenta, en realidad fue mi madre, que a Jonás le habíamos dejado siempre un poco de lado, sabes, y todo eso, yo creo que… y quiero mucho a mi hermano, y así, cansado, con tantas cosas, stress, queriendo ayudar a mi hermano, y estar frustrado por no poder hacerlo… sabes…

– Come un poco de bizcocho, y tómate un poco de chocolate, que se te va a enfriar.

Joan intentó cortar un poco la verborrea de Manu. Le estaba entrando dolor de cabeza del batiburrillo de cosas que le estaba soltando sin apenas ningún descanso, siquiera para respirar. Se preguntaba cuando y cuanto tiempo había estado Manu preparando esa cascada de excusas. Y en qué momento se había arrepentido de haberle contado a Joan su secreto, y visto la necesidad de echar balones fuera. El descanso había producido su efecto, pero no el que había esperado Joan. Para lo único que había servido era para crear una cortina infranqueable para todo el elenco, incluido el actor principal, tras la cual escudarse. Seguro que por la tarde quedaría con alguna de sus amigas, y seguramente follarían. Y si todo salía bien, se acabó el problema. Por lo menos durante un tiempo.

No es que Joan pensara que Manu pudiera ser gay, más bien pensaba todo lo contrario, pero por alguna experiencia de amigos, creía que la forma que estaba teniendo de afrontarlo, solo alargaría la duda y la ansiedad, y que evitaría quizás que Manu pudiera estar a gusto consigo mismo. Pero no era posiblemente el momento de hacérselo ver. Y quizás, pensó, no era él la persona adecuada. Joan no olvidaba que hasta hacía apenas unos días, Manu le demostraba su asco por todos los medios posibles. Y era una pena, porque el tío estaba mazo bueno, se dijo a sí mismo mentalmente, poniendo también una sonrisa mental, mientras oía en la lejanía el murmullo incesante que producía la catarata de argumentaciones sin sentido que estaba soltando Manu sin parar.

– Sabes, además me ha llamado Esther, una amiga que hace un tiempo tuvimos un rollo, para vernos y tal, y me he alegrado mazo, y esta tarde hemos quedado en su casa, sus viejos se han ido por… a un congreso de médicos y tal, y solo está su hermano en casa, y pues quién sabe, Esther está mazo buena, y tal, y …

Vaya, parece que Manu definitivamente lo va a arreglar con un polvo… volvió a sonreírse Joan, evitando mostrar cualquier gesto al exterior. “Si hubieras apostado Joan, hubieras ganado”, pero no apostaste… Debería haber cogido a Manu el día anterior, con las defensas bajas, y haber follado con él. Y luego encima si resulta que hubiera sido hetero… “los heteros se cuentan doble en la lista de polvos aguerridos”. ¿Quién decía esa frase? No recordaba… pero siempre le había hecho mucha gracia. Y luego añadía otra coletilla… era sobre si el hetero era hetero de verdad, y no de estos que marean la perdiz, y al final acaban comiéndose más pollas que un gay convencido. Y nunca había sabido que quería decir su amigo con lo de polvo aguerrido. Pero le hacía gracia.

De repente Joan se sintió mal por dejar que Manu hablara y hablara, y no prestarle toda la atención. Porque de repente le veía un gesto de tristeza, algo que se asomaba por sus ojos, y que rápidamente corregía. Manu era consciente de que todo lo que estaba diciendo, eran palabras sin sentido.

– Hay un chico en la puerta que te mira con…

Joan se dio la vuelta.

– Es Raúl, el hermano del chico que el otro día intentó… – a Joan no le salía la palabra suicidarse – y es que vamos a ir…

Joan se incorporó y le hizo un gesto a Raúl para que entrara en la cafetería. Éste se dirigió vacilante, mientras Joan se levantaba y Manu hacía lo mismo. Les presentó, se dieron la mano, y se sentaron.

Pero no tardaron ni 5 minutos en levantarse otra vez. Era evidente que Manu estaba incómodo, y que Raúl estaba muy inquieto, con ganas de ir al hospital a recoger a su hermano.

Joan siguió con la vista como se alejaba Manu, al principio, erguido, y poco después, con la cabeza baja, como si se le acabaran las fuerzas. Debería llamarle algún día para hacer algo con él. Un poco de deporte, estaría bien. ¿Y si le llamaba para correr un poco por la mañana? Eso a lo mejor le animaba otra vez a coger esa costumbre, que hacía tiempo que había abandonado. Y empezaba a notar su falta. Se lo apuntó mentalmente. Eso posiblemente le daría oportunidad de que si Manu tenía otra vez ganas de charlar, lo haría. Pero a ese pensamiento le siguió la duda sobre lo de ser un buen samaritano. Esto de ayudar a la gente, no se le daba bien, por lo que estaba comprobando. Y le dejaba exhausto. Quizás debería dejar de jugar a Dios, y centrarse en arreglar su vida, que estaba peor que la de cualquiera de los que estaba intentado ayudar. Bueno, enseguida se corrigió a sí mismo, al pensar en que iban a recoger a Diego, que había intentado suicidarse apenas hacía un par de días… ¿Y por qué antes no le había salido la palabra suicidio?

Sonó el móvil de Joan: un mensaje.

Era de Ricardo. Ya estaba en el hospital, y preguntaba dónde estaba, y si tardaría mucho. A lo mejor no le hacía gracia estar con Carlos, pensó Joan. Aunque rápidamente volvió a corregir su apreciación al recordar que apenas un par de noches antes, Carlos y Ricardo habían follado y todo parecía haber ido bien. Se sonrió pensando que, por una vez, un polvo había tenido buenas consecuencias.

Antes de guardar el teléfono tuvo un impulso, y marcó el teléfono de Manu. Le propuso que salieran a correr el sábado. Le contó lo de que hacía tiempo que no hacía deporte, y como era el único al que le gustaba, pues así se obligaba… para su asombro, Manu no puso ningún reparo, y quedaron a las 9 de la mañana para correr un rato.

Raúl iba callado. Miraba continuamente por la ventana. Parecía tranquilo, sino fuera porque no dejaba de mover su pierna derecha de arriba a abajo. Movimientos rápidos y cortos. Y porque no dejaba de “lijarse” con los dientes las uñas. Joan puso la mano en su pierna boca arriba. Raúl le miró, y tras pensárselo unos instantes, puso la mano a cuyas uñas estaba sacando lustre pocos minutos antes, sobre la de Joan. Éste se la apretó suavemente, y le empezó a pasar el pulgar sobre el dorso de su mano. Raúl sonrió agradecido, y apoyó su cabeza sobre su hombro.

Tenía miedo. Miedo a que a Diego le pasara algo, que no estuviera todavía bien, a hacer algo que le molestara, a que le rechazara, a… tenía miedo a todo. Aunque no conocía la ciudad todavía, notaba que ya estaban cerca del hospital. Era la hora de la verdad. Él, su madre, su padrastro, sus hermanos, Joan, Carlos, Ricardo, todos esos amigos… y a él era al único que parecía rechazar.

Llevaba pensando mucho tiempo en una estrategia para acercarse a él. Pero todo lo que había intentado no le había salido bien. Parecía durante un tiempo que Diego estaba cerca de él. Hablaban mucho por teléfono, y le llamaba, incluso mucho más que a su madre. A veces incluso ésta se sentía desplazada. Y era más fácil que Diego cogiera el teléfono a su hermano, que al resto de la familia. Pero llegaba un día, un momento, en que parecía que algo cambiaba, o que Raúl hubiera hecho algo que le había molestado, y Diego le rechazaba de plano, se volvía hosco en las contestaciones, esquivo al contar cosas de él, incluso se volvía impenetrable, sin contestar al teléfono. Intentaba apartarle por todos los medios de su lado.

Raúl notó como Joan le apretaba más la mano. Se había despistado con sus pensamientos y ya habían llegado. Le dio un vuelco el corazón… ¿Cómo estaría Diego con él? Respiró hondo mientras salía del taxi, mientras Joan pagaba.

Empezó a caminar hacia la entrada despacio. Joan le alcanzó enseguida. En las escaleras dos niños pequeños se abalanzaron sobre Raúl. Éste sonrió y les ayudó a escalar su cuerpo, y se dejó besar y abrazar. Su padrastro sonreía complacido. Saludó efusivamente a Joan que también miraba la escena divertido.

Fueron caminando lentamente hacia el ascensor. Charlaban animadamente del día tan soleado aunque frío que había salido, “parece que el destino quiere que sea un buen día”, “el viaje estupendo” y “el hotel igual, las habitaciones muy amplias y el baño completísimo”, y “hay un bache en la carretera” “A ver cuando hacen la autovía, que parece mentira”, y “mira estos ascensores” y “el nuevo hospital, pues vete tú a saber, ya sabes como son las administraciones y las constructoras”. Una señora que se les cruzó en el vestíbulo pensó que se habían escapado de alguna boda informal y tal, como además era viernes…

Pero Raúl aunque parloteaba con sus hermanos, y les hacía cosquillas, y ellos le besaban, y le abrazaban muy fuerte, y le contaban lo que le habían echado de menos y eso, y que le habían cogido el MP3, cosa que hizo que Raúl fingiera un enfado tremendo, tremendo, tremendo, para que al final acabara haciéndoles cosquillas y casi acaban los tres en el suelo “muertos de la risa, papá”, dijo casi llorando Álvaro, ¿O era Rodrigo? Casi nadie los distinguía, salvo su madre y Diego. Raúl también lo hacía, pero jugaba con ellos con que se confundía. Y con los demás se hacía el tonto. En realidad Raúl había descubierto que en muchos ámbitos de la vida, hacerse el tonto era la mejor opción. Además, le daba más posibilidades de tener disculpa para hacerles cosquillas y reírse, y jugar a “corre que te pillo” o a “pito, pito, gorgorito, corre que te pillo”, y a otros muchos juegos que se inventaba cada día.

Raúl estaba volcado en sus hermanos pequeños, reía con ellos, les escuchaba sus explicaciones aturulladas de las picias que habían hecho esos días, y las veces que su padre se había enfadado con ellos. Parecía que el resto del mundo no existía en esos momentos. Pero una gran parte de su cabeza, y de sus sensaciones, estaban pendientes de cómo estaría su hermano Diego. El estómago encogido, esa sensación de que una manada de bisontes galopaba dentro de él. Y cada paso que daba acercándose a la habitación, parecía que los condenados bisontes corrían más y más, y ni aguerridos vaqueros como Buffalo Bill eran capaces de dominarles siquiera un poco. No era ya ese momento que al fin y al cabo estaba con mucha gente, sino los días posteriores, el resto de su vida, y el conseguir que Diego no pensara en él como escusa para no seguir viviendo…

El ascensor se abrió y salieron todos del mismo, para alivio del resto de los que subían, que empezaban a mostrar una cierta incomodidad ante la algarabía de los niños, y la complacencia de los mayores que les acompañaban. Algunos iban pensando en sus propias miserias, o en las de los familiares o amigos que iban a visitar. Y les molestaba la alegría de los demás, la alegría de haber recuperado en el último momento, a alguien al que amaban de una forma u otra. Pero eso no lo sabían, y si lo hacían, les daba igual, porque cada uno lleva a cuestas sus propios miedos, sus amores mal expresados y puestos en evidencia cuando las cosas se tuercen. Aunque pasado ese momento, la mayoría siguen con su vida, y no cambian ni sus actitudes ante sus queridos, ni su forma de ver la vida en general.

Allí estaban Jaime y Ricardo. Charlaban animadamente. Isabel, la madre de Diego, hablaba con uno de los médicos. Los pequeños saltaron al suelo en cuanto la vieron, para ir corriendo hacia ella. Ella se agachó y abrió los brazos, para abrazarlos. Los niños le contaron rápidamente todas las novedades del viaje, y las veces que “Papá ha ido a más de 100”. Isabel miraba fijamente a su marido, fingiendo enfado, porque si no, los niños no estarían satisfechos.

Carlos salía en ese momento de la habitación. “Se le nota cansado”, pensó Joan. Pero, “está mucho más atractivo: hay algo que ha cambiado en su mirada.”

– Na, ya está acabando de prepararse. Ahora saldrá.

Pero los pequeños no quisieron esperar, y echaron a correr por el pasillo. Su madre les llamó, pero no la hicieron ni caso. Su padre y Raúl corrieron detrás de ellos, pero reaccionaron tarde. Al final todos fueron detrás, como en procesión. El médico sonreía… quizás pensó, no había podido medicar más efectivamente a su paciente que con la medicina que ahora iban a darle los descarados de sus hermanos.

Le pillaron de espaldas.

Se giró a tiempo de verles saltar contra él.

Intentó esquivar el golpe, pero no le dio tiempo. Esos dos pequeños tigres hicieron blanco arrastrando a su hermano hasta caer encima de la cama.

Reían.

Esta vez eran ellos los que le hacían cosquillas a su hermano mayor.

Llegó el resto.

Carlos empujó a Raúl, y éste cayó encima de sus hermanos.

Chema se acercó a poner orden, pero alguien le empujó también, y acabó sobre ellos.

Su madre dudaba sobre lo que hacer, hasta, que Enrique, que acababa de llegar, fue el que la empujó.

A Joan le pareció que era un momento tan íntimo y mágico, que le daba vergüenza estar observándoles, y salió de la habitación. Los demás siguieron su ejemplo, hasta que de repente, un ruido atronador vino de la habitación.

La cama se había roto, y estaba en el suelo, junto con toda la familia.

Un momento de silencio y expectación.

Una enfermera corriendo.

– Es que esto no es serio – dijo en tono enérgico, y con cara todavía más enérgica.

Todos la miraron.

Isabel no pudo contenerse, y soltó la primera carcajada.

Y el resto la siguió.

La enfermera su puso roja de ira. Fue a decir algo, pero el médico la cogió suavemente del brazo, y la guió hacia el pasillo, mientras le hablaba despacio y casi al oído.

Y dentro, la familia al completo, seguían riendo.

______

Capítulo 65.

Gervasio se sentó delante del ordenador.

Abrió el correo, y miró el mail que había escrito a Fermín hacía unos días y que todavía no había enviado. Dudaba entre escribirlo entero de nuevo, o seguir dónde lo dejó, añadiendo las novedades de los últimos días.

Han pasado ya unos días desde que empecé este correo. Debería habértelo enviado cuando lo escribí, pero lo fui retrasando para acabarlo y al final, ya sabes lo que pasa… y aquí está, en la carpeta de borradores.

Las cosas van avanzando. He llegado a una especie de acuerdo con mi suegro, y posiblemente el tema de la empresa esté encarrilado. Solo me hace falta encontrar un avalista. Me voy a empeñar hasta las cejas, pero es lo que debo hacer para poder estar contigo. Que es lo que quiero ahora, te lo repito.

Mi mujer sigue enfadada. Aunque creo que la culpa es de mis padres, que la están chinchando. Pero ayer, sabes, he descubierto algo que puede que cambie todo esto. Solo tengo que probarlo. Y puede que esta misma tarde, lo consiga.

Te cuento, porque no se lo he contado a nadie, y así me sirve de desahogo.

Ayer me encontré con Mati, una amiga de hace muchos años. Era amiga de mi mujer también, pero no se llevan bien. Por eso nos hemos distanciado desde que me casé. Mi mujer no la soporta, quizás porque es muy sincera, y abierta, y sobre todo muy “fiel”. Está a muerte con la gente que quiere, aunque les cante las verdades. Y tanta sinceridad, y tanta fidelidad, no cuadran con mi mujer. Sobre todo si es defensa y fidelidad de los demás, no de ella.

El caso es que me hacía falta charlar con alguien, y la dije de tomar un café. Y ella me dijo enseguida que sí, que además llevaba unos días con intención de llamarme, que tenía algo que contarme.

Entramos en una cafetería, y después de unos minutos largos de parloteo sin sentido, y recordando los viejos tiempos, como si eso fuera hace 20 años, y no apenas 3, y de que me contara sus aventuras amorosas, y que no encuentra un hombre que la convenza, que todos parecía unos inmaduros idiotas, salvo uno que conoció hace un mes, y que parecía que le hacía tilín, aunque le echaba para atrás que fuera demasiado joven: 19 años.

Pero Ger, es que Juan es más maduro que todo el resto. Y es tan guapo… bueno, guapo de esa forma, que ya sabes que a mí no me gustan guapos de revista, sino de aquella forma, y es tan entregado, tan… tan como a mí me gusta. Pero tío, Ger, tiene 19 años. Le saco 12 tacos. Me da palo. ¿Cómo le voy a presentar a mis amigos? Sí, yo conozco a los suyos, y son súper majos, y me aceptan, y tal, y… pero no sé… es que es tan joven, es tan perfecto para mí, es tan…”

Así 20 minutos. Va, la tienes que conocer. Es tan vital, tan alegre… yo le dije que dejara de bobadas y que si le gustaba, pues que mira, que a por él. ¿qué más da que tuviera 19? Y me enseñó una foto, y la verdad es que está cañón el tío. No sé si hacerle proposiciones… vale, vale, es broma.

Yo la escuchaba complacido. Porque pensé que así, no tendría que hablar yo. No sabía como iba a reaccionar, porque nunca le había dicho que yo era gay, o bisexual, o lo que sea. Vale, soy gay, pero estaba pensando en decirle que era bi, que parece que al principio es como más suave, y luego… vale, según estoy escribiendo esto me estoy dando cuenta de lo patético que resulto, y del miedo que tengo. Soy gay, que narices, soy gay, soy gay, y estoy enamorado: de ti.

Hala, ya lo he dicho. ¿Lo has leído bien?

Te amo.

Te amo.

Te amo.

Te amo.

¿Sigo?

Pues te estaba contando de mis miedos al hablar con ella. Y de que yo escuchaba encantado su parloteo sobre Juan, rezando casi para que no callara y me tocara a mí. Pero de repente, Mati, se calla, me mira de esa forma que tiene ella, y pregunta:

¿Cuándo me vas a presentar al chico por el que bebes los vientos? Porque hay uno especial ¿no?”.

Me quedé a cuadros. Empecé a balbucear, sin saber que hacer, que decir. Ya te he dicho que a Mati nunca le he contado lo de mi sexualidad. Ella vio mi cara de susto, me sonrió, y me dijo:

Ger, sé que eres gay casi desde que te conozco. Y porque te quiero un montón, no te he puesto contra la pared un día para sacártelo, y para que dejaras de hacer el idiota con la imbécil esa de tu mujer. Por cierto, te pone los cuernos. Desde hace al menos 8 meses. Con Eduardo Gutiérrez, el abogado de tus padres.”

Me quedé de piedra. Aun ahora no sé discernir si es más porque Mati supiera que soy gay, y más que estoy enamorado de ti, porque luego le dije que mi amor se llamaba Fermín, era de Burgos, y era el hombre más atractivo del mundo, y con más paciencia, y que en tus brazos me siento feliz, como no lo he sido nunca antes, y que te he tratado fatal, que te he destrozado durante muchos meses, y que ahora quiero compensarte.

Me he perdido… espera… a sí, te decía que estaba yo con la boca abierta, pensando que era lo que más producía que mi boca se abriera tan exageradamente… si que Mati supiera que soy gay, o que mi esposa querida, tan indignada por mi forma de traicionarla, me pone los cuernos desde hace casi un año. Que puede ser desde hace mucho más…

Me quedé tan blanco, sabes, que Mati se asustó y me empezó a dar pequeñas tortas en la cara y casi me tira el vaso de agua que había pedido con el café a la cara.

Cuando recuperé un poco la consciencia, y asimilé toda la información, me contó más despacio que, siempre había sabido que era gay. Pero que no quiso decirme nada, porque creía que era mejor que yo lo viviera a mi ritmo, sin presionarme. Y sobre el amorío de mi mujer, me confesó que en realidad, esa relación ya había existido antes de que nos casáramos. Pero que ella pensó que lo había dejado, hasta que un día se los encontró medio emboscados en un portal de Paseo Pereda, y dándose una serie de besos y tal. Y que creía que les había sacado fotos y todo. Pero que no sabía dónde estaban.

Entonces le conté lo que me había pasado y tal, y me dijo que no fuera tonto, que no me dejara acoquinar por ella ni por mis padres.

Esto claro, lo cambia todo.

Luego llegó Juan, el chico éste. La verdad es que es atractivo. Así cambiamos de tema y tal. Y Mati dice que no es de revista, pero vamos, he visto muchos modelos menos atractivos que este chico. Y la verdad es que hacen buena pareja. ¿Sabes lo mejor? Él tiene un hermano mayor que él que es gay. Me dijo que si quería me lo presentaba. Le dije que si era tan guapo como él que sí. Y me dijo que era más guapo. Nos reímos y tal, cuando le dije que ya estaba tardando… pero sabes, te quiero tanto… que luego, ya en serio le dije que debería ser para otra ocasión, porque sabes… te quiero tanto… que ni por el hombre más guapo del mundo, aunque fuera perfecto en todos los sentidos, te cambiaba a ti.

Espera que acabo de recibir un mail de Mati.

Son las fotos. La madre que la…

Esto sí que lo cambia todo. Tan puritana la jodida, y mira. Será hija de puta… y haciéndome sentir a mí mal por…

Amor, te quiero… pero ahora te voy a dejar, y sabes, mejor, luego acabo el mail por partes, y… esta tarde he quedado con ella, me va a oír.”

Gervasio se levantó de la silla y empezó a caminar por la casa. Fue otra vez hacia el ordenador, e imprimió las fotografías todo lo grande que pudo. La reunión de esta tarde, tomaba otros derroteros. Y parecía que todo empezaba a arreglarse.

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Capítulo 66.

Carlitos era el hijo del hombre de la camiseta abanderado y del culo peludo y asqueroso, que se casó con la mujer que fumaba todos los días un cigarrillo en la ventana, porque a él, el de la camiseta de tirantes y los calzoncillos desgastados, no le gustaba que fumara.

Dormía en su habitación. Esto hubiera quedado bien en cualquier novela al uso, o en cualquier familia al uso, aunque las familias al uso cada vez son menos. Su apogeo se remonta al pleistoceno superior. Después, todo fue cuesta abajo y sin frenos, y todo acabó de estropearse cuando las mujeres, y qué necesidad tenían de eso, empezaron con la monserga de que tenían los mismos derechos que el hombre. “Y qué necesidad tenían de eso, las idiotas de ellas,” decía siempre el padre de Carlitos, el hombre cuyo culo peludo y asqueroso hizo que el señor Eustaquio, con nombre de guerra “Hilario”, se convirtiera en un practicante del síndrome de Diógenes, y acogiera con devoción y convicción la religión de los asexuales, ante la posibilidad de encontrarse en uno de sus innumerables ligues por Internet, con un hombre con semejante trasero. Y eso que el señor del tercero, al que no le gustaba que su mujer fumara, y la cual nunca habían salido las croquetas como las hacía su madre, se había quitado la camiseta abanderado, de tirantes, de esas de toda la vida de Dios, que si no, directamente se hubiera ido a que le hicieran la operación del eunuco, para evitar tentaciones futuras.

Pero aunque nadie lo sabe, en realidad, Hilario, antes Eustaquio, el vecino asexuado desde la noche aquella, en realidad era un snob, y solo practicaba ese síndrome de cara al vecindario. Luego tiraba la basura a escondidas por las noches, cuando nadie le veía. Pero es que Hilario, necesitaba un poco de atención, porque al final, no ligaba tanto por Internet, y además, no le había funcionado lo de convertirse en asexual, porque lo había buscado en Internet, y se suponía que no sentía nada por el sexo, y eso no era cierto, él no podía pasar sin su polvo diario, en solitario, o en compañía de otros.

Carlitos era el hijo de la señora que fumaba en la ventana de la cocina, y que también fumaba a escondidas por las mañanas, en un rincón en el camino al mercado. Ella iba siempre al mercado del Norte, porque siempre había sido una mujer del norte. La verdad es que le pillaba mejor el mercado del Sur, pero, esa afinidad con el Norte, le hacía darse ese paseo de casi media hora, que a la hora de ir estaba bien, pero cuando volvía cargada con las bolsas, porque su marido el capullo de él, no quería comprarle un carrito de esos, para que no llevara pesos, pero como le decía el condenado “si quieres ir al Norte, te jodes. Yo soy hombre de sur, y tú deberías ser mujer del sur, como está mandado”. Y en una callejuela pequeña que estaba en el camino al mercado del Norte, era donde ella se fumaba otro cigarrillo clandestino, no declarado a su marido. Aunque la verdad, cada vez se la traía más floja que a su marido le gustara o dejara de gustar que ella fumara un cigarrillo, o dos, o que lo hiciera con cigarros puros, como los que se fuma ese de Cuba, Fidel, decían en la televisión que se llamaba. O como lo que tenía el carnicero del mercado del Norte, Onofrio, que no echaba humo sino un liquido viscoso, y que para que negarlo, a la señora que fumaba en la ventana, también le gustaba de vez en cuando.

Carlitos era el hijo de la mujer del norte, y del hombre del sur. Del hombre que enseñó a todos los vecinos su peludo culo cuando decidió seguir el camino de su mujer, de la que le hacía el desayuno y le cocinaba, aunque nunca llegó a cocinar como su madre, porque su madre era la mejor cocinera del mundo. Lo mismo que le pasaba a Carlitos, su madre era la mejor cocinera del mundo.

Carlitos, estaba durmiendo en su habitación. Tenía 18 años, aunque cualquiera que le viera y no le conociera de antes, hubiera dicho que tenía 19 años. En realidad no dormía, porque se le había aparecido en sueños el hombre de la gabardina, al paso del cual, las farolas iban perdiendo su luz, como por arte de brujería. Carlitos, el hijo de la señora que fumaba en la ventana de la cocina, pensó en levantarse. De hecho tuvo ese impulso y puso sus pies en el frío suelo, e incluso hizo amago de ello. Pero se quedó en esa pose, de apoyar las manos en la cama, de inclinar el cuerpo hacia delante, como cogiendo impulso para levantarse. Era un chico hermoso, guapo incluso,como decía la vecina del 5º entre suspiros; le hacía ojitos cada vez que se encontraban en el rellano, cosa que ella procuraba que fuera al menos un par de veces al día. Pero Carlitos en realidad le hacía ojitos al vecino del 2º un cuarentón que le ponía mucho, y al que sacaba fotos a escondidas. Incluso tenía una que le había sacado por la ventana, y en la que se paseaba desnudo por la casa. Esa foto la había imprimido en la impresora de su amigo Jesús, el cual se tiraba de los pelos, porque en realidad el Carlitos, su amigo del alma, le ponía berraco cada vez que quedaban a estudiar, y no sabía como el condenado tenía tan mal gusto de estar prendado del señor del 2º, que tenía un porrón de años, y que además era gordo, y perfectamente heterosexual, porque se había tirado a la chica del 5º que a su vez estaba colada por Carlitos. Jesús se miraba todos los días en el espejo y comparaba la imagen del espejo con la foto del vecino del 2º, el que se paseaba en pelotas con la ventana abierta, en el mes de enero, para que el vecino del 3º, marica, le sacara fotos con su cámara, a él, perfectamente heterosexual. Y comparaba, y por más que comparaba, él, Jesús, salía siempre ganando. “y yo soy marica” decía como para asegurar su “victoria moral” sobre el vecino del 2º, que le estaba robando a su Carlitos del alma.

Carlitos, salvo para Jesús, llevaba su obsesión por los hombres, y en concreto, por el vecino del 2º, en el más absoluto de los silencios, porque a su padre, que no le gustaba que su madre fumara, menos le iba a gustar que su hijo fumara la polla del vecino del 2º, al cual detestaba dicho sea de paso, porque se afeitaba todos los días, y se echaba desodorante, cosa que consideraba de maricas, “condenados maricas”.

Jesús un día le propuso a Carlitos el hacerlo. Se puso rojo, rojo, como una sandía por dentro, pero sin pepitas, que era una jodienda que tuviera tantas pepitas las sandías. Se le quedó mirando así, como muy serio y tal, y a Jesús le dio cosa, y dijo muy seguido, y deprisa, que nada, que era broma. Pero a Carlitos le salió de dentro “el animal que todos llevamos dentro”, como dijo al día siguiente para justificarse, y arrancó a mordiscos la ropa a Jesús, al grito de: “a mí con bromitas de éstas”. Y lo hicieron, vaya que si lo hicieron. A Jesús se le secó el pene, que no fue capaz de sacar ni una gota de leche, en los siguientes 34 días. Es más, se la cogía con un dedo para “miccionar”, como decía su profesor de literatura, aunque a toda la clase les parecía una expresión muy cursi, y no cuajó entre ellos, que seguía diciendo “mear”, como toda la vida. Y tardó 27 días en poder sentarse con normalidad, aunque fuera en una bañera llena de plumas. Carlitos exhibió en dicha circunstancia una potencia sexual grandiosa, “de libro guinness” contó Jesús muchos años después al que fue su marido, un señor de 60 años, que le hizo muy feliz, y que se parecía curiosamente mucho al señor del 2º, del que estaba prendado Carlitos. Todo fue perfecto, seguía contándole Jesús al que luego fue su marido, sino fuera o fuese porque a Carlitos le dio por gritar a todo pulmón, durante el 8º orgasmo en la noche, el nombre del vecino del 2º. Menos mal que Jesús, el amigo de Carlitos, vivía en la otra punta de la ciudad, porque sino hubiera sido imposible que el vecino del 2º no se hubiera despertado al oír su nombre gritado con tanta potencia. Porque Carlitos tenía potencia en la voz. Vale, y en otros sitios.

Carlitos seguía en la posición del levantamiento de la cama. Cualquiera que le hubiera visto, hubiera pensado que era una foto, porque ni siquiera se le notaba cuando respiraba. Aunque un observador perspicaz, se hubiera dado cuenta que apenas respiraba, porque quería evitar que el hombre de la gabardina sintiera su presencia, porque Carlitos, sabía, en lo más íntimo de su ser, que si salía a la ventana y miraba al hombre de la gabardina, con la cicatriz en la cara, y un cigarrillo colgando entre sus labios, acabaría con el culo levantado en la acera, al lado de su padre, y de su madre. Y la verdad hubiera estado bien, por una parte, porque así hubiera mejorado la opinión de los vecinos sobre los culos de la familia, porque el culo de Carlitos, era un culo hermoso y sin pelo, y siempre dispuesto a recibir visitas…

Fermín estaba sentado en el coche, en el garaje de su casa. Había llegado hacía ya un par de horas, pero, su historia, la que tocaba ese día, le había mantenido ahí sentado todo ese tiempo, con la mirada fija en un punto inconcreto del infinito. Era una historia absurda, pero era la historia que le tocaba en ese día. Era su refugio.

Miró su teléfono, y comprobó que no se le había pasado ninguna llamada, o ningún mensaje. Abrió la puerta del coche de golpe, haciendo que rozara en la puerta del todoterreno de al lado. Pensó en mirar si le había dejado marca, pero lo desechó rápidamente. “Qué le den”, dijo quedamente.

Sacó la llave que llamaba al ascensor, y la metió en la cerradura. Inmediatamente se abrieron las puertas.

Mientras subía iba tanteando en su cabeza sobre lo que hacer esa noche. Había pensado en irse a tomar una copa por ahí, pero ahora ya no le apetecía. No se decidía por ningún plan.

Llegó a casa, y se sentó en el salón.

Puso música.

Sacó el teléfono y buscó el número de Gervasio. Estuvo paseando su dedo por el botón de llamada durante un rato. Pero no se decidió. Al final acabó dejándolo sobre su regazo.

Y se durmió sin haber tomado ninguna decisión sobre lo que hacer esa noche.

______

Capítulo 67.

El sábado fue un día tranquilo. Cuando Fermín abrió los ojos, tardó en situarse. Miró el reloj y vio que eran casi las 5 de la mañana. Intentó levantarse de un salto, como si le hubieran pillado en una falta y quisiera evitar el castigo. Como si su madre se fuera a levantar de la cama para echarle la bronca por haberse quedado dormido en el salón y con la luz encendida. Se la estaba imaginando poniendo esa cara de “pero que desastre eres hijo”, pero a la vez con esa mirada de amor que tanto echaba de menos.

Pero su madre no estaba en la puerta del salón. Ni ella, ni Gervasio.

Y su cuello le dolía.

Y casi se cae al suelo del mareo que le dio.

“Tranquilo Fermín” pensó.

Miró el teléfono.

Nada.

Se fue despacio a la cama. Antes pasó por el servicio, y se sentó en la taza para orinar. Apoyó la cabeza sobre la pared, y cerró los ojos.

Las niñas corrían hacia él. El se agachaba, y abría los brazos. Saltaban a su cuello, y casi le hacían perder el equilibrio. Le comían a besos. Su padre miraba sonriente desde la puerta. Hizo intención de apartarlas, para que no le atosigaran, pero al final cambió de opinión.

Gervasio acababa de llegar de Santander con ellas. Iban a pasar todo el mes juntos. Era el mes de vacaciones que les correspondían. Gervasio y Fermín se habían casado hacía 6 meses. Vivían en Burgos, en la casa de Fermín. Estaban mirando otra casa más grande, con jardín, pero todavía no podían comprarla. La separación y la compra de la empresa, habían dejado a Gervasio en una situación económica delicada. Solo el aval de muchos de sus amigos, habían conseguido que los bancos le hubieran apoyado en esa aventura, corriendo un riesgo que en la situación de la economía, a cualquier otra persona le hubiera sido imposible de conseguir. Así había comprado su empresa a su suegro. Pero eso suponía unos esfuerzos económicos muy grandes.

Fermín se había ganado a las niñas con facilidad. Había descubierto que tenía mano con los pequeños, y que además le gustaban. Se había convertido en un “tío” perfecto. Si estaban ellas, la vida de Fermín giraba en torno a ellas. Alguna vez Gervasio, medio en broma, se quejaba de que las quería más a ellas que a él. Pero en el fondo, Gervasio disfrutaba de la situación. Verlos jugar le hacía sentirse pleno. Era como la sensación que tenía cuando Fermín le recorría su cuerpo con sus manos, y se sentía parte de él. Como cuando le miraba, y …

Fermín abrió los ojos de nuevo. Intentó volver a su ensoñación, pero ya había perdido el ambiente que había creado en su cabeza. Intentó al menos recordar esas sensaciones que había percibido, pero no pudo apropiarse de ellas y disfrutarlas de nuevo. Pensó que era curioso que, todo lo había visto desde la perspectiva de Gervasio, no de él. ¿Qué sentiría si eso ocurría alguna vez? Por un momento pensó que a lo mejor el amor por Gervasio se había mitigado, o incluso desaparecido. Quizás tantos obstáculos habían hecho que él, en el fondo de su ser, se empezaran a diluir sus sentimientos, aunque ese nuevo estado no hubiera llegado a ese lugar en donde empezaba a exteriorizarse. Por eso no podía “soñar” con su propio placer. Aunque en realidad, a lo mejor lo que pasaba, es que quería que lo que él soñaba que sentía Gervasio, fuera lo que en realidad pasara. Soñarlo a lo mejor era un primer paso. Alguna vez deberían hacerse realidad alguno de sus sueños, pensó.

Se levantó, y se subió los pantalones.

Llegó al dormitorio, y tiró la ropa que llevaba puesta en la butaca que tenía en él.

Se puso el pijama, y se puso del lado derecho en la cama. Metió el brazo debajo de la almohada.

Lo intentó del lado izquierdo.

Se quedó un rato mirando al techo, intentando relajarse.

Derecho.

Izquierdo.

A las 8 y media dejó de intentarlo. Dormir, y sentir sus propias sensaciones en la situación que se había imaginado sentado en el váter. No conseguía ninguna de las doss cosas.

Se duchó, desayunó en calzoncillos. Se vistió.

Decidió irse a la oficina, a adelantar trabajo, y con suerte, sustraerse a todos sus pensamientos.

Y luego hizo la compra.

Y luego se puso una película.

Un sándwich para cenar.

Se duchó, se vistió cuidadosamente, y se lanzó a la calle.

La noche le esperaba. Copas, unos bailes, y quizás un chico guapo para follar, que le hiciera olvidar.

______

Capítulo 68.

Era uno de estos días en los que llovía azúcar glas. Todo eran emociones, lágrimas, besos, abrazos y otros roces varios, “amores”, cariños… Jaime con su amor reencontrado, empalagosos los dos hasta decir basta. Raúl con su hermano, Carlos con Diego. Diego debería tener ya a estas horas una costra de azúcar como segunda piel. Y el tío capullo se quería tirar desde un tejado… “no me quiere nadie” “nadie me entiende” “no quiero que sufran por mí”… y no tiene más que gente a su alrededor que le quiere, y encima se lo dice. Joan alucinaba. Raúl su segunda piel. Su madre que respiraba al son que marcaba el ánimo de su hijo mayor. Sus hermanos pequeños, unos diablos, pero divertidos y sobones como pocos… El padrastro que se podría presentar a cualquier concurso del padre del año.

Y el otro tío capullo, Carlos… la madre que lo parió lo que había cambiado en una semana. De ser un tío de “culo veo, culo quiero, culo follo y ¡Hasta luego!” a poner esa mirada de cordero degollado mientras mira al “gordo ese” como le llamaba hasta hacía apenas unas horas. “El gordo ese”… y ahora de derretía por sus michelines.

Joan se sonreía pensando todas estas cosas, mientras descansaba tirado en el sofá de su salón. Miraba al techo, con las piernas cruzadas sobre uno de los apoya brazos del sillón, y la cabeza reposando sobre el otro. Una copa de Brandy en la mesa central, y su mente repasando todas las imágenes del día.

Todos los demás se habían ido al cine. Pero Joan estaba agotado y se había disculpado. Esa era la disculpa oficial, pero en realidad, todo esas demostraciones exuberantes de amor por doquier, habían conseguido que se sintiera mal, descolocado, desubicado, el bicho raro. Porque él era la oveja descarriada, o se sentía así, al menos. Era el que, curioso, no tenía a nadie que le dijera “te quiero”. El que había tenido que adoptar el papel de consejero, y el que se amargaba viendo a todos felices, con palabras de cariño en sus labios y en sus oídos, permanentemente. Él, que había vivido con Ignacio una historia de amor de novela.

En esos días Joan se preguntaba con demasiada frecuencia si en realidad era capaz de querer de verdad. Una noche se le ocurrió pensar en que a lo mejor, su historia con Ignacio había sido posible gracias a que aquél tomó la iniciativa, y le enseñó a ser cariñoso con él, a preocuparse… pero las clases habían acabado demasiado pronto como para que esas facultades arraigaran en él de manera definitiva.

Se arrepentía ahora de no haber dicho que sí a Ignacio, cuando le propuso adoptar un niño. Ahora sentiría ese cariño del que estaba huérfano. Ahora sería el padre de un par de chicos que le adorarían, seguramente. Y él a ellos. Y puede que no necesitara buscar desesperadamente un hombre al que amar. O al que follar. Ya no estaba seguro de no confundir esos sentimientos. Se arrepintió de inmediato de esos pensamientos. No se podía adoptar a nadie con la esperanza de estar menos solo, de recibir cariño. ¿O sí? Quizás fuera un intercambio natural. Cada parte aporta lo que tiene, y recibe lo que necesita. Y a lo mejor, las dos partes dejan de sufrir y se sienten mejor.

Se levantó y sin haberlo pensado, inconscientemente, se fue a la habitación “secreta”. El teléfono estaba sobre la mesa, orgulloso, rutilante, llamando su atención. No sabía ya a ciencia cierta las veces que había cogido ese móvil y lo había vuelto a dejar en la mesa. De hecho a veces se sorprendía de llevarlo encima, y otras de no encontrarlo. Esta vez su cabeza había apuntado bien el último camino que había hecho el aparato.

Se sentó en el sillón que había delante de la mesa en la que reinaba el móvil. Se quedó mirándolo inclinado hacia delante. Cualquiera que observara la escena, pensaría que Joan iba a manipular alguna clase de explosivo y necesitara concentrarse y contener sus movimientos, incluso su respiración. Pasó repetidamente sus manos por las perneras de sus pantalones para secarse el sudor.

Al final, sin pretenderlo, sin ser nuevamente consciente de haber tomado la decisión, lo encendió, y fue directo a la carpeta de mensajes. Abrió el buzón… allí estaban los sms de estos últimos días. Eran casi todos de publicidad. Un par de ellos, de hacía unos días, de Juan Carlos, el “casero ideal”, como lo había empezado a llamar de coña Diego. “El casero ideal” le amenazaba de muerte, o cuando menos, con partirle las piernas. Y también había un par de mensajes de Alberto. Alberto, uno de sus mejores clientes de antaño.

Me pareció verte el otro día en el hospital. Estabas guapísimo. Te he echado de menos, Flip. Me gustaría verte de nuevo. Tú pones las condiciones. Ningún otro chico me ha hecho sentir tan feliz como tú”. Alberto.

Joan suspiró. Se recostó y cerró los ojos.

Abrió el siguiente mensaje.

espero que no me hayas olvidado”.

Volvió a recostarse.

Alberto reservó una habitación en un hotel de lujo. Era la segunda o tercera vez que lo contrataba. Luego, cuando vio la película de Pretty Woman, se sintió un poco Julia Roberts. El baño de espuma, la ropa, el cenar en un restaurante de lujo, antes también un corte de pelo, una depilación del pecho y del culo, mucha crema hidratante, un masaje. En la habitación le hacía pasearse desnudo.

Ese fin de semana, la primera noche, después de todo este acicalamiento, y de la cena en un reservado de uno de los mejores restaurantes de Barcelona, Alberto, después de mirarlo mientras se desnudaba lentamente, lo cogió de la mano, y lo llevó lentamente hacia el salón de la suite. Hizo que se tumbara sobre la mesa. Le cerró los ojos suavemente con sus dedos, y le fue recitando unos versos en murmullos. Joan no recordaba esos versos, ni siquiera los entendió en ese momento, de tan bajo que se los recitó. Pero sonaban bien; consiguieron que se olvidara de todo, de su vida, de Alberto, de la miseria que le esperaba al lunes siguiente, de la soledad, del abandono, de la desesperación de no tener nada que hacer, ni nadie con quien hacer nada.

Esa noche, Alberto le dio el primer beso en el cuello. Fue a abrir los ojos, y a decir algo, pero aquel puso un dedo en los labios de Joan, y éste calló, y volvió a lanzarse al abismo de la incertidumbre, que era a lo que le empujaba la oscuridad de los ojos cerrados. Por un momento, recuerda Joan, pasó por su mente que Alberto fuera un asesino, y le fuera a matar. Pero no sintió miedo. Al revés, se sintió más tranquilo que en cualquier momento de su pasado más cercano. Quizás era lo que deseaba, morir. Quizás esa fuera la solución en aquel momento.

En realidad, hasta esa noche, no podía decir que conocía a “ese señor, de unos sesenta años, con barba blanca”, como lo describían entre los chaperos. Ninguno con los que había estado, podían decir nada malo de él. Lo único que comentaban es que era “rarito”. O sea, que no le gustaba follar así a lo bestia, o a lo menos bestia tampoco. Le gustaban los juegos. Y eso era raro. Tampoco podían decir mucho los otros chicos, porque en general no había repetido con ninguno de ellos. Joan era un privilegiado en porque ese fin de semana con él, iba a ser su tercera vez. Solo eso ya le hizo sentirse especial.

El segundo beso se lo dio en el ombligo. Notó como posó suavemente sus labios sobre su piel. Como al cabo de unos instantes de notarlos, la lengua también la tocó, y como esa humedad, y un suave movimiento de ésta, le produjo sin poder evitarlo, un estremecimiento de placer por todo el cuerpo. Estuvo tentado de abrir los ojos, pero se contuvo a tiempo.

Le fue besando suavemente cada parte de su cuerpo. Alberto no parecía tener prisa, y Joan se dejó hacer. Hubo un momento en que creyó que debía hacer algo para que Alberto disfrutara, que al fin y al cabo era el cliente quien le estaba dando placer, y debía ser al revés. Pero aunque se le pasaron por la cabeza diferentes formas al final Joan concluyó que debía dejarle a él que hiciera lo que quisiera. Porque en el fondo, él notaba que Alberto parecía disfrutar con el juego. “Y al fin y al cabo, está haciendo todo a su puta bola”.

Su miembro acabó duro, mirando al techo. Joan lo sentía palpitar sin control, sobre todo cuando Alberto besó la parte interior de sus muslos. Y cuando lo hizo en una cicatriz que tenía en un lateral de la pierna. Por un momento pensó que sería capaz de eyacular sin que nadie tocara su pene. Lo había oído a alguno de los chicos, pero siempre hablando de otros. Algún cliente parecía obsesionado por eso, y siempre contaban historias de alguien que lo había hecho, sobre todo cuando el cliente les había penetrado duramente. Pero ninguno de ellos lo había conseguido, ni conocía a nadie que lo hubiera hecho.

Pero esa noche, Joan pensó que podría ser cierto, y no una leyenda urbana. El placer que sentía por todo el cuerpo era algo extraordinario, distinto a todo. Era como si fuera un orgasmo lento y repartido por cada célula de su organismo. Nada que ver con una “simple” eyaculación, por mucho que ésta fuera gloriosa.

En un momento dado, notó como el beso que le dio su cliente, era justo en la cabeza de su miembro. Con sus labios abarcó su cabeza, le bajó suavemente un poco más la piel con sus dedos, también húmedos, y notó como puso su lengua sobre la punta, suavemente. Ahí sí, sin apenas nada más, sin que hiciera ninguno de ellos movimiento alguno, y aunque al principio Joan intentó controlarlo, tuvo el mejor orgasmo de su vida. Ese placer distribuido por sus piernas, por sus brazos, por el pecho, por su miembro, por la nuca… fue creciendo, tensó todos los músculos del cuerpo, y sin poder evitarlo, levantó un poco su cuerpo, curvándolo hacia arriba, y explotó. Alberto se apartó, y quitó su boca. Joan jadeaba… notaba los golpes de su miembro con cada píldora de semen que expulsaba a velocidad de vértigo.

Cayó rendido sobre la mesa. Quería retener en su cabeza, y en cada parte de su escuálido cuerpo, el éxtasis que acababa de vivir. Ya no tenía ese hormigueo repartido por sus piernas, por su pecho, en su cuero cabelludo; lo había sustituido una sensación de placidez extrema. En ese momento tenía una percepción distinta sobre todo lo que le rodeaba, sobre todas las cosas, sobre su vida, sobre él mismo. Quizás sí mereciera la pena, después de todo, vivir.

Joan se levantó de la silla y se paseó por la habitación. Se había empalmado rememorando esa situación. Valoró el hacerse una paja, incluso el intentar repetir esa escena, cambiando los besos de su cliente, por sus manos. No sería lo mismo, seguro, pero al menos a lo mejor curaba su ansiedad, y le daba algunas claves para afrontar su vida, la cual parecía derrumbarse, al menos en el aspecto emocional.

De repente tomó una decisión.

Cogió el teléfono.

Marcó.

– Alberto, soy Flip.

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Capítulo 69.

Carlos susurró algo a Diego. Sonrieron con complicidad. Incluso alguien que les estuviera mirando fijamente hubiera podido asegurar a quien le preguntara, que se les había escapado una mirada de ¿cariño?, a ambos.

Raúl y su amigo Gonzalo, uno de los hijos de Enrique, el policía, hablaban animadamente sobre las últimas películas que habían visto. Y sobre las clases, y sobre algún compañero de clase. Compañera más bien.

Isabel luchaba a brazo partido con los gemelos. Era ya tarde, estaban cansados y eso les convertía en pequeños terremotos.

Enrique charlaba con Chema, aunque a éste se le empezaban a cerrar los ojos y no le prestaba demasiada atención.

Jaime y Ricardo solo se miraban, y se agarraban las manos por debajo de la mesa. Y sonreían de esa forma… especial, o incluso boba que dirían los que no están en la misma situación que ellos.

Vieron a Manu, que iba al cine, a la última sesión. Iba con una chica. Ricardo no recordaba que se la hubiera presentado. “Será una nueva conquista”, pensó.

Diego le contaba a Carlos algunas de esas cosas que a nadie le había contado hasta ese momento.

Carlos escuchaba a Diego esas cosas que había siempre evitado escuchar a nadie, para no sentirse implicado, y que nadie pudiera asaltar su castillo.

Raúl miraba a su hermano de vez en cuando, estudiando los gestos, las miradas, buscando algún atisbo de que estuviera fingiendo y que no se encontrara en plena forma como parecía a simple vista.

Gonzalo miraba a su padre, preocupado porque le había visto beber un poco, y notaba como Chema no le hacía ni caso. Pero su padre, cuando bebía un par de cervezas, ya no se daba cuenta de esas cosas, y hablaba, y hablaba… y se le trababa la lengua… y divagaba, y se le perdía la mirada en ningún sitio…

Isabel consiguió que los niños se quedaran quietos un rato. O mejor dicho, que se durmieran. Miraba a su alrededor buscando una mirada cómplice para ayudarla a llevar a los niños al hotel, y dormir. Pero no encontró lo que buscaba. No quería interrumpir a nadie.

Chema aprovechó cuando Enrique se fue al servicio, para acercarse a su mujer y a los niños. Isabel iba a decirle de volver al hotel y descansar. Chema se sentó a su lado, y rodeo su cintura con sus brazos. Isabel recostó su cabeza en el hombro de él, y se sintió a gusto y segura. Decidió esperar unos minutos y disfrutar de ese momento. “La felicidad son estos pequeños momentos, dicen”, pensó mientras se agarraba al brazo de su marido.

Joan, en su casa, había vuelto al salón. Se tumbó de nuevo en el sofá, y se puso un poco de música tranquila. Estaba mucho más relajado después de haber hablado con Alberto. Parecía que su inquietud de los días precedentes, había disminuido.

Jaime y Ricardo estaban pensando en irse a casa y pasar la noche juntos, cuando unos hombres entraron en la Bolera, en donde estaban todos. Esos hombres se acercaron decididos hacia el grupo.

Sonaba el teléfono. Joan se había quedado traspuesto y tardó en ser consciente de que era un teléfono el que sonaba, y que era el suyo.

Diego y Carlos seguían hablando en voz muy baja. Carlos de repente, sintió la necesidad de levantar la cabeza, y vio a esos hombres que ya habían llegado a donde estaban.

– Sí, ¿quién es? – contestó medio dormido Joan.

– Jode, joder, Joan, tienes que venir, no sabes lo que está pasando. Tienes que hacer algo. Joan… la hostia puta…

– ¡Quién es? – Joan se medio incorporó y encendió una lámpara. Miró la pantalla – ¿Ricardo?

– Joder, tío, que han venido unos tíos y se llevan a Carlos.

Carlos se había quedado blanco. Susurró algo a Diego. Éste levantó la cabeza, y lo miró extrañado. Miró a los hombres, miró a Carlos.

Joder, tío, que lo han esposado, lo han tirado al suelo, y lo han esposado. Y no ha hecho nada. Joder, Joan, tienes que hacer algo. Uno le está dando patadas… esto es surrealista.

– ¿Qué han detenido a Carlos? – contestó Joan sin acabar de despertarse del todo.

Isabel se incorporó y se levantó de un salto. Chema la miró sorprendido. Unos policías de uniforme venían detrás de esos hombres que les habían rodeado. Eran cuatro. Se dirigieron a Carlos, el cual también se había levantado. Uno de ellos, le indicó que debía acompañarlos. Carlos les contestó que su abogado estaría encantado de recibir la citación que ellos tuvieran a bien enviarle.

Eso enfadó al policía, y le dijo que vendría con ellos por las buenas o por las malas. La respuesta de Carlos fue sentarse y hacer que seguía hablando con Diego, ignorando a los policías.

– Tío, los policías han empujado hacia un lateral la mesa, y se han abalanzado contra Carlos. Le han tirado al suelo, y le han puesto las esposas. Y no ha hecho nada. Y Enrique venía del servicio, y ha intentado hablar con ellos, y le han dado un golpe en el estómago.

– ¿Pero han dicho algo de por qué se lo llevan? ¿Quién grita?

Los gemelos se despertaron y empezaron a llorar. Isabel estaba indignada con el comportamiento de los policías. Intentó hablar con ellos, pero también la empujaron. Los policías de uniforme intentaron separarles con mejores formas que sus compañeros de paisano. Isabel vio a Enrique que venía del servicio. Venía con un caminar no muy seguro. El efecto de las cervezas no se le había pasado con el chorro de agua fría del baño. Levantó la mano para llamar su atención y que se acercara rápido. Seguro que ante un compañero, los policías al menos serían un poco más educados en sus formas.

Carlos se debatía en el suelo. No hacía más que gritar que se iban a arrepentir de eso. Que esta vez les iba a empapelar. El policía que le retenía en el suelo, le clavó un poco más su rodilla en la espalda, con la esperanza de que callara. Cuando vio que no era suficiente, le golpeó en el hombro con el puño.

Enrique escuchó el grito de su amiga. Levantó la cabeza, y vio todo el embrollo que se había montado mientras él estaba en el servicio. Fue a sacar su acreditación, pero se acordó que no la había cogido. No solía llevarla cuando no estaba de servicio. Se acercó corriendo hacia el grupo, pero un uniformado le impidió el paso, con suavidad, pero con firmeza a la vez. Le intentó explicar que Carlos estaba con ellos, y que él era un colega de Soria, pero no le hizo caso. Intentó empujar y forzar que le dejara pasar, pero lo único que consiguió es que se acercara otro uniformado para ayudar a su compañero. Su forma de hablar gangosa a causa de las cervezas, no ayudaba mucho a que le prestaran atención.

– Isabel, le ha dado un ataque de histeria o algo así. Es que ver como el que parecía el jefe del grupo, le ha dado un soberano puñetazo a Enrique al pasar, y solo quería que le escuchara, joder, que él es policía también, e Isabel se ha visto superada por todo y… y Diego le ha dado un bajón del copón, y…

– Para, para, no corras tanto, respira de vez en cuando Ricar, tranquilo – Joan se levantó y puso el altavoz del teléfono para que le permitiera escuchar a Ricardo mientras él se ponía algo de ropa de abrigo encima.

– Joder tío, vente, esto es una puta locura, tío, la gente está alucinada, y encima parece que nos miran como si fuéramos asesinos, tío.

Enrique estaba doblado en el suelo. El puñetazo le había hecho daño de verdad. No se lo esperaba. Intentó parar al hombre que empujaba a Carlos, y éste sin mediar palabra, le soltó el puño. Los uniformados siguieron escoltando a sus compañeros, y en medio de todo iba Carlos, también andaba un poco inclinado. Alguno de los golpes o patadas que se habían perdido y que casualmente habían ido a parar a sus costillas, parecía que le habían hecho mella. Iban abriéndose paso a través de toda la gente que llenaba a esas horas el local. Las partidas de bolos se habían parado, y toda la gente estaba mirando la escena, algunos incluso sacando fotos con sus móviles o sus cámaras.

Isabel no pudo contenerse más y empezó a llorar compulsivamente. Chema su marido, intentó calmarla, pero en un primer momento no lo consiguió. Raúl se acercó a sus hermanos, y los abrazó, pegándolos a su cuerpo para intentar que dejaran de llorar. Gonzalo fue a ayudar a su padre, que acababa de vomitar tirado en el suelo.

Joder, Joan, es que Diego se ha quedado como noqueado. Está con la mirada fija en ningún sitio, sentado en el suelo a lo indio, y Jaime intenta decirle algo, sacarle de su ensimismamiento, pero nada… está como una estatua… a ver si se va a quedar así, tío, esto es una puta locura…

– Voy, voy en un segundo – Joan estaba ya saliendo de casa – aunque no se muy bien lo que esperas que haga.

– Joder, algo harás, por lo menos evitarás que yo me vuelva loco o algo, tu tienes amigos, recursos, yo que sé. Aunque sea porque te necesito, joder. Ese detective, o tu abogado, o lo que sea, no lo sé, tío, no sé nada de Carlos más que folla muy bien, perdona, esto es una tontería, no sé lo que digo, nada, esto es una puta locura tío…

– Voy, voy, cuelga un segundo que voy a hacer unas llamadas. Estoy ahí en unos minutos. Te llamo enseguida de todas formas.

Diego acabó reaccionando. Se levantó como si nada le hubiera pasado, e intentó salir corriendo detrás de Carlos. Jaime estuvo atento, y le paró, no fuera a ser que se convirtiera en el siguiente en estar en el suelo rodeado de vómitos. Alguien había llamado a una ambulancia, y los sanitarios fueron atendiendo a todos los que lo necesitaban. Pusieron un tranquilizante a Isabel, y atendieron a Enrique. Le echaron la bronca por tomar cerveza con la medicación que estaba tomando, ya que producía reacción, y por eso estaba medio grogui con dos cervezas. Un médico charló unos minutos con Diego, pero no vio necesidad de medicarle más de lo que ya estaba, ni de ingresarle. Ya había recuperado la normalidad, aunque estaba muy afectado por lo de Carlos. Además, una pregunta empezaba a martillear su cabeza. ¿Y si fuera de verdad culpable? ¿Seguiría queriendo conocerlo? Y si era así ¿Lo quería por desesperación, o porque verdaderamente Carlos le gustaba?

Raúl había dominado a sus hermanos. Tampoco le costó mucho, se le daban bien. Les había inventado un juego sobre palabras: Tenían que apuntar en una libreta que había sacado del bolso de su madre, todas las cosas que vieran. A ver quien de los dos sabía más palabras. Y las sabía escribir bien. Su amigo Gonzalo estaba al lado de su padre, abrazándolo. Enrique estaba dolido en su amor propio, por no haber sido capaz de afrontar la situación, y por dejarse llevar y no acordarse de las pastillas que tomaba todas las mañanas, y que el médico le había insistido hasta la saciedad que no podía beber nada mientras las tomaba. Pero era una tarde tan feliz, tan maravillosa, su segunda familia, como así consideraba a Diego y Raúl, y a sus padres y hermanos, había salido con bien de su última crisis, y parecía que Diego había encontrado a un chico que le gustaba, y a algunos amigos que le harían más fácil la vida. Y su hijo que estaba en la edad de repudiar los abrazos y cualquier manifestación de afecto a cualquiera de sus progenitores, y que normalmente hacía además profesión de ello, no había tenido más remedio que dejar esa forma de comportarse a un lado y abrazar a su padre. Qué mal le ha debido ver… Enrique pensó en ese momento que lo peor casi que le podía pasar a un padre es que alguno de sus hijos le viera ponerse en evidencia, y le diera pena.

Joan cumplió la promesa que le había hecho a Ricardo, y llegó apenas unos minutos después de haber dejado su conversación. Ricardo hablaba relajado con Diego, que a su vez se había acercado a su madre. Chema intentaba convencerla para irse al hotel a dormir. Pero Isabel pensaba que debían hacer algo por Carlos, no era justo como le habían tratado.

Jaime fue el primero en acercarse a él. Se dieron un beso en la mejilla, justo cuando Joan colgaba el teléfono. Jaime le explicó en pocas palabras su resumen de la situación. Joan le escuchó atentamente, y se acercó despacio hacia Isabel, que discutía con su marido sobre lo que hacer.

– Isabel tranquila. Chema tiene razón. Ya me he ocupado de que Carlos tenga toda la ayuda que precisa. Vete a dormir tranquila. Estará bien. Mañana con tranquilidad, hablamos del tema.

Isabel pareció tranquilizarse con las palabras de Joan. Luego se preguntaría por qué un chico tan joven, la daba tanta seguridad al tenerlo cerca. Se sentía un poco ridícula, ella, con 5 hijos, dos matrimonios, un trabajo de responsabilidad, cuarenta y bastantes años, cuyo bastante no se lo confesaba casi ni a su marido, y tenía que ser un chico de veinti-pocos el que parecía que le sacaba las castañas del fuego. Se encogió de hombros, miró a su marido, y se levantaron. Cogieron a los niños, y se fueron hacia el coche.

Joan buscó con la mirada a Diego y Raúl, que se habían sentado juntos y hablaban quedamente entre ellos. Ricardo y Jaime se habían acercado a la barra para pedir algo de beber para el grupo. Todos parecía que tenía la boca seca. Empezaron a hablar poco a poco y a poner en común su forma de ver las cosas que habían pasado esa noche. Empezaban a sacar punta a todo, a reírse de ellos mismos. Raúl le tomó el pelo a su hermano, por haberse quedado embebido, Gonzalo se rió de su padre, éste al principio no se lo tomó muy bien, preocupado por su imagen de “padre”, pero rápidamente se unió al coro de carcajadas, y era el primero en echar leña al fuego sobre su forma de “no” estar esa noche.

– Mira que tener un padre borracho. Así te ha llamado uno de esos maderos compañeros tuyos, papa – Gonzalo utilizaba esa vieja denominación de los policías, porque sabía que a su padre le sentaba como un tiro.

– Por cierto – reparó Enrique – debería ir a la comisaría para pedir explicaciones.

– Déjalo para mañana. Ya me he ocupado de algunas cosas, mañana te explico. Hoy es mejor que nos relajemos, y descansemos.

– Sí papá – contestó en broma Ricardo.

– Marica de playa – le espetó Joan, tirándole un servilletero a la cabeza.

Todos se echaron a reír.

Sonó un teléfono. Todos miraron instintivamente al suyo. Pero solo el de Jaime sonaba. Contestó extrañado.

Los demás siguieron riendo y echándose puyas.

Jaime se levantó y se alejó un poco del ruido que hacia el grupo.

Ricardo no le perdía de vista. Algo en su gesto le había preocupado. Al final le dio una patada por debajo de la mesa a Joan, para llamar su atención.

Jaime colgó el teléfono y se quedó parado.

Una lágrima parecía pugnar por surcar su mejilla derecha.

Poco a poco se fueron callando todos, y siguieron la mirada de Joan y Ricardo.

Jaime se fue acercando a la mesa.

– ¿Qué? – preguntó ansioso Ricardo.

Jaime tardó en contestar.

– Joan ¿aún tienes el teléfono de Gervasio?

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Capítulo 70.

Amor ¿Cómo estás?

Me gusta llamarte amor, ¿sabes? Ya hoy sí que te mando el correo. Es la tercera y última parte. Tendrás para leer un buen rato. Quizás debiera haberte mandado todo según lo escribía, pero sabes, pensé que tal y como acabamos el último día que estuvimos juntos, era mejor que intentara arreglar todas las cosas, antes de hablar contigo.

Sé que te he tratado mal durante la mayor parte del tiempo que nos hemos conocido. Y que lo has pasado fatal. Y tengo yo toda la culpa, lo sé. Hemos perdido además buenos amigos porque intentaron decirnos que éramos gilipollas, tanto tú como yo, tú por aguantarme, y yo por comportarme como un cabrón; pero, mis miedos y mis paranoias me impidieron actuar de otra forma. Espero que a partir de ahora sepamos volver a acercarnos a esos amigos a los que echamos de nuestro lado.

Como te dije en la parte anterior, quedé con mi mujer. Otra vez vino guerrera. Ha debido hablar con mis padres. Empezó a hablar de que lo de los homosexuales no era normal, era un pecado y que no podía consentir que nuestros hijos tuvieran nada que ver con un degenerado como yo.

La dejé hablar. Puse mi cara de subnormal, de pobrecito. Me ofreció, muy generosa ella, que podía coger de casa mis cosas, pero que no esperara nada más. Y de ver a mis hijas, nada de nada. O del niño que está por llegar. Ahora me pregunto si ese niño es mío. Quizás debiera preguntarme si las niñas son mías, visto lo visto. Pero me da igual. Son mis hijas aunque no las haya engendrado yo.

Cuando ella pareció que había acabado con su discurso, saqué el sobre de las fotos de mi maletín. Fue gracioso, porque se me quedó mirando con cara estúpida. Me reía por dentro de pensar en la comparación de ese día en que me puso a mi un sobre parecido en casa.

Le costó abrirlo. Me preguntaba que qué era eso. Yo solo le contesté que lo mirara, y saldría de dudas. Al final se decidió, y lo abrió. Se quedó blanca. Intentó decir que si tal, que si era una historia antigua, y demás. Pero también me había dado tiempo a llamar a un investigador, y que me hiciera unas pesquisas rápidas. Y venía un pequeño informe de la fecha en que se hicieron las fotos, y de por qué no podía ser unos años antes, cuando efectivamente, mi mujer mantuvo un idilio con ese hombre, antes de casarse conmigo. Porque por ahí intentó defenderse.

Además, la intuición de Mati, era cierta. A poco que escarbé, y pregunté directamente a algunos amigos comunes, resulta que casi desde la semana siguiente de casarnos, empezaron a verse otra vez. Yo fui la tapadera para ella. Resulta que todo fue un plan que había urdido ella, para que pudieran seguir con esa relación. Se casó conmigo conociendo que yo había tenido un pasado “marica”, y así poder mantener esa historia con ese hombre, casado, con una porrada de niños, del Opus, y con el agravante de que el dinero del matrimonio, y su posición social a la que tanta importancia da, vienen de su mujer. Si se separaran, él se quedaba sin nada, porque tienen separación de bienes. Y el bufete en el que trabaja, es de ella también, aunque lo dirige él. Pero a las malas, se quedaría en la calle.

Así que mi santa pensó en casarse conmigo, para tener una tapadera. Lo que no he averiguado todavía, es por qué ha roto de repente el status quo que tan bien había planeado. Pero me enteraré, seguro. Y lo que he dejado también aparcado de momento es saldar cuentas con “mis amigos”, que tan bien se han preocupado de tenerme en la más absoluta de las ignorancias al respecto. Lo que se han tenido que reír de mí… vale, yo tampoco he sido un santo… pero son cosas distintas.

Se fue indignada. Se levantó a lo gran diva, e hizo una salida digna y casi de mujer ofendida.

Se me ha olvidado contarte que antes de ir a la cita con ella, yo me había ido a ver a mi todavía suegro, y le había contado. La verdad es que no le extrañó nada. Yo creo que estaba al cabo de la calle de todo, aunque callaba. Posiblemente no estuviera de acuerdo con su hija, pero es su hija.

Logré sacar mejores condiciones para el tema empresarial. Me lo ofreció él, además. Creo que en el fondo, le caigo bien. O su hija le cae mal. Algún día me enteraré, seguro. ¿Te has fijado de cuantas cosas “me enteraré en un futuro, seguro”?

La verdad es que la espantada de mi “querida” esposa, por un lado me llenó de gozo, por poder ganar aunque fuera un asalto del combate. Pero me dejó sin respuestas. Luego había quedado con Mati, y me desahogué un poco con ella. Aunque me sentía frustrado, sabes, creía que las cosas iban a ir por otros derroteros y a esa hora iba a tener una propuesta de futuro mucho mejor, o más clara al menos.

Pero no tardó en llamarme. Me dijo toda digna que prefería que no nos viéramos más, y que mejor se entendieran nuestros abogados. Me pareció bien. Llamé al mío, y resulta que ya habían quedado con el de Rosa.

Parece que se ha arreglado. Incluso mejor de lo que pensaba. Ha hecho una declaración en la que me cede la custodia de las niñas y del niño que va a nacer. Dice que no le gusta ser madre, y que no podría atenderlos debidamente en la nueva vida que va a emprender. De piedra me quedé. No sé qué estará tramando…

Así que solo quedan unos flecos económicos y el que yo organice todo para irme a vivir contigo. Será cuestión de un par de semanas.

Este fin de semana, no voy a poder ir a Burgos. Pero el martes, estaré ahí, para cocinar un buen guiso, cenar a la luz de las velas, y hacer el amor contigo, hasta caer extenuados. El vino lo pones tú, y yo que tú avisaba en la bodega, que el miércoles no irás a trabajar. Porque te voy a dejar agotado.

Te amo, Fermín. Te amo, te amo… no me canso de escribirlo. Es la primera vez en mi vida, en que puedo cantarlo, gritarlo a los cuatro vientos. No sabes las ganas que tengo de cambiar todo en mi vida y juntarme contigo. Y vivir. Por primera vez en mi vida, vivir de verdad. Vivir mi vida… ¡Mi vida! Como suena… ¡Mi vida! Y mi vida eres tú… Vivir una vida con mi empresa, que me apasiona, con mis hijos, que son parte de mí y con mi primer amor, y espero que eterno amor: tú.

Te amo, Fermín.

Te amo… ¡qué bonito!…

Te lo envío, ya. El martes nos vemos.

Gracias por tener paciencia conmigo.

Un beso de tornillo.

—-

Gervasio releyó el correo entero. Pensó que algunas cosas estaban un poco confusas, y que se repetía mucho. Pero no quiso darle más vueltas. Le dio a enviar, sin pensarlo mucho más.

Era la una de la madrugada. Seguía en el apartamento de su amigo. Se sentó con un coñac frente al ventanal, y con música tranquila a modo de acompañamiento. Pensó en que si ahora pudiera tener a Fermín a su lado, la dicha sería completa. Quizás debiera haberle propuesto que se viniera. Se imaginaba con él, mirando el mar al fondo, con algunas luces de la ciudad antes, el ruido de las olas al romper, que no podía escuchar, porque tenía las ventanas cerradas, hacía frío fuera. Y cosa curiosa, ahora no llovía. Lo había hecho durante toda la jornada, pero justo ahora, había parado. Quizás era una señal, pensó.

Tenía muchas cosas que arreglar. El colegio de las niñas, el ir aclimatándolas a la nueva ciudad, a Fermín. A la nueva vida sin su madre. Él creía firmemente que Rosa no las vería mucho. Ahora que pensaba fríamente, nunca se había comportado como una madre solícita. Era más bien, como si fuera un trabajo. Volvió a pensar en la razón de por qué Rosa había roto la baraja. No tenía muchas posibilidades de casarse con su amor. Algo se le escapaba. Pero esperaba que el detective, le sacara de dudas.

De repente tuvo el impulso irrefrenable de llamar a Fermín. Pero casi cuando estaba marcando el teléfono, se contuvo. Era mejor que leyera el correo primero. Lo que si hizo fue mandarle un sms:

“Fer, te he mandado un mail. Cuando lo leas me llamas. Ok? Te amo”

Dejó el teléfono sobre una mesa, y subió los pies en un taburete. Pegó un buen trago al coñac, y se perdió en la música que sonaba en el equipo.

Jacques Brell.

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Capítulo 71.

El vecino del 2º, concretamente el derecha aunque eso dependía de la perspectiva, si subes por las escaleras venía siendo el izquierda, pero si lo hacías por el ascensor, era el derecha, venía por la calle paseando, después de haber intentado ligar con la camarera del tugurio al que iba todos los miércoles, y los jueves, y los viernes. Pero la zorra de ella, una mujer entrada en carnes y en años, le había dado puerta tal y como lo había hecho el martes, y el miércoles y el jueves anteriores, y el martes de la semana anterior, también. Porque también había ido el martes, solo que poco.

El vecino del 2º, del que estaba encaprichado Carlitos, el hijo de la mujer que fumaba en la ventana a escondidas de su marido y que junto a éste adornaba en ese momento la entrada al portal, él mostrando al mundo la conveniencia de la depilación a tiempo, y de que el hombre, no por ser más peludo era más sexy, y más macho, y más todo, caminaba despreocupadamente por la acera cuando vio acercarse al hombre de la gabardina, y del Pall Mall en los labios. Él vecino del 2º izquierda no lo sabía, pero el Pall Mall del hombre de la gabardina, era el mismo que se había encendido hacía ya tres partes del relato. Llevaba ya apagadas el Pall Mall al menos 47 farolas. No es que las apagara el puto cigarrillo, como hubiera dicho el hombre del 3º, cuyo culo en pompa y desnudo, vestido solo con su abigarrada pelambrera, era motivo de susto a todo el que pasaba por allí y lo veía. Sencillamente había vivido el apagón mágico de 47 farolas, todas las que el hombre de la gabardina se había encontrado a su paso.

Tardó en aparcar. Era época de cenas de Navidad, reuniones de amigos y esas cosas. Todo el mundo parecía estar en la calle, o en los locales celebrando las fiestas por anticipado. Al final se decidió por hacer cola en uno de los aparcamientos subterráneos y tuvo suerte, y no tuvo que esperar demasiado.

Subió por el ascensor. Se abrieron las puertas y el aire del norte le hizo estremecer. Se subió los cuellos del abrigo, y se ató la bufanda. Miró a los lados, como si eso le pudiera ayudar a decidirse a ir a un sitio en concreto. Pero cuando empezó a andar, todavía no lo tenía claro.

El vecino del 2º, Pepe para los amigos, al que recordemos, quería beneficiarse el hijo del matrimonio del tercero, de la fumadora compulsiva, y del tío que llevaba camisetas de tirantes abanderado, iba pensando en que a lo mejor podía convencer a la chica esa del 5º para tener otro “affaire”. Era mucho más guapa y joven la del 5º, donde iba a parar, pensaba Pepe, pero el jodido, desde muy pequeño, le dio por las mujeres feas y gordas, y con pelo en los sobacos. Todo lo contrario de la chica del 5º. Pero la tonta del bote estaba coladita por los huesitos del marica del 3º. “Maricas… ¡¡puaffffffff!!”, dijo entre dientes Pepe, el del segundo derecha, según subes por el ascensor.

Pepe había ya olvidado que de joven, en el colegio le llamaban “pollito marica”, porque nadie en el mundo mundial, había visto a un hombre con tanta pluma como Pepito de joven. Pero su padre, a base de hostias, y con mucha perseverancia y esfuerzo, todo hay que decirlo, por parte de Pepito, dejó la pluma en el colchón, y a partir del verano de su 16 cumpleaños, se convirtió en el devorador de hembras, y en el hombre más brusco y macho de la ciudad. Escupía como nadie, se tocaba el paquete de esa forma, como ninguno. Y pegaba hostias con una soltura, digna de Chuck Norris.

Pepe seguía caminando dando vueltas al coco a todos los acontecimientos que le habían sucedido en el intento de conquista de la mujer barbuda (en realidad lo de barbuda era una exageración, solo tenía un poco de bigote, y una patillas un poco descuidadas) del garito a dónde iba, solo con la intención de conquistar a la señora fea y gorda y con bigote y patillas descuidadas, cuando quiso darse cuenta estaba al lado del hombre de la gabardina. Aunque Pepito iba con la cabeza gacha, la aparición súbita de una luz cegadora en la punta del Pall Mall que el hombre de la gabardina llevaba en la comisura de los labios desde hacía 47 farolas, hizo que levantara la vista y se encontrara con esos ojos sin vida, fríos como el hielo. En un primer momento, la buena educación que le inculcó su padre, a parte de quitarle la pluma cuando tenía 15 años, hizo que sonriera y le saludara con un “Buenas noches tenga Vd”. Era una expresión muy de comedia de los años veinte, un poco trasnochada, pero a él le gustaba ser un poco trasnochado. Creía que eso le daba un aire un poco bohemio y soñador, como si fuera un escritor buscando el éxito por los rincones de la gran ciudad. Porque los escritores bohemios buscan el éxito en las tabernas, en los jardines, y cantando canciones chorras bajo los balcones de las bellas señoritas de alta alcurnia de las grandes ciudades. Es un hecho que de todos es sabido. En los pueblos y en las ciudades pequeñas, se les apedrearía al grito de: ¡al gañán! ¡es el loco del pueblo! Eso sí; esa labor estaba encomendada a los niños, que ya se sabe que en ciertas circunstancias es la mejor forma de dar suelta a la locura de los mayores, sin que se note mucho. “Los niños, ya se sabe” decían los hombres bebiendo, de un golpe, el chato de tintorro en la taberna de la plaza del pueblo. “Estos chicos” decían las mujeres sentadas a la puerta del corralón, moviendo la cabeza de lado a lado, mientras tricotaban alegremente poniéndose al día de las últimas andanzas amorosas del señó Martínez, y la mala suerte que había tenido la pobre Felisa de que su hijo mayor, Eusebito, le saliera invertido, y le tuviera que mandar a la capital para alejar de la familia la vergüenza de este sucedido.

El local estaba a rebosar. Pero a Fermín le dio igual. Se guardó la bufanda en uno de los bolsillos del abrigo, y avanzó trabajosamente hacia la barra. La música le atronaba los oídos y todos cantaban la canción:

La de años que tenía esa canción y todo el mundo parecía volverse loco cuando la ponían, que era casi todos los días. Al final consiguió llegar a la barra y pedir su Coca-cola con vodka. Pegó un sorbo. Se dio la vuelta para observar a la gente bailar y cantar. Dos hombres se besaban al lado suyo. Y un grupo de chicos y chicas bailaban haciendo el tonto entre ellos. Al fondo, un grupo grande de personas muy heterogéneas, hacían que se lo pasaban en grande, aunque por algunos gestos ocasionales de algunos de ellos, parecía que estaba esperando las circunstancias apropiadas para perderse del resto del grupo. Se quedo libre una silla cerca suyo, y Fermín aprovechó y se sentó. Empezaba a sentir mucho calor, y se quitó el abrigo, apoyándolo sobre sus piernas.

Pepe se quedó con la boca abierta, y los ojos más abiertos todavía, al entrar en contacto con la mirada del hombre de la gabardina. Nada se dijeron, o al menos este cronista no tiene constancia de ello. El hombre de la gabardina siguió su caminar apagando las farolas de la calle, mientras Pepe, el vecino del 2º, se había quedado como traspuesto. Es su cabeza iban pasando todas las imágenes de su vida anterior, y de la futura que le esperaba. También pasó por su cabeza, así rápido, la imagen de la señora del tercero, que fumaba en la ventana, y la de su marido, mostrando ese culo peludo y asqueroso a todo el vecindario. Pepito recordó en apenas unas décimas de segundo, todas las hostias que había dado a todos los maricas invertidos a los que se había encontrado en su camino, que cuando más fuerte les diera, más imagen de macho daría al resto del mundo. Aunque él por las noches, sin que nadie lo supiera, se vestía con el traje de faralaes en casa, con las ventanas bien cerradas y las persianas bajadas. Pero fuera de esas noches de locura, en las que la casa acababa llena de plumas de todas las especies plumíferas del mundo, Pepito era el rey de la hombría, y machacaba cabezas maricas si era menester. Y levantaba un poquito el mentón cuando se cruzaba con alguno sospechoso.

Menos con Carlitos.

Algo cambió en su cabeza. En la de Pepe. Puso cara de embobado, y… no, eso no es lo distinto que tenía Pepito. Cara de bobo, tenía siempre. Hasta su madre, que en paz descanse, lo decía siempre: “mi hijo tiene un poco cara de bobo”; “Está mal que lo diga, yo que soy su madre, pero tampoco vamos a pensar que su expresión es de un hombre super inteligente”. Luego, la vida le hizo no necesitar tener cara de listo, le tocó la primitiva, y punto pelota. Todo el mundo le veía cara de super – listísimo e interesante. Aunque a todos los que le halagaron, les dio igual, porque Pepito además de cara de bobo, era de un agarrado superior, y a nadie soltó ni una sola peseta, mucho menos un solo euro.

Alguien le tocó la espalda llamándolo. Se giró y le vio. No se acordaba de su nombre, pero estaba seguro de haber follado con él. El segundo copazo y la música demasiado alta y que él estaba en el mundo que estaba creando, no le dejaban encajar todas las piezas. Le sonaba a sexo duro, quieras o no quieras. No conseguía oírle casi nada de lo que decía. Al final le hizo gestos como que no le oía y que además pasaba de él, porque estaba esperando a alguien. Le dio la espalda, y siguió a lo suyo, mirando a la pista, siguiendo el ritmo de la música con el cuerpo y perdido en su mundo.

Pepito caminó decidido, por la acera que estaba a oscuras, hacia su casa. Se encontró con el culo en pompa del vecino del segundo, lo cual le hizo pensárselo unos minutos. Pero al fin al decidió seguir con lo que iba. Subió por las escaleras, para no perder tiempo, y llamó al piso de Carlitos, el tercero de la mano de enfrente, la derecha subiendo por las escaleras. Carlitos le esperaba expectante y casi con la manilla en la puerta, perdón, con su mano sobre la manilla de la puerta, y la otra manilla, la suya, no la de la puerta, sobre su miembro, que ya palpitaba, una vez recuperado de su récord con Jesusito, su amigo del alma, al que arrancó la ropa a bocados apenas hacía unos días antes.

Carlitos abrió la puerta instantes antes de que Pepe pulsara con afectación y nervios el timbre de la casa de Carlitos, que hasta hacía unos momentos, compartía con su madre la fumadora compulsiva, y con su padre, el de las camisetas abanderado, roñosas y amarillentas, y con el culo peludo y feo, el cual mostraba al mundo en esos momentos junto al portal, como si fuera un macetón de esos que algunas comunidades ponen de adorno, y que a veces, hacen el mismo efecto que el culo asqueroso y peludo del marido de la mujer fumadora, y padre de Carlitos, el marica del tercero.

Carlitos y Pepe se miraron apenas una décima de segundo, y se lanzaron uno contra el otro buscando sus bocas. Pero al hombre de la gabardina se le había olvidado darles instrucciones precisas de lo que debían hacer en esos momentos, y no fue fácil que en los nervios del momento, encontraran sus bocas a la primera. Carlitos Saltó a los brazos de Pepe, que no se lo esperaba, y que se había lanzado haciendo morritos a la búsqueda de la boca de su repentino amor de toda la vida. Así que Carlitos acabó dando una patada en los morros de Pepe, el que se ponía los faralaes por la noche en su casa, con las ventanas y las persianas cerradas a cal y canto.

Los dos acabaron en el suelo del descansillo, uno quejándose de la patada en los morros, el otro de la herida que se había hecho en el dedo meñique de su pie izquierdo, que fue el que impactó directamente en labio de Pepe.

Pero esto no los desanimó. En apenas una décima parte que el cronista tarda en contarlo, los dos se pusieron de acuerdo sin mediar palabra, y encontraron los labios del contrario, poniendo todo su ardor en un beso que, por las trazas, iba también a batir todos los récords hasta ese día. Revolcaronse por el descansillo, sus manos palpaban, las de Carlitos intentaba quitar la ropa del vecino del 2º, con el que había soñado desde los 16 años, Pepe palpaba las estupendas curvas de Carlitos, que para ahorrar tiempo ya estaba desnudo cuando se había acercado a la puerta de su casa. Eso facilitó a Pepe el comprobar así de reojo si el culo del Carlitos se parecía siquiera en un poquito al de su padre. Respiró tranquilo, y se entregó al desenfreno con su nuevo amante.

El hombre de antes volvió a intentarlo. Esta vez se acercó más a él, casi se pegó a su cuerpo. Fermín intentó apartarse sin brusquedad, pero con firmeza. El hombre no parecía ser de los que aceptan un no por respuesta. Fermín se levantó de la silla, cogió su bebida y se fue a la otra esquina del local. Apoyó el abrigo en una pequeña repisa, cerró los ojos, y empezó a bailar suavemente.

Carlitos y Pepe estuvieron con sus juegos amorosos al menos 7 horas y 23 minutos. Lo hicieron en el descansillo, en la cocina, colgados de la barra de la cortina de la ducha, encima de un armario, debajo de la fregadera, encima de un radiador eléctrico encendido a toda mecha, en la escalera, en el descansillo del segundo, en la terraza del tercero, en la cocina del portero, que había salido a atender al servicio de limpieza que quería llevarse a la señora fumadora, y a su marido, el del culo en pompa, peludo y asqueroso.

De repente notó que alguien se había acoplado a él por detrás, como si fuera una segunda piel. Notaba su bulto menearse al rozarse con su culo. Se giró bruscamente: era él de nuevo. Sonreía de esa forma, con ese aire superior y de saberse irresistible. Le hacía indicaciones con su mano para que se acercara a él.

– El otro día gritabas con esto, y no te cansabas de recibirlo por tus agujeros – y se llevó la mano al paquete.

– Eso fue el otro día.

Fermín se puso su abrigo, y se encaminó hacia la puerta.

Ya se les acababan los sitios donde innovar. Ya tenían todo su cuerpo irritado de tanto roce, mete y saca, y la garganta un poco perjudicada, porque los tíos gritaban cuando se corrían, y la verdad, llevaban ya unas cuantas, y eso afecta a la garganta, y tanto chupar y lamer, secaba la boca, lo cual no era lo mejor para que la garganta no sufriera, y otros temas colaterales, pero que exceden los términos del presente relato.

Salió a la calle. El portero le llamó la atención, porque con sus prisas por salir, se llevaba el vaso con la bebida. Le ofreció un vaso de plástico, pero Fermín pegó un trago largo a la bebida, y le dejó el vaso. Le pidió disculpas otra vez, y se puso el abrigo.

Sonó el móvil: un mensaje:

“Fer, te he mandado un mail. Cuando lo leas me llamas. Ok? Te amo”

Fermín sonrió. Respiró hondo, encogiendo los hombros, y sonriendo. Se quedó mirando, sin ver, el otro lado de la calle.

Pepe tuvo la idea.

Pepe agarró la mano de Carlitos.

Pepe echó a correr con Carlitos agarrado de la mano.

Pepe sacó las llaves de su coche de no preguntes dónde.

Pepe salió a la calle, en una mano llevaba las llaves, en la otra la mano de Carlitos.

Pepe corría hacia el coche, que estaba aparcado al otro lado de la calle.

Carlitos corría detrás.

El hombre de la gabardina debajo de la farola en dónde se había encendido el Pall Mall, al lado del coche de Pepe.

El hombre salió del local. Miró a los lados, buscando.

Le vio justo delante.

Fermín sacaba de nuevo el móvil para releer el mensaje de Gervasio.

Sonreía.

Un coche.

– Te creerás muy guay o algo así, hijo de puta. El otro día bien querías más polla. Te crees que puedes ir por ahí calentando pollas, y sin atenderlas hijo de la gran puta.

El portero se acercó a él para que se callara.

Fermín ni siquiera le había oído.

Fue en un segundo. El hombre en un par de zancadas, se puso a la altura de Fermín. Le obligó a girarse.

– Ni mi puta madre me da la espalda cuando la hablo, hijo de puta.

Fermín casi no era consciente de lo que pasaba. Estaba en el móvil, y estaba con Pepe y Carlitos… “¿Qué decía ese?” Pensó.

– Contéstame o te inflo a hostias.

El portero se acercó de nuevo, esta vez más decidido. Agarró al hombre por la espalda. Pero éste se giró bruscamente y se soltó, a la vez que le daba un puñetazo. El grupo de gente que estaba fuera, se apartó para ver mejor el espectáculo, y no sufrir las consecuencias.

En el mismo gesto del puñetazo al portero, que éste esquivó, se volvió de nuevo hacia Fermín, que le miraba con gesto sorprendido.

– Que pacha, hijo de puta.

Y le empujó.

Y Fermín, para no perder el equilibrio, dio un paso hacia atrás.

Un coche.

No frenó.

Dos golpes sordos.

Pepe y Carlitos volando agarrados de la mano.

Primero subieron

Luego bajaron.

El primer golpe las piernas. El segundo la cabeza contra el parabrisas.

El hombre de la gabardina tiró la colilla de su Pall Mall al suelo.

La pisó. La volvió a pisar.

Las farolas de la calle se encendieron.

El frutero corrió hacia los bultos que había en medio de la calle.

Unas sirenas.

Una señora empezó a llorar.

Una mujer se abrió paso entre las personas que se arremolinaban. Le tomo el pulso, le hizo la respiración… masaje cardíaco. Le limpió las vías respiratorias de los dientes que se habían roto.

Llegó la policía.

Llegó la ambulancia.

Era noche cerrada. Cada vez que se abría la puerta del pub, la noche se llenaba de música para bailar. Pero en la calle, nadie tenía ganas de bailar.

Un grito desgarrado rompió el silencio.

De repente la música del pub cesó.

Un ¡ohhhhhhhhhh! De los que quedaban dentro. Algunas imprecaciones, algunos insultos.

El pincha decidió poner algo más acorde con lo que sucedía en la calle.

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Capítulo 72.

No pudieron hablar durante bastante tiempo. A veces las cosas suceden a un ritmo en el que es imposible asimilarlas completamente. Posiblemente, Joan y Jaime, nunca recordarán con exactitud lo que hicieron esa noche. Demasiadas cosas a las que atender, en las que fijarse. Preguntas de unos, preguntas de otros. Pocas respuestas, al menos inmediatas.

Salieron de la Bolera todo lo rápido que pudieron, después de unos minutos para recuperarse de la llamada.

– ¿Es algo suyo D. Fermín Revuelta Santos? Es que en su móvil lo tiene puesto como a la persona que se debe avisar de sucederle algo.

El interlocutor hablaba con la voz entrecortada. Se le notaba que no le gustaba esa parte de su trabajo, aunque le hubieran entrenado para ello. Pero a Jaime le gustaba menos estar al otro lado del teléfono, y nadie le había dicho como tenía que reaccionar, o lo que debía hacer o sentir.

– Ha tenido un accidente.

Poco a poco se iba preparando la bomba. Jaime la veía venir, pero no quería que viniera. “Si llama el fulano este, es que ha pasado algo grave” “Como me diga que me tranquilice, le mando a la mierda”. “¿Por qué no había cambiado en el puto teléfono las aaa, si ya no eran amigos?” O lo eran menos. O lo seguían siendo pero estaban en proceso de “stand by”.

Quizás, pensó Jaime, mientras esperaba la bomba, Fermín en el fondo le siguiera considerando como un amigo, su mejor amigo, aunque las cosas les hubieran distanciado en los últimos tiempos. Eso le haría sentir mal, desde luego, porque él no podía decir que le hubiera dedicado en las últimas semanas siquiera un minuto de sus pensamientos. Desde aquel día que fue a su casa para interesarse por su salud, y no le contestó, no había vuelto a pensar en él. ¿Debía sentirse culpable?

– No se ha podido hacer nada por su vida. El golpe fue muy violento, y ni la asistencia de una medica de Urgencias, que por casualidad estaba en el mismo lugar del suceso, pudo hacer nada.

Al menos no ha dicho que no había pasado nada, para luego darle la puntilla al llegar al hospital. ¿Era eso un consuelo?

Jaime y Joan no hablaron prácticamente de camino al hospital. Ricardo quiso ir también, pero Jaime pensó que era mejor ir solo con Joan. Además, alguien debía acompañar a Diego y su hermano hasta la casa de Joan, y quedarse con ellos, por si necesitaban algo. Al fin y al cabo, él conocía esa casa como si fuera la suya.

Quizás pensó Jaime, no hubiera sido mala cosa que les acompañara. Necesitaba alguien al que abrazarse, y después de todas las cosas que habían sucedido en los últimos días, los malos entendidos con Ricardo, no era buena idea abrazarse a Joan. A parte, Joan no parecía estar tampoco muy receptivo. Había entrado como en trance. Al fin y al cabo, pensó Jaime, Joan creyó estar enamorado de él apenas unas semanas atrás. Y quizás, el haber tenido sexo con él de forma tan apasionada y reciente le daba un sentido especial a su muerte. O quizás siguiera sintiendo algo por él, a pesar de comprobar que en la época que lo conoció, actuaba como un desconsiderado capullo.

Muerte.

Él no debía estar allí. No debía estar despidiendo a un amigo, reconociendo su cadáver, tratando de su entierro o de sus funerales o de lo que hubiera que tratar. No era un niño, pero tampoco tenía suficiente edad para ocuparse de esos temas, y menos de un amigo de su misma edad. Era injusto. ¿Cómo podría seguir con su vida? Nada sería igual. No podría amar a alguien de la misma forma, no podría hablar con nadie igual. ¿Y si era la última vez? La última vez que hablaron ellos dos, acabaron discutiendo. Y las anteriores, parecido. Quizás debiera haber seguido otra táctica, o haberle ayudado de otra forma en el asunto de Gervasio. No tuvo paciencia, o no supo… al fin y al cabo era su mejor amigo. Era casi su único amigo. Las relaciones sociales, no eran su fuerte. Pero esta vez no se sonrió al decir esta frase, como lo hacía en los últimos tiempos, desde que Ricardo le tomaba el pelo al respecto. ¿O era Joan el que lo había hecho? Daba igual. Hoy no le hacía gracia.

Fermín siempre le había dicho a Jaime, que quería que se ocupara de todo si un día le pasaba algo. Sabía que, si no había cambiado el testamento, era además su único heredero. No había familia que pudiera reclamar nada. Se sintió raro cuando le dieron sus cosas, las que llevaba encima. El teléfono… y ese último mensaje. Le dijeron los de la ambulancia, que debía estar leyéndolo cuando le empujaron a la calzada. Y cuando voló por los aires.

Lo leyó y se lo enseñó a Joan.

Joan ni siquiera pestañeó. Solo se le notó que los hombros se le hundieron un poco más si cabe.

Estar en la misma sala que el cadáver, y ver levantar la sábana… y mirar… Esa expresión de paz, incluso de alegría… y ahora ¿Qué? “Te amo”; tanto anheló escuchar esas palabras de boca de Gervasio, y cuando todo empezaba a arreglarse, cuando la vida se aclaraba, y las piezas se juntaban, la reina y el rey, juntos para los restos… los restos habían pasado a ser igual a cero. Siempre pensó que esa relación le iba a costar la vida, pero nunca creyó que iba a ser de esa forma. Y justo además cuando las cosas parecían cambiar. Cuando Gervasio había puesto patas arriba su acomodada vida por Fermín. Cuando lo había arriesgado todo, todo, y parecía haber ganado, resulta que había perdido. Que era el fin.

Se sentaron los dos en uno de los pasillos. No sabían muy bien por qué no se iban a casa. Apenas podía hacer nada.

– ¿Ger?

– Joan, que sorpresa, me alegro que me llames. Aunque no son horas la verdad. Has tenido suerte de pillarme despierto. Debo pedirte…

Era la otra parte de la ecuación. Y esa le tocaba a Joan. Decirle a Gervasio que todo había sido por nada. Que el destino había jugado fuerte, y había ganado. ¿Era el destino quién había ganado? Joan seguía como un zombie. Marcó de forma mecánica, pero sin pensarlo mucho. Jaime pensó que si lo hacía, a lo mejor no era capaz de articular palabra.

– Perdona Ger que te corte, pero debo decirte algo, y cuanto antes acabe mejor.

Al otro lado del teléfono se hizo el silencio. Gervasio no recordaba haber hablado con Joan nunca y que este tomara ese tono de voz tan impersonal, tan extraño. No podía imaginarse lo que le tenía que decir, aunque se le ocurrió que a lo mejor quería echarle en cara su forma de comportarse con él. Sabía que había intentando tener algo con Fermín, una de las veces que él había desaparecido de su vida, y a lo mejor se sentía culpable, porque se había enterado de alguna forma que él había roto con su vida para embarcarse en la mayor aventura de su existencia, junto a Fermín. La primera vez que hacía verdaderamente lo que quería en asuntos del corazón.

– No sé como decirte esto, me han aconsejado algunas tácticas, pero no las acabo de coger el truco. Da igual… mira te lo digo y ya está. Fermín ha tenido un accidente. Estoy en el hospital, con Jaime, que ya sabes que era muy amigo de Fer. Le atropellaron, ¿sabes?

– Pero ¿como…?

Joan le cortó, no quería contarle los detalles. Quería colgar cuanto antes, quería acabar con todo eso, e irse a su casa, y sentarse en el suelo, en un rincón de la galería, mirar a la calle oscura y pensar.

– Las circunstancias no importan, Ger. Ya habrá tiempo. Mira, Fermín no tuvo suerte, y el primer golpe en la cabeza fue fatal. Fue instantáneo. Nos dicen los médicos que apenas tuvo tiempo de enterarse de nada, ni sufrir. Había una médica de Urgencias celebrando la Navidad, sabes, una de las mejores me dicen sus compañeros, y no pudo hacer nada. Acabo de verle, sabes, y tenía cara de felicidad. Me dicen que estaba leyendo tu mensaje cuando pasó. Hay algunos detalles que ya te contaré, si quieres, pero en otro momento…

– ¿Ger? ¿Estás bien? Quizás debiera decirte… ¿Ger?

Joan solo recibió como respuesta silencio. La pantalla del móvil se encendió anunciando que la comunicación se había acabado. Se quedó mirándola durante unos instantes, como hipnotizado. Levantó la cabeza y se encontró con la mirada interrogante de Jaime. Se encogió de hombros como respuesta.

– ¿No le habrá dado un ataque o algo?

Joan se quedó mirándolo, como si le hubieran hablado en un idioma incomprensible. Volvió poco a poco a la realidad, y pensó que a lo mejor Jaime estaba en lo cierto. Buscó en la agenda del teléfono el nombre de una amiga de Ger, que una vez, hacía ya tiempo, le había presentado, y habían pasado unos días muy divertidos. Nunca la había llamado, aunque en ese momento, en el fragor del disfrute, habían hecho votos por verse, aunque fuera sin Gervasio. Pero son cosas que se dicen y que raramente se cumplen.

– Por una vez, debo alegrarme de mi desidia a la hora de borrar teléfonos inútiles.

Jaime giró su mirada, que se había perdido otra vez en la pared de enfrente. Joan había hablado en voz alta, aunque no se había percatado de ello. Le vio marcar, le vio hablar, tras muchos intentos… la hora no era propicia para estar despierto, aun con celebraciones de por medio. Pero no escuchó lo que le decía. Era como si les separara una cristalera insonorizada, que le diera la posibilidad de ver, pero no de escuchar.

– Ella sí había borrado mi teléfono.

No entendió lo que quiso decir Joan al colgar. Pero en ese momento, tampoco le importaba demasiado. Él estaba en otro sitio, cenando, los dos, en el “Avelino”. Buen restaurante, buen ambiente, camareros agradables…

– Perdonen.

Levantaron los dos la mirada. Estaban como pasmados. Uno de los dos hombres, se agachó para hablar más cerca de Jaime, como si le fuera a hacer una confidencia. Y al fin y al cabo, así era. Porque la muerte y todas sus consecuencias, no son más que grandes confidencias, que hay que decir en voz muy queda, para que nadie se entere y se asuste.

– Sería conveniente que nos proporcionaran ropa para vestirlo. La que llevaba ha quedado muy estropeada. Ya sabemos que esto es un momento duro, pero…

Joan y Jaime se miraron. Tardaron en reaccionar. Era como si no hubieran comprendido las palabras del empleado de la funeraria. Él y su compañero les miraban esperando una respuesta.

– Si les es molesto, podríamos ir nosotros a su casa y…

– No, no… no se preocupe – Jaime reaccionó de repente, incorporándose un poco en la silla, como si alguien le hubiera dado una patada – Es algo que debo hacer yo. Gracias de todas formas.

Jaime se levantó como un autómata, y se encaminó hacia la puerta. Ni siquiera se acordó de Joan, ni de decirle, ni de…

– Te acompaño.

Jaime se dio la vuelta. Le miró a los ojos por primera vez en toda la noche, y no pudo evitarlo, ni siquiera supo como fue, pero abrió sus brazos y se colgó de su cuello. Apretó, apretó… y notó como Joan le apretaba también, hasta casi hacerse daño.

Y lloraron. Lloraron por Fermín… y un poco por ellos también.

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Capítulo 73.

Colgó el teléfono. No quería seguir escuchando. Quería mirar el mar. Quería que el Cantábrico le dijera si lo que acababa de escuchar era verdad, o si se trataba de una pesadilla macabra en el día en que todo parecía encauzarse de la forma en que él y Fermín querían. Deseaba al menos que le dijera, si lo que acababa de escuchar era un castigo por algo que había hecho, por lo mal que había llevado este tema; por lo mal que había llevado su vida en general. Y todo por no enfrentarse con dureza a la gente que le había despreciado, empezando por su familia. Por esconderse detrás de una fachada hecha a la medida del mundo que lo rodeaba.

Había intentado llorar justo después de que la voz de Joan se apagara. Intentó convulsionar su cuerpo y con esto producir unas lágrimas que él creía imprescindibles para convencerse de que todo esto le dolía. Que amaba de verdad a Fermín. Si no era capaz de llorar, le parecía que no sentía de verdad la muerte de la persona a la que había elegido para pasar los siguientes años de su vida.

Y no podía llorar.

Se fue al ventanal. El mar. Había temporal esa noche. Era como si se hubiera puesto de acuerdo para hacer el ambiente conforme a la situación. Muerte y desolación, lágrimas rebeldes que no quieren salir. Opresión en el pecho… porque el pecho le había empezado a oprimir.

Y la cabeza.

De repente no pudo soportar el dolor. Se fue doblando sobre sí mismo. A la vez intentaba llorar, intentaba respirar, porque tenía la impresión de que el aire había abandonado la habitación. Solo podía gritar. Gritos que nadie podía escuchar, ni siquiera él mismo.

Fermín dando vueltas a su bebida. En el salón de su casa. De repente esa imagen apareció en su cabeza y aparcó las demás. Su cara de ofendido, o de enfadado, o de falta de esperanza. Nada de lo que él le contaba parecía satisfacerle. Todo… todo había sido en vano. Él era el único que pareció entender que no había futuro. Él sabía que todo había sido en vano. Gervasio llegó tarde a todo. No entendió a tiempo que le amaba. No entendió a tiempo que estaba actuando mal. Todos se lo decía, pero él escondió la cabeza debajo de la arena de la playa, después de pasear por ella con mirada altanera. Allí estaban el chico de Bilbao, o el de Palencia. Los de Burgos, o los de Valladolid. Las decenas de Madrid, uno por noche durante los varios meses que tuvo que pasar en la capital para cimentar adecuadamente su empresa. Oscuridad… como la de esa noche.

Le tenía que haber dicho lo mucho que lo amaba. Se lo tenía que haber gritado. Ese día, el de su última cena, debía haberse arrodillado delante de él, y jurarle por lo más sagrado para él, que eran sus hijas, que todo se iba a arreglar, y que ellos iban a estar juntos siempre.

Gervasio estaba hecho un ovillo en el suelo. Gritaba… “no”, “no”… lloraba sin lágrimas. El mar rugía de fondo, como haciendo los coros. El viento ululaba… “no”… “no”. Su pecho parecía que iba a estallar. Su cabeza… golpes y más golpes… le iba a estallar también…

Ya no sería posible ese sueño. Fermín y las niñas, y el peque por llegar, jugando en la cama, metiéndose con él. Y él peleando contra todos, pero estos, al final, ganaban siempre. Y acababan comiendo tarta y chocolate en el Menfis. Y cuando su economía se recuperara del desastre en la que su ruptura le iba a sumir, comprarían una casa en Santander, para pasar muchos fines de semana en el invierno. El mar embravecido, también merecía prestarle atención. Las olas rompiendo sobre las rocas, y jugando a no mojarse. Ir a comer pescado a los puertos del litoral, o hacer excursiones a Asturias, o a Vizcaya… con el mar siempre presente, bravío, enfadado…

– ¡¡¡¡Diossssssssssssssssssssssssssssssssssss!!!!

No podía llorar. Lo intentaba, pero seguía sin poder. Su cabeza llena de ruidos, el pecho oprimido… esa imagen en su cabeza, pegada a fuego: Fermín girando su copa de whisky con esa mirada de desesperanza en el futuro. Él intentaba cambiar esa mirada, lo intentaba, le hablaba… aunque no salían palabras por su boca. No tenía palabras, aunque parecía que hablaba, era todo muy extraño… pero Gervasio extendía su brazo derecho hacía él… quería llamar su atención… Fermín… Fermín… no podía respirar, le faltaba el aire… la habitación le daba vueltas, y no hacían más que sonar unos golpes en su cabeza… y el mar… el mar que le decía que nada iba a ser igual, que todo se había perdido por su mala cabeza… que había destrozado su vida, y la de Fermín… nada tenía un sentido, nada merecía ya la pena, la suerte estaba echada, como decía uno del que nunca recordaba su nombre, y que debía tener muchos años… muchos…

La niebla venía del mar, y de repente llenó toda la habitación. Gervasio intentaba llorar, seguía intentándolo… pero no lo conseguía… ¿Será que no podía amar? ¿Sería todo una película en la que ocupaba su mente por las noches? Un hombre con sombrero, y fumando un cigarrillo, apareció entre la niebla. Llevaba una gabardina sucia y arrugada. Le miraba de una forma extraña, fija… le miraba a los ojos. Tenía mirada de muerte. De repente supo lo que tenía que hacer: levantarse del suelo, y abrir la ventana. Todo sería muy sencillo. Así ya no tendría importancia llorar. Así el dolor del pecho desaparecería, y los ruidos de su cabeza. Seguían esos ruidos, eran como si alguien le golpeara con un bate de béisbol en sus sienes… levantarse, y abrir la ventana… si ese dolor en el pecho pudiera mitigarlo unos instantes siquiera, podría conseguirlo… esa mirada del hombre de la gabardina… mirada de muerte y asco, como grabada a fuego, como grapada… Gervasio intentó apartar esos ojos penetrándolo hasta lo más profundo de su alma, intentó cambiarla “eres un sueño, ¡maldito!,” le gritaba en su cabeza. “No eres real, solo un puto y asqueroso sueño”. Porque ya no tenía fuerzas para gritar en voz alta. Solo para hacerlo silenciosamente en su cabeza… ¡¡Joder!! Intentaba levantarse… unos centímetros, apoyado en el ventanal… casi llegaba ya a la cerradura… esos golpes en su cabeza… su pecho… ¡¡Aire!! quiero aire… necesito aire… logró levantarse unos centímetros más, tocó con sus dedos el pestillo de la ventana, lo quitó…¡¡Aire!! ¡¡Aire!! No podía llorar… esas putas lágrimas no querían salir las jodidas… ¡Te amo, joder, aunque no pueda llorar! ¡¡Joder!!… quería gritarlo… pero no le salían las palabras… solo en su cabeza resonaban esas súplicas… La niebla… se incorporó unos centímetros más, el hombre de la gabardina parecía haberle guiñado un ojo… Fermín girando y girando su vaso… esa mirada triste, sin vida… Fermín, ¿Por qué?…

De repente cayó al suelo. La niebla se transformó en oscuridad absoluta. Ya no intentaba llorar, ya daba igual. Los golpes en la cabeza, eran ahora pequeños sopapos dados alternativamente en uno y otro carrillo. La vida no tenía sentido si no podías llorar por tu amor… Fermín… Te amo, mi amor, te amo, amor mío… amor… amor… notó un pinchazo en su brazo… y todo dejó de tener sentido, forma, el dolor desapareció, y el aire pareció entrar con libertad y soltura en sus pulmones.

El mar seguía rugiendo de fondo. Pero ahora parecía querer acunarlo. La niebla se fue… una luz potente enfocó sus ojos, primero al izquierdo, después al derecho. Su respiración se hizo más tranquila. Y el hombre de la gabardina apagó su cigarrillo en el suelo, pisándolo con saña, como si estuviera enfadado porque se le había escapado una presa que parecía fácil.

Quizás mañana, pensó, mientras se iba a buscar.

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Capítulo 74.

Siguieron casi sin hablar. Se subieron al coche en silencio. Joan condujo hasta la casa de Fermín. Aunque era domingo, la ciudad ya empezaba a despertar. Dentro de poco amanecería, y los primeros corredores saldrían para aprovechar mejor el domingo.

– Debería volver a correr, salir por las mañanas y…

Joan dejó la frase en el aire. Jaime lo miró con desgana y un poco de curiosidad, pero no dijo nada.

Daban la impresión de estar cansados, aunque en realidad estaban perdidos, estaban buscando un sentido a todo. Cada uno por su lado, buceaban en sus recuerdos. Buscaban ese momento en que podían haber hecho algo para que la vida de su amigo, hubiera sido diferente, y quizás, haber evitado este final. Hay montones de pequeñas bifurcaciones en nuestra vida, y cada pequeño viraje, apenas imperceptible, puede cambiar radicalmente la vida de las personas. Joan y Jaime buscaban pequeñas decisiones en las que pudieron actuar de otra forma, y quizás producir un cambio más grande a la larga. Quizás si esa noche, cuando llegó Carlos a casa de Fermín, enfadado porque éste le había prometido llamarle y repetir, y le había comido la oreja sobre lo sensacional que era, y lo mucho que le apetecería intimar con él, conocerlo, si en lugar de irse con él, hubiera hablado con Fermín… o quizás si le hubiera llamado otro día, o si el día que vio a esos tipos salir de su casa, se hubiera implicado y hubiera acompañado a Jaime para interesarse por él, y hubieran insistido. Había oído rumores entre la gente que se movía en ese mundo del ligoteo sin compromisos, de que había tenido una noche “durita” con él, y que le iba la marcha. Pero ignoró esos comentarios, aún sabiendo que esa gente no era recomendable, y que dudaba de que Fermín supiera en qué mundo se metía.

Joan aparcó el coche. Se quedaron los dos un rato, mirando hacia delante. Empezaba romperse la noche. Joan se decidió y abrió la puerta del coche. Salió.

Jaime aún se lo pensó un par de minutos más. Y abrió la puerta, porque vislumbró a Joan a través de los espejos dar pequeños saltitos para entrar en calor. Antes de apoyar el pie en la acera, abrió su mano derecha y miró las llaves de la casa de Fermín, y que habían pasado a recoger por su casa. Se las dio aquel día, mientras cenaban en el Avelino. Cerró la mano rápidamente, como su simple visión le produjera que se abriera una enorme tormenta de sentimientos dentro de él. Aquella cena parecía ahora premonitoria.

Salió dando un salto, y se dirigió decidido hacia el portal. Sin mirar siquiera si le seguía Joan, se dirigió al ascensor, y lo llamó.

Siguieron sin decirse palabra, evitando que sus miradas se encontraran. Y es que no sabían qué decir. Y no querían comprobar el sufrimiento en el otro. Cada uno tenía bastante con el suyo.

Entraron en casa. Hacía calor.

Se quitaron los abrigos.

Se miraron durante unos instantes, ahora sí. Se preguntaban cosas con los ojos, pero ninguno recibía respuestas. Seguían sin tenerlas.

Sonó el teléfono de Joan: un mensaje.

– A Gervasio le ha dado un ataque de ansiedad

Le fue a pasar el teléfono para que lo leyera, pero Jaime le hizo un gesto de que no necesitaba leerlo.

– Era de Mati.

Jaime asintió.

– Voy a mirar el ropero. Mira si encuentras los teléfonos de su trabajo, o de amigos y tal, para avisarles. ¿que ropa elijo? ¿Un traje?

Joan se quedó pensando unos minutos.

– Yo elegiría la ropa que más le hiciera sentirse guapo. La que más le gustara.

Jaime se encogió de hombros para mostrar su impotencia.

– ¿Cómo te gustaría que te vistieran?

– Joan, por favor…

– Haz lo que quieras. Voy a mirar el ordenador.

Joan le dio la espalda, y se fue hacia la habitación que hacía de despacho.

Jaime se quedó mirando como avanzaba por el pasillo.

Empezaron por unas entradas. Raciones pequeñas, que les permitiera picar de muchas cosas. Unas setas al ajillo. Unos espárragos rellenos. Y un poco de cecina, a Jaime le gustaba mucho.

Y bebieron cava desde el principio. Uno bueno, además. Un Brut Nature. Porque Fermín quiso. Decía que como pagaba él, se arrogaba ese derecho. Jaime no discutió, aunque hubiera preferido alguno de los tintos de la bodega en dónde trabajaba Fermín. “No me mires así, ya sé lo que estás pensando, pero olvida durante un momento que me gano la vida con los tintos de la Ribera, y sobretodo… ¡¡No se lo cuentes a nadie!!” y le dio una patada por debajo de la mesa. Le dejó marca el capullo. Pero rieron cómplices.

Abrió el armario. Era la parte de las americanas y de las chaquetas con hombreras. El traje en general le sentaba bien a Fermín. Sabía llevarlos. Sobre todo le sentaban bien los azules. Quizás podría elegirle un traje azul, con una camisa amarilla fuerte, y una corbata en tonos granates con dibujos de fantasía. Fermín era más atrevido con los colores que él. Si hubiera sido por Jaime, traje gris, camisa azul, y corbata gris o negra.

Aquel día que Fermín le llevó a cenar por última vez… llevaban un tiempo discutiendo mucho. Gervasio y la forma de encarar el asunto de Fermín, hacía que Jaime en numerosas ocasiones le echara la bronca, o intentara al menos que se tomara las cosas de otra forma. Sabía además, que empezaba a correr peligro su trabajo, porque no lo hacía bien, porque no iba muchos días, porque sus jefes, eran amigos, pero… se jugaban su dinero. Y Jaime apreciaba a Fermín, y le dolía que se estuviera precipitando por un barranco. No quería ver como se estrellaba, y mucho menos recoger sus pedazos.

Una camisa verde. La sacó del armario. La llevaba ese día en la cena. En el Avelino. Paté, pidieron un poco de Foia… Fermín le hubiera echado la bronca si le llega a leer el pensamiento y comprobara que había llamado paté al foia. Le recordaba untando las tostas aún calientes, de la forma que a él le gustaba. Untaba una para él, y otra para Jaime. Era una manía, prepararle las tostas. Decía que Jaime no tenía estilo. Con el Foia, todavía estaba parloteando sin cesar. Personajes raros que aparecían por la bodega, o las manías que tenían algunos con el vino. Que si abrir la botella así, que la etiqueta debía ser de esta forma, que a uno le gustaba olerlo después de dar vueltas al vino exactamente cuatro vueltas en la copa.

Jaime se recordaba a si mismo, mirándolo y escuchando sin casi articular palabra. Le conocía lo suficiente para saber que ese parloteo era debido a que quería evitar que le hiciera preguntas y le despistara de lo que le quería decir. Quería tener el control de la conversación, pero sin que se notara. Y Jaime le dejaba hacer. No tenía ni idea de lo que le iba a decir. De hecho, le sorprendió la llamada: hacía ya casi tres semanas que no se hablaban. Fermín se enfadó mucho con él, porque le dijo lo que pensaba de Gervasio, de su relación, y de la forma de comportarse que había tenido en los últimos tiempos. Lo que le hizo a Joan, y a tantos otros que llegaron, y a los que hipnotizó con su magia, y luego tiró en la cuneta, con el alma desnuda. Algunos de esos hombres, nunca hubieran creído de si mismos que iban a caer en las redes de un hombre, de esa forma tan sencilla.

– Eres mi mejor amigo, Jaime.

Ese fue el pistoletazo de salida. La camarera acababa de limpiar la lubina para Jaime, mientras el solomillo con salsa de mostaza antigua, esperaba.

– Mira Jaime, es el mail del que hablaba en el sms.

Jaime salió momentáneamente de su ensimismamiento. Miró desganado hacía dónde venía la voz de Joan.

Se decidió y se fue acercando.

Joan leía:

Yo la escuchaba complacido. Porque pensé que así, no tendría que hablar yo. No sabía como iba a reaccionar, porque nunca le había dicho que yo era gay, o bisexual, o lo que sea. Vale, soy gay, pero estaba pensando en decirle que era bi, que parece que al principio es como más suave, y luego… vale, según estoy escribiendo esto me estoy dando cuenta de lo patético que resulto, y del miedo que tengo. Soy gay, que narices, soy gay, soy gay, y estoy enamorado: de ti.

Hala, ya lo he dicho. ¿Lo has leído bien?

Te amo.

Te amo.

Joan paró unos minutos. Su voz se entrecortaba de la emoción.

Jaime bajó los ojos, y se dio media vuelta para volver al armario, y elegir la ropa adecuada.

– Sé que nos peleamos mucho y eso, que estás enfadado conmigo, pero… calla, no me contestes, luego dices… déjame acabar con lo que quiero decirte, por favor. Si me paro, perderé el hilo, y no quiero…

Jaime recuerda todavía la sensación rara que sintió al verle ponerse tan serio. Un escalofrío le recorrió la columna. Siguió hablando, recordando los buenos momentos que había pasado. Y sus largas conversaciones. Se habían servido de apoyo muchas veces. “esos son los amigos”, repetía machaconamente Fermín. Le dijo lo mucho que le quería, y que en el fondo, era la persona que más quería. Le daba pena que no hubieran podido enamorarse. Porque hubieran sido la mejor pareja.

Joan volvió a leer en voz alta:

Este fin de semana, no voy a poder ir a Burgos. Pero el martes, estaré ahí, para cocinar un buen guiso, cenar a la luz de las velas, y hacer el amor contigo, hasta caer extenuados. El vino lo pones tú, y yo que tú avisaba en la bodega, que el miércoles no irás a trabajar. Porque te voy a dejar agotado.”

Jaime apenas dejó de rebuscar en el armario. Ya no miraba distraido, había decidido la ropa que le iba a elegir: la misma que llevaba esa última cena.

Pero aunque no estaban enamorados, dijo Fermín, era la persona más importante de su vida. Y diciendo esto, alargó la mano, y le dio las llaves de su casa.

– Por si algún día pasa algo.

Jaime se le quedó mirando con la boca abierta. Le extrañaba sobre todo ese aire solemne que parecía haber dado a toda esa escena, a su forma de hablar.

Y este sobre es para que lo abras si pasa algo. Es mi testamento. En él te dejo heredero de todo lo que tengo, o pudiera tener.

Jaime protestó. Intentó razonar con él, de que eso no era adecuado, y que a lo mejor dentro de unos meses se arreglaba con Gervasio, o se enamoraba de otro, y que…

Pero Fermín empezó a comer despacio su solomillo, que hasta ese momento apenas había probado. Con una sonrisa en sus labios. Y una cierta paz en el semblante.

Casi no volvieron a hablar. Volvieron a discutir pocos días después, y luego… Jaime empezó a estar demasiado ocupado con sus historias amorosas. Le hubiera gustado contárselas, y que le aconsejara, pero… no pudo encontrar al Fermín de antes a Gervasio, o el Fermín de aquella cena.

Te amo, Fermín.

Te amo… ¡qué bonito!…

Te lo envío, ya. El martes nos vemos.

Gracias por tener paciencia conmigo.

Un beso de tornillo.

Joan no pudo acabar. Se le quebró la voz al echarse a llorar. No sabía muy bien por qué lo hacía. ¿Por Fermín? ¿Por Gervasio? ¿Por él mismo? ¿Por la fatalidad del destino? No se esperaba esa historia sobre la familia de Gervasio. Conocía a Rosa, y… no hubiera creído que fuera capaz de llevar esa doble vida. Cómo habían cambiado los papeles en unos días. Él había juzgado a Gervasio, y le había condenado. Y parece que las pruebas en las que se basaba su condena, no eran completas. Quizás lloraba por la posibilidad de que estuviera haciendo lo mismo con otras personas. O lo estuvieran haciendo con él.

Joan se quedó mirando la pantalla pero sin ver nada. Seguía buscando un por qué. Sabía que era una tontería buscarlo. Pero aún así, en ese momento no podía hacer otra cosa. Debería llamar a Gervasio, pero… no sabía si quería perdirle perdón. O si podría. Quizás porque no sabía como afrontar su dolor, como ayudarle. Escuchaba a Jaime en la habitación del fondo remover los armarios buscando la ropa adecuada para amortajarle. Sabía que necesitaba soltar su tristeza, su rabia. Quizás su culpa, aunque fuera infundada. ¿Por qué cuando muere alguien que queremos de una forma inesperada y trágica, parece que necesitamos sentirnos culpables, pensar que podríamos haber hecho algo al respecto?

Quería ayudar a Jaime, hablar con él. Pero no tenía respuestas. Ya no. Estos últimos días habían poco a poco minado su confianza. Lo que Ignacio había conseguido con él en su vida en común, se había esfumado en apenas unas pocas semanas. Ya no sabía el tiempo que podría mantener la máscara de hombre seguro delante del resto. Y parece que todos necesitaban de él.

Notó las manos de Jaime que se apoyaban en su hombro. Instintivamente apoyó su rostro sobre una de las manos. Necesitaba ese contacto. Se quedaron así unos minutos.

– ¿Nos vamos? – dijo Jaime en apenas un susurro entrecortado por un amago de llanto.

Joan se levantó.

Apagó el ordenador.

Se quedaron unos segundos mirándose a la cara.

Jaime le pasó su mano por la mejilla, limpiándole con el pulgar los restos de sus lágrimas.

Se sonrieron.

– ¿Vamos?

Joan asintió con la cabeza.

______

Capítulo 75.

Era la misma habitación en dónde había estado la última vez.

Era la tercera vez que le detenían.

Pero ésta había sido especialmente humillante.

Lo habían hecho a posta, delante de su gente. Para doblegarlo. Porque no tenían nada nuevo. Lo debían haber preparado durante tiempo. Era la ocasión en que con más gente se había juntado desde que estaba en Burgos, y en un sitio público. Seguro que le habían estado siguiendo y eligieron ese momento. Para destrozar su vida. Para empujarlo a decir cualquier cosa. A confesar lo inconfesable.

Y no tenían nada, porque no podían tenerlo.

Carlos miraba por la ventana. Estaba en un centro de menores de Valladolid. Era menor cuando sucedió todo, así que le correspondía ser tratado como un menor. Al menos en eso de momento, tenía suerte. No sabía si podría resistir ir a una cárcel normal.

A veces había pensado en declararse culpable y cumplir sentencia. Y acabar con toda esta historia. Pero ya era un reto para él. Aunque en esta ocasión casi se derrumba y renuncia a todo. No fueron los golpes que se perdieron y se reencontraron a la altura de su estómago o de su espalda, o incluso en su cabeza, allá en “la Bolera”, cuando le detuvieron. Fue la humillación de que toda la nueva vida que se había montado, incluso cambiando de ciudad varias veces, se había derrumbado y en público. Con decenas de móviles tomando la imagen de él siendo conducido por los policías. Mañana los periódicos acabarían con cualquier resquicio de intimidad. Su pasado, su historia, serían de dominio público, también en Burgos. Todos sus compañeros de facultad, los del piso, sus ligues, sus proyectos de amigos, sabrían que él, Carlos Menéndez Sastre , había sido detenido ya tres veces porque la policía estaba segura de que había matado a sus padres y a su hermano. Y además lo había hecho con saña, premeditadamente. Y harían hincapié en la crueldad de matar a su hermano de 13 años. “¿Qué mal le podía haber hecho?” Se preguntarían los periodistas y por ende, el público en general, incluido sus conocidos. “Mira el Carlos, como se las gasta”, diría alguno. “ya me parecía a mí que había algo raro”, dirían otros. “Ya sabía yo que no era trigo limpio”, asegurarían otros en la barra del bar de la facultad.

Y daría igual que fuera inocente o culpable. Todos lo condenarían. O al menos, lo mirarían de forma distinta. Incluso algunos, se apartarían porque pensarían que, si había matado una vez, podría hacerlo más veces. Ya le había pasado antes. Y volvería a pasar. Porque si la policía estaba tan convencida, sería porque era culpable, aunque no lo pudieran probar.

Y ayudaría mucho ver y escuchar a sus tíos pidiendo que le encarcelaran, y que le juzgaran. “Fíjate, hasta su familia, su sangre le cree culpable”, comentarían las señoras en el mercado. Sobre todo a su tío Marcelo, que le odiaba profundamente. No pediría la pena de muerte para él, porque no quedaría bien. Eso sí, no pueden disimular que lo prefieren muerto. No, no piden que se solucione, que se destripe el caso. Ellos ya lo condenaron hacía años, y quieren que se ejecute la condena. De momento han conseguido que se ejecute la condena de la publicidad. Intentan que acabe en la cárcel. Y de paso, que pierda la herencia de sus padres.

“¡Culpable! ¡Culpable! ¡Culpable!”, resuenan los gritos de la otra vez, cuando entraba en el juzgado. “¡Asesino! ¡Asesino!”, seguían gritando. Y entre ellas la voz de su tía Genoveva, que se debió quedar afónica.

Le interrogaron. Otra vez. Varias horas. Lo llevaron al juez. Éste no tomó una decisión, salvo enviarle al centro de menores a Valladolid. Una abogada se presentó casi inmediatamente en la comisaría de Burgos. La enviaba su abogado de Palencia, que “misteriosamente” se había enterado de todo con pasmosa velocidad. No había hecho falta ni avisarle. “Nuevas pruebas”, decía la policía. Él rió, como hacía siempre. No tenían nada. Nada. Todo lo basaban en que se rindiera y confesara. Pero eso no iba a pasar nunca.

¿O sí?

Él de todas formas calló. No salió más que una risa sardónica de vez en cuando, lo cual desde luego no contribuía a que la inquina que le tenían los policías disminuyera.

No tenía fuerzas. En la soledad de su celda, se sentía débil, vulnerable. Había pasado la noche llorando de rabia, de desesperación. No se creía con la energía suficiente de empezar de nuevo. Si quería volver a su vida, debería dar todas las explicaciones del mundo. Y la gente pensaría que les había engañado. No era así, porque tampoco nadie había preguntado. Bueno, rectificó, eso no era del todo cierto. Alguno si se había interesado por su vida, pero él había sabido salir con evasivas. Aunque tampoco insistieron mucho. Si Joan le hubiera preguntado a lo mejor se lo hubiera contado todo. De hecho, quería habérselo contado. Alguna noche incluso, soñó con eso. Y se sintió inmediatamente liberado, como nunca lo había hecho desde que mataron a su familia.

Joan era de esas personas con las que te gusta hablar, contarle tus cosas. Pero no había tenido la ocasión, o quizás aquél tampoco había mostrado demasiado interés. Quizás porque el detective ese con el que el gilipollas aquel le había investigado, ya se lo había contado todo. O porque no había sabido convencerlo de que le interesaba más como amigo que como polvo.

No tenía ganas de inventarse otra vida. De irse a otra ciudad, de huir. De volver a empezar de nuevo, volver a hacer amigos, otra universidad… amigos… en realidad nunca se los había permitido, y para una vez que se decidía a romper un poco su coraza… y dejar de pensar con la polla… pero ¿qué podía hacer con ese pasado? Cualquier relación profunda con alguien, amigos, pareja, hubiera supuesto tarde o temprano hablar de su pasado. Y callar, sabía, pero inventarse una vida… para eso no servía.

Muchas noches se había preguntado qué vio en Fermín para que le hiciera cambiar de actitud. Qué vio en él que le hizo pensar que ese hombre merecía la pena como pareja. Cual de sus frases grandilocuentes mientras follaban, apretó ese interruptor que había tenido apagado con tanto cuidado desde que emprendió su huida, desde que parte de su familia se le puso en contra.

Y Diego. No quería pensar en él. Era al único al que le había contado. No le habría pillado de sorpresa. Aunque es distinto que te lo cuenten, a ver que ese chico al que empiezas a querer, es detenido con tanta aparatosidad: cuatro polis de paisano, no se cuantos de uniforme… golpes, algarabía… todo un espectáculo. Cualquiera sacaría la conclusión de que era un criminal peligroso, y que la policía acababa de evitar que muchas personas acabaran asesinadas con saña y alevosía. Incluso ese amigo de Diego, el policía, aunque le hubieran golpeado, acabaría diciéndole que sus compañeros estaban seguros de su culpabilidad. Y que debía apartarse de él. “Algo hay, Diego, seguro”, le diría en tono serio.

Carlos se apartó de la ventana. Se tiró sobre la cama. Debería dormir, pero no tenía ganas. Mañana sería un día duro. Debería descansar. Pero no quería hacerlo. Necesitaba compadecerse de sí mismo, necesitaba convencerse de todo lo que, una vez más, estaba perdiendo.

Le empezaba a doler la cabeza. Quizás debiera llamar al celador para que le dieran un analgésico. Pero… casi le daba igual que le doliera la cabeza. Quizás era bueno que así fuera, para que dejara de pensar, de compadecerse, aunque era lo que estaba buscando… dolor… físico, mental, emocional… concentrarse en el dolor y volverse loco

¿Para qué seguir viviendo?

De repente esa pregunta que había apartado ya hacía mucho de su cabeza, volvía con fuerza. ¿Qué razón había para seguir?

Quizás declararse culpable, decir a la policía y al juez lo que quería escuchar. Descansar, apartar a los pocos a los que había dejado acercarse, que son su confesión sería cosa automática, y desaparecer. Dejarlo todo. Hacía apenas unos días salvó a Diego de suicidarse… ¿Alguien le salvaría a él?

– ¿Quiero ser salvado? – dijo entre murmullos.

Debía ser extraordinario sentir que alguien te quiere o necesita tanto como para querer salvarte. Estar pendiente de ti, e incluso jugarse la vida, o al menos la integridad física. Hacerlo… no se había parado a pensarlo, pero, luchar por Diego, le había hecho sentirse bien por primera vez en mucho tiempo. Incluso diría que le había hecho sentirse orgulloso de si mismo por primera vez en su vida. Pero ahora, con todo esto, ¿Diego lucharía por él? Ya tenía bastante con luchar por sí mismo…

Empezaba a clarear. Enseguida vendría a por él para ir a declarar a Palencia. Debería ducharse, y ponerse todo lo guapo que las circunstancias le permitieran. Para poder levantar la barbilla y decirles a esos cabrones que no podría con él. Que nadie podría doblegarle. Que buscaran, que buscaran, que perdieran el tiempo. Pero él ganaría. Porque era más fuerte.

Se desnudó con una decisión reencontrada y que le sorprendió a él mismo, ya que apenas hacía unos minutos, estaba pensando en la mejor forma de suicidarse. Se metió en la ducha. Y dio al agua fría para activar su circulación.

Y cantó. Solo para joder.

Quizás ese camino le alejara de todos otra vez… posiblemente fuera lo mejor.

A tomar por el culo.

________

Capítulo 76.

No podía decir que no lo sabía. Carlos empezó a contárselo en la azotea de esa misma casa apenas hacía unos días. Diego se sonreía pensando que nunca acabó de creerse esa historia. Siempre le pareció algo que se inventaba Carlos con el fin de acercarse a él, para convencerlo de que no se tirara esa noche al vacío. Ni esa noche ni ninguna otra. En algún momento pensó que su nuevo amigo tenía una inventiva digna de un guionista de una serie de televisión en su décima temporada y que ya se les ha hecho todo lo imaginable a los personajes, se han divorciado 34 veces, han muerto y resucitado, han viajado al pasado y al futuro también, tuvieron hijos, fueron un rato gays, para luego cambiarse de sexo, y al final volver a ser gays, para luego casarse con alguien del sexo contrario, y tener hijos biológicos a pesar de que en un principio era hombre. Y ya para seguir haciéndola interesante, se daban vueltas de tuerca inverosímiles a la trama, como pudiera ser que se divorciara de su marido, el que le dejó embarazado, y que se casara con un extraterrestre de 5 metros de altura, y todo verde y gelatinoso. Así aguantan una temporada más, trabajito y dinerito a fin d emes y sin preocupaciones con la hipoteca de su casa.

Hubiera estado bien que todo ese montaje de su detención, fuera eso, un montaje. A Diego en el fondo, le hubiera gustado ser tan importante para alguien como para que se inventara una historia, y se inventara incluso una escena de acción para corroborarla. “Debe ser la leche”, se dijo Diego.

¿Era importante para Carlos? ¿Qué era Carlos para él?

Esa pregunta le atormentaba desde que se había despedido de su hermano y de Ricardo después de cenar un poco, y se había metido en la cama. Estaba cansado, pero antes de dormir, necesitaba poner en orden sus pensamientos y sus ideas. Estaba buena la tortilla que había hecho Ricardo. Y los crepes. ¿Por qué pensaba en eso ahora?

Quizás porque la complicidad de Ricardo con Joan le llamaba la atención. No lo pudo evitar y le preguntó a Ricardo si había vivido en esa casa. Conocía todas las costumbres de Joan, y todos los rincones de su casa. Se arrepintió de inmediato, porque Ricardo le contestó un poco seco: “Joan y yo no hemos tenido ningún lío; solo somos buenos amigos”. No supo como decirle que no había sido su intención molestarle, y que no se refería a eso exactamente.

Diego odiaba molestar a la gente. Apenas preguntaba nada a las personas con las que se relacionaba, por miedo a importunarlas. Ni siquiera a su hermano o a su madre. Era uno de los objetivos de su vida: no molestar. Le preocupaba en extremo lo que pensara la gente de él. Y la posibilidad de que Ricardo se hubiera sentido importunado por su pregunta, quizás demasiado brusca por la falta de costumbre de hacerlas, le preocupaba.

Él no había tenido nunca amigos así. No sabía hacerlos. Quizás porque su pasado pesaba mucho. O porque no se consideraba lo suficientemente interesante para que alguien quisiera ser amigo suyo. Esa era una de las consecuencias de haber sido tratado como una mierda durante años, y por su mismo padre: su irrefrenable falta de autoestima. Todas esas cuestiones era barreras insalvables por las que no conseguía amigos de verdad. En los que confiar, con los que ir a casa a ver una peli, y cocinar juntos una tortilla, o dar vueltas al café. Había intentado comprarlos, como cuando llegó a Burgos a estudiar. Pero no había dado ningún resultado.

Ricardo se debió de dar cuenta de su incomodidad con su respuesta tajante, y al poco rato le explicó. Le contó lo mal que Joan lo había pasado cuando murió su marido, y que él había pasado muchas noches allí, incluso días enteros haciéndole compañía. Y por eso era como su segunda casa. Era bonito… ¿Algún día tendría un amigo así? ¿Carlos quizás?

Carlos. Le gustaba. No lo había dicho con palabras, porque tampoco sabía hacerlo. Pero los ratos en que éste había salido de su habitación del hospital, le había echado de menos. Le hacía sentirse seguro, acompañado. Y era una sensación agradable, que desconocía hasta ese momento.

Aunque en realidad, por mucho que intentara engañarse, Carlos le gustaba desde que le vio en hombros del Juanjo ese de los cojones. Y cuando le vio desnudo, ese cuerpo con esa piel que parecía suave, esponjosa, piel brillante… le gustaba ese tipo de piel. Era como más aterciopelada, más joven, sin mucho pelo… y la expresión que llevaba en la cara, dormido por el somnífero que le echaron en el bar… eso es lo que le acabó por conquistar. Cuerpos bonitos habían sido muchos los que el gilipollas ese había llevado drogados a su casa. Y caras de ángel. Pero la de Carlos era distinta. Tenía un duende que se le había metido a Diego por los agujeros de la nariz, y le había invadido todo su cuerpo.

Diego no pudo seguir por más tiempo ordenando sus ideas y sobre todo, sus sentimientos. Acabó quedándose plácidamente dormido sobre su lado derecho. Quizás ayudara la pastilla que se tenía que tomar todas las noches, antes de irse a la cama.

Soñó.

Soñó con los dos, Carlos y él, corriendo por una playa agarrados de la mano, y desnudos. Diego se reía de Carlos, por el balanceo de su miembro, y Carlos se reía de Diego, por el balanceo de sus michelines. Acabaron los dos peleándose en el suelo, de broma, y rebozándose en la arena, como si fueran modelos de esos fotógrafos famosos y que gustaban de usar ese recurso para sus trabajos.

Reían.

Se tocaban.

Acabaron abrazados, rodando sobre la arena, besándose, como en las películas de toda la vida, aunque en esas películas no eran dos hombres los que se besaban, sino un hombre y una mujer. Pero en su sueño sonaba la misma música, con violines y chelos, con un toque de clarinete al fondo, y unas flautas haciendo la segunda voz.

Se levantaron de repente, y sin que ninguno hubiera dicho nada al otro, y, siempre agarrados de las manos, corrieron hacia el mar. El sol se ponía, y estaba medio oculto detrás de una palmera. Era así, porque el director de fotografía lo quería, porque quedaba muy bonito, y porque así era en las películas. Y Diego estaba viendo su propia película en sueños.

Se sentía bien. No recordaba haber estado tan relajado en su vida. Juguetearon en el agua, se hicieron aguadillas. Flotaron de espaldas, uno al lado del otro, con los dedos de las manos entrelazados. Ya no sonaban los violines, ni las flautas traveseras. Solo se escuchaba el mar rompiendo suavemente contra sus cuerpos. Y solo se sentían el uno al otro.

De repente un grito le sacó del agua.

Diego abrió los ojos asustado. Medio dormido, se levantó de un salto, porque después de ese primer grito, había escuchado nítidamente otro, que era de su hermano. Y él estaba programado para despertarse si escuchaba a su hermano gritar. Salió del dormitorio, asustado. Fue corriendo al salón, mientras escuchaba a Ricardo intentar explicarse atropelladamente. Cuando llegó vio a una señora bajita, con el abrigo puesto, y que amenazaba con su paraguas levantado a su hermano, que estaba en calzoncillos, y Ricardo se tapaba con un almohadón.

La señora se giró, al escuchar a Diego. Pegó otro grito:

¡Degenerados!

Y descargó el paraguas sobre la cabeza del último en aparecer, también en calzoncillos.

Ricardo soltó el almohadón y corrió para sujetar a Chelo, la señora de la limpieza de Joan, y que llegaba como todos los días, a hacer las labores de la casa, antes de que le diera más paraguazos.

– Señorito Ricardo, ¿es usted?

– Sí, Chelo, soy yo.

– Creía que se habían metido unos ocupas de esos. Y encima en calzoncillos. ¿No saben ponerse un pijama como la gente decente? Todos chicos y en medio desnudos, haciendo gua…

– ¡Eh! Señora, que nadie hacía nada – la cortó enfadado por el susto Raúl.

– Yo sé lo que he visto, jovencito.

– Chelo, tranquilícese. No lleva puestas las gafas, por eso no me ha reconocido, y habrá confundido…

– Por eso y porque nunca le he visto desnudo. Y ni falta que hacía – la señora Chelo se persignó – Y así me ha despistado. Pero yo sé lo que he visto, que soy vieja pero no tonta.

– ¡Chelo! – a Ricardo se le estaba agotando su paciencia.

– No me negará que está desnudo, señorito Ricardo. Y que ese chico está en calzoncillos. Y que ese otro también. Y que…

– Y nada más, Chelo. No tengo ropa para cambiarme, iba a ducharme e iba a por unos calzoncillos de Joan, y… como no creí que me viera nadie pues… ¿Pero por qué le estoy dando explicaciones?

Ricardo se giró indignado para volver al baño, sin preocuparse ya de taparse sus partes.

Raúl estaba resguardado detrás de una silla, sin atreverse a salir de su parapeto.

Y Diego se volvió a su cuarto para ponerse algo más de ropa, y no sufrir las iras de “la Chelo”. Pero cuando llegó a su habitación, sintió la necesidad imperiosa de sentarse un rato en la cama, para intentar recordar lo que estaba soñando antes de despertarse. Pero no se acordaba de nada. Solo sabía, porque lo sentía, que había sido algo bonito, que hacía que sonriera como un bobo sin saber por qué.

Ni siquiera sentía ya el paraguazo que le había dado en plena coronilla la “señora Chelo”. Aunque luego le dolería al tocarse.

Ni siquiera escuchó a su hermano pedir con mucha insistencia a la señora que soltara el paraguas, antes de decidirse a volver a la habitación de Joan, y vestirse.

Ni siquiera se enteró de cuando la señora Chelo, les preguntó si querían desayunar, una vez que se le había pasado el susto de encontrarse a tres jóvenes en calzoncillos, cuando no en pelota picada.

– Es que señorito Ricardo, una no es de piedra, y aunque tenga sus años, pues… ¡Qué desperdicio de chicos! ¡Qué pena que todos Vds. sean guays de esos! Yo tengo una nieta estupenda para ese chico más joven, el que no soltaba la silla.

Diego ni siquiera se preguntó lo que Ricardo y Raúl estaban perpetrando para que la señora Chelo pensara que estaban haciendo guarradas.

Ni siquiera pensó si, a lo mejor, las estaban haciendo.

Diego solo intentaba guardar esa sensación extraordinaria que sentía de los sueños de esa noche. Aunque como una ráfaga fugaz, se le pasó por la cabeza preguntarle a su hermano sobre el tema. Pero solo fue eso, una ráfaga fugaz, entre las palmeras de esa playa idílica, de la que no se acordaba.

_______

Capítulo 77.

Ricardo no pudo llegar antes, como hubiera querido. Joan apenas había ido a casa para ducharse y dormir un poco. Al final todo se había retrasado un poco por el tema de la autopsia y Joan sintió la necesidad de ir a Santander a ver a Gervasio.

Y él se había ocupado de hacer de anfitrión para Diego y Raúl y el resto de su familia. Todos se habían vuelto a Soria a última hora de la tarde. Y Diego se había quedado huérfano de familia y con su “amigo” en la cárcel.

Manu se acercó el domingo por la tarde, cuando ya se habían ido todos, y se fueron los tres al cine. Fueron a ver “Las Crónicas de Narnia 3”. A Diego le gustó, y a Ricardo también. Manu se durmió en la primera media hora sobre el hombro de su hermano.

Fueron a casa y prepararon algo de cena. Hablaron de cine, y de sus películas preferidas. Y de libros, y de las historias que habían leído y que les hubiera gustado protagonizar. Al final acabaron simulando una pelea a espadas, como si fueran niños de 9 años. Athos, Portos y D’Artagnan. Faltaba el pobre Aramis, que no se lo pidió ninguno.

Y les dieron las 3. Joan llegó a esa hora, cansado y enfurruñado, y se metió directamente en la cama sin decir casi ni hola. Volvía de Santander de ver a Gervasio. No dijo nada, no contó nada, pero Ricardo supo que la muerte de Fermín y encontrarse con Gervasio en la forma que lo había hecho, por lo poco que le había contado Jaime por teléfono, le había afectado mucho, y que no era el momento para hacer preguntas, ni para luchar a espadas con él. Así que levantaron el campamento de los mosqueteros, y fueron también a la cama.

Pero a las 8 ya se había levantado otra vez, y después de ducharse, salió de casa, sin hablar con nadie.

Ricardo y Diego se levantaron mucho más tarde. Se prepararon, pasaron por casa de Ricardo para que éste cogiera ropa apropiada para la situación y fueron al tanatorio. A Diego también le apetecía acompañar a sus nuevos amigos en esos momentos poco agradables, aunque Ricardo le había dicho que no era necesario que fuera.

Hacía dos días que no veía a Jaime. Cuando lo vio, al fondo del pasillo del tanatorio (estaban en el último reservado), casi no lo reconoce. Hacía de anfitrión, como si fuera una fiesta y él fuera el organizador. Al fin y al cabo era su mejor amigo, y lo más cercano que había dejado Fermín. Recibía a todos, iba de un grupo a otro, abrazaba, besaba, sonreía, explicaba…

No dejaba de ser triste, pensó Ricardo. Gran parte de nuestra existencia, al menos la mayor parte de la gente, la basan en la familia. La gente se apoya en ella, discuten y aman dentro de ella, celebran sus fiestas con ella, se mueren rodeados de ella. Y cuando ves que alguien no tiene familia con la que pasar este trance, no tienen padres, o hermanos o primos que vayan a su funeral y lloren por él, y cuenten lo majo que era de pequeño, y la primera vez que dijo “papá” y cuando se cagó en la puerta de la iglesia del pueblo, y el cura salió y pisó la mierda, y le miró con cara de Herodes, parece que es una “fiesta” descafeinada. Como si en un cumpleaños de un veinteañero no hubiera litros y litros de alcohol de diversos colores y graduaciones. “Qué raro es ese”, murmurarían los vecinos.

Y eso era este funeral. No había familia. Solo Jaime haciendo de padre, hermano, abuelo… y de amigo. Nadie diría que hacía ya semanas que no se hablaban, ni sabían de sus vidas. Pero la muerte hace que nos olvidemos de todas esas cosas. Rompe nuestros esquemas, y si es joven, nos hace pensar sobre la vida, el disfrutarla, lo que hacemos en este mundo o dejamos de hacer…

Ricardo pensó que, en el fondo, él tenia suerte. Tenía una familia, a la que a veces ponía muchas pegas, pero sabía que, era una gran familia, la envidia de muchos de sus amigos. Tenía unos padres modernos, comprensivos, cercanos, divertidos. Dos hermanos que le querían más que a su vida, con los que compartía casi todo lo que tenía. En su casa, nada era de nadie exclusivamente. Por mucho que a veces le fastidiara Manu con su seguimiento excesivo, sabía que tenía mucha suerte de tenerlo, y que si no lo tuviera, lo echaría en falta. Saber que alguien se preocupa por ti en cualquier momento, no tiene precio.

Por un momento se imaginó que él fuera el que estaba en el reservado, en la caja. Se imaginó a sus padres destrozados, hundidos en las butacas. A Manu nervioso, inquieto, sin saber que hacer, e intentando no llorar. Él que le había vigilado y protegido, como si fuera su guardián. Jonás, haciéndose el duro, pero incapaz luego de dormir durante días, y llorando en soledad y cogiendo algo de él, una camiseta, un jersey, para sentir a su hermano cerca, aunque ya no lo estaba.

Y sus amigos, haciendo de amigos, desconsolados unos, indiferentes otros, sintiendo de verdad algunos, y otros poniendo cara de pena el tiempo suficiente para salir del tanatorio, y llegar al primer bar y pedir unas birras bien frías. ¿Cuantos de estos irían?

Y ¿Qué más daba en realidad? El muerto ya no se entera de nada. No sabe si fueron muchos al funeral, o no. Ni si lloraron. O si algunos fingieron. No se enterará nunca de si fulanito le puso a parir, o menganito presumió de ser su mejor amigo, cuando apenas sabía nada de él, más que le gustaba la Coca-Cola sin limón.

Jaime le interrumpió en su divagar, con un suave beso en los labios. Ricardo le devolvió el beso y le sonrió. Su mirada tenia al menos 10 años más que dos días antes. Eso le entristecía un poco… porque no había sabido estar cerca de él. No se había dado cuenta de esto hasta ese momento. Se habían repartido los papeles, pero… él quizás debería haber estado más pendiente de Jaime, llamarle más a menudo, mandarle mensajes… no pensaba que le iba a afectar así.

Se apartaron los dos un poco, y se sentaron en unas sillas. Se cogieron de la mano, y se miraron. Apenas dijeron nada, al menos con palabras. Sólo duró unos minutos: llegaba más gente, algunos amigos, compañeros de trabajo… Jaime sentía que debía estar con ellos, y se levantó para hacerles los honores. Ricardo no supo que hacer, y se quedó sentado, observándolo.

Diego se le acercó.

– Si fuera él, me gustaría que estuvieras a mi lado.

Ricardo le miró extrañado. Diego le miraba directamente, como nunca le había visto hacer antes. Se decidió y se fue a buscar a Jaime, y se puso a su lado. Al principio se sentía extraño, con toda esa gente desconocida. Pero Jaime, en un momento dado, echó hacia atrás su mano izquierda y buscó la suya. Apenas entrelazaron sus dedos meñiques. Fue suficiente para hacerles sentir fuertes y seguros.

Joan hablaba por teléfono en una esquina. Hablaba con Mati. Ésta le estaba poniendo al día del estado de Gervasio. Se había levantado como un poseso, y había intentado irse a Burgos al funeral. Pero ella se lo había impedido, incluso sujetándole con sus brazos, y cerrando la puerta de casa y escondiendo la llave.

De repente, había pasado al estado contrario. Sentado en el suelo, apoyado en una butaca, con la mirada fija en algún lugar de la pared blanca del apartamento de su amigo. Apenas movía ningún músculo. Apenas si pestañeaba, incluso en algunos momentos parecía que apenas respiraba.

Cuando Mati colgó, Joan se quedó mirando el teléfono durante un buen rato. Se sentó en la primera silla que encontró. Pensaba muchas cosas, y ninguna. Frases inconexas, retazos de ideas, de recuerdos. De reproches.

Manu acababa de llegar. Se le acercó y le cogió suavemente la mano. Joan levantó la vista. Sin poder evitarlo, puso su cabeza en su regazo, y lloró. Quizás era lo que necesitaba, alguien en dónde llorar. El hombre fuerte al que todos recurrían, llorando como una magdalena. Manu le pasaba la mano por el pelo. De repente Joan le apartó, y salió corriendo hacia el baño.

Ricardo lo había visto todo. Hizo intención de irse tras él. Pero un gesto de Manu le hizo cambiar de opinión. Quizás era mejor dejarle que llorara un rato a solas. Y Jaime también lo necesitaba. Aunque se preguntó qué se había perdido para que Manu ahora tuviera esa cercanía con Joan, y viceversa, si hasta lo que él conocía no se soportaban. Algo había pasado que se le escapaba y le producía una ligera incomodidad.

El tiempo seguía siendo un concepto muy irreal en esa situación. Por una parte parecía que pasaba rápido, y por otro lado, todo se hacía largo y agobiante. La gente, todos buscaban explicaciones, Jaime contando las mismas cosas a cada uno de los que se acercaban, palabras huecas, lágrimas sentidas, todo se mezclaba para hacer una ensalada de desdicha, sentimiento y falsedad.

“Al menos no sufrió”.

“Era tan joven”.

“Ahora que parecía recuperar su vida normal”.

“Con lo que valía Fermín”.

“Y ese chico que le gustaba ¿Dónde está?”.

“Y el que lo atropelló ¿Está detenido? ¡Ah! que le empujaron… algo haría para que alguien lo quisiera empujar… a mí nadie me ha empujado nunca a la carretera”.

Preguntas. Las mismas. Respuestas. Las mismas. Maldades, las mismas.

Pero el tiemo, a pesar de su irrealidad, de que parecía que estaban sumidos en una nebulosa que lo hacía relativo, de que parecía que no avanzaba, llegó el momento.

Los empleados de la funeraria entraron para llevarse el féretro. Había estado tapado hasta ese momento y se ofrecieron a abrirlo, por si querían verlo por última vez. A Jaime no le parecía buena idea, pero a su alrededor algunos indicaron que les gustaría. Así que Jaime les indicó que lo destaparan, aunque él se retiró. Cuando quedó descubierto, se hizo un silencio extraño, solo roto por los sollozos de María que se abrazaba desconsolada a su marido. Ella trabajaba con él codo a codo en la bodega. Habían pasado tantas horas juntos, de duro trabajo, de confidencias, de ratos agradables, de charlas tranquilas con una copa de vino en las manos…

Pasaron a la capilla. Ofició el padre Javier, un amigo de Fermín del Instituto. Había venido desde Bilbao expresamente para el funeral.

Habló. Él sí podía contar cosas de la juventud de Fermín. De lo duro que lo había tenido. Todo eso sorprendió a la mayoría, porque todos creían conocerlo, pero en realidad ninguno se había preocupado, ni había profundizado. El padre Javier, acabó llorando. El silencio se hizo en la capilla del tanatorio, que estaba a rebosar. La gente se miraba incómoda, sin saber que hacer. Hasta que un alma caritativa entonó una canción, y parte de los asistentes la cantaron a coro.

Jaime estaba sentado en la primera fila, con Ricardo a su lado. Joan estaba al fondo, flanqueado por Diego y Manu.

Llegó el momento del agua bendita. ¡Qué silencio! Solo se escuchaba el murmullo del sacerdote, y el hisopo chocando con la vasija.

El momento de los últimos rezos.

Silencio.

Los empleados de la funeraria levantaron el féretro y lo llevaron hacia el coche.

Más agua bendita.

Un padrenuestro y un avemaría.

La comitiva empieza a andar.

Jaime y Ricardo. Iban cogidos del brazo.

Detrás, los jefes de Fermín, que todavía se les notaba que no habían asimilado todo lo que estaba pasando. Miraban con cara de susto alrededor. Miraban el féretro dentro del coche, con sorpresa, como si en cualquier momento alguien fuera a decir: “Os lo habéis creído” “¡¡Es broma!!”. Pero aquello no tenía pinta de ser una broma.

Joan se quedó sentado un rato en la capilla mirando al techo y escuchando como el murmullo de la gente fuera, se iba diluyendo según se iban alejando siguiendo al coche fúnebre, camino del cementerio.

Diego y Manu se quedaron fuera, a la expectativa.

– Los chicos pequeños, cuidan al viejo. Las tornas se vuelven.

Joan había salido y les pilló de improviso. Al principio no supieron contestar, pero Manu encontró una respuesta:

– Somos fuertes o débiles, dependiendo del momento. Somos viejos o jóvenes, dependiendo del aire. Ayer tocó que nos dieras aire, hoy toca que te lo demos a ti.

– ¿Todavía te doy asco? – le preguntó Joan.

Manu se pensó la respuesta unos segundos.

– ¡Humm! Claro que sí, lo tengo muy arraigado. Aunque va, un poco menos – y le guiñó un ojo.

Joan sonrió, y les agarró de un brazo a cada uno, y se acopló en medio de ellos. Les empujó hacia el cementerio. Les dio un beso a cada uno en la mejilla, mientras caminaban siguiendo la estela de la comitiva.

– Ya estamos con mariconadas – dijo Manu dándole un codazo.

– Has tenido suerte que no te lo haya dado en los morros – Y Joan le devolvió el codazo.

Y Diego no pudo evitar soltar una carcajada, que incluso hizo volverse a alguno de los que iban delante suyo.

– En que nido de locos he ido a caer, por Dios.

– Anda, anda, calla, no nos hagas hablar – le contestó Manu.

– Vale, todavía no habéis intentado volar como yo… pero no sé cuanto vais a tardar…

Y esta vez fueron los tres los que se rieron, para indignación de algunos de los que iban en la comitiva.

Joan bajó la mirada, y caminó un rato mirando al suelo entre sus dos amigos mientras se apagaba la sonrisa provocada por la última broma. Diego lo miraba de soslayo, intentando determinar si ya estaba un poco mejor. Le había impresionado verlo tan abatido, él que normalmente era tan seguro, tan fuerte. Y Manu, además de preocuparse porque Joan recuperara un poco su fortaleza, no podía evitar preguntarse, por qué estaba tan a gusto cogido de su brazo. Era un estado y un pensamiento que lo incomodaba. No porque no le gustara la idea, que tampoco tenía una opinión al respecto, sino porque no le parecía apropiado al momento.

_____

Capítulo 78.

– No necesito niñera, de verdad. Vete a tu casa, o con Jaime, que te necesita.

Ricardo bajó los hombros, como rindiéndose, y se dio media vuelta.

– Si necesitas algo, me llamas – dijo sin girarse.

– Vete, pesado. Que está Joan, además.

– Joan es como si fuera un… – Ricardo iba a decir cadáver, pero pensó que no era una buena idea en esos momentos.

– Te llamo si no sé dónde está la mantequilla.

– Vale, vale. Me voy. Luego no digas que… ¿Por qué has dicho mantequilla? ¿que…? – pero Diego no le dejó acabar.

– A ti te lo voy a contar. Vete, pesao. No soy un niño.

Diego iba a añadir que no iba a intentar suicidarse otra vez, pero pensó que no era apropiado. No era tiempo de las bromas macabras.

– ¿Vienes o qué? – Gritó Jaime desde la calle – tengo ganas de ducharme.

– ¡Ya voy pesao!

Se metieron en el coche.

Diego subió a casa.

Nada más atravesar la puerta, sintió todo el peso de la soledad encima. No era una sensación que le asustara particularmente: la mayor parte de su vida se había sentido así, aunque no hubiera estado solo en realidad. Pero desde su intento se suicidio, había estado casi permanentemente rodeado de gente. Y lo más importante, gente que le hacía sentirse acompañado. Después de todos estos días intensos, volver a su estado habitual, le chocaba un poco.

Sonó su móvil: un mensaje. Era de su hermano contándole que su madre había hecho una tarta de chocolate estupenda, y que no le guardaría un trozo.

Diego sonrió. Sabía que era una de las tácticas de su hermano para hacerle sentir menos solo. Siempre le sorprendía que acertara en los momentos. Parecía que le vigilaba con una cámara interna con la que podía ver su estado de ánimo, y así, mandarle un mensaje o llamarle cuando lo necesitaba. Y casi nunca le preguntaba cómo estaba o algo así. Siempre era para contarle absurdeces, o para tomarle el pelo, o para hablar como una cotorra.

Se quitó su abrigo, y lo dejó sobre una de las butacas del salón. Se tiró en el sofá, y entrecerró los ojos. Quería soñar… quería vivir una historia bonita que solo era posible en su imaginación. “¿Cuál elegimos hoy?” se preguntó mentalmente, mientras ponía sus brazos detrás de su cabeza, a modo de almohada.

Ricardo y Jaime no hablaron casi en el camino a la casa del segundo. Empezaba a notar el agotamiento de todos los días anteriores y la tensión de estar con tanta gente y hablar continuamente repitiendo las mismas cosas ante cada uno que se acercaba a él, como un loro amaestrado. Poner buena cara, y sonreír, y aguantarse las contestaciones que se le ocurrían a algunas de las sandeces que la gente había proferido en el funeral de Fermín. Muchos habían dado a entender que Fermín y él hubieran sido pareja. ¿Por qué sino estaba él pendiente de todo? Jaime había pasado a ser el viudo para algunos. A los primeros diez, les aclaró el tema. A partir de ahí, dejó crecer la bola. Solo a una señora que se indignó porque se había fijado que tenía cogido de la mano a Ricardo, le aclaró rotundamente que Fermín y él solo habían sido buenos amigos. ¿Era tan difícil entender para algunos que dos chicos homosexuales solo fueran amigos, sin haber tenido relaciones sexuales?

Ricardo le miraba mientras conducía. De vez en cuando preguntaba alguna cosa, para romper el silencio. Pero no estaba muy acertado. Ricardo apenas le contestaba con monosílabos, y a veces ni eso. Se dio cuenta de que no sabía hacerlo. No sabía como preocuparse por él, como romper su estado de ánimo cada vez más bajo; lo notaba según se iban acercando a casa. Al final optó simplemente por mirar al frente, y callar. “Menos mal que el trayecto es corto”, pensó Ricardo.

Diego eligió un sueño de pareja. Le salió así. Se imaginaba, soñaba, como sería tener a Carlos a su lado. ¿Cómo sería su vida? Irían mucho al cine, a Diego le gustaba, y creía que a Carlos también. Aunque sus vidas eran más “ficción” que las que contaban en la mayoría de las películas. Se cogerían de la mano cuando iban paseando por la calle. No parecía que Carlos fuera muy romántico. Pero a lo mejor era una de sus características ocultas hasta el momento. Al fin y al cabo, Carlos había tenido que ser duro desde hacía unos años. Y todavía lo tenía que seguir siendo. Incluso más, porque las cosas se le iban a poner cuesta arriba, los policías esos que le perseguían, le estaba cogiendo inquina. Bueno, rectificó su pensamiento “hace tiempo que se la han cogido”.

¿Debería seguir con él? ¿Sería conveniente que siguiera soñando con una posible vida juntos? Enrique le había llamado mientras estaba en el funeral. Había hablado con sus compañeros. Antes de volverse, había tirado de placa, y había ido a la comisaría. No le había contado los detalles, pero parecía que le habían convencido. O al menos, habían instalado la duda en su cabeza. Solo se lo decía para avisarle. Parece ser que las relaciones familiares eran muy tensas. No aceptaban la forma de ser de Carlos, que siempre había ido por libre, y más desde que se había declarado “gay”. Sus padres lo tomaron como una muestra de rebeldía más y lo castigaron en consecuencia. Sus padres eran muy echados a la antigua, muy de ordeno y mando, justo lo que peor le iba al carácter de Carlos. Eso es el motivo que aducían los policías. Y sus declaraciones al principio, dejaban muchas lagunas. Algunos objetos personales aparecieron en la casa en donde les mataron y no debían estar allí. Carlos no supo explicarlo. Y una huella de unas deportivas en el charco de la sangre de su hermano, casualmente eran de su número, aunque no habían aparecido esas zapatillas. Aunque algunos de sus tíos, recordaban perfectamente ese calzado, justo los que insistían en que era el asesino. Y Carlos había intentando mentir sobre el número que calzaba.

Pero no lo podían probar. Todo era circunstancial y él tenía una coartada, que por mucho que hubieran intentado desmontar los policías encargados del caso, no lo habían conseguido. Y Carlos cada vez era más fuerte mentalmente, así que no conseguirían doblegarlo en un interrogatorio. Pero Enrique tenía sus dudas. Y no quería que Diego se lanzara a una aventura con este chico y saliera trasquilado. Además no estaban hablando de un fracaso sentimental, sino de la posibilidad de que estuvieran hablando de un asesino.

Jaime se quito los zapatos nada más entrar en casa, antes incluso que el abrigo. Parecía que ese gesto le iba a liberar más que cualquier otro. Se quedó un momento parado en la puerta del salón. Estaba como perdido, sin saber exactamente que hacer. Venía con intención de pegarse una buena ducha, pero ahora dudaba.

Ricardo se le acercó por detrás y rodeó su cintura con sus brazos. Pegó su mejilla contra su hombro. Pero Jaime no reaccionó. Era como si estuviera en otro mundo, como si no pudiera percibir nada de lo que pasaba a su alrededor.

A Ricardo se le ocurrió una cosa. Fue corriendo al baño y abrió el grifo de la bañera. Miró en una de las estanterías que había al lado del espejo, y cogió un paquete de sales de baño que seguro le habían regalado a Jaime en algún momento y las había aparcado ahí. Echó una buena cantidad en la bañera, justo debajo del chorro, y enseguida empezó a salir espuma, y un aroma que relajaba.

Jaime le había seguido al cabo de un rato. Estaba parado en la puerta. Ricardo se le acercó y le atrajo hacia dentro. Le quitó la corbata, la camisa. Al quitársela le besó entre los pezones. Le desabrochó el cinturón y dejó caer sus pantalones. E hizo lo mismo con sus calzoncillos.

Jaime no reaccionaba. Le miraba como si no entendiera lo que pasaba.

Ricardo se desnudó a toda prisa. Hubiera querido que Jaime le hubiera seguido el juego, y le desnudara, pero… le agarró de la mano, y le atrajo a la bañera.

– ¡Vamos! Te sentará bien.

Jaime no contestó. Solo entró en la bañera, y se sentó con cuidado, despacio, el agua estaba muy caliente.

Ricardo se sentó también enfrente. Cogió uno de los pies de Jaime, y empezó a masajearlo suavemente.

Diego no tenía dudas. Quería intentar algo con Carlos. Indudablemente se sentía bien a su lado. No tenía nada que ver con que le gustara físicamente, o al menos no exclusivamente. Había algo en él que le relajaba cuando estaban juntos. Y eso, no lo conseguía casi nadie. No podía dejar escapar esta oportunidad. Por primera vez quería luchar por alguien. Se sentía con fuerzas para hacerlo, y se sentía hasta cierto punto seguro de sí mismo, y eso si que era una novedad en su vida. No pensaba en su cuerpo orondo, en sus marcas, ni en su pasado. Ni siquiera comparaba como otras veces su cuerpo con el del otro, y acababa pensando que nunca se fijaría en él. Porque además, de alguna forma, Carlos ya se había fijado en él, aunque no estaba seguro de que fuera un hecho inamovible y completamente consciente.

– ¿Cómo lo haríamos? – dijo en voz alta.

Diego se sorprendió del giro tan radical que había tenido sus razonamientos. Seguía en el salón de la casa de Joan, y también su casa, por el momento. Escuchaba el suave ronquido de su compañero de piso en su habitación.

“¿Cómo lo haríamos?” – se volvió a preguntar, esta vez en el silencio de su imaginación.

Jaime parecía que empezaba a relajarse. Ricardo seguía masajeando sus pies, alternativamente. Y con los suyos, acariciaba suavemente el pecho de su pareja. Jaime tenía apoyada su cabeza en el reborde de la bañera, y miraba al techo, aunque tenía los ojos cerrados.

Ricardo se movió un poco para poder acomodarse mejor. Siguió acariciando el cuerpo de Jaime con su pie, llegando incluso a acariciar su miembro. Al principio lo hacía solo de vez en cuando, como por casualidad, pero cada vez era más atrevido. A Jaime no parecía que le disgustara, al menos no ponía objeciones, ni siquiera cambiaba de posición. Seguía con la cabeza apoyada en el borde de la bañera, con los ojos cerrados. Pero su miembro si que hablaba. Poco a poco se excitaba… Esto animó a Ricardo, que siguió con el juego… con su pie lo acariciaba suavemente… hasta que lo notó rígido y duro.

Se tomó un respiro. La posición no era la más cómoda, y corría el riesgo de que le diera un calambre, y eso definitivamente rompería el encanto. Y tampoco le podía pedir a Jaime que se moviera; eso también llevaría al traste con todo. Y Ricardo se estaba convenciendo de que era un buen método para que Jaime se relajara, y pudiera desligar su cabeza de todo lo que había pasado en los últimos días, y así, pudiera dormir tranquilamente.

Diego se imaginaba a Carlos sobre él. Le sonreía. Se agachó y le dio un beso en la frente. Y luego otro en la oreja. En la otra oreja… le mordería el lóbulo. Diego se quejaría, pero “de mentiras”. Incluso haría pucheros. Carlos se haría el ofendido, y amagaría con irse a su casa. Pero enseguida volvería a dónde estaba. Tocaba besarle la nariz, los labios… el mentón. Le desabrocharía la camisa, porque ese día Diego llevaría camisa. Así podría besar por cada botón que le desabrochaba. Le besaría los pezones ¡otro mordisco! Con una sonrisa pícara, mirándole a los ojos… más pucheros, más quejas, pero todas de mentira. Su miembro no mentía…

Diego se quedó escuchando un rato el sonido de los ronquidos de Joan. Se incorporó un poco y se quitó los pantalones. Se volvió a tumbar en el sofá, pero se lo pensó de nuevo, y se volvió a incorporar para quitarse los calzoncillos. Y la camiseta.

Ya desnudo, se tumbó. Se acomodó de nuevo, cambiando de posición alguno de los cojines.

Cerró los ojos… y ahí estaba Carlos, sonriéndole de nuevo. Le acariciaba suavemente su pecho, con el dorso de su mano. Eso simplemente conseguía que se le erizaran todos los vellos de su cuerpo. Notaba como algo dentro de él, como si… no sabía ni describirlo. Era como una sensación que empezaba en el estómago y se iba expandiendo por todo el cuerpo… un gozo inenarrable. Esas caricias… sus manos recorriendo suavemente su piel, disfrutando de sus cicatrices… por primera vez esas marcas le servían para algo bueno… Carlos no dejaba de sonreírle…

Ricardo se decidió. Volvió a poner su pie sobre el miembro de Jaime. Y empezó un suave movimiento arriba y abajo. Muy suave, casi imperceptible. Jaime suspiraba de vez en cuando. No se le había ocurrido pensarlo, pero, a lo mejor Jaime se había quedado en un mundo entre la realidad y los sueños. De vez en cuando metía su pie en el agua, para mojarlo y que las caricias fueran lo más delicadas posibles. Siguió así durante un rato, hasta que notó que el pene de Jaime empezaba a palpitar. Intentó jugar con el ritmo, pero la posición le había dejado la pierna casi medio dormida, y no podía controlarlo como a él le hubiera gustado. Siguió… el miembro estaba más duro si cabe… las palpitaciones… llegaba el momento…

– ¡Joder!

Jaime se incorporó en la bañera, con la mirada desorientada. Todavía respiraba agitado, por el orgasmo que acababa de sentir. Miraba su miembro, miraba a Ricardo que también se estaba incorporando.

– Pero ¿qué has hecho?

– No, nada.. yo pensé…

– ¿Crees que una paja y ya?

– No…

– ¿Crees que con eso todo se soluciona? ¿Crees que es el momento?

Jaime salio de la bañera y cogió una toalla para secarse.

– Pero… al menos déjame aclararte, estás lleno de espuma.

– ¿Crees que este era el momento? ¿Crees que después de enterrar a un gran amigo, el sexo es la solución?

– No te pongas así, Jaime, a veces relaja,. Lo leí en no sé donde el otro día, y no sabía como hacer que…

– Pues si no sabes, no hagas nada. Solo con sentirte ahí bastaba. No era momento de… pajas ni juegos… ¡Joder! ¡qué mal me siento! La misma noche que enterramos a Fermín, haciendo sexo. Me parece…

– No te pongas así, joder. No es… ¡mierda! Es que no sabía… y pensaba que te iba a relajar, además tú…

– Déjalo anda – le interrumpió Jaime, mientras salía del cuarto de baño sin secarse completamente.

Ricardo le miraba impotente. Las lágrimas pugnaban por salir, de rabia, de impotencia. Abrió la ducha, y se aclaró la espuma. Salió de la bañera, se secó, se vistió a todo correr, y se fue dando un portazo.

– ¿Ricardo?

Al escuchar el portazo Jaime salió de su habitación. Se le hundieron los hombros de impotencia.

– Joder, joder… – murmuraba desquiciado mientras marcaba el móvil de Ricardo.

– ¡Contesta, coño! – se desesperaba con el teléfono en el oído

Pero no había respuesta. Escribió rápidamente un mensaje:

“Joder, perdona, no, me hagas caso, perdona, vuelve, por favor, te necesito, me he equivocado”

Diego se tocaba todo el cuerpo, como si lo hiciera Carlos. Seguía con los ojos cerrados suavemente. En su mente, solo le veía a él y su sonrisa. Y sus besos: en el pecho, en las axilas, en el hombro, en el ombligo, en la parte interior de los muslos… su lengua de vez en cuando recorriendo su polla de abajo arriba… su jugueteo con el capullo… Diego no pudo resistirlo más y agarró su pene con la mano, y empezó un desenfrenado sube y baja… ya no podía… no podía… era tanto el placer que sentía en cada poro, nunca en su vida había sentido eso, pero necesitaba explotar… necesitaba llegar al orgasmo cuanto antes, para no perder todas esas sensaciones que tenia por todo el cuerpo… ya llegaba… lo notaba… no era como otras pajas, esta era distinta, sentía todo el cuerpo… el estómago, su piel, las marcas… en el perineo empezó a notar como un torrente que empezaba a manar… aceleró su marcha… sí… nunca había sentido una cosa parecida… y explotó.

– ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

Gritó. Lo necesitaba.

De repente se encendió la luz del salón.

– ¿Qué pasa?

Era la voz de Joan, que medio dormido, se había levantado corriendo de la cama al escuchar los gritos.

Diego se sintió de repente ridículo, vestido solo con los calcetines, y con su pecho lleno de semen, y su pene todavía palpitando. Intentó ocultarse, pero Joan se acercaba al sofá. Se giró para coger su ropa, pero no calculó bien y se cayó al suelo.

– ¡Hostias!

– ¿Diego?

– No te acerques, por favor. No pasa nada, te lo juro.

Pero ya era tarde. Joan estaba lo suficientemente cerca para ver a Diego intentar tapar su cuerpo desnudo, sin mucho acierto. Joan levantó las cejas ante lo absurdo de la situación.

– Vale, vale, ya veo que todo está bien.

Joan sonrió.

– Me vuelvo a la cama. Si necesitas algo…

– Sí, sí, ya se… no te preocupes que no necesitaré nada – Diego hablaba entrecortado intentando recuperar un ritmo normal de respiración.

– ¿Quieres un par de pañuelos?

– ¿Eh?

A Diego le ardían las mejillas de la vergüenza.

– Sí…digo no, joder… no necesito…

Pero Diego se calló al notar que Joan le había lanzado un paquete de pañuelos de papel.

– Hasta mañana

Y Joan apagó las luces de nuevo.

– La próxima vez quítate los calcetines, no me jodas, es grotesco.

Y cerró la puerta de su cuarto.

_____

Capítulo 79.

Manu estaba tirado en su cama. Había estado estudiando toda la tarde para un examen que tenía al día siguiente. En realidad no era toda la tarde. Entre un rato que había hablado con sus padres, o discutido, más bien, y un rato más largo que se había pasado pensando en el mundo y sus incongruencias, o dicho de otro modo, en su incapacidad para entenderse a sí mismo, el “toda la tarde” había quedado reducido a un par de horas de estudio efectivo.
Pero la química orgánica se entendía mejor. Estaba chupada en comparación con el indescifrable enigma que era él mismo y las personas con las que se relacionaba, y por extensión, el mundo en general.
En su caso… seguía perdido. Había empezado a salir con Marisa hacía un par de días. Habían follado unas cuantas veces. Parece una incongruencia, un par de días y unas cuantas veces… pero así era. La verdad es que era casi lo único que habían hecho, y se habían dedicado a ello con esfuerzo e interés. Ella parecía haber disfrutado mucho, porque le estaba buscando incansable para darle otra vez. Esa tarde, de hecho, podría estar con ella jugando a los médicos. La química tenía la culpa de estar en su habitación mirando al techo.
– La química me ha servido de excusa – se corrigió Manu en voz alta.
¡Sorpresa! Ella no era lo que necesitaba. Manu estaba… buscaba ya el momento de dejarla. Como las otras. Sexo sí, bien y tal… pero tampoco era una cosa que le llenara. Había algo cuando lo hacía que le impedía disfrutarlo a tope. ¿Miedo al compromiso? ¿Miedo al género?
Esther tampoco había sido la persona adecuada. Se lió con ella después de aclarar las cosas con Joan.  Algunos tienen la costumbre de echarse un cigarrito después de hacerlo, o de ir al servicio, o de beber un vaso de agua, o de lo que sea. Esther tenía la costumbre de usar su verborrea para hacer planes de futuro… a los diez minutos ya estaba preparando la boda, a los quince, Manu estaba en la calle, abrochándose el plumas, y guardándose el calzoncillo en el bolsillo que debido a las prisas, no se había puesto.
¿Aclaró las cosas hablando con Joan? La respuesta era no. Aunque intentaba engañarse de vez en cuando. Como poniendo a la pobre química como excusa de no haber quedado con Juani. ¿O era Marisa?
Sus padres se había ido hacía un rato al cine. Daban una película de una ONG sobre la mujer, o sobre la pobreza, o las dos cosas, no se había enterado muy bien. No había prestado demasiada atención, la verdad. Habían discutido esa tarde y le había dejado un poco tocado. No estaba acostumbrado a ser el débil,  a ser el que necesitaba ayuda, y su madre se lo había planteado directamente. Ella lo notaba, lo conocía, aunque en general no interviniera. Y tenían razón, pero… no estaba preparado para tratarlo con ellos, ni con nadie. Se lo contó a Joan, y se arrepintió. No por nada, porque Joan había sido muy amable con él, le había escuchado, y se había preocupado. Pero… casi en cuanto se levantó de la silla del bar de la Universidad, se sintió… ¿vulnerable? Y además, esa frase que le dijo: “Tú tienes que saberlo” o algo así. “Tú sabes lo que te gusta, otra cosa es que quieras o no reconocértelo”. Y su excitación cuando estaba con él. Quizás debiera probar con un chico. Cada vez estaba más convencido de que esa era la resolución de sus dudas en los últimos tiempos. Si no lo solucionaba, no podría seguir con su vida. Pero… ¿qué chico?
Lo notaba. No estaba de humor con casi nadie, no dormía bien, le costaba concentrarse en cualquier cosa. Sus pensamientos tendían a perderse en absurdas y reiterativas divagaciones sin sentido. Él caminaba por una senda, en un bosque, para encontrarse con una persona encapuchada. Corrían para encontrarse y se abrazaban, y se besaban… Manu quería saber quién era, le bajaba su capucha y veía el rostro de Marisa, aunque poco después era el de Isabel, o el de Rosa, o el de Gema, o el de Patricia… recorría su mano hasta que llegaba a… y… él se echaba hacia atrás, tropezaba y caía al suelo, sobre un manto de hojas húmedas y medio putrefactas… miraba y veía un enorme miembro que asomaba entre las ropas de ¿Marisa? ¿Patricia? ¿Esther? Aunque miraba ahora y veía el rostro de Joan, que se reía a carcajadas… y el miembro se hacía más y más grande, con una cabeza enorme, y goteaba un líquido transparente… y esas carcajadas… y ahora era el rostro de Diego el que se reía, y el que le miraba… El de su hermano… pero todos reían… un pájaro se posó en el enorme falo y entonó un canto alegre, pero que a Manu le estaba sacando de quicio… las risas, el pájaro cantando apoyado en un miembro erecto y duro, como si fuera una rama de un castaño, o de un olmo… Manu se apretaba las sienes de su cabeza… parecía que ésta le iba a estallar… quería dejar todo eso… en esta parte de la consciencia quería dejarlo todo, pero… no podía evitar mirar al pájaro cantando, al miembro babeando, al rostro de ese, ahora hombre, con las facciones de Joan, aunque hacía un par de minutos eran las de Carlos, o las de Alberto, aquél otro chico que había recordado que también le había excitado hacía un par de meses.
Manu conseguía salir de su ensoñación y concentrarse de nuevo en su libro de química. Echaba cuentas de lo que le quedaba para acabar el curso, y de lo que se proponía hacer después de la selectividad. Hasta hacía unos días, lo tenía claro. Pero ahora… sus prioridades habían cambiado. Más bien sus necesidades. Y éstas pasaban por alejarse de su casa, de su ambiente.
Quizás debería hablar de todas estas cosas con Ricardo. Era posible que le comprendiera mejor que nadie… al fin y al cabo tenían una comunicación especial, aunque en los últimos tiempos esto parecía haber cambiado ligeramente.
Manu se sobresaltó al escuchar un sonoro portazo en la casa. Se incorporó de un salto y salió asustado al pasillo. Pensó que a lo mejor sus padres se habían olvidado de cerrar la puerta al salir, y una corriente de aire repentina había hecho que se cerrara de golpe.
– ¿Jonás? – gritó en el pasillo.
Pero éste no contestó. Fue hacia el hall despacio hasta que desde allí vio venir a Ricardo.
– Joder, macho, me has asustado.
– Pues te jodes.
Manu se quedó sorprendido de la reacción de Ricardo.
– Has discutido con Jaime ¿verdad?
No lo pensó. Sencillamente lo dijo. No podía ser otra cosa. Nada le afectaba a su hermano como el estado de su relación con Jaime. Pero ver la cara que le puso Ricardo, le hizo arrepentirse de haber abierto la boca. Estaba claro que los días en que podía hablar sin medir las palabras con su hermano habían pasado a mejor época. Debía empezar a pensar  ya las palabras que cruzaba con él.
– Tiene que ser jodido ser tan listo como tú, hermanito. Siempre sabes lo que hacer, lo que decir con todos. Tendrás que darme un puto curso, porque yo está visto que soy un mierda a tu lado.
– ¿A qué vi…?
– ¿Desde cuando eras tan amiguito de Joan como para que apoye su cabeza en tu regazo? ¿Eh? ¿A que venía eso?
– ¿Pero de que vas, Ricar? ¿Eso es lo que te cabrea? ¿A que coño viene el decirme que…? ¿No me decías que debía ser amigo de Joan? Encima que…
– Eres falso e hipócrita, hermanito. La puta madre que te parió… jodido imbécil. Ahora resulta que vas a ser el puto mejor amigo de mi mejor amigo, que te caía como el culo hasta hace… ¿Una semana?
– Ricar, no sé que te ha pasado, pero no lo pagues conmigo. Yo no tengo…
– Tú nunca tienes la culpa de nada, hermanito. Eres el listo, el fuerte, no te jode. El que sabe qué hacer. Yo siempre meto la pata, puta mierda que me parió.
Manu se volvió a su habitación y se volvió a tirar en la cama con su libro de química. “Está claro que no se puede hablar con él”. Cogió su libro de química orgánica, e hizo como si se concentraba en el estudio. No le apetecía seguir con la conversación.
Pero Ricardo pensaba de otra forma. En alguien debía descargar sus frustraciones del día, y su hermano Manuel era la mejor opción que de le presentaba. Entró decidido en la habitación y agarró el libro en el que pretendía refugiarse y de un tirón, lo lanzó sobre la pared que tenía detrás de él.
– ¡Que pasa, jodido cabrón de mierda! ¿Ahora no quieres  meterte en mi vida? ¿Ahora me ignoras? Pues te vas a joder que ahora soy yo el que quiere dejar claras unas cuantas cosas, jodido de mierda.
Ricardo le mostraba todo el odio del que era capaz en la tensión de su rostro y de su mirada. Según hablaba iba inclinándose más, hasta casi pegar su nariz a la de su hermano. Respiraba agitadamente.
Manu conservó la calma. No hizo ningún gesto, después del sobresalto inicial cuando Ricardo le quitó el libro de un tirón. Miraba hacia delante, pero sin buscar los ojos de él.
– Estás perdiendo los papeles, Ricardo. No tienes razón en nada, y lo sabes. Te has centrado tanto en ti, en darte pena, en no vivir la vida porque eras un jodido marica…
Ricardo hizo un gesto levantando la mano como para golpear a Manu.
– Si bajas esa mano, hermanito, no voy a hacer nada para evitar que me des una buena hostia. Me llevaré la primera, eso está claro. Pero te advierto que el resto de hostias de la tarde te van a caer a ti. Ya me has tocado suficiente los cojones.
Ricardo pareció pensarse la situación y relajó su cuerpo, bajando lentamente el brazo.
– Eres un jodido egoísta, Ricardo. Te dabas pena cuando no sabías como acercarte a los hombres, porque te has pasado desde los 16 años llorándote en tu propio hombro por la triste vida que tenías. Marica, con un físico según tú no muy atractivo, un desecho de la vida que no iba a sobrevivir solo ahí fuera, y al que nadie querría.
Manu intentaba mantener un tono monocorde, pero seguro. Iba poco a poco levantando su mirada, ahora sí,en busca de la de su hermano, que seguía de pie al lado de su cama, con su cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. Aunque esta inclinación, iba reduciéndose, como si él empezara el camino contrario al de Manu.
– Y has llegado a pensar que eras tú el centro del Universo. A eso he contribuido yo, desde luego,  que pensé siempre que necesitabas protección, o un empujón, más bien. Solo aprendiste a ver tus problemas, tus tonterías, a pensar que tus inseguridades… pero sabes, he tardado en darme cuenta, tus inseguridades solo son una parte del papel que haces. Quieres dar pena, quieres que no nos demos cuenta de que eres un jodido y apestoso ególatra, que no tiene ningún interés real por nadie de los que le rodean. Y no sabes ver lo que sienten las personas que estamos a tu alrededor, y que sabes, jodido imbécil, te queremos, y sabes, tonto del culo, a los que nos deberías conocer.
Ricardo pareció recuperarse de la amenaza de Manu, e intentó interrumpir su discurso.
– ¡Ahora te callas, hijo de puta!
Manu se incorporó de un salto. Era ahora él el que mostraba con su cuerpo el enfado que tenía con él.
– Eres tú y solo tú. No sabes ver más allá de tus gafas, cuando te las pones. Ni de tu nariz, si no las llevas. No conoces a Joan, le has pisado en los últimos meses porque dudabas de él, cuando en realidad solo dudas de ti, porque solo estás a gusto siendo el centro de todos. Viste a Joan hablar con Jaime, y no te dieron celos que hubiera follado, solo te dio celos que hablaran y se contaran sus cosas, como si fueran amigos. Y no conoces a Jaime, ni sabes lo que siente, ni te interesa. Ni sabes escuchar, ni quedarte al lado de nadie, sin que se note. No se que hostias te ha pasado con Jaime, pero apostaría que ha sido algo de eso. Y te has puesto como una furia, porque no eras el centro. No tienes ni puta idea si yo lo estoy pasando bien, si tengo problemas, si no duermo. Ni te has fijado que a Jonás le pegaron el otro día en la calle, y le robaron.
Manu se calló unos instantes.
– Y ahora te vas a ir de mi puta habitación y te vas a joder con tu gilipollez tú solo en la tuya. Pierde cuidado que en la puta vida me voy a preocupar ni un segundo por ti y tus cosas. Allá te las apañes solo, imbécil de mierda.
Se quedaron los dos callados unos minutos. Se miraban fijamente,como midiendo sus fuerzas. Al final Ricardo se dio la vuelta y enfiló la puerta. Pero antes de salir, tiró lo que había sobre la mesa de Manu.
– Me has jodido la vida, hijo de puta. Has hecho lo posible para que me quede sin amigos. Primero criticando a Joan, que si era, que si… y ahora me los has arrebatado..
– Eso es una puta mentira. ¿Joan no puede tener más amigo que  tú, gilipollas? Pero es que eres un puto amargado egocéntrico de mierda. Y ya no sabes ni razonar, solo sabes tirar las cosas al suelo, y romperlas.
– Hago lo que me da la puta gana.
– Hazlo con tus jodidas cosas. Y jode tu jodida vida. Pero al resto, déjanos en paz, imbécil.
– Haré lo que me de la puta gana.
Y salió de la habitación dando un sonoro portazo. Casi choca en el pasillo con Jonás, que acababa de entrar en la casa.
– Y ¿tú que hostias miras, jodido marica reprimido?
Y le apartó de un manotazo.
Manu salió como una exhalación de la habitación.
– Se iba a lanzar contra Ricardo, pero la súplica que vio en la expresión de su hermano pequeño, le calmó.
– ¿Nos vamos al cine, Manu?
Éste respiró un par de veces profundo. Cuando escuchó el portazo en la habitación de Ricardo, se dio la vuelta para encararse con Jonás. Fueron apenas unos segundos lo que tardó en ponerse unas deportivas y el anorak.
Salieron de casa.
Caminaron despacio y en silencio hacia los cines Van Golem. Justo cuando estaban debajo de la marquesina, antes de entrar en el hall, Jonás se paró unos instantes y le dijo a su hermano.
– No soy marica.
Manu le miró y sonrió.
– Yo a lo mejor sí.
Jonás le sonrió.
– ¿Vemos la de “los tontos…”
Guay.

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Capítulo 80.

El coche de la policía que le llevaba, giró para enfilar la Av. Manuel Rivera. Era la tercera vez que tenía que visitar los juzgados. Posiblemente, la jueza decretaría su libertad, ya que nada había que le pudiera incriminar, por mucho que la fiscalía y la policía intentara alargar su prisión para amedrentarle, o hacerle que se cansara, o con la esperanza de que un milagro se cerniera sobre ellos y pudieran demostrar alguna de sus acusaciones.

Ahora, Carlos debería pensar en qué hacer.

Otra vez su tío había salido en todos los medios de comunicación, pidiendo su encarcelamiento definitivo. Para él, estaba claro que había matado a su hermano. El resto de la familia no importaba, porque en realidad, a su cuñada no la soportaba, y a su sobrino, ni siquiera sabía que existía. En Burgos, según le había contado Joan por teléfono el otro día, había salido en todas las radios y televisiones, y en todos los periódicos. La detención, al ser de la forma que fue, levantó mucha expectación en la gente. Qué mejor que una bonita historia de un asesino detenido, antes de Navidad. Presunto… presunto asesino, dirían todos los periodistas. Pero al fin y al cabo, al dar la noticia y poner su foto, ya estaban condenándole.

Y el resto de su familia callaba. Eso también le molestaba. No lo entendía. Parecía como si pensaran que fuera culpable, pero al ser familia se sintieran mal si le apuntaban con el dedo directamente. O cuando menos no estaban seguros de él. Ni siquiera lo llamaban para ver como estaba. Ni lo apoyaban en ningún momento. Seguro que si un día quedaba libre de toda sospecha porque encontraran al verdadero asesino, aparecerían todos a darle palmadas en la espalda.

Le habían llegado algunas propuestas para ser entrevistado en diversos programas. Por una parte había tenido tentaciones de salir a la palestra y defenderse, y dejar claras las cosas, sobra algunas mentiras que se estaban propagando. Pero su abogado siempre se lo había desaconsejado. A él tampoco le apetecía demasiado. Cuanto menos hablara menos posibilidades había de complicar el tema. Pero eso equivalía a dejar vía libre a esa parte de su familia a que le destrozara su vida, y debiera cambiar otra vez de ciudad, de amigos.

Diego.

Ese era uno de los obstáculos. Diego. Le había llamado un par de veces. En realidad le había llamado más, pero había coincidido con alguna declaración, y no habían podido hablar. Habían estado los dos muy cortados. Cualquiera que le viera, tan fiero con la policía, con la gente, con su familia… y tartamudeando sin saber que decir, hablando por teléfono con él. Como los locutorios son públicos, otro de los internos, un niñato que iba de listo, de super-caco, sacando pecho de sus hazañas robando a viejas a la salida del banco, había intentado mofarse de él, y sobre todo con el hecho de que su chica fuera un chico. Le costó un par de hostias bien dadas en los riñones (para que no se notaran), el que entrara en razón. Eso sí un manotazo del gilipollas ese se perdió en su ceja. La condenada empezó a sangrar como si fuera la herida de un cerdo en la matanza de su pueblo.

Ya se oían los gritos.

– ¡Asesino!

– ¡¡Culpable!!

– ¡¡Pena de muerte!! ¡¡Pena de muerte!!

No había más remedio que pasar por delante de toda esa gente. Esto ya era suficiente condena. Entrar esposado una y otra vez, y siempre con cámaras de televisión y periodistas. Sus tíos se ocupaban de eso organizando esas movidas, y anunciándolas convenientemente a los medios. Así que salvo que hubiera un maremoto en la ciudad, cosa alto improbable, desplazaban a la entrada del juzgado de menores a sus cámaras y micrófonos. Raro era el día en que su tío o su tía no salían haciendo declaraciones. Y encima contando las evidencias que según la policía, tenían contra él. Y las contradicciones en que entraba Carlos.

Normalmente había entrado medio cubierto por la capucha, o por una manta de viaje que le echaba uno de los policías en la cabeza. Pero ya estaba cansado de esa pantomima. Él no tenía que esconderse de nadie. Además, después de la detención en “La Bolera”, eso era ya completamente innecesario. Todos conocían su cara.

– ¡Asesino!

– ¡Asesino!

Solo estaban a unos metros. Los gritos le atravesaban el cerebro. Y mirarles a la cara, el odio, que demostraban sus gestos, su mirada, esos ojos inyectados de odio. “¿Por qué?” Se preguntaba a veces. “Si no me conocen, ni conocían a mis padres”. “¿Qué sabrán ellos, porque parece que debo ser culpable?” “¿Y cuando encuentren al asesino? ¿Desaparecerá ese odio hacia él?”Estas cosas era una de las que le animaban a declararse culpable y acabar con todo eso.

– ¡Pena de muerte!

Había más gente que otros días. Parecía que querían demostrar al mundo su disconformidad con su puesta en libertad. “¿Ninguno de estos se planteará que a lo mejor soy inicente, y por eso no hay pruebas en contra de mí?”. “Si ya saben todos lo que pensáis” Carlos los miraba con atención, pero con un punto de desidia. Ahí vio a su tío Marcelo, y a su tía Genoveva. Era curioso como cambiaban las cosas. Antes del asesinato de sus padres, esos dos no se trataban para nada, a pesar de ser hermanos. Ni siquiera por Navidad se preocupaban de cubrir las apariencias. Y nadie en la familia recordaba, ni las abuelas, la época en que Marcelo y Genoveva se hablaban. Y mírales ahora, siempre juntos y abanderando la lucha en contra de su sobrino.

Siempre creía discernir entre todas las voces que gritaban, la de su tía. Esa voz de pito que tenía era inconfundible. Aunque él pensaba que posiblemente, lo que la hacía verdaderamente inconfundible, era el odio enraizado en lo más profundo de su alma, y que parecía destilar por cada uno de los poros de su cuerpo cada vez que pronunciaba el grito de guerra:

– ¡Asesino!

Ahí estaban. Los dos en primera fila. Buscaban su mirada en el cristal tintado del coche. El policía que viajaba detrás con él le intentó subir la capucha, pero él le hizo un gesto de que no era necesario.

– Gracias – le dijo con una medio sonrisa.

El policía le contestó con una mueca mientras se encogía de hombros.

– Si no te tapas vas a salir en todos los periódicos mañana.

– ¿En alguno que no haya salido? Da igual. Llevo dos años con esto. No saldrá mi cara entrando y saliendo del juzgado, pero salen fotos de hace dos meses, o de hace un año… ¡Qué más da! Llevo dos años cumpliendo condena sin haber sido declarado culpable por ningún juez. Estoy cansado de agachar la cabeza y de ocultarme. Y después de lo del otro día… ¿Alguien no sabe la cara que tengo?

– Chico, eres joven. En unos días esto se habrá olvidado.

– El mundo en general sí. ¿Y mis compañeros de facultad? ¿Esos lo habrán olvidado?

– Si son amigos…

– ¿Amigos? ¿Cuantos amigos tiene Vd? De los que no darían importancia a una cosa así.

– Ahí tienes uno.

Carlos dirigió su mirada hacia dónde señalaba el copiloto. Era Joan. Se había cortado el pelo… lo llevaba casi rapado al cero. Estaba si cabe, todavía más guapo. Y más morboso. Joan había querido venir a buscarle para llevarle de vuelta a Burgos. Habían discutido por eso, porque Carlos no quería. No quería que le vieran en esa situación. Pero Joan fue taxativo en ese tema. Le dijo que ya que había elegido ser amigo suyo, con aquella disyuntiva que le planteo casi cuando se conocieron, ahora tenía que apechugar con su decisión.

– Deberías haberme propuesto follar. Así ahora no seríamos amigos, y no te iría a buscar a la puerta de la cárcel.

– Tócate los cojones, Sam – le contestó Carlos simulando enfadarse.

– Así hablamos tranquilamente – sentenció.

– Pues nada, reserva una habitación que nos damos un revolcón. Que tengo ganas…

– Ya no es posible. La oferta perdió su vigencia. ¡Lástima! Porque ahora que eres famoso, follar contigo tendría doble premio, por el morbo de follar con un asesino in-confeso.

Carlos no pudo evitar recordar esa conversación con Joan, y sonreír.

– ¿Y como sabe que… es amigo mío? – le interrogó al policía.

– La policía lo sabe todo – contestó el copiloto, guiñándole un ojo.

Carlos iba a seguir preguntando, pero llegaba el momento de hacer su entrada. El conductor del coche había estado dando vueltas hasta que habían llegado más efectivos anti-disturbios para proteger la entrada de Carlos. Pero ya todo estaba preparado.

– ¿Y si me paro un momento a charlar con mis tíos? Para felicitarles las fiestas y esas cosas – preguntó Carlos.

– Tú verás. Hay mucha gente. A lo mejor se ponen de uñas.

El que iba a su lado salió por su puerta. Dio la vuelta al coche, mientras el copiloto salía también. Éste último puso la mano en la manilla de la puerta, y cuando su compañero estaba al otro lado de la puerta, la abrieron. La gente intentaba arremolinarse, y echarse sobre los policías y Carlos. Pero los anti-disturbios les mantenían a raya. Marcelo y Genoveva, arreciaban en sus gritos. Esta vez Carlos no agachó la cabeza. No se tapó. Les miró directamente a los ojos. Su tía se calló un segundo. Su tío hizo un amago de lanzarse sobre él, cosa que era imposible, porque tenía a dos anti-disturbios justo delante de él. Pero así daba el pego. Con un poco de suerte las cámaras lo recogerían y reafirmaría su discurso. Carlos caminaba despacio, sin apartar su mirada de ellos en ningún momento. Se paró delante de ellos. Fue solo un segundo.

– Cuando queráis, ya que tenéis tanto interés en el caso, hablamos de “la Cobachera”.

Carlos siguió caminando, con los policías del coche a cada lado. Sus tíos se quedaron unos segundos callados. En la foto que salió al día siguiente en la prensa, todos pudieron observar que tío Marcelo, como ya le llamaban en los medios, no había encajado muy bien ese comentario de su sobrino. No solo lo había descolocado, sino que había hecho aflorar en su mirada un toque de preocupación. Solo duró unos instantes, porque enseguida reanudaron sus gritos:

– ¡Asesino!

– ¡Pena de muerte!

______

Capítulo 81.

Carlos se sentó un rato. Se había levantado pasadas las 5 de la mañana. No había podido pegar ojo.

Pasó un rato sentado en una pequeña galería que daba a la calle. Se quedó mirando por la ventana, sin hacer nada especial, sin fijarse en nada. Sin pensar en nada.

Quizás debiera haber aceptado la invitación de Joan y quedarse en su casa, para no estar solo. Sus compañeros de piso se habían ido ya de vacaciones de Navidad. Casi era mejor: tampoco sabía la reacción que iban a tener al verle otra vez. En realidad si lo sabía por una nota que le habían dejado pinchada con un imán en la nevera:

Deveríamos hablar sobre el piso y tal a partir de enero. Pensamos que a lo mejor te gustaría irte ha otro lado. Por nosotros guay.”

La ortografía no era el fuerte de Ernesto.

Le hizo gracia la sutilidad del mensaje. Además mucho mejor escrito en un papel en la nevera, que mandar un mensaje al móvil, o algo. Así no corrían riesgos de que les preguntara. Ya deberían saber que estaba fuera de la cárcel, así que podrían llamarle, y de paso preguntarle como se encontraba. Pero ¿y si se cabreaba y les mataba a ellos también, como seguramente había hecho con sus padres y su pobre hermano? Mejor no arriesgarse. Cogió un trozo de papel de cocina, y un rotulador.

Por mi de puta madre. No os importará pagar mi parte de este mes ¿a que no? Si tenéis algún problema me llamáis, que enseguida os mando a mi abogado. ¿O es sicario?”

Cogió otro de los imanes, y lo puso sobre su mensaje.

Lo releyó.

Lo arrancó y lo rompió en pedazos.

Arrancó con furia otro trozo de papel del rollo, y volvió a escribir:

¡Qué pasa! ¿No tenéis huevos de vivir conmigo? ¿Tenéis miedo de que os asesine mientras dormís? Si os queréis ir por mi de puta madre. Yo me quedo”.

Colgó esta segunda nota. Esta vez ni siquiera la volvió a mirar. Abrió el frigorífico, y sacó la botella de yogur líquido.

Joan en el viaje de vuelta había intentado disuadirle de que se fuera. Pero a la vista estaba que lo mejor era irse de allí. No tenía cojones de enfrentarse a todos y que le miraran con miedo. Si antes era opaco a todo el mundo, ahora nadie se atrevería a preguntarle siquiera si le dolía la uña del pie, por si le contaba alguna cosa “delicada”. Si se enfadaba con alguien, sacarían una coña así como:

“¿Me vas a matar como a tu hermano?”

Y eso un día y otro.

Si le presentan a alguien, en cuanto se diera media vuelta dirían:

“Este es el que detuvo la policía el otro día en la Bolera, porque piensan que mató a sus padres y a su hermano. Y me ha dicho un amigo que conoce a un poli que fijo lo hizo él. Lo que pasa es que es más listo que el hambre, y no ha dejado ninguna prueba.”

Dejó el bote de yogur, y se fue a su habitación. Se tumbó en la cama. Miraba al techo, con los ojos como platos, sin apenas pestañear.

– Empezar otra vez. ¿Y a dónde me voy esta vez?

Y Diego.

Diego.

Era el muro. La barrera que le impedía ponerse a recoger sus cosas en ese preciso momento e irse. Cada vez que tenía intención de hacer algo, de preparar su enésima huida, aparecía por cualquier resquicio la cara de Diego. O solo su nombre. Y eso servía para anestesiarlo, para que inmediatamente se le quitara cualquier intención de preparar la maleta.

¡Hostias!

Se levantó de un salto, y se metió en la ducha. No se quitó ni el calzoncillo ni la camiseta. Abrió la ducha y le dio toda la presión que tenía. Se puso de cara a la pared, y la golpeaba con sus puños al ritmo de una música que solo él oía en su cabeza. Un vecino, enfadado por los ruidos, empezó a gritar improperios e insultos.

Carlos dejó de golpear la pared, y se fue escurriendo hasta sentarse en el suelo de la bañera. Lloraba de impotencia, de rabia. De no poder quitarse el cartel de culpable, aunque ningún tribunal le hubiera condenado todavía. De no poder vivir su vida, ni siquiera cambiando de ciudad. Este iba a ser el cuarto cambio. La cuarta huida. En ninguno de los sitios que había estado antes, había nada que le retuviera. Se había cuidado muy bien de crearse lazos de cariño, de amistad, mucho menos de amor. Pero en Burgos, algo había salido mal. O bien. Fermín fue una mecha. Joan fue una pequeña explosión previa, en forma de amigo. Él y todos los que le rodeaban. Y luego llegó Diego. Siempre Diego.

Aunque si lo pensaba fríamente, no solo era Diego. Todo el grupo tenía su importancia. Joan, Jaime, Ricardo… fue injusto con él, lo maltrató, se burló de él, y al final… era un buen tío. Y la familia de Diego… Raúl, su madre, los peques… por primera vez en sus casi 21 años de vida, se sentía a gusto con un grupo de gente. Se sentía que empezaba a formar parte de él, y lo que era más importante: le gustaba la idea de acabar siendo parte de ese grupo.

– ¿Alguien quiere ir a abrir esa puta puerta? ¡Joder con la mañanita de los cojones! Primero los putos golpes y después el puto timbre!

Carlos aguzó el oído, y cerró el grifo. Ahora lo escuchaba… el timbre de la puerta. Intentó ponerse algo encima, o al menos no ir dejando un reguero de agua hasta la puerta.

– Total si me voy a ir hoy de aquí.

Así que fue a todo correr a la puerta, para que el que fuera dejara libre el botón; parecía que se le había pegado el dedo.

– Joder, no son formas de llamar – dijo abriendo la puerta de golpe.

“Diego. ¡Joder! Lo que me hacía falta”, pensó Carlos.

Se dio media vuelta y volvió al baño para secarse y vestirse.

– ¿No es un poco pronto para hacer visitas? – preguntó Carlos desde el baño.

– Pues llevo una hora en la calle, haciendo tiempo.

Diego entró en la casa, y cerró la puerta suavemente detrás de sí. Se quedó dudando sobre qué hacer. Miraba hacia el pasillo por dónde se había perdido Carlos, y se balanceaba suavemente de atrás adelante sobre sus pies.

– ¿Te vas a quedar ahí, como un gilipollas? – Carlos asomó la cabeza en el baño – no te asustes, ya me has visto en pelotas. Así me cuentas que hostias haces aquí. ¿Vienes a ver al asesino de hermanos pequeños? ¿No tienes miedo de que te corte en pedazos con la sierra eléctrica que tengo en el armario?

Diego apenas reaccionó. El tono de Carlos le intimidaba. Era agresivo, lleno de sarcasmo hiriente, ofensivo. Aunque había venido decidido, y por primera vez en su vida, con decisión, ahora las dudas, sus inseguridades volvían a tomar ventaja. Ver a Carlos casi desnudo, porque la ropa que llevaba empapada, era como si no llevara nada. Y eso le turbaba… porque le excitaba, y no quería… no sabía dominar ese sentimiento todavía. No estaba acostumbrado. Y recordaba su imagen en el espejo, con su exceso de peso, sus marcas… y no podía por menos de comparar… y volver a caer en sus eternas dudas sobre si alguien como Carlos, podría sentirse atraído por alguien como él.

– Espero que no te moleste que ande desnudo. Además así disfrutas, que sé que mi cuerpo te pone a tope.

Carlos había salido del baño completamente desnudo. Se había ido hacia el hall del piso, en donde seguía Diego, como si unas raíces mágicas le impidieran mover sus pies del suelo.

– Desnúdate tú también… así estamos a nivel.

Y diciendo esto se acercó a Diego, y le empezó a desabrochar el abrigo, y quitarle la bufanda. Pero cuando intentó hacer lo mismo con el jersey que llevaba, Diego le apartó las manos.

– Así estoy guay, thanks.

– Huy que cool, en inglés…

Diego clavó la vista en el suelo, justo entre sus Adidas.

– ¿Te vas a quedar ahí como un pasmarote? Pasa y me ayudas a hacer el equipaje.

– ¿Así que te vas? ¿Y yo? – no lo pensó, lo dijo. Y no le gustó que pareciera una súplica.

– Tú haces lo de siempre. Compadecerte de ti mismo, y llorarle al que tengas más cerca. O siempre te puedes acabar lo que empezaste el otro día.

Carlos dijo esto dirigiéndose hacia su habitación. Se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Pero no sabía como rectificar. Y no quería perder el tono duro que estaba empleando… no quería mostrarse débil… quería que Diego se fuera, pero que lo hiciera él, echarle… quería que dejara de ser esa barrera que le impedía irse de nuevo, salir corriendo. Así que no hizo nada, más que ir a su cuarto, sacar la bolsa de deportes para meter su ropa, y empezar a hacer su equipaje.

– ¿A dónde vas a ir? – pregunto Diego tímidamente, esta vez ya desde la puerta del cuarto de Carlos.

– Ni puta idea.

– ¿Y si te quedas? – dijo en un arranque.

– Ya no hay sitio para mí aquí. No hay nada que me retenga.

– ¿Y Joan? Te aprecia.

– Lo superará.

– ¿Y yo? Yo…

– Seguro que Enrique te habrá contado los detalles. Es poli, y hablaría con sus compañeros. Y ya se sabe entre polis. Ya te habrá dicho lo mal bicho que soy, y lo cruel que fui con mi hermano y mis padres. Y lo listo que soy que no me pueden coger. ¿Te vas a arriesgar? ¿Y si te corto el cuello mañana, después de follar?

– Eso es una tontería.

Carlos se volvió hacia Diego, y se le acercó con los brazos en jarras.

– ¿Me vas a decir que no te ha contado Enrique? Con lo que te quiere… y cómo quiere protegerte…

– Sí me ha dicho. Pero…

– Pues hazle caso, y lárgate. Es mejor así.

– Yo…

– Que te largues.

– No me da la gana ¡Joder!

Diego se había cansado del agobio de Carlos, y había estallado. Casi le había escupido esas palabras, echando el cuerpo hacia delante, con los ojos casi fuera de sus órbitas, mirando hacia Carlos, pero en realidad sin fijar su vista en él, o al menos sin buscar su mirada.

– ¡Ahora discuten los putos maricas de mierda. Esto es una puta mierda

– ¡Cállate, hijo de puta, o subo y te rajo el cuello! ¡Hijo de puta!

Carlos respiraba agitado. Diego intentó acercarse y abrazarle, pero Carlos rechazó de un manotazo el gesto. Se dio la vuelta, y acabó de meter algo de ropa en la bolsa. Se vistió rápidamente, cogió su portátil, su cartera, y un libro que tenía sobre la mesilla.

Se puso el abrigo.

Se encasquetó la braga en el cuello, y un gorro en la cabeza.

Y se fue hacia la puerta del piso.

– Cuando te vayas, cierras la puerta. ¡Adiós!

– No te…

Carlos dio un portazo.

– … vayas… – Diego acabó la frase en apenas un susurro.

Se quedó por unos instantes mirando el sitio exacto por donde había desaparecido su amigo. Bajó los hombros derrotado.

Sin saber muy bien cómo, se puso en marcha. Una especie de rabia le estaba invadiendo su cuerpo. Cogió su abrigo, y la bufanda, y salió corriendo tras Carlos.

– Eres un cretino ¿sabes? – le gritó en la calle.

Diego jadeaba tras la pequeña carrera que había emprendido bajando las escaleras para no perder tiempo esperando al ascensor.

– Un puto cretino y cobarde. ¿Dónde están tus mentiras de la azotea? ¿Dónde están tus mentiras del hospital?

– ¡Yo no te he mentido idiota! ¿Qué te he mentido? ¿Qué hostias te he dicho…? ¿Acaso te he prometido nada? Tú sueñas, y si te crees tus putos y mierdosos sueños es tu puto problema. Yo no soy la Teresa esa de Calcuta, ni una ONG. No me vengas con gilipolleeces…

– Eso es lo que eres tú. Un puto gilipollas, y un puto cobarde. Y mentiroso. No… no has dicho nada con palabras, claro. Eso sería… el duro y jodido Carlos Menéndez Sastre, el hombre duro que engaña a la policía, que no se deja acoquinar por el mundo… que peta culos como otros comen uvas… ¿Cómo va a decir una mierda por esa boca de piñón? ¿Cómo va a reconocer en voz alta, que es un puto débil y que se enamora como un gilipollas como otro cualquiera? Él en el papel de doliente acusado de asesinato, el que sale en los papeles, y que es hasta trending topic en twitter… ¿como va a prometer algo en voz alta? Pero tu puto cuerpo habla. Y tu puta cara. Por eso te digo y te repito que eres un puto mentiroso y puto y miserable cobarde.

– ¿Cobarde yo? Mira quien fue a hablar, pero si te quería tirar hace un par de días del tejado… ojala te hubieras tirado y así todos contentos. Puto gordo de los cojones. Esto es una puta mierda… que te den. Que …

– Huye… huye… pásate tu puta vida huyendo. Siempre habrá culos y bocas que tapar con tu polla y que te hagan más llevadero tu huida. Vete dejando cadáveres en tus huidas. Amigos que confiaron en ti, como Joan, que se ha preocupado y desvivido por ti. Que se ha gastado una pasta en detectives para ayudarte. Que ha ido a buscarte a Palencia. Y Jaime, y Ricardo, a ese al que diste por culo, destrozándole la autoestima, pero que después parece que no tenía tan mal polvo… y al final mira, hasta se unió a tu club de fans. Y a mí. Ojala me hubieras dejado tirarme. ¿Para esto me salvaste? ¿Para esto me convenciste? ¿Para dejarme tirado ahora? Eres un calienta pollas… eres un mierda.

– Guay. Soy un mierda y un cobarde. Ya lo sabes. Y un puto egoísta. Y puede que un puto asesino. Tú mismo lo has dicho.

Carlos cogió la bolsa que había dejado en el suelo cuando habían empezado a discutir, se dio media vuelta, y empezó a alejarse de Diego, camino de la parada de taxis más cercana.

– ¿Por qué no me dejaste tirarme? Eres…

– Pues tírate de una puta vez, y deja de lloriquear – gritó Carlos sin girarse.

Diego había agotado toda su furia, sus fuerzas. Nada se le ocurría para convencerlo, para detenerlo. Las piernas le empezaban a temblar. Tuvo que sentarse en el banco más cercano que había. Dobló sus piernas, las puso contra el pecho y lloró. Era la primera vez que había atisbado cómo sería el estar con alguien. Cómo sería apoyarse en alguien, y preocuparse por alguien. Que rozaran tu piel con amor. Se sintió como si hubiera gastado todas sus balas. Se sentía que había perdido su último tren. La razón que había encontrado para no pensar en dejar este mundo, para dormir casi sin pastillas, y no tener esos sueños macabros, esos recuerdos agobiantes que coartaban su libertad, su vida.

Cuando Joan llegó a casa de dejar a Carlos en la suya, le esperaba ansioso. Joan le explicó que había decidido irse esa misma mañana, y sin despedirse de nadie. Diego se puso tenso… no podía ser. Estuvo ideando cien formas de convencerlo. Mil cosas que le diría. Su cabeza echaba humo.

Apenas se acostó. Y salió de casa dispuesto a no dejarle irse. Esperó en la calle. Cuando estuvo seguro que la luz que veía desde la calle, era de la casa de Carlos, llamó. Primero tímidamente, Después con decisión. No podía dejar escapar esta oportunidad. No era esta la forma que tenía de actuar normalmente.. Era apocado, tímido. No le gustaba ser el centro de atención, ni levantar la voz.

Pero no había salido bien.

– Ojala me hubiera tirado… ¡mierda de puto Carlos!

– No.

Diego levantó la cabeza. Carlos estaba plantado enfrente de él, con su bolsa de deportes colgada de un hombro, y el portátil colgado del otro. Le miraba de esa forma. Como en el hospital. Como cuando dormía. No lo veía… pero Diego lo sentía.

– Soy un puto, y un hijo de puta. Pero tú nunca debes dejar de luchar.

Carlos no lo pudo hacer. No se pudo ir. Por eso su lucha porque fuera Diego el que saliera huyendo. Quería a ese gordo bobo. Lo quería como a su propia vida. De hecho, en parte estaba renunciando a su vida por él. Lo intentó, pero… al entrar en el taxi, no pudo decir al conductor un sitio a dónde ir. Porque en su mente, todos los sitios quedaban descartados porque no estaba Diego en ellos.

– No se luchar. Para una vez que lo intento… – contestó con un hilillo de voz en el que se notaba que estaba cercano el llanto de alegría, y apenas se había ido el llanto de la desesperación.

– Estoy aquí.

La cara de Diego se animó.

– No, no corras. Hoy no me voy. Pero no prometo nada. Mañana a lo mejor…

Diego empezó a sonreír.

– Pero no prometo nada – insistió Carlos – ni siquiera con el cuerpo.

Diego se secó las lágrimas.

Carlos hizo lo mismo con las suyas. Sonrió.

Diego lo imitó.

– ¿Tienes un pañuelo? – preguntó Carlos.

– No… se me ha olvidado…

– Mira que eres desastre…

– ¿Y tú?

– Yo soy yo… vamos a mi casa, y dormimos.

– Antes desayunaremos… ¿no?

Subieron.

Entraron en la cocina. Carlos vio el mensaje que había dejado colgado en el frigorífico. Lo cogió y lo rompió.

Estoy bien aquí. Gracias por vuestra comprensión. Me quedo”.

Este sí parecía el definitivo.

Comieron tostadas con mermelada. Y café. Y zumo de naranja.

Y se fueron a la habitación de Carlos.

Y durmieron.

Solo durmieron. Abrazados.

A penas un beso de buenos días.

Porque amanecía, aunque ellos se echaban a dormir.

______

Capítulo 82.

No sabía discernir si estaba contento de que llegara el día, o simplemente aliviado. No estaba seguro de que su decisión fuera adecuada. Pero ya no había vuelta atrás. O sí… tampoco pasaría nada si se arrepentía y no iba a la cita, y volvía al ostracismo. Pero en realidad Joan lo quería. Le daba morbo… le gustaba la idea… aunque no estaba seguro de que fuera lo mejor. Ni siquiera bueno. Presentía que algo iba a pasar. Que esa decisión iba a cambiar algo determinante en su vida. No sabía el qué, ni el cómo.

El caso es que el momento había llegado. Era la fecha acordada. Jueves 21 de diciembre. Tres días después del entierro de Fermín.

Había ido siguiendo las instrucciones de Alberto. Al día siguiente del entierro de Fermín, Joan había ido a la peluquería para cortarse el pelo casi al cero. Era parte del juego. Con ese hombre, la escenografía adquiría mucho protagonismo. El escenario, el vestuario… la música… el atrezo.

Se había duchado cuidadosamente.

Se miró en el espejo desnudo, todavía mojado. Buscó esos ángulos que sabía que le gustaban a su cliente: disfrutaba viéndole desnudo, caminar, girarse, agacharse… sentarse cruzando las piernas, moviendo el culo, haciendo que se le marcaran los hoyuelos de los laterales. Y su miembro cayendo flácido sobre sus testículos.

– Esa curva – repetía sonriendo… lo recordaba como si fuera ayer.

Se puso unos calzoncillos diminutos. Eran tan diminutos que su miembro, aun en reposo, asomaban por encima de la goma. Menos mal que sus testículos no eran grandes, porque si no, hubiera sido un problema para conducir. Por detrás era una tira un poco más ancha que un hilo dental. Joan volvió a mirarse en el espejo, y comprobó que no le quedaba mal, aunque tomó nota mental de empezar a correr por las mañanas, como hacía antes. Su culo había perdido un poco de vigor.

Se puso sus vaqueros más viejos y rotos. Se los dejó caídos. Insinuando.

El día anterior también había ido a la pedicura, para que le arreglaran los pies. Todo era parte del juego. Con ese hombre, nunca era un mete-saca, cuatro besos mal dados y hasta luego.

Alguna vez había pensado Joan, en la cantidad de dinero que podría tener este hombre. Una sesión como la que iban a tener esa tarde noche, le iba a costar fácilmente los 4.000,00 €. Joan iba a cobrar 1.000,00 €, peticiones a parte. Estuvo pensando si cobrarle o no, pero… al fin y al cabo, necesitara o no el dinero, él hacía el papel de chapero, y era justo que cobrara. Además, era un chapero de categoría, pensó Joan, sacando su orgullo por el trabajo bien hecho, porque sabía que era uno de los mejores.

Sonrió a la imagen que le devolvía el espejo.

– Y mejor será que te lo creas, Joan querido – se dijo en voz alta; y lanzó un beso a su reflejo.

– Me voy – gritó Diego desde la puerta.

– ¿Ya has comido? Había prep…

– Sí, sí no te preocupes, ya lo he visto y he comido un poco. Estaba inmenso. Me voy que llego tarde. Luego nos vemos.

– Mañana… que no vengo a dormir…

Pero Diego ya no le oía. El ruido de la puerta de la calle, lo dejó claro.

– Pues sí que llegaba tarde – se dijo Joan murmurando, mientras seguía observando como le quedaba el uniforme de trabajo de ese día.

Miró el reloj. Tenía que irse, si no quería llegar tarde.

Se puso un chaleco de cuero sobre su piel: no podía llevar nada más. Solo una cazadora encima. Y unas bambas en los pies, para conducir o ir en el coche. Cogió una mochila con algo de ropa y útiles de aseo para dejarla en el coche, por si luego necesitaba ponerse ropa distinta para volver, o para imprevistos.

Aunque hacía frío, apenas iba a pisar la calle. Tenía algo más de dos horas de camino hacia el lugar acordado, una especie de hotel especial en Madrid. Pero entraría directamente al garaje, que era particular para cada habitación. No entraría en contacto con nadie, ni con la calle. Ni siquiera con otros clientes del hotel, o el personal de recepción.

Debía enviar un mensaje cuando saliera de Burgos. Lo hizo. Y una foto de sí mismo. Lo hizo también. Así Alberto podría comprobar que cumplía sus peticiones. Aunque esto no era tanto un control como un morbo añadido.

Se puso en marcha.

Intentaba no pensar demasiado en todo lo que le había llevado a volver a este “trabajo”. Posiblemente Raúl, el hermano de Diego, tuviera razón, y no iba a encontrar lo que buscaba trabajando otra vez de chapero. Pero al menos podía justificar su falta de “ese cariño-complicidad” que buscaba en su pareja, en que le pagaban por ello, y ahí no era el sitio en dónde se encuentran esas cosas.

Se sentía fracasado en ese aspecto. Posiblemente se hubiera equivocado en todas las decisiones que había tomado. Desde el cuando, al como, y los quienes. Quizás no era la mejor solución buscarlo a mata caballo, salir a la calle pensando en que ese iba a ser el día en que iba a encontrar a su alma gemela, y por cojones lo tenía que hacer. O pensar que debía encontrar a alguien estupendo, súper guapo… pero Fermín no era súper guapo… ni súper nada. Era resultón, sí… pero… Era más guapo Ricardo, por ejemplo. Y mucho más Jaime.

La conquista. Ese es el punto clave. A Jaime y a Ricardo nunca les consideró para el puesto, porque no necesitaba conquistarles. Estaban ya conquistados. Ricardo desde casi que le conoció, bebía los vientos por él. Se convirtió en su mejor amigo, y un muy buen mejor amigo. Pero si Joan hubiera chascado los dedos, Ricardo le hubiera limpiado su cuerpo con la lengua después de una lucha en el barro. Y eso era evidente, aunque Joan nunca se hubiera dado por enterado.

– Fermín, Fermín – de repitió en voz alta.

Fermín.

No pensaba que su muerte le iba a afectar de esa forma. Durante un tiempo pensó que podría ser el sustituto de Ignacio. Pero como en toda esta época, fue simplemente un autoengaño. No obstante, le cogió un cierto cariño. No era malo, solo que no sabía hacer las cosas de otra forma. Toda la situación con Gervasio le habían llevado a tomar caminos y decisiones equivocadas. A sentirse siempre víctima, y no darse cuenta de que se había convertido en verdugo para muchos. Nadie nos enseña a afrontar las cosas que se tuercen, y a controlar de quién nos enamoremos. El mundo está lleno de parejas imposibles, de personas que se enamoran de verdaderas arpías, de mala gente. Pero no pueden hacer otra cosa. Gervasio no era malo, pero… tampoco había sabido acertar con su vida, con los pasos que había dado en ella. Y esas equivocaciones, iba desencadenando otras equivocaciones, propias o ajenas.

Faltaban unos 30 km. Hizo una perdida.

Debería estar nervioso ante lo que se iba a enfrentar. Aunque Alberto siempre le había tratado con delicadeza y cariño, no dejaba de ser un cliente, que pagaba por sus servicios. Iban a pasar una noche juntos, y Joan debería seguir todos los juegos que se le ocurrieran. Nunca antes le había pedido ir de una forma especial, ni vestido así. Y era la primera vez que iba a este hotel especial y tan lejano. Las noches en un hotel no habían sido infrecuentes en la otra época. Estaba claro que se había sofisticado en sus peticiones.

Pero iba tranquilo. Quizás era el hecho de estar seguro de sí mismo, o seguro de su cuerpo y de lo que tenía que ofrecer. O posiblemente fuera que en realidad no necesitaba el dinero, y no dependía por tanto de que el cliente quedara contento para que le enviara más clientes, o le volviera a llamar.

Ahí estaba el hotel. La puerta de entrada al garaje debería estar a la derecha.

Justo… ahí estaba.

Bajó por la rampa. Había una especie de interfono con un teclado. Debía marcar una serie de números y letras. Cogió el móvil, y abrió el mensaje en dónde se lo habían enviado.

Marcó. Lo tuvo que hacer dos veces. La primera no se lo aceptó.

La puerta de abrió. Debía seguir el camino marcado en el suelo. Dependiendo de la combinación marcada, el sistema te guiaba hasta la habitación correspondiente. La suya estaba al fondo del todo, a la derecha. Justo cuando llegó se abría una puerta. Era el garaje de la habitación. Ya había otro coche. Sería el de Alberto.

Apagó el motor, y salió del coche.

Se quitó el abrigo. Se colocó bien el chaleco, y los pantalones. Justo debían enseñar el principio del pelo del pubis, y el principio del culo. Se colocó también el miembro en el minúsculo slip que llevaba. Hacia arriba, bien estirado, la punta asomando por la goma. No faltaba nada. Era el momento de entrar en la habitación.

Subió las escaleras, y abrió la puerta con decisión.

Sonaba una música suave que no supo identificar. Era una habitación amplia, con mucha luz. Era como una especie de salón. A la derecha había un tresillo y un par de butacas, haciendo un ambiente, con una mesa rectangular baja y con una falsa chimenea en la pared. Ésta estaba encendida, al igual que una televisión que estaba encima, aunque sin volumen.

En el lado izquierdo, nada más entrar, había como una especie de cocina americana, con mini-bar incluido. Un poco más adelante, estaba el piano. Quizás Alberto quisiera jugar con él, como la última vez.

Hola Flip.

Por la puerta de la izquierda, salió Alberto. Traía dos copas de cava en la mano. Iba elegantemente vestido con un smoking negro, con una pajarita granate. Llevaba una barba muy recortada, casi blanca, que le daba un aire más señorial si cabe. Siempre había tenido un porte elegante y distinguido, aún desnudo. Se dirigía sonriente hacía él, ofreciéndole una de las copas. Joan cogió la suya, mientras Alberto ponía su mano derecha en el cuello de Joan, atrayendo su boca hacia la suya, para darle un beso tórrido y apasionado, con un ligero sabor a cava.

Cuando Alberto dio por terminado el saludo, Joan, lo miró sonriente.

– Veo que empiezas fuerte.

– Será por los años que he esperado este momento. Déjame que te vea.

Alberto se separó de él un momento, y fue estudiando cada parte de su cuerpo, tocando de vez en cuando.

– Quítate las bambas esas. Quiero que vayas descalzo. Estás estupendo… y esos pies han mejorado mucho desde la última vez.

– Gracias. Será la pedicura.

– Y tu culo está estupendo. Luego veremos si la curva de tu polla sigue poniéndome a cien.

– Seguro que sí – le contestó Joan con seguridad, pasando su lengua lentamente por los labios para humedecerlos un poco y mirándole de soslayo, entrecerrando los ojos, pero a la vez con decisión.

– Sigues en forma, Flip… que diablillo eres – Alberto le dio un cachete en el culo.

– Tú también estás estupendo Alberto. Solo verte y ya me he puesto medio caliente. Joan se puso de forma que Alberto pudiera ver que su polla asomaba rutilante por el pantalón caído y el mini-slip.

Alberto sonrió complacido.

– Eres uno de los mejores, no cabe duda.

– ¿Ya no el mejor?

– Vamos, que te voy a presentar a un chico que rivaliza contigo en encantos. Hoy está con un amigo mío.

Joan se quedó un poco sorprendido. No se esperaba esa propuesta. Alberto le cogió de la mano, y le fue guiando como si fuera una princesa que iba detrás de su príncipe azul. Salieron por la puerta por la que había entrado Alberto. Daba a otra especie de salón, pero parecía que era compartido por varias habitaciones.

Allí, sentados en un sofá grande, estaban dos hombres. Uno de ellos, de la misma edad que Alberto, de unos 65 años. Iba vestido también muy elegante, con un traje azul marino, y una camisa amarilla fuerte. Estaba casi completamente calvo, y perfectamente rasurado. Parecía estar en forma, porque no le sobraba ni un gramo de peso, y se le marcaba a través de la ropa, un torso fuerte y trabajado.

Sentado a su lado, estaba sentado un chico de unos 20 años. Solo vestía una especie de capa de gasa, muy vaporosa, de color gris perla, sujeta al cuello por una cadena que parecía de oro, y con un broche de diamantes, y un bóxer negro de Armani. Joan pensó que le sobraban un par de kilos para tener un cuerpo perfecto, aunque esto posiblemente fuera por verlo como un posible rival en su trabajo. No le había hecho gracia que Alberto le dijera que ese chico rivalizaba en encantos. Él pensaba volver en plan “aquí estoy yo”, y mira por donde, tenía rivales. Llevaba la cabeza completamente rapada, y el cuerpo depilado. Incluso las cejas estaban recortadas a la mínima expresión. Todo ello resaltaba sus ojos marrones, no excesivamente grandes, pero profundos y con una mirada expresiva, cautivadora.

Los dos se levantaron cuando les vieron acercarse. El hombre sonrió mientras rodeaba la cintura del chico y lo acercaba a él. Parecía como si tuviera miedo de que alguno de los recién llegados se lo fuera a quitar.

Alberto hizo las presentaciones. Parecía que todos en esa especie de comunidad tenían la costumbre de morrearse en forma de saludo. El hombre, que se llamaba Andrés, se entretuvo un rato largo probando los labios y la lengua de Joan. El chico se llamaba Josh, y su beso fue mucho menos intenso y tórrido, quizás porque sabía cual era su papel en esa representación.

Se sentaron los cuatro. Andrés y Josh juntos en el sofá, y Alberto y Joan en una butaca amplia que estaba formando una “L” en la esquina en dónde estaban sentados los otros. Andrés jugueteaba con el bóxer de Josh, lo mismo que Alberto hacía con las aberturas del pantalón de Joan, metiendo distraídamente la mano por él. La situación la verdad es que le estaba poniendo a cien, y su pene se estaba poniendo más duro a cada momento.

Estuvieron un buen rato hablando y picando de unas bandejas de canapés que había en la mesa. Y bebiendo cava. Josh tenía una voz muy suave, y parecía un chico culto. Sabía de música, y de literatura. Andrés se le notaba mucho más puesto en pintura, al igual que Alberto. Parecía que esa afición era la que les había juntado. ¿O sería el gusto por los chaperos?

– ¿Y si hacemos algo los cuatro? Propuesto Andrés de repente. Creo que me gustaría ver a estos dos cachorros compitiendo entre ellos.

Joan no pudo disimular su sorpresa por la propuesta. A Josh no parecía hacerle demasiada gracia. Se miraron los dos y Joan pensó que en la mirada del otro chico, había asomado un punto de miedo.

______

Capítulo 83.

Alberto bebió despacio de su copa de cava concentrando toda su atención en ella, sin dar una respuesta inmediata.

– Otro día – dijo al final levantando la vista y clavándola en su amigo– hoy tengo otros planes.

– Insisto – Andrés miraba desafiante a su amigo. Parecía que se estaban retando a un duelo, o que estuvieran dirimiendo viejos asuntos con Josh y Joan de por medio.

Alberto volvió a demorar su respuesta.

– Yo también insisto en mi decisión.

– Tu chico la tiene dura como ella sola. Quizás si que le apetecería.

Alberto tensó su gesto sin apartar un ápice sus ojos de los de su amigo.

– He tomado una decisión, Andrés. – su voz denotaba autoridad y un punto de tensión.

Andrés parecía que se ponía rígido. Se diría que no estaba acostumbrado a recibir negativas. Había puesto sus músculos en tensión, y el brazo que tenía rodeando la cintura de Josh, atraía más hacia sí al joven, a la vez que con su mano pellizcaba la pierna en dónde la tenía puesta. Y lo hacía con fuerza, y dolía, o así lo indicaba la cara del joven.

– Como quieras. Tú te lo pierdes.

Alberto demoró su respuesta, sin bajar la mirada ni apartarla en ningún momento. Y cuando habló lo hizo masticando las palabras, lentamente.

– No lo dudo. Yo me lo pierdo.

– Quizás Flip quisiera dejarme su teléfono de contacto, para quedar con él otro día.

– Quizás – contestó tajante Alberto, levantándose de la butaca – Pero no será ahora – Se calló durante unos instantes – ¿Vamos? – dijo levantándose y tendiéndole la mano a Joan para ayudarle a levantarse, y llevarle hacia su habitación – El tiempo pasa.

– Cada vez eres más aburrido – dijo en voz baja Andrés, con tono despreciativo.

Aunque Alberto lo escuchó, no quiso entrar al trapo, y siguió guiando a Joan hacia la habitación. Una vez dentro, dio a un mando que cerraba la posibilidad de comunicación con el salón común.

Con el mismo mando, cambió la música. Parecía que con ese pequeño gesto echara el telón sobre lo acaecido minutos antes en la sala común.

– Flip, hoy quiero que nos acompañe Frank Sinatra. ¿Te parece?

– Es una buena elección – todavía un poco sorprendido por la escena, y con algunas preguntas que necesitaban respuesta.

Joan estaba un poco desconcertado por lo ocurrido, y por la actitud de su cliente de seguir con la velada y hacer como si nada hubiera pasado. Alberto le miraba a los ojos. Sonreía. Joan sentía como si le estuviera escrutando y comprobando cómo le había ido la vida desde la última vez que habían quedado, hacía ya 6 años al menos. Joan había cambiado, claro. Tenía su cuerpo mucho más desarrollado; en aquella época era casi escuálido, salvo su culo. Y ya no estaba pillado a las drogas, lo que le daba un aspecto general mucho mejor. Quizás las sombras, que aun marcaba su ánimo, de la falta de Ignacio, y de esa sensación de estar perdido, de necesitar un alguien especial, que le embargaban en los últimos tiempos, hacía que su mirada no fuera completamente alegre y dichosa. Aunque posiblemente la comparación con aquella mirada, 6 años atrás, cualquiera que no supiera que era de la misma persona, nunca lo hubiera adivinado. Por muy perdido que estuviera, por mucho que echara de menos a su marido, ahora tenía una vida, cosa que en aquella época no era así.

– Estás estupendo, Flip.

Joan sonrió. No sabía interpretar la mirada intensa de Alberto. Parecía que quisiera leerle los pensamientos, incluso diría, que quería averiguar algo en concreto. Hubiera dicho, si no supiera que eso era imposible, que estaba intentando preguntarle algo, y saber la respuesta. Todo sin palabras. Era como si quisiera declararle su amor, y quisiera comprobar antes si esa proposición le iba a incomodar, o le iba a causar hilaridad, o habría alguna posibilidad de que la estudiara, al menos durante un par de minutos.

Pero no podía ser. Por lo que Joan sabía, Alberto estaba felizmente casado con una mujer, desde los 20 años. Tenía 7 hijos, y posiblemente ahora ya algún nieto. Eso sí le gustaba jugar con hombres de vez en cuando, pero solo con dinero por medio, para evitar precisamente cualquier sentimiento. Sus juegos con hombres eran eso, juegos. O quizás era todo mentira, como su propio nombre de guerra, Flip. Pero fuera cual fuera la situación familiar de Alberto, había algo de cariño, de… Joan no era capaz de aislar el sentimiento que veía reflejado en su mirada, en sus gestos… Fuera lo que fuera, le hacía sentirse bien, abrazado imaginariamente.

Pero Alberto era su cliente. Y siempre lo había sido. ¿O había algo más?

– Voy un momento al servicio. ¿te importa?

Alberto salió de las profundidades del espíritu de Joan, apartando la mirada y centrándola en un punto menos espiritual de Joan.

– Claro. Te espero aquí – dijo sonriendo con una cierta melancolía – Pero no te demores, ya te extraño.

Joan se le acercó un segundo y le dejó un suave beso en la mejilla. Fuera lo que fuera lo que pensaba o quería con esa prospección de su mente, era algo bueno, así al menos lo había sentido. Pero le pareció oportuno romper el encantamiento. Lo necesitaba para aclarar las ideas.

Aprovechó para refrescarse un poco la cara. Para colocarse bien el mini-slip, que cada vez le resultaba más incómodo. Para echarse una mirada otra vez en el espejo del baño. Para decirse nuevamente a sí mismo, que no estaba nada mal, para lo poco que se cuidaba últimamente. Así que el Andrés ese se había puesto a cien al verlo, y quería tenerlo, pensó con un punto de orgullo profesional. Debía hablar con Alberto para que no le diera su teléfono. No le había parecido trigo limpio. Había algo turbio en él y en su forma de comportarse. No quisiera estar en el pellejo de Josh esa noche.

Salió.

Alberto estaba al lado del piano, moviéndose al ritmo de la música, como si bailara con una pareja imaginaria. Joan sonrió y se acercó decidido. Alberto se unió a la sonrisa y le esperaba con los brazos abiertos. Joan según se acercaba, se iba quitando el chaleco, despacio, suavemente, mientras no perdía la conexión de la mirada que había establecido hacía unos segundos con su cliente.

Colocaron los brazos. Y empezaron a bailar suavemente. Joan apoyó su cabeza en el pecho de Alberto. Éste pasaba una y otra vez su boca por el pelo. Buscaba esa sensación del pelo muy corto sobre su piel. No había duda de que estaba disfrutando de una de sus peticiones especiales. De vez en cuando, dejaba un suave beso sobre la cabeza de Joan.

– Me gusta abrazarte.

Y siguieron bailando. Apenas sin hablar. Durante casi una hora. Solo paraban unos instantes para llenarse las copas de cava, pegarlas un sorbo, y mirarse fugazmente a los ojos, darse un fugaz pico y… reír.

Joan durante una fracción de segundo pensó que esto parecía más una reunión de enamorados que una reunión de un cliente con su proveedor de servicios sexuales. Le estaba empezando a dar que pensar la situación. Nunca había considerado a Alberto en otros términos que no fueran los de un cliente que había sido amable durante aquellos años en los que casi nadie lo era con él. Que su dinero le había proporcionado comida durante muchos días, y en alguna ocasión le había salvado de pasar hambre, o de recibir palizas extras por no poder pagar la droga que debía. Y esa dosis de cariño, de respeto, sobre todo respeto, que le había proporcionado en aquellos tiempos, habían sido cruciales para que Joan deseara seguir viviendo. Y lo más importante: que lo consiguiera.

¿Alberto sería otro de los hombres que en algún momento habían estado a su lado y no había sabido apreciar todas sus cualidades o sus sentimientos? Otra vez le vino esa idea. ¿Debía poner definitivamente en cuarentena esa creencia suya de que tenía una cierta facilidad para percibir los sentimientos de la gente que conocía? Quizás fuera como con Ricardo, no había sabido ver más allá de lo evidente: un hombre mayor que le pagaba por tener sexo. Aunque en realidad, si lo pensaba fríamente, nunca había tenido sexo propiamente dicho con él. Alguna felación, sí, pero la mayor parte de las veces, había sido juegos eróticos, o fetiches, muchos roces, besos, comer… con él comió alimentos que hasta ese día no sabia ni que existieran. Alberto le daba de comer directamente, le sentaba en sus piernas como si fuera un niño, y le daba un bocado, y un beso, otro bocado, y una sonrisa… Qué narices, no recordaba ni a sus padres tratándolo así… en realidad no se acordaba casi de ellos.

Alberto había ido un momento al servicio. Joan decidió quitarse los pantalones, para que al volver Alberto le pudiera ver con el mini-slip que le había pedido que llevara. Su miembro estaba a medio gas, con esa flojera que a algunos les resulta más atractiva que la dureza extrema. Asomaba por encima de la goma, como casi siempre. La polla de Joan era larga en reposo. Precisamente esa curva que hacía, cayendo sobre los testículos, era una de las cosas que recordaba que a Alberto más le gustaban. Pero esa visión solo se la daría cuando él la pidiera.

Suena la bomba del váter.

Se abre la puerta, y apaga la luz. Alberto se gira, y le ve. Sonríe.

– ¡Qué bella imagen! Sigues siendo el mejor.

– Ahora ya no soy solo uno de los mejores… ¿Ya no quieres llamar al chico ese, Josh?

Alberto sonrió y puso un gesto pícaro en su rostro.

– ¿Estás celoso? Picado… – Alberto había encontrado el concepto adecuado – estás picado…

– Yo, para nada.

Joan escenificó al hombre ofendido en lo más profundo de su ser, levantando el mentó exageradamente. Alberto se acercó a Joan, y le rodeo la cintura con sus brazos, pegándolo a su cuerpo. Le besó delicadamente en la boca durante unos instantes.

– Algún día a lo mejor te pido un favor relacionado con Josh. ¿Le ayudarás si yo te lo pido?

Joan iba a protestar por la propuesta de Alberto, porque en un principio lo tomó como una broma, para seguir picándole. Pero al mirarlo, intuyó que iba en serio.

– Yo no soy la persona adecuada para…

– Nadie es la persona adecuada, Flip. Pero me cae bien ese chico y me gustaría que…

– Vale… no sé en que… no… bueno, haré lo que pueda, o … na, cuenta conmigo.

Alberto le volvió a besar. Esta vez fue un beso más largo y profundo. Joan notó que sus miembros se ponían a tono con la situación. Sinatra seguía desgranando su repertorio en el equipo. Y ellos, sin quererlo, empezaron a moverse muy suavemente al ritmo de la música, pero sin separar ni una miaja sus cuerpos.

– Quitate la mierda esa que te hice comprar. No me gusta. Te prefiero desnudo.

Alberto se separó, y le miraba atentamente como se quitaba el slip. Joan lo hizo muy despacio, para que pudiera observarle a placer, y pudiera ver los ángulos que a él le gustaban. Alberto amaba las curvas del cuerpo de un hombre atractivo, y no se cansaba de disfrutar de las diversas formas. La curva que hacían las piernas y el culo al agacharse, era unas de sus preferidas. Los músculos en tensión… las rodillas a medio doblar… y aparecer de repente, el pene, bailoteando al ritmo de los movimientos de su dueño.

Joan se irguió y se puso de medio lado. Alberto se quedó extasiado, disfrutando de ese cuerpo con el que había soñado tantas veces. Nunca se lo había confesado a Joan, pero siempre había sido su preferido. Y no había mucha lógica, en que ahora, le siguiera gustando, porque el cuerpo de Joan de hacía 6 años, no tenía nada que ver con el de ahora. Entonces era delgado, enclenque, sin casi músculo que le dieran prestancia a las piernas, al estómago, al torso… era el cuerpo de un chico casi desnutrido o en los brazos de la anorexia. Lo único que tenía era un culo extraordinario. Parecía que la naturaleza le había concentrado ahí la poca carne que le tocaba. Ahora Joan tenía un cuerpo con chicha, con curvas, con carne, en donde los huesos apenas se percibían.

– Me sigue gustando la forma que tiene tu pene al caer cuando no está duro…

Alberto fue acercando su mano, despacio, como si tuviera miedo de que si se acercaba demasiado, se fuera a esfumar. Lo bordeaba en el aire, sin tocarlo. Joan le cogió suavemente la mano, y la acercó a la base. Desde allí, lo acompañó en un paseo lento y suave a lo largo de él. Le estremecía de gusto el notar esos dedos de Alberto que casi… era como si fuera una pequeña brisa la que le acariciaba, de la suavidad con la que Alberto pasaba sus dedos a lo largo de su pene. Ya no necesitaba del empuje de sus manos, así que lo dejó que siguiera él solo.

Alberto acercó despacio su boca a la polla de Joan. Iba sacando la lengua… Suavemente la pasó por la cabeza… empezaba a endurecerse. Era la primera vez, que recordara Joan, que su cliente le había chupado su miembro.

Alberto se levantó de golpe.

– No… así no – dijo decidido – ¿Cenamos algo?

Estiró su mano hacia la de Joan, y otra vez le guió hacia una parte de la habitación en la que había preparada una mesa para que dos personas cenaran. Tocó un botón del mando y a los pocos minutos, aparecieron dos hombres con unas fuentes. Las dejaron en medio de la mesa, y una especie de bol, lo metieron en la nevera del minibar.

Joan, aunque estaba desnudo, no hizo amago de taparse ni de esconderse. Sabía que era lo que Alberto esperaba de él.

Cenaron despacio. Alberto vestido con su smoking y Joan desnudo. De vez en cuando se levantaba y se sentaba en las piernas de Alberto, y jugueteaban con la comida entre sus bocas. O con el cava, que era la bebida que seguían tomando durante la cena.

Y la hora del postre llegó. Alberto llevó a Joan hacia la mesa baja que estaba enfrente del sofá, y le tumbó allí. Le tapó los ojos, y fue a la nevera. Sacó lo que habían dejado los camareros. Era un bol de fresas con yogur. Cogió una cuchara, y fue distribuyendo las fresas y el yogur por el cuerpo de Joan. En el pecho, en los pezones, en el ombligo, en el pubis… Cada vez que una nueva cucharada tocaba el cuerpo de Joan, éste se estremecía ligeramente a causa del frío y de la sorpresa. Porque no podía ver ni en dónde ni cuándo exactamente lo iba a hacer Alberto.

Todavía quedaba más de medio bol, pero se dio por satisfecho. Empezó poco a poco a comer las fresas sobre el cuerpo de Joan. Y a beber el yogur. Joan reía, se estremecía, se excitaba… dependiendo de cómo decidiera Alberto comer ese bocado, o de la parte de su cuerpo en dónde tocara comerlo.

Luego tocó la otra parte del cuerpo de Joan. La espalda, el culo… la cabeza semi rapada…

Joan no comió postre. Arrastró a Alberto hacia el baño, entre risas, “Qué no Flip, que no” “Vamos Alberto, vamos” Joan se arrodillo poniendo las manos como si estuviera rezando al niño Jesús, y poniendo caras de niño bueno “Po favor, po favor, po favor” , Alberto se reía, Joan aprovechaba para tirar de él y acercarse un poco más al servicio, le soltó la pajarita, y le dio un beso fugaz, y tiró de él suavemente… “Qué no Flip” pero ya era mucho más débil la protesta… “Eres un diablo” dijo cediendo… aunque siguió poniendo un poco de resistencia… y joan seguía poniendo cara de niño bueno… “Po favor” “me tienes que frotar la espalda”, le decía entre risas…

Le desnudó poco a poco. Cada prenda que le quitaba, cubría esa parte de su cuerpo con besos; y caricias. Alberto le dejaba hacer, aunque eso no estuviera en su plan para esa noche. Pero no cabía duda de que lo estaba disfrutando.

Tampoco lo estaba la ducha juntos. Y la gozó como un niño a quien los Reyes Magos han conseguido sorprenderle con el juego perfecto que ni a él se le había ocurrido incluir en la carta.

Tampoco estaban previstos en el guión los besos tórridos con el agua cayendo sobre ellos. Ni ese rato que Joan apoyó de nuevo su cabeza sobre el hombro de él, y lo abrazaba. Y Alberto cerraba los ojos mientras besaba suavemente su cabeza. Y suspiraba de placer… un placer que en ese momento apenas tenía nada que ver con el sexo.

Ni estaba en sus planes la mamada que le hizo Joan siempre el chorro de agua, después de recorrer el camino desde el hombro hasta su miembro, besando cada palmo de su pecho. Ni cómo le correspondió Alberto con la misma secuencia.

Sí que estaba en le plan dormir abrazados.

Y durmieron abrazados.

________

Capítulo 84.

Marcó por enésima vez. Y por enésima vez, la respuesta fue la misma: ninguna.

Jaime tiró el teléfono sobre el sofá. Debía decidirse sobre lo que hacer esa noche. Era Nochebuena. Ricardo le había invitado a pasarla con su familia, pero no había podido hablar con él desde el día del entierro de Fermín. Quería explicarle, quería contarle unas cuantas cosas para que le entendiera mejor… pero no había sido posible.

Se estiró para coger el móvil de nuevo, y llamar a Joan.

– Oye, que voy a tu casa. ¿No irá mucha gente no?

– Na, no te preocupes. ¿No te ha cogido?

– Ni hostias. Ya paso. Este no es el chico que me gustaba. Algo le pasa estas últimas semanas.

– No te puedo decir – Joan tenía la impresión de que Jaime intentaba sonsacarle, que le explicara. Pero Joan hacía tiempo que había perdido la pista de su amigo Ricardo. De hecho en estos días, tampoco le había cogido el teléfono – Ya no debo estar entre sus escogidos.

– Él sabrá. A mí me la suda.

– Jaime, ese vocabulario – le dijo para picarle e intentar romper su mal humor – que eres profesor universitario.

– Vete a tomar por el culo, y ponte a cocinar, coño. Y soy catedrático, que mis buenos diazepames me costó.

Joan se rió.

– Pues ya estás viniendo a ayudarme, pinche catedrático. O comerás hostias en vinagre.

– Eres… así cualquiera, no te jode. Así invito hasta yo.

– Tú verás. Las cosas claras…

Todavía se sonreía Joan cuando colgó el teléfono.

– Dile a mi madre que todo está guay, y esto, Que cree que no quiero ir a casa hoy porque me voy a pegar un tiro, la pesada de ella. Díselo, Joan, que a ti te hará caso.

Joan le hacía gestos con las manos de que no… lo único que le hacía falta ese día es tener una conversación trascendente con la madre de Diego. Pero éste le había plantado el teléfono y todo lo que había dicho lo había hecho sin tapar el micrófono.

– Hola Isabel. ¡Feliz Navidad! – dijo Joan imprimiendo a su voz un todo cantarín.

– Escucha… – pero Isabel no le escuchaba.

– Sí.

– Pero…

– Isabel, tu hijo y yo acabamos de follar y te prometo que está estupendo de salud y de todo. Está un poco agotado, porque le hemos dado duro, y tal, pero le he dejado absolutamente satisfecho.

– Joder, pero que dices – se quejó Diego.

Joan se encogió de hombros mientras le guiñaba un ojo. “Ni puto caso me ha hecho” – le dijo en susurros poniendo por si acaso la mano sobre le teléfono para evitar que le escuchara Isabel.

Diego empezó a contar con los dedos.

Uno, dos, tres, cuatro…

– ¿Joan que has hecho qué con Diego?

– ¡Isabel! Por fin te has callado.

Diego se había quedado en siete en su cuenta.

– No estoy en contra del sexo, pero Joan, entiende que es mi hijo, que claro, no está bien que me entere de lo que hace en la cama, y… espero que lo hayas tratado bien… y ¿Carlos?

– Ha sido un trío perfecto. –

– ¡¡¡Joder!!! Diego se llevó las manos a la cabeza y se fue al baño a esconderse debajo del agua y meditar como afrontar luego a su madre, porque le tocaría charla sobre el sexo…

– ¡Tiempo muerto, Isabel. Era broma, para conseguir que me dejaras un minuto para decirte algo.

Joan se había desesperado del aluvión de frases que estaba vomitando ya sin mucho sentido la madre de Diego.

– Mira, Diego está estupendo. Hasta creo que está medio enamorado. Y no, Carlos no es peligroso. Un poco soberbio a veces, aunque creo que Diego lo ha domesticado. No, no creo que lo asesine mientras duermen. Y desde luego no va a ser esta noche. Tú hijo ha cambiado mucho en estos días, por lo menos a mí me parece. Mañana…

Isabel…

Bueno, mira si quieres venís todos mañana. Te iba a decir que…

Joan le miró a Diego con cara de desesperación mientras éste le decía con gestos que entendiera por qué estaba tan enfadado cuando le pasó el teléfono.”¡Ves, ves!” le decía gesticulando.

– Pero si… Diego la mama muy bien. Hace unas felaciones estupendas.

Diego se volvió a llevar las manos a la cabeza mientras esta vez sí, se encerraba en el baño y se sentaba en el suelo con la cabeza entre sus manos.

Joan intentaba explicarle a Isabel que Diego pensaba ir a Soria el día de Navidad. Pero su madre no le escuchaba.

– ¿Que la mama muy bien? – repitió unos minutos después Isabel.

– En realidad no lo sé, Isabel. Pero así logro meter baza. Aquí os esperamos a todos, aunque en realidad te quería decir que Diego pensaba ir en Navidad a Soria… pero no pasa nada. Hacemos una fiesta en un momento. Puedes traer algo de comer… no pasa nada…

– Pero… – la madre de Diego estaba absolutamente despistada.

Joan se encogió de hombros.

– Hasta mañana entonces.

Y colgó antes de que cambiara de planes, o dijera algo más, o pensara pedir explicaciones sobre el trío, o sobre lo bien que la comía su hijo. Se quedaron los dos mirándose en silencio, ya que Diego había decidido volver del baño.

– Yo te prometo que… si quieres la llamo y la digo…

– Noooooooo, deja, deja. Ya nos arreglaremos. Esto pasa porque me pases el teléfono – se quedó mirando fíjamente a Diego que bajaba la cabeza sin saber que decir – Lo único es que hay que ir de compras, y pensar que ponemos de comer. Y no nos va a dar tiempo… espera, voy a llamar a los pinches y que se vayan de compras. Y tú ya te estás poniendo el mandil, que vas a cocinar hoy como un campeón.

– Pero yo… – Diego pensaba haber salido a comprar un regalo para todos sus nuevos amigos.

Joan levantó sus manos para indicarle que “¡Es lo que hay!”.

– Sabes – Diego iba a volver al baño, esta vez para ducharse – mi padre para joderla, en el juicio y tal, la dijo que tanto yo como mi hermano, la comíamos de cine.

Joan abrió los ojos de par en par.

– Joder, Diego, yo… joder…

– Na, no pasa nada…

– Una mierda no pasa nada. He quedado como un gilipollas, y ahora tu madre estará dándole vueltas al coco… Dame el teléfono, anda, que la llamo.

Diego se fue a duchar, y Joan marcó el teléfono de Isabel. Una hora de charla. Pero esta vez Joan prestó toda la atención del mundo.

Carlos pasó a recoger a Jaime y se fueron a hacer la compra. Jaime casi prefería eso a cocinar, aunque si las fiestas no le motivaban demasiado, menos lo hacía el tener que cocinar o hacer la compra. No estaba seguro de si era una buena idea el cenar con Joan, con Carlos y Diego. Desde luego, lo del día de Navidad con la familia de este último, pasaba. Ya se inventaría una historia o algo. Prefería quedarse tirado en el sofá de casa, y leer cualquier libro, o dedicarse a dormitar y pasarlo lo más rápido posible. O quizás fuera buena idea cogerse el coche y salir a hacer kilómetros. Comprar algún sándwich en cualquier gasolinera y comerlo bien abrigado en cualquier paraje perdido. Buscar un hotel de pueblo, y pasar allí el resto de los días de esas fiestas.

Esta última idea le alegró un poco la mañana. Así pudo soportar las continuas llamadas de Joan para que cogieran esto, y lo otro, y unas no sé qué para los niños, y un no sé cuentos, y si unas tostadas de este tamaño, o un paté, o una salsa, o un poco de…

– ¡Oye Tío, nos estás volviendo majaras! ¡Joder con la puta Navidad!

– ¡Qué carácter! – le contestó Joan, pasando de su enfado olímpicamente – Calla y a ver si os dais maña, que tenéis que venir aquí a poneros el delantal.

– Y una mierda – le salió del alma.

– Ese vocabulario – le picó Joan.

Pero Jaime ya le había colgado.

A partir de ese momento, Joan cambió a Jaime por Carlos, a la hora de hacer los pedidos, que dicho sea de paso, no estaba para muchas zarandajas.

Había bastante gente en Hipercor. Y algunos de ellos, lo reconocían. Carlos intentaba por todos los medios no llamar la atención, pero… la gente lo miraba y murmuraba. Esto le estaba poniendo de los nervios. Justo al colgar una de las innumerables llamadas de teléfono que se sucedía, una señora se paró a pocos metros de ellos.

– Mira, Antonio, ese es el asesino que detuvo el otro día la policía. ¡A dónde vamos a parar! Si no han pasado cuatro días y ya está de compras como si cualquier cosa.

– Angelines, a lo mejor no es él, y si lo fuera…

– No me vengas con esas Antonio. Tú siempre justificando…

– Angelines, a lo mejor no es culpable.

– Antonio, parece que… lo decían en los periódicos, y no van a decir esas cosas sin ton ni son. ¡A dónde vamos a parar, comprando el pavo para Navidad al lado de un asesino!

Carlos tensó los músculos de su cuerpo. Las venas del cuello parecía que le iban a estallar. Empujó el carro en el que llevaban la compra, y casi se estrella contra una estantería, si no lo llega a parar Jaime en el último momento.

– No les hagas ni puto caso, Carlos. ¡Joder! Qué les den. No tienen ni puta idea. De los que somos tus amigos, no nos hemos apartado de ti ninguno, tío. Eso es lo que te debe importar.

– Eso es fácil decirlo, joder. Que te miren con esa cara… pero mira a la puta señora…

Carlos señalaba a la señora que lo miraba con una expresión que iba del asco al miedo, pasando por el odio.

– Oye, sin faltar – le contestó el marido saliendo en defensa de su mujer.

– Encima no te jode, si enc…

– Calla, joder, Carlos – Jaime le puso la mano en el pecho, porque se estaba poniendo tan furioso que incluso hizo intención de lanzarse hacia la pareja – Y ustedes ya tienen unos años para saber estar y no andar juzgando a la gente sin ton ni son. Y luego dicen de la educación de los jóvenes, pues Vds. desde luego de eso no han mostrado mucho hoy.

La señora iba a replicar, pero esta vez fue el marido el que la obligó a cerrar la boca.

– Vamos a lo nuestro Carlos. Ni puto caso – dijo Jaime, dando la espalda a la pareja.

Y le hizo ir hacia el otro lado de dónde estaba el matrimonio.

– Joder, no me empujes. Si además tenemos que ir hacia allí…

– Déjalo, vamos a por los ibéricos primero, y los patés, luego iremos a la pescadería.

– Pero…

– Carlos, joder, déjalo. Ni puto caso. Déjales que miren. A ver si así ligo yo, con eso de que te miren a ti y me encuentren a mí a tu lado.

Y le guiñó un ojo.

– Carlos no pudo más que echarse a reír al ver la cara que puso Jaime. Se le acercó, y le dio un beso en la mejilla.

– Sois buena gente.

– ¿Quienes? Yo solo me veo aquí contigo. Y si lo dices por la clientela de hoy del Hipercor, no sé que decirte.

Carlos le dio un codazo.

– Bobo. Ya sabes a qué me refiero. A ti, a Joan, Ricardo, y todos los demás.

– Ya.

Jaime se había quedado pensativo al escuchar el nombre de Ricardo incluido en el “sois buena gente”. Solo habían pasado unos días desde que se enfadara con él, y ya le sonaba raro el verse dentro del mismo saco. Él además, ya no iba a hacer nada para arreglar el asunto. Había intentado arreglar las cosa, hablar con él, pero recordaba lo que había pasado apenas unos días antes, y ya no merecía la pena. Si cada vez que tenían un desencuentro iba a pasar esto, él no estaba preparado para este tipo de cosas. Y dudaba que lo estuviera alguna vez.

– ¡Eh! ¡Qué estoy aquí! – le llamó la atención Carlos, mientras le daba otro beso en la mejilla.

– Huy, perdona. Me había perdido en el laberinto de Ricardo. Mira saluda a esos señores que parece que te conocen.

Carlos levantó las cejas… y sonrió pícaramente.

– Hola ¿que tal? – dijo dirigiéndose a al pareja que le miraba insistentemente murmurando entre ellos.

Estos balbucearon una respuesta que ni ellos pudieron escuchar, bajaron la cabeza, y aceleraron el paso, olvidándose seguro de coger el paté a la pimienta que le gustaba al abuelo Herminio.

– ¡Vamos! Que si no, no acabamos nunca. Además cuanto más tiempo estemos, más riesgo corremos de que nos llame… ¡Joder! ¿Ves?

Justo sonó su móvil; Joan había decidido alternar entre los dos, y esta le tocaba a Jaime, pensó éste, pero vio que Carlos hablaba a su vez por el móvil: “Claro, está comunicando”, se dijo Jaime.

– Dime Joan – dijo con voz cansada y displicente – ¿Helado de limón? Pero tío… ¿Cava? ¿Pero no tenías…? Vale, vale. ¿Tantas? Joder… tendrá que quedarse uno de nosotros a pasar la Navidad aquí. Si no no van a caber las cosas en el coche.

– Ya, ya, no… pero si vieras el carro… bueno, es que nosotros también debíamos comprar alguna cosa, que no…

– Vale, vale…

– Qué sí pesao.

Y colgó. Se giró hacia Carlos pero éste seguía hablando por teléfono dándole la espalda y tapándose el otro oído con la mano.

Jaime aprovechó para adelantarse y coger las botellas de cava que le había encargado Joan.

– Carlos, estaba pensando que… ¿Carlos? ¿Est… qué te pasa?

Jaime se acercó a él y le rodeó la cintura.

– Me… ¡joder! Me han amenazado… A mí y a Diego… y a Joan…

– ¿Quién?

Carlos se encogió de hombros. Jaime estaba descolocado. Nunca había visto a Carlos así, tan asustado. Ni cuando le detuvieron, o en las comparecencias en el juzgado de Palencia, cuando la gente le increpaba. Se había quedado blanco.

– ¡Eh! Serán unos bromistas. No… ¿Conoces el número desde el…?

Carlos negaba con la cabeza.

– No le des… bueno, llama a tu abogado, o… no sé. Pero no creo… va, seguro es un imbécil que cree que hoy es 28 de diciembre.

Pero Carlos seguía con su mirada perdida.

– Es que… sabes… cuando… no es por lo que me decían… es que me he mareado solo un instante, y… me he visto en mi cabeza… me… bueno, estaba yo tirado en medio de un charco de sangre en la calle.

Jaime le abrazó más fuerte.

– Mientras un hombre vestido con una gabardina gastada y sucia pasaba por su lado.

_______

Capítulo 85.

Mati miraba a su marido.

Alberto miraba a su mujer.

Estaban completamente desbordados. No era la cena de Nochebuena que habían imaginado. No era como en otros años.

Un sitio libre.

– ¿No iba a venir Jaime?

– Se ha ido con su familia. Su madre insistió… y decidió irse en el último momento.

Mati miró a su marido. Éste la miró a ella. Se encogió de hombros y le hizo un leve gesto para que no siguiera preguntando. Ricardo mentía y los dos lo sabían. Todos lo sabían.

Por mucho que lo intentaban los dos, no lograban cambiar el ambiente en la mesa. Ricardo estaba encerrado en sí mismo, con cara ausente, o enfadada, dependiendo de momentos. Contestaba con monosílabos, si es que lo hacía. Si era Manu el que le decía algo, pasaba de él. Jonás tampoco existía.

Mati intentó hablar con él en la cocina, pero no consiguió nada. “Me duele un poco la cabeza” se excusaba. Ella sabía que era mentira. Alberto intentaba llevar la conversación por el buen humor… con bromas e ironías… pero a la media hora ya se había cansado.

– ¿Y qué voy a hacer con todo lo que sobra? – suspiró Mati – Si lo llego a saber me hubiera ido a tomar el vermuth con papá y me ahorraba la cocina.

Se hizo el silencio. Mati retiraba el pavo asado que había rellenado ella misma. Y la salsa de manzana, y las patatas asadas. Todo prácticamente sin tocar. Y la ensalada templada de gambas y gulas, ahora ya helada y casi intacta.

– Y los estudiantes se han ido… ¿quién se va a comer todo esto? – murmuraba desconcertada.

De repente le entró unas ganas irrefrenables de gritar, y se volvió desde la cocina con la ensaladera:

– Al que ha jodido la cena hoy… – le temblaba la voz – mejor será que vaya… porque le parto la jeta, lo que nunca he hecho. No sé que os pasa, pero… – y se volvió a la cocina.

Se oyó el ruido de la ensaladera al caer al suelo y romperse en mil pedazos. Alberto se levantó y fue a decir algo, pero se quedó con el dedo extendido y moviéndolo nerviosamente. Miraba alternativamente a sus hijos. Jonás jugaba con las migas de pan, Manu bajó la mirada cuando percibió que su padre le miraba. Ricardo se la mantuvo desafiante.

Suspiró.

– Mañana no habrá comida especial. Ni siquiera comida. El que quiera que vaya a la nevera y como lo que se le ponga en las narices. Así que si queréis iros por ahí a comer, estupendo. Ni Navidad ni hostias. Así lo habéis querido, pues nada… no sé que os pasa de repente… pero ya sois mayorcitos para andar jodiendo a los demás. Maldita la hora en que… – pero no siguió hablando. De repente se dio cuenta de que era el cabeza de familia y no podía comportarse de esa forma, ni hablar de esa forma. Pero era tanta la frustración que sentía, la sensación de que, desde su aniversario, todo se estaba viniendo abajo, y no tenía muy claro el por qué. Sabía que todo partía de Ricardo, pero… no acababa de comprender lo que lo originaba.

– Yo… – empezó a decir Jonás, pero vio la cara de su hermano Ricardo, y se lo pensó.

– Hala, iros por ahí. Ya hemos acabado la cena familiar.

Ricardo se levantó como una exhalación, cogió su abrigo. Cuando iba a salir por la puerta, su madre, desde la cocina, no se pudo contener:

– ¿No te dolía la cabeza? Se te pasará mejor en la cama…

Ricardo contestó dando un portazo al salir.

Manu y Jonás se quedaron en silencio en el salón. A Jonás se le notaba frustrado. Manu le tiró un trozo de pan. Jonás sonrió de medio lado… pero su madre entró como una exhalación en el salón.

– A ver. ¿Qué pasa ahora? No, no admito… ¿Qué le pasa a vuestro hermano?

Ninguno habló.

– Manu, no me vengas con esas. ¿Qué le has hecho ahora?

– Yo… oye mamá, te equivocas. No le he hecho nada… es él que… – pero se lo pensó mejor y se calló.

– Jonás, te escucho – pensó que su hijo pequeño sería más propenso a hablar, no formaba tándem con los otros dos.

– Mamá, a mi no me metas. Me tocan siempre las leches. Y no. Se lo preguntas a él, no te jode. Que te cuente él sus comeduras de coco… es mayorcito, como dice papá.

Mati tenía ganas de echarse a llorar. No lo entendía. De repente sus hijos no hablaban, ni le contaban sus problemas. Ricardo… ¡Manu! Que por mucho que lo intentaba, no lograba sacarle lo que le inquietaba, y algo lo hacía. Todo había cambiado radicalmente. Ese ambiente que habían logrado crear en todos esos años, de camadería, pero con respeto, de apoyo mutuo, era ya solo uns recuerdo. Y todo parecía tener como epicentro a Ricardo. Era él el que marcaba el estado de ánimo del resto de la familia ¿Por qué? ¿A qué se debía ese cambio en su forma de comportarse? Justo ahora que fuera bien o no, al menos había comprendido que era posible que alguien le quisiera, que podía ser deseado por un chico. Y se resistía a creer que Jaime fuera el culpable porque lo tratara mal… eso se lo hubiera dicho Manuel. Si no decía nada, es porque el problema era Ricardo. No se llevarían bien ahora, pero ese impulso de protegerlo, estaba tan arraigado en su hijo mediano que ni la mayor discusión haría que lo traicionara.

Y en ese equilibrio familiar, la comunicación entre Manu y Ricardo era fundamental. Pero parecía que se había roto… ¿Sería que Manu ya no le protegía de la misma forma que antes porque tenía sus propios problemas y eso le creaba inseguridad ante situaciones que antes dominaba por él su hermano? ¿O era que Ricardo había cambiado y ya no buscaba su “protección”? Otra posibilidad es que hubiera decidido liberarse e independizarse emocionalmente.

Pero Manu tenía sus propios problemas, eso era claro. Y Ricardo no se preocupaba de la misma forma de su hermano. Como Manu siempre había tomado las riendas, había sido más fuerte, se había acostumbrado a ser el centro de la atención, y no sabía preocuparse de los problemas de los demás de la misma forma. Joan, su mejor amigo, también era fuerte, a parte de ser mayor. Cuando murió su marido, estuvo pendiente de él, sí. Pero e Mati pensaba que se había enamorado de él. Eso solo era una forma de conquista, que no dio sus frutos.

Y no lograr romper la muralla que Manu había levantado a su alrededor, frustraba enormemente a Mati. Y Ricardo que a lo mejor era la persona que podía romper esa barrera, no se enteraba de nada. Ni quería enterarse.

Jonás se levantó de la mesa, y se fue con los hombros gachos a su cuarto. Iba dando patadas imaginarias a cada paso que daba. Manu le siguió con la mirada, mientras su madre volvía a la cocina.

– Te ayudo mamá.

Manu se levantó y recogió los platos.

– Déjalo, Manu. Déjalo. Prefiero hacerlo yo, o si no… a lo mejor os rompo la crisma – Mati se paró un momento apoyándose en la mesa del comedor – ¿Ves? ¿Ves lo que conseguís? Yo no soy así, joder… es que… – y se volvió con dos platos a la cocina, para llorar de impotencia en el hombro de su marido.

Manu bajó la mirada, y se fue siguiendo los pasos de su hermano. De repente se le ocurrió que podía irse a dar una vuelta.

– Jonás, vamos a dar un voltio. Y así vemos el ambiente que hay en la calle.

– Jo, no me… – la cara de su hermano no admitía un no por respuesta, a parte que bien mirado, salir con su hermano, le gustaba, aunque solo fuera por las pocas veces que le daba esa oportunidad – voy, va.

Hacía frío.

Caminaban despacio. Hablaban poco.

De vez en cuando empezaban pequeñas peleas en broma. Se reían unos minutos, y se volvían a callar. Criticaban a la gente que pasaba por allí, borrachos, disfrazados, solitarios en busca de un rollo que le hiciera cambiar su opinión sobre esa Nochebuena… jóvenes en busca de sus colegas después de aguantar con paciencia la cena familiar, al tío pesado, al cuñado grosero, al abuelo con sus recuerdos, todos los años los mismos, a la misma hora, justo después del mismo sorbo de cava. Dos chicas que debían ser hermanas, iban comentando la pelea que habían tenido sus padres con algún miembro de su familia. “¡Qué fuerte, qué fuerte!”. Pero no parecía preocuparles lo más mínimo.

Manu estaba cabizbajo. Y Jonás perdido. De repente Jonás se decidió:

– ¿Eso es lo que te preocupa?

Manu le miró desconcertado.

– Sí, lo de ser marica – aclaró Jonás.

Manu se quedó un rato pensando, hasta que recordó la conversación del otro día en su casa. Pensó en tirar por la calle de en medio, y decir que le había gastado una broma, cuando Jonás le dijo que él no era gay como insinuaban Ricardo y él para tomarle el pelo. Pero pensó que, ya era hora de que su hermano pequeño mereciera un poco de confianza y respeto.

– Una de las cosas – contestó con precaución. Tampoco sabía como expresar lo que sentía. Porque no lo tenía claro.

– ¿Y por qué te preocupa? – Jonás miraba al suelo mientras preguntaba.

– Enano, joder… – Manu buscaba una respuesta pero no encontraba ninguna que le convenciera.

– No vas a cambiar por eso ¿no? Quiero decir que eres la misma persona, y… ni te va a crecer el pelo, ni a salir cuernos, ni tetas, ni nada.

Manu se echó a reír por la ocurrencia de su hermano. Pero éste no se inmutó, porque hablaba completamente en serio. Levantó la mirada del suelo para posarla en él.

– Bueno, tetas ya tienes – y Jonás sonrió con la ocurrencia.

– ¡Oye! Esto es músculo – Manu se tocaba sus pectorales, de la misma forma que hacen la mujeres cuando quieren ponerlos en valor.

– Tetas. Más duras… pero tetas.

– Oye, y como sabes… ¿No habrás tocado ya…?

– No cambies de tema – dijo Jonás rápidamente – No cambia nada si te gustan los chicos o las chicas. Salvo que te conviertas en un gilipollas como Ricardo.

– Oye, no…

– Y tú no lo defiendas. Es un egoísta, y lo sabes. Punto. Todo tiene que girar a su… sobre sí mismo… el centro de atención… quiero decir que no sabe… vamos que solo está pensando siempre en él.

– Oye, enano, eso…

– Sí, es así Manu. No soy tonto. A veces lo parece, pero de verdad que soy más listo de lo que crees. Y me cosco de las cosas. Me callo, porque total, ninguno me hacéis ni puto caso…

– Oye, eso no es cierto, mira ahora…

– Porque todo ha sido una mierda, y porque tú estás con tu comedura de coco, y no te vas a comer un coño, como otros días. Y una polla, por la cara que pones, tampoco te has comido, ni sabes como hacerlo.

– Joder, enano, esto…

– No me contestas, Manu. Si tú no vas a cambiar, si vas a ser Manu, mi hermano, el hijo de mis padres, el idiota que protege a Ricardo como si fuera su vasallo… ¿a qué viene el darle vueltas al coco? No veo diferencia en que folles con chicos en lugar de chicas. A lo mejor así te dura alguno más de una semana.

Manu se paró y se le quedó mirando. No creía que Jonás tuviera esa capacidad de percepción como para darse cuenta de su proceder de relación con las chicas con las que había salido.

– Es solo una posibilidad, no es seguro. No sé si…

– Joder, tío, eso es una milonga.

– ¿Milonga? – Manu no entendía lo que quería decir.

– Mentira, engaña-bobos – aclaró Jonás – Tú tienes que saber lo que te pone, otra cosa es que no te guste. Lo que te pone palote. Si ves desnudo a Joaquín, o a Víctor, o Félix… o…

– Yo he follado con muchas chicas.

– Y muchos maricas que se casan y tienen hijos lo hacen toda su vida, pero siguen soñando con un pavo.

– Y tú… ¿Por qué sabes tanto de maricas?

– No haces más que hacer preguntas, Manu, y no contestas a las mías.

– Tú tampoco contestas a las mías, si nos ponemos así – dijo Manu todo digno. No le gustaba que su hermano le pusiera contra las cuerdas.

– Contesta y luego yo te contesto. Es justo ¿no? Yo pregunté primero.

– Pues… – Manu se rindió – Sí, lo soy. ¡Joder! Pero me pregunto por qué no me he dado cuenta hasta ahora. Y por qué… también lo he pasado bien con las chicas…

Jonás enarcó las cejas.

– ¡Dios! Pero… ¿Dónde has estado escondido, joder? Parece que lo sabes todo, y tienes 14 putos años.

– Casi 16. No sabes ni los años que tengo – le reprochó Jonás.

– Los que sean. Me cuesta aceptar que me… que no me he dado cuenta hasta ahora, joder. Y podría ser bisexual, también existen. ¿Sabes?

Jonás volvió a subir sus cejas.

– Vale, vale. Me… ¡Joder! Me gustan los hombres, sí. Pero… – Manu se arrepintió de lo que iba a decir.

Pero Jonás se había parado y lo miraba atentamente esperando que continuara.

– Joder, Jonás, ya vale para un día.

Éste callaba, solo miraba a los ojos a su hermano.

– Me excito con Ricardo, joder. Ya está. ¡Joder joder! ¡Qué mal suena dicho en voz alta! ¡¡Joder, joder!! Es mi puto hermano.

Jonás callaba. Jugueteaba con su pie en el barrillo de la calle. Había estado nevando un poco esa noche, y la poca nieve que había cuajado, se había convertido en una especie de barrillo negro por las pisadas de la gente que andaba por la calle. Un grupo de parejas pasaba en ese momento a su lado, alegres, bromeando entre ellos.

– ¡¡Feliz Navidad!! – les gritaron.

– ¡Feliz Navidad! – gritó Jonás siguiéndoles el rollo.

Uno de ellos les puso un collar de papel a cada uno, y otro les tiró un poco de confeti. Manu sonreía como podía, y Jonás les contestaba con picardía a sus bromas. Al cabo de un par de minutos, el grupo siguió su camino.

– ¿No dices nada? – Manu esperaba ansioso la respuesta de su hermano.

– Y qué quieres que te diga. Has estado tan… cerrado en tu mundo con Ricardo, que nada existía a parte de él. Te pone palote, porque es lo que ves, lo que tienes siempre en la cabeza. Confundes. A mí con un paleto, medio marica, que no sabe nada de nada, y a Ricardo con el centro del Universo. Eso te lo cura un buen polvo con Joan.

– ¿Joan? ¿Qué…?

Pero Jonás no le dejó acabar.

– Otra vez… es que no te enteras… si es que le comes con los ojos, ¡Joder! 18 años y eres imbécil… y no es por lo de marica, es que eres idiota… qué suerte la mía, un hermano autista, y uno imbécil. Te lo comes con la vista, ¡Joder! Por eso no le tragas… porque Ricardo estaba colado por él…

– ¡Hola! ¡Qué casualidad!

– Jonás y Manu se giraron al escuchar el saludo.

– ¡Diego! Y tú eras…

– ¡Raúl!

– Este es Jonás, mi hermano.

– Yo soy el otro – aclaró éste mientras estrechaba las manos de ellos dos.

– No sé a que viene lo del otro – le dijo medio enfadado Manu.

Jonás se encogió de hombros mientras guiñaba un ojo a los otros.

– Nada que mi hermano ha decidido venir a Burgos para pasar la noche conmigo y he ido a buscarle.

– Eso es un buen hermano, y no otros.

– Lo dirás por tu costilla, no te jode. Anda que no soy yo un buen frere. Callado, escucha, y no se queja, o sea medio tonto.

– Huyyyy, como está el patio – dijo Diego con exageración para intentar quitar hierro a la cosa. No estaba seguro si iba de coña o no – Digo que podíais subir con nosotros, estamos con una pequeña fiesta. Estamos Joan, Carlos, Miguel, un amigo de Joan y Jaime. Hay buena comida, y bebida.

– No, gracias… – se apresuró a decir Manu.

– Sí, me parece guay – contestó a la vez Jonás.

Se miraron los dos, y al final Jonás habló antes.

– Así nos felicitamos las fiestas y eso. No he visto a Joan ni a Jaime desde las bodas de plata de papá y mamá.

Manu no dijo nada.

– Entonces, vamos.

– Guay – dijo cantarín Jonás.

– Guay – repitió Manu, con un cierto tono de querer matar a su hermano.

_______

Capítulo 86.

– No me gusta estar en medio, Jaime. Habla con Ricardo.

– No quiere hablar conmigo. Y sabes, ya paso. Creo que… es mejor dejarlo.

– Pero si…

– Carlos, yo ya lo he intentado. No he podido ni preguntarle, ni explicarle, ni nada. Y esta es la segunda vez que tiene esta salida intempestiva en pocas semanas. No… creo que… paso. La otra vez le di vueltas, y estaba triste, y le echaba de menos, pero… ahora no.

– Hacéis buena pareja.

– Carlos… no digas esas cosas… con lo que tú has sido…

– Pero mírame ahora, cambiando mi vida por un gordo asqueroso. Si no es por él, ahora estaría en Barcelona.

– No me quieres decir lo que te dijo.

– Si es que no me dijo nada. Fue un segundo en la calle…

– ¿Has vuelto a follar con él? No…

– ¡¡Jaime…!!

– Perdona, si no pasa nada… si es por… mira, es que cada vez estoy hecho un lía, quiero decir más lío, y creo que mejor me voy… que no estoy hecho para…

– Las relaciones sociales. ¡¡pesao!! – Joan había entrado en la cocina.

Carlos y Joan se echaron a reír con ganas mientras Jaime hacía esfuerzos por permanecer serio, aunque al final acabó sonriendo también.

Cuando ellos dejaron de reír, una carcajada múltiple llegaba desde el salón. Jaime y Carlos le preguntaron con la mirada sobre lo que pasaba allí.

– Nada, están jugando a la Wii.

– Joan, ven que te lo estás perdiendo… Manu se tiene que desnudar, porque ha perdido la partida, por bobo y chulo.

– Voy, voy, que no…

– ¡Una mierda! – gritó Manu – Han hecho trampas los jodidos. Son unos…

– ¡Buaaaaaaaaaaaaa! Es un cagao, Tengo un hermano cagao… y mal perdedor.

Joan salió a todo correr de la cocina, mientras gritaba “¡Qué se desnude, que se desnude!”. Carlos y Jaime fueron detrás.

Raúl, Miguel y Jonás se tiraron encima de Manu para desnudarle. La lucha estaba reñida, pero Joan decidió ayudarles. Ya le habían quitado las deportivas, y la camiseta. Estaban luchando con los pantalones. Manu intentaba quitárselos de encima, pero las risas que le provocaban las cosquillas que su hermano y Raúl le hacían, no le dejaban fuerzas. Al cabo de unos minutos, consiguieron quitarle los pantalones, pero se descuidaron un momento, y Manu aprovechó para levantarse y salir corriendo en calzoncillos.

– ¡Esto es trampa! Sois todos contra mí.

– Tú te lo has buscado, por no pagar la apuesta.

Empezaron a correr todos detrás de Manu por toda la casa. Al final volvieron al salón y empezaron a correr alrededor de la mesa. Los perseguidores se pusieron de acuerdo rápidamente para acorralarlo, y quitarle los calzoncillos, que era a la única prenda que llevaba puesta. Manu intentó huir por la derecha, hacia el pasillo para intentar refugiarse en una habitación, pero Joan que estaba en esa parte, se lanzó sobre él haciéndole un placaje, y cayendo sobre uno de los sofás.

– ¡Pillado!

Fue solo un instante. Joan sobre Manu. Eran casi de la misma altura. Las caras a la misma altura. Sus miembros a la misma altura. Sintiendo cada uno la respiración del otro. Un instante fugaz, sus miradas coincidieron.

Durante ese instante, no pudieron escuchar al resto. No escucharon tampoco la música que había de fondo y que estaba tapada por la algarabía del juego. Ni siquiera Manu se dio cuenta de que le quitaron los calzoncillos. La luz de la habitación había cambiado. Era de día, y había arena en el suelo. El mar golpeaba suavemente en la orilla, mientras dos chicos paseaban despacio, por la orilla. De vez en cuando uno de ellos se agachaba, cogía un pequeño canto, o una chirla, lanzándolo hacia el mar. No hablaban, ni se miraban, solo sentían cada uno la presencia del otro.

No sabían si estaban desnudos, o por contra, llevaban un bañador, o quizás iban con unos vaqueros, y una camiseta vieja desteñida de tantos lavados. No percibían si hacía calor, o si por contra, soplaba la brisa y refrescaba el ambiente. Un pájaro del que no sabían nada, y al que no habían invitado a la fiesta cantaba alegre y festivo mientras ellos iban avanzando por la playa…

Paz. Eso es lo que sentían. Una sensación que ninguno de ellos había sentido hasta el momento. En realidad Joan si lo había sentido, pero de otra forma, porque lo sintió con otra persona. Pero para Manuel la sensación era rara, nueva… no sabía explicarla. Ni siquiera días después, camino de Málaga en dónde iba a pasar el resto del curso en una decisión repentina y de última hora apuntándose a un intercambio que había en su Instituto con uno de allí, podría ponerle palabras a lo que sintió. Solo supo que nada iba a ser igual a partir de aquel momento, y que un mundo nuevo se abría definitivamente a sus pies. Por primera vez estaba completamente seguro de quién era, y de lo que quería en la vida. Por primera vez había pasado a ser el protagonista de su vida. No sintió nada sexual, ni se empalmó, ni sintió ganas de besar a Joan. Fue algo interior, un cosquilleo repartido por todo su ser, por su cuerpo material y por su parte espiritual. Se llenó de un sentimiento rayano con el gozo completo, ese del que hablan los filósofos o los místicos. Así se debía sentir Santa Teresa cuando hablaba con Dios. O esa monjas que se bilocaban y estaban en un monasterio perdido en cualquier paraje recóndito de la estepa castellana, a la vez que se paseaban por las selvas del Amazonas, o las tierras de los incas.

No fue consciente de cuando Joan se levantó también confuso y le dejó a la vista de todos, completamente desnudo. Se rió con los demás cuando le jalearon, y se levantó orgulloso de él y de su cuerpo. De este último ya lo estaba antes: sus buenas horas de ejercicio le había costado. Del primero, de él mismo, no había sido consciente. Siempre se había refugiado en su hermano mayor, en sus problemas, en sus inseguridades, olvidándose de las de él. Él no importaba… pero ahora sí… y al girarse exhibiéndose, una vez más cruzó su mirada con la de Joan. Quería exhibirse para él… aunque Joan no miraba sus biceps, ni su torso, ni sus muslos fuertes, su culo duro y levantado, sin exuberancias. Joan solo tenía ojos para su rostro, sus gestos, su mirada… su sonrisa… todo a cámara lenta, con las risas y jaleos del resto como banda sonora difusa…

La fiesta siguió. Jugaron y charlaron… Miguel ese amigo de Joan recibió una llamada misteriosa y se fue rápidamente. Jonás perdió la partida siguiente, e hizo un simulacro de strep-tease encima de la mesa del comedor… sin ninguna vergüenza, seguro de sí mismo, riéndose el que más. Manu sintió también por primera vez orgullo de su hermano pequeño, y pensó que era el mejor de los tres. Una pena que se le hubiera perdido hasta ese momento… pero se prometió mentalmente el que eso iba a cambiar, y que iba a pasar más tiempo con él e intentar conocerlo. Eso si ahora no era Jonás el que le rechazaba… estaba en la edad de pasar de hermanos, de padres, de todos…

Carlos también perdió, y le tocó desnudarse. Se hizo el loco, y hubo también forcejeos para que cumpliera. Bromearon sobre la posibilidad de que esa noche les asesinara a todos, cortándoles los genitales, por haberle obligado a desnudarse… él rió con ganas, estaba a gusto… era la primera vez que se tomaba a broma y era capaz de reírse de todo lo ocurrido sobre su caso en los últimos días. Diego acabó restregándose sobre su cuerpo desnudo… y ahora sí, Carlos hubo de taparse corriendo porque su miembro empezó a volverse loco y creció… Jonás soltó un ¡Hostias! Cuando observó el tamaño que alcanzaba aquello… lo que hizo que todos volvieran a reír… y que Carlos, por primera vez en su vida, se sintiera fuera de lugar por tener un pene tan grande.

Pero Manu, vio todo esto como si no lo estuviera viviendo él mismo, sino como si estuvieran proyectando una película de esas caseras, como antiguamente se hacía en las casas… se sentía un ángel bajado del cielo enviado por Dios, para observar el comportamiento de su rebaño.

Llegó el momento de volver a casa.

Caminaron despacio. A pocos metros de salir de la casa de Joan, Jonás se quejó de frío, y Manu le atrajo hacia sí, abrazándolo para darle calor.

– Sin mariconadas ¿Eh?

Manu rió, y apretó más contra su cuerpo a Jonás. Éste no hizo nada por separarse, bien al contrario, le pasó su brazo por la cintura.

– Me ha encantado conocerte, hermano.

– Ya has tardado, gil.

Joan iba apagando las luces de la casa. Recogió un poco el salón, y apartó el pensamiento de todo lo que debía hacer al día siguiente para la comida de Navidad con la familia de Diego allí. Al volver a oscuras hacia su habitación, que compartiría con Raúl nuevamente, se tropezó con algo que había en el suelo y se cayó sobre el sofá. En este caso, ya no estaba Manu allí, pero… pudo paladear de nuevo esa sensación que sintió en esos breves instantes tan cercanos en el tiempo, y tan lejanos a la vez. Apenas habían transcurrido un par de horas, tres a los sumo, y parecía que ese bienestar que le había invadido en ese momento, era su estado natural desde el momento en que nació. Por primera vez desde que murió Nacho, se sabía parte de alguien, sabía su camino. No había estado equivocado. No era Ricardo, ni Jaime, ni Carlos, ni Fermín, ni algunos otros que ya no recordaba, o que no quería recordar. Sabía que era Manu, Manuel, el hermano de su mejor amigo que le odió durante tantos años. Ahora solo tenía que pensar en como hacer las cosas con él. Porque Manu no era como los demás. Y no podía actuar como con los demás.

Y Manu se iba a Málaga por seis meses.

Se levantó y siguió apagando las luces.

Entró en su habitación silenciosamente, pero Raúl le esperaba despierto. Antes de cerrar la puerta, les llegó el ruido de jadeos de la habitación de enfrente: Diego y Carlos.

– Joder tu hermano.

– Es escandaloso ¿verdad? Para estos momentos mejor que no me identifiques como familia suya.

– Estás hecho polvo. Duerme.

– Ya sabes que te necesito para eso – y le hizo una mueca cómplice.

Joan se le quedó mirando pensativo.

– ¿Sabes que desde que te fuiste, no he vuelto a dormir bien?

– Idem.

Joan se quitó la camisa, y el pantalón. Raúl una vez más volvió a quedarse como hipnotizado con sus marcas.

– ¿Y si te hubieras tenido que desnudar?

Joan se quedó mirándolo.

– ¿Y tú?

– Me hubiera dado corte. No sé.

Se quedó expectante esperando la respuesta de Joan.

– Me hubiera costado… no sé lo que hubiera hecho. Me sigue dando un poco de… – Joan decidió no seguir con el tema – Apaga la luz, anda, y durmamos. Mañana viene tu madre.

– ¡Uffffff! – bufó Raúl mientras apagaba la luz de la mesilla.

– Lo pasaremos bien, ya verás – dijo Joan mientras bostezaba.

Pero solo recibió como respuesta una respiración pausada y fuerte de Raúl.

________

Capítulo 87.

El ambiente ya estaba cargado en “De qué vas” cuando Ricardo entró. Hacía juego con él mismo que venía cargado de rabia y de pensamientos tortuosos sobre todo. También llevaba encima un par de cervezas que para cualquiera no eran nada, pero para él sí, porque no solía beber. Esto le aumentaba la furia contra el mundo por empujarle a hacer cosas que no le gustaban, como por ejemplo, beber cerveza. Pero esa noche la había bebido, y la bebería. “No, mejor algo más fuerte, un pelotazo”, masculló para sí, “a tomar por el culo”.

Pero no era lo único que el mundo, su mundo, le había obligado a hacer que le repugnaba. Ahora se daba cuenta. Ese día, ese último día en casa de Jaime, le había abierto los ojos. Y lo que sucedió en el tanatorio unas horas antes. Aunque posiblemente todo empezó cuando levantó la vista el día del aniversario de sus padres y los vio. Y vio eso que parecía que nadie había sido capaz de ver a parte de él. O era lo que intentaban… de lo que intentaban convencerlo: “Paranoias tuyas”. Desde que salió de su casa dando un portazo físico, y un corte de mangas imaginario a su hermano Manuel y a sus padres, había repasado mentalmente su vida, mientras caminaba sin rumbo, por las calles de Burgos.

Hacía frío, mucho frío. Incluso parecía que había nevado en algún momento, aunque no lo había visto. Pero no le afectaba ni la nieve, ni el frío, ni el viento. Él era una hoguera alimentada por su enfado con todo lo que hasta ese momento había sido su vida, sus pilares, sus amigos y su familia. Toda esta situación le provocaba indefensión y confusión. Ya no sabía en quién confiar ni como afrontar las situaciones que se le iban presentando. Se suponía que él era el mejor amigo de Joan, y que Jaime era su novio. Se suponía que ellos deberían confiar en él, y… él debería conocerlos mejor que nadie. Pero eso ya no sucedía. Su hermano Manu se había encargado de ir minando su “posición” respecto a sus amigos, y de un odio profundo e intenso hacia Joan, había pasado a ser su amigo, en el que Joan apoyaba la cabeza para recuperar aliento. Era en él en el que debería haberse apoyado, no en su puto hermano.

– Y yo que confiaba en el hijo puta de Manu… y lo único que ha pretendido es joderme la vida, el capullo de él. Dejarme solo. ¿Cómo no me he dado cuenta? ¡¡Joder!!

Lo dijo en voz alta, parado en medio de la acera. Chispeaba ligeramente aunque a él le daba igual; el agua de la lluvia se paseaba por su rostro intentado limar su gesto adusto y contraído, en un vano intento de que recuperara su belleza natural. Pero Ricardo no estaba esa noche por la labor… y esas gotas minúsculas de lluvia que caían sobre su tersa y suave piel, quedaban entre ellas para formar gotas más grandes, y seguir el camino al suelo en busca de otra vida en la que poder cumplir una función revitalizadora.

Era Nochebuena. Las calles estaban llenas de vida, de alegría, de gente dispuesta a divertirse a toda costa. Gente joven la mayoría. Los de una edad nunca habían visto la Nochebuena como un día de salir a la calle después de cenar, de no ser para ir a la misa del Gallo, sino que la consideraban un buen momento para jugar a las cartas entre todos, o al bingo, cantar villancicos con los abuelos o hacer festivales de canción y karaokes, o de jugar al Monopoly, al Cluedo, al Trivial o al Veo-Veo. “Veo, veo ¿qué ves? ¡¡Mierda!!” Pero los jóvenes necesitaban estar con esos amigos que para ellos formaban su familia adoptiva. Y divertirse con ellos, al igual que habían cenado con la de sangre.

Y divertirse.

Y reír, porque eso era lo que se suponía que había que hacer. Y se aplicaban a ello con dedicación. Posiblemente el vino de la cena o el cava ayudaban mucho. O esa especie de histeria colectiva que inunda a todo el mundo en esos días, hasta a los que se pasan el resto del año despotricando contra al espíritu navideño.

“Puta mierda de Navidad, puta mierda de vida” La música no le gustaba nada a Ricardo. Era machacona y el DJ parecía que estaba fumao. Pero le daba igual. Se abrió camino entre el gentío que a esa hora llenaban el local para acercarse a la barra.

– Un Red Bull con whisky – pidió a gritos al camarero.

Éste le miró con cara extrañada. Ricardo tardó en reconocerlo, pero al final cayó en que era un antiguo compañero de Instituto, Rubén, se llamaba. Era de los guays, de los que parecían los amos del mundo. “Sirviendo copas, qué se podía esperar, mira toda su chulería de mierdas siendo un puto camarero”, pensó Ricardo. No se puso a pensar que la vida para cada uno tiene unas escenas distintas, que a lo mejor te obligan a dejar los planes de futuro que te habías hecho. No se le ocurrió pensar que a lo mejor a Rubén se la había muerto el padre justo cuando acabó el Instituto y que tuvo que ayudar en casa a su madre a parte de intentar sacar sus estudios de economía. Tuvo que abandonar la idea de estudiar fisioterapeuta, porque tenía que irse a estudiar fuera, y elegir entre lo que había en la Universidad de Burgos. Ricardo no recordaba más que Rubén era un gallito en los años de bachiller, pero nada recordaba de que unos años antes era un chico gordito del que todos se reían. Pero su constancia y fuerza de voluntad, consiguió darle la vuelta a la situación. Pero en realidad, Ricardo había estado toda la vida tan centrado en sus propias miserias que a pocos había conocido algo más que de vista. A Joan lo conoció un poco más, porque desde que coincidió con él en una conferencia se enamoró de él.

Rubén en cambio sabía que Ricardo no era de los que bebían, y menos Red Bull con whisky. Rubén sabía que Ricardo era gay y durante unos meses estuvo pendiente de él, porque le gustaba. Pero éste no le hizo nunca caso. Directamente llegó a pensar que era invisible para él. Seguramente ayudaba a esa pose autoritaria y decidida que llevaba puesta desde los 14 años. Pero aunque a muchos les hubiera extrañado saberlo, porque la mayoría pensaba que era un machaca-cabezas, nunca se había metido en peleas, y menos había machacado a nadie. Pero el papel que adoptó a los 14, era lo que tenía: una ventaja, que era que ya no se reían de él, ni nadie osaba siquiera intentar amedrentarlo. Y los que antes le ofendía, se convirtieron en su pandilla. Como contrapartida, no se acercaban a él ninguno de los que le hubieran gustado. Ricardo era uno de ellos. Aunque al final, Rubén llegó al convencimiento que Ricardo no era tampoco el chico que buscaba. Era egoísta y egocéntrico. De una forma sosegada, sin llamar la atención, pero, lo era.

– Perdona no te había conocido – le dijo al final a Rubén, cuando éste le dio los cambios.

– Feliz Navidad, Ricardo.

Y Rubén se estiró a través de la barra, para darle dos besos. Se quedó mirándolo sorprendido.

Rubén le sonrió:

– No te lo esperabas ¿eh?

No esperó respuesta y se fue a seguir atendiendo. Notó tanta tensión mezclada con asco en Ricardo, que no le apeteció intentar una conversación o un acercamiento. “Y está jodidamente guapo, el tío”, pensó mientras se giraba y se dirigía hacia el otro lado de la barra: había mucha gente esperando su copa.

Ricardo le miró un rato mientras trabajaba. Durante unos minutos se preguntó sobre las cosas que se había perdido de Rubén. Pero no lo pensó demasiado, porque además le daba un poco igual. “Chulo de mierda” se repetía de vez en cuando. Aunque ahora no percibía nada de esa chulería que asociaba con él. Incluso se le escapaba de vez en cuando una mueca de desdén mientras le miraba el culo.

Este encuentro inesperado no le desvió de lo que para él era importante esa noche. Ni su estado de ánimo se desvió una pizca, en todo caso se acrecentó. Era una noche en que todo le iba a provocar una reacción negativa. Le pegó un par de tragos largos y decididos a su copa, que sabía a rayos. Y eso le enfadaba cada vez más. Porque las circunstancias le había obligado a pedirse una copa que detestaba. Si en ese momento se hubiera encontrado con su hermano o con Jaime, les hubiera dado de puñetazos sin mediar palabra y sin pensarlo ni un instante siquiera.

Mientras iba por la calle camino del “De qué vas”, andando sin rumbo al principio, golpeaba las latas o alguna castaña olvidada por los barrenderos, o que algún grupo de niños había rescatado de su recolección otoñal con el fin de hacer su representación especial de “la batalla de Navidad”.

Ricardo sonrió.

“La batalla de Navidad”.

Le gustó. Si fuera escritor se decidiría a desarrollar una historia a partir de ese título. Hasta este año no habría pensado que eso fuera así. Porque en su familia siempre se habían llevado bien. O eso pensaba él. Pero ahora se daba cuenta de que todo era porque él se había dejado utilizar por su hermano Manu y por sus padres. Quizás estos estuvieran detrás de esa manipulación de su hermano para cercenar su autoestima y hacerlo dependiente de él y controlarlo. Porque ahora nacía dentro de él, la certeza de que en realidad su familia lo despreciaba por ser gay. Y Manu era el encargado por sus padres de vigilarlo.

Cuando quedaba con un chico por chat, o por alguna página de contactos, siempre le seguía. Unas veces le acompañaba con cualquier escusa. Otras veces lo hizo de tapadillo. Ricardo hasta ahora había creído que lo hacía para protegerlo, por eso de que “No sabes con quién quedas, tío. ¿Y si es un bestia, o un asesino, o un puto chorizo?” “Y te vas a su puta casa, solo con él ¿Y si te la corta?” le decía para convencerlo. O por ejemplo, lo que le pasó cuando quedó la primera vez con Carlos, que se rió de él, de su cuerpo y de su actitud, y eso le dejó hecho mierda durante una buena temporada.

Pero el hijo de puta, lo hacía para vigilar con quién salía. Para pasar el informe a sus padres, y entre todos decidir quién le convenía. “¡Cómo he podido ser tan ciego, tan gilipollas!”.

– ¡Feliz Navidad! – le dijeron unas chicas que pasaban por su lado.

– ¡Puta Navidad! – les contestó él con la mirada inyectada en sangre, y dando un puntapié a un cachi medio lleno que estaba sobre el bordillo de un jardín – Y vosotras unas hijas de la gran puta – les dijo con sus ojos inyectados en odio.

– ¡Amargaoooooo! – le contestó una de ellas, la que llevaba una botella de Coca-cola de dos litros.

Ricardo hizo amago de lanzarse contra ella, que al principio parecía con ganas de enfrentarse a él, pero sus amigas tiraron de ella y siguieron su camino riéndose y reiterando sus insultos, pero en voz más queda, para que Ricardo no se decidiera por seguirlas.

Dejó de seguir el culo de Rubén mientras ponía copas y se giró apoyándose en la barra, mirando a la gente. Pegaba de vez en cuando un trago a su vaso, acompañándolo de un gesto de desagrado.

La gente saltaba y se abrazaba. Cada uno que llegaba, pasaba un buen rato abrazando o besando a un montón de gente. Si daba la casualidad de que en ese momento la música desaparecía, o bajaba de volumen, podías escuchar los consabidos “Feliz Navidad” repetidos con decenas de voces distintas, en distintos tonos y con un “mua, mua” o con abrazos de macho, con palmadas en la espalda dadas con decisión.

– ¡Puta navidad! – se dijo entre dientes mientras se volvía para coger su vaso.

Justo cuando lo iba a coger, un codo despistado lo golpeó tirándolo sobre la barra. Ricardo se volvió hacia el dueño del codo, y lo obligó a girarse, para encararse con él.

– Te parto la jeta, put…

Pero no dijo más. Porque el chico dueño del codo, el que golpeó a su bebida, le tapó su boca un beso profundo, tórrido, con su lengua violando literalmente su boca.

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Capítulo 88.

“¿De qué va este gilipollas?”; “Esto es una puta locura”.

Le gustaba sentirse deseado hasta tal punto que alguien se acercara a él para besarle sin perdirle siquiera permiso. Sin decirle su nombre o desearle “Feliz navidad”. Sin mirar sus lorzas o medir su atractivo tomando como modelo a Baptiste Giabiconi, o a Jon Kortajarena. Y lo estaba disfrutando. No hacía tanto tiempo creía que nunca atraería a nadie. Eso estaba cambiando. Y le hacia sentir bien… “Me gusta” “Me excita”.

Pero de repente su cabeza dio un giro a sus razonamientos, poníéndolos en la misma dirección de los últimos días, y en especial de esa noche: otra vez estaba siguiendo el ritmo que le marcaba otro. Su hermano, sus padres, Joan, Jaime, todos parecían querer controlarlo. Todos querían que fuera una ovejita que se dejara manejar. Ninguno de ellos potenció nunca su autoestima. Ahora su mente giraba en torno a esas ideas que le obsesionaban. No se encontraba a gusto consigo mismo, las cosas no eran como las había imaginado. No encontraba su sitio. La realidad era más dura, muy dura, cuando de repente te encontrabas solo… y eres consciente que en realidad lo has estado toda tu vida. “No va a estar tu hermanito mientras follas con tu novio, para aconsejarte”. Su yo sarcástico se reía de él. Su yo más crítico consigo mismo, su yo rabioso, despreciaba al sarcástico y lo empujaba hacia la rabia, hacia la furia.

Y ese chico que besaba muy bien, lo mismo, parece que quiere jugar con sus reglas.

Ricardo le siguió el juego unos minutos. Un beso de unos minutos en medio de un pub, en Nochebuena y con un desconocido.

Al final lo fue consiguiendo. La rabia dentro de sí crecía; el odio contra el mundo, contra todos los que habían constituido hasta hacía unos días las bases de su vida. Todo eso que ahora le hacía sentirse mal,

“No te han ayudado”, se dijo por enésima vez, mientras giraban el chico del beso y él por enésima vez la cara de lado: “te han controlado”. “¿Tan mierda me ven?”. “Pues este tío me besa con pasión, así que no me verá tan zurullo”.

Carlos al final tampoco le vio tan mierda.

El chico dejó de besarle. Se fue separando de él, despacio. Sonrió.

Me llamo Miguel.

Sonrió de nuevo.

Pero esa sonrisa no le gustó a Ricardo. Era una sonrisa de chulo, de dominador. Lo miraba atentamente, intentando leer algo dentro de él… pero como siempre, no era capaz de ver nada a parte de lo que era evidente: pelo rubio casi blanco, teñido, pendiente en la oreja derecha, piercing en la ceja derecha también… provocador… chulo…

Miguel intentó besarle de nuevo, pero esta vez, Ricardo se lo impidió. Ya estaba bien de dejarse llevar, dominar por todos. Y menos por un chico que no conocía de nada. Si ya no se lo permitía a sus amigos, o los que él pensaba que eran sus amigos, ni a su familia, no lo iba a hacer con un perfecto desconocido, por mucho que se sintiera atraído por él. Si quería jugar, sería con sus normas, como a partir de ahora iba a hacer con todo el mundo.

– ¿De qué vas?

Ricardo también sabía ponerse chulo. Y sabía empujar… y lo empujó, para empezar a dejar claro quién mandaba.

– Huy, te pones digna chulapona, con lo que te ponía mis labios – le provocó Miguel.

Y volvió al ataque.

Y Ricardo volvió a ser contundente en el rechazo. Lo fue tanto que Miguel el chulo, perdió el equilibrio y cayó sobre un grupo que había a su lado, saltando y cantando al ritmo de la música del pub.

¡Pero de qué vas, marica! Mira lo que has hecho, capullo, me has tirado el cubata, imbécil.

El que hablaba, 30 años, de complexión fuerte, poco pelo, muy mala hostia, se había encarado con Miguel.

¿Estás borracho machito? Empujando a la peña y te querrás irte de rositas, imbécil.

Edad indeterminada entre los 25 y los 30. Parecía algo más joven que el de Miguel, pero su mirada era más vieja, más atravesada. Intentó pegar su frente a la de Ricardo, y agarrarle el paquete, pero la bestia que llevaba dentro Ricardo, salió de sus entrañas y se encontró con un empujó que le impidió culminar su acción.

Te voy a partir la jeta, gilipollas – ese hombre no era de los que aceptaban empujones así como así.

Se echó hacia atrás para separarse del brazo extendido de Ricardo y coger impulso, ahora ya con la intención de pegarle una buena hostia.

– ¡Tchhhhh! Para Tomás. No me toques los cojones ni me des problemas.

Rubén había saltado de la barra y se había puesto en medio impidiendo que llevara a cabo sus intenciones.

– ¡Suelta eso, no jodas!

Rubén se había girado y vio a Ricardo que había agarrado una botella de cerveza y la levantaba con la intención de estampársela a su atacante en la cabeza.

– No problem, Tomás, se han caído las bebidas, Sara os está poniendo otra ronda.

– Pero …

– Tronco, son cosas que pasan, mucha peña, empujones… no te mosquées.

– Estos maricas…

– Tomás, no me faltes, yo soy marica también. Tengamos la fiesta en paz. Son amigos míos, así que de tranquis.

Se giró un momento hacia la barra.

Mira Tomás, Félix, Tamara, y los demás, ronda invita la casa.

¿Te los follas a pares ahora? – le incitó el primero que se había encarado con Miguel.

Si, deberías probarlo, es fetén – y le guiñó un ojo con complicidad – Si quieres te puedes unir a nosotros esta noche – le siguió provocando.

El aludido le hizo un gesto con la mano desechando la invitación.

Se giró de nuevo hacia Ricardo y Miguel. El primero seguía con la botella agarrada. Lo hacía con tanta fuerza que parecía capaz de romperla sin estrellarla contra nada. Miguel seguía con su porte chulesco, sacando ligeramente el pecho hacia delante.

Vamos, vamos a la otra esquina.

Rubén les agarró del brazo, y les empujaba hacia el otro lado del establecimiento. Antes le cogió la botella a Ricardo, y se la dio a su compañera.

Mira a ver de poner esta botella a resguardo, que mi amigo Ricardo si no creo que la va a romper con la mirada.

No eres mi amigo, que te crees.

Eres gilipollas que te crees.

Y tu un puto camata de mierda, un puto fracasado, no te jode. Con los aires que te dabas, gilipollas de mierda.

Huyyy, aquí hay amor – dijo Miguel con sarcasmo e intentando soltarse de la mano de Rubén que lo llevaba sin contemplaciones hasta el otro lado del local. Pero Rubén apretaba fuerte.

Hombre el que parecía que era todo bondad, el que iba de buenín, de víctima “el mundo no me quiere, soy demasiado poca cosa, feo y encima me gustan las pollas; ¡¡ohh!!”.

– Te parto la puta cara, hijo… – Ricardo se revolvía, pero Rubén le agarraba también con firmeza.

– ¿Pero a ti que te pasa? – le cortó Rubén, parándose de repente y encarándose con él – Parece que quieres que te partan la jeta hoy. Pues si esa es tu intención que sea fuera de aquí, no jodas, no quiero problemas.

– Es este gilipollas, que se pone a morrearme…

– Y eso lo dices después de estar más de 5 minutos tan pancho con el puto morreo. No me toque los cojones, Ricardo, no me toques los cojones.

– Y tú – Rubén se giró para encararse con el otro chico – ¿Te parece bonito ir provocando así a la peña? Es la forma más fácil de que te partan los morros. Vale – le miraba fíjamente – te gusta el sexo duro, con golpes y tal. Y eso es lo que buscas.

El chico por toda respuesta intentó besar a Rubén. Pero éste le paró separándole con la mano sin ningún miramiento.

– ¿Y cómo te llamas? Es lo mínimo, chaval.

– Miguel – contestó desafiante.

– Pues Miguel, parece que te van los rollos fuertes, pues mira de jugar en otro sitio. – se paró un momento y le dio un repaso con la mirada – Y el caso es que tienes un polvo… la madre que te parió, los tíos buenos siempre parecen gilipollas.

– Pues tú no estás mal. – Miguel se pasó la lengua por los labios provocándole – ¿Eres gilipollas también?

– Precisamente por eso lo digo – le hizo un gesto de complicidad – Una pena que no vayas a llegar a la noche con la nariz en su sitio, sino hacíamos un apaño.

– Vaya, el cherif, el puto jefe del local, ligando con un imbécil que se va morreando con cualquiera. El machito del Insti. Y las broncas para mí, no te jode. Habrá que ir morreando a todo el mundo o a lo mejor es el rubio ese marica, con esa horterada de reflejos ¿naranjas? Así en lugar de…

Rubén se giró hacia Ricardo y se fue acercando lentamente, sin dejar de mirarlo fijamente. Su cara dejaba traslucir solo una gran decepción.

– Si no te hubieras preocupado por ti, y solo por ti, gilipollas, te hubieras dado cuenta de que estaba colado por ti en el Instituto. Y te hubieras acordado de las veces que la gente se reía de mí en 8º. Sí, era ese chico gordo del que tú también te burlabas a veces. Pero solo eres un puto ególatra insensible y miserable, vestido de “pobrecito, es que la gente no me entiende”. Si no llega a ser por tu hermano, te hubieras quedado más solo que la una y con la jeta partida más de una vez. Porque eres un puto egoísta.

Rubén se giró para atender a su compañera que le reclamaba en la barra. Pero antes de entrar otra vez a la barra, tuvo un impulso y se volvió de nuevo hacia Ricardo, y pegó su frente a la de él:

– Pero no sabes la suerte que tuve de que no te dieras cuenta de que estaba pillado por ti, porque es difícil encontrar un imbécil mayor que tú. Puto egoísta de mierda. Todavía tengo en la puta cabeza – Rubén se daba golpes con el dedo en la sien – el día que le pegaron a tu hermano no hace demasiado y tú le dejaste allí en el patio, por irte detrás de ese chico, Joan. Perdías el culo por ir detrás de él. Pregúntale a Manu, seguro que todavía se acuerda. Y dile quién le ayudó a quitarse de encima a aquellos tipos y quién le ayudó a ir a la enfermería. Y te creerás el mejor del mundo… ya lo estoy viendo. Enfadado con el puto mundo que no te entiende. Ni puta cuenta te diste de que le partieron la jeta, fijo.

Ricardo le miraba con cara de odio y asco mientras Rubén volvía a la barra. Tenía los puños cerrados, en tensión, preparados para lanzarlos contra el primero que osara respirar a su lado.

– Qué sabrás tú de mi puta vida, imbécil – masculló entre dientes, sin apartar la mirada de la espalda de su antiguo compañero de instituto – Otro que se cree Dios para opinar sobre los demás, no te jode.

– Y no murmures, gilipollas, que hace un minuto, me has llamado fracasado, y no sé cuantas cosas más. Te jodes.

– Qué puta sabrás que he dicho, no te jode.

– Sé leer los labios gilipollas.

Rubén no volvió ni una sola vez la mirada hacia donde estaba Ricardo. Su compañera sí que de vez en cuando miraba de reojo hacia la zona para comprobar que todo volvía a la normalidad. El grupo al que habían molestado decidió irse del local al poco. Ricardo seguía pedido en su rabia y en compadecerse de sí mismo. Miguel después de intentar un par de veces besarle de nuevo, o hablar, se perdió entre la muchedumbre en busca, de otro al que asaltar con su aire provocador y chulesco; no parecía dispuesto a esperar al final de la noche para tener un rollo o algo más con alguien. O quizás solo buscaba que le partieran la cara. O un mix de ambas opciones.

Ricardo se volvió a colocar en la barra, esta vez pegado a la pared. Su bebida se había perdido y aunque su rabia le pedía tener un vaso en la mano y un líquido que le abrasara la garganta, a la vez que le repugnara, para hacer juego con lo que sentía, no le apetecía llamar a Rubén para que le pusiera otra copa. Se empezó a pasar la lengua por el labio, recordando el beso de Miguel. Una idea descabellada se fue abriendo camino en su cabeza: buscarlo. Se estiró todo lo que pudo para intentar ver dónde estaba, pero parecía que se había fundido con la decoración del local, porque no fue capaz de verlo. Y eso que destacaba, porque era alto, aunque muy delgado, pero el pelo rubio, un rubio casi albino, con reflejos naranjas, era inconfundible y debía de destacar en ese local con poca luz.

Pero no… Ricardo, por más que mirara y se pusiera de pie sobre el apoyo del taburete de la barra, no era capaz de verlo. Iba a moverse, cuando Rubén le puso un vaso delante.

– Invita la casa.

Rubén le guiñó un ojo y le sonrió.

Ricardo se quedó mirándolo. Hubiera querido mandarle a tomar por el culo, pero de repente se dio cuenta de que estaba bueno y durante unos minutos se entretuvo en recorrer su cuerpo con la mirada y desnudarlo con la imaginación. No lo pudo evitar… aunque seguía despreciándolo y odiándolo a partes iguales. Pero estaría guay llevárselo a la cama esa noche; al fin y al cabo había estado enamorado de él, según había confesado… ser él el cazador por una noche… no depender de que nadie se fijara en él para ligarlo… y hacerlo con chicos potentes, guapos, no con parias como él.

– Es gilipollas pero está de muerte.

Y siguió con su fantasía… Rubén desnudo, con su cuerpo cuidado… de repente recordó que habían compartido vestuario en gimnasia en el instituto. Pero entonces apenas se atrevía a mirar a los demás chicos, a parte de que el último año, cuando coincidió con Rubén en clase, él ya solo tenía ojos para Joan. “Joder que lerdo fui” En eso tenía razón el jodido. Aunque a lo mejor no estaba todo perdido… a lo mejor era posible que pudiera luego recorrer con sus manos las curvas que se marcaban en su cuerpo con la camiseta negra ajustada y con esos pantalones vaqueros que parecían también una segunda piel. Besar y morder ese culo en el que se le marcaban perfectamente la forma de los globos, unas formas bonitas, duras, en las que además podía seguir el trabajo de sus músculos según se iba moviendo. Como le ponía cuando se estiraba para coger alguna botella de las baldas de arriba y apretaba el culo…

De repente Rubén desapareció y se perdió entre la clientela. Seguramente habría ido a recoger los vasos vacíos, pensó Ricardo. Se quedó esperando a que volviera a aparecer. Mientras volvía, cerró los ojos y le lamía su miembro, aunque de repente, levantaba la cabeza y se encontraba con la sonrisa burlona y lasciva de Miguel, pasándose la lengua por sus labios. Y luego estaban los tres, intentando besarse a la vez, peleándose por ver quién besaba a quién, con sus miembros latiendo de forma irrefrenable, hasta que Miguel se agachó y se metió los otros dos látigos en su boca, jugueteando con su lengua, y a la vez mirándoles de esa forma provocadora que él dominaba como nadie.

Y el tío de la pelea mirando desde la puerta.

Pegó un último trago a la bebida que le había puesto Rubén que se había bebido en un suspiro, sin apenas darse cuenta. Se levantó decidido para ir a la búsqueda de alguno de ellos. Se había puesto muy caliente, y había decidido que necesitaba echar un polvo con Rubén. O con el rubio teñido, daba igual. O con cualquier otro que se cruzara en su camino y estuviera bueno. Pero porque él lo quería así. Él llevaría el control. Al intentar andar, se tambaleó un poco… la cabeza le daba vueltas. Tuvo que apoyar una mano en la barra para no caer al suelo, mientras probaba si estaba mejor con los ojos cerrados o abiertos.

– Estoy bien, Ricardo, estoy bien – se repetía en voz baja, aunque sabía que mentía.

Empezó a moverse por el local a la búsqueda de sus objetivos. Vio un rubio en una esquina, y fue hacia allí todo lo rápido que su cabeza y su falta de equilibrio le permitía.

– Perdona tío, quiero follar contigo – arrastraba las sílabas al hablar – Estás mazo bueno y…

Pero cuando el chico giró la cabeza para mirarlo, comprobó que no era Miguel. El tío le atravesó de mala manera con su mirada; no le había hecho mucha gracia que le interrumpiera en su flirteo con la chica con la que estaba. Ricardo le había interrumpido mientras la besaba apasionadamente.

– Feliz Navidad – le dijo a modo de disculpa con una sonrisa estúpida en la cara.

– Déjale, está borracho – dijo la chica a su pareja mientras juntaba su boca a la de él para asegurarse de que pasaba del tema.

– Happy, happy – dijo tontamente Ricardo.

Siguió su errático camino de búsqueda por el local. Un chico iba con un montón de vasos por en medio de la gente, pero no era Rubén. Había otro chico rubio en medio bailando, pero no era tan rubio como para ser Miguel.

Se paró junto a una columna. Su cabeza de repente había decidido aumentar el ritmo de los giros y vueltas… como si estuviera compitiendo en un campeonato de esos que daban de vez en cuando en la tele, de patinaje sobre hielo estuviera en la pista haciendo saltos mortales con tirabuzón o girando cada vez más deprisa, y más deprisa… Así que decidió apoyarse en esa columna. Pero aún apoyado en ella, Ricardo seguía haciendo pequeños círculos. Le era imposible mantener la verticalidad.

– Mi puta cabeza… joder…

Decidió irse al servicio a mojarse un poco la cara. Se estaba enfadando consigo mismo por haber bebido esa puta mierda que no le gustaba. Y como no, la culpa la tenía su hermano, sus padres, y ahora Rubén, por ser gilipollas y jugar a Dios. Aunque a Rubén le echaba poco la culpa, mientras existiera la posibilidad de follar con él esa noche.

– Noche, noche buena, chin, chin chin – canturreaba Ricardo camino del agua reparadora que le devolvería, pensaba, a la normalidad.

Llegó al servicio. Abrió la puerta de uno de los cubículos, y se alegró en un momento: había encontrado a Rubén. Iba a saludarlo, pero se dio cuenta de que tenía los pantalones por la rodilla. A la misma altura tenía unos calzoncillos negros, con la goma roja. Eran Diesel. Y siguió fijándose, y vio que Rubén estaba entre las piernas de Miguel, moviendo su cadera atrás adelante; y luego volvía atrás, para impulsarse hacia delante, y así seguido. Atrás-adelante. Atrás-adelante. Ricardo se quedó parado, sorprendido, y el alcohol le impedía procesar lo que estaba viendo. De repente se le pasó la borrachera, aunque se le cambió por unas ganas tremendas de vomitar.

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Capítulo 89.

Atrás-adelante, atrás-adelante, una y otra vez… a velocidad de vértigo, Ricardo ni siquiera pestañeaba… el culo de Rubén moviéndose… atrás-adelante, sus músculos en tensión, moviéndose a ritmo vertiginoso… atrás-adelante… abriendo y cerrando el canalillo… atrás-adelante… los músculos se contraen… y ese ruido característico que salía amplificado como si fuera una película porno, faltaban los jadeos desmesurados, los gestos explosivos… empezaron a girar… daban vueltas y vueltas… una carcajada con eco parecía salir del la mueca de placer del rubio platino que lo miraba con la boca abierta, ahora de costado, ahora boca abajo… ahora sí escuchaba los jadeos y veía los gestos excesivos rubio platino… girando… y esa carcajada, y luego la otra… se reían de él… Rubén y su culo… el rubio platino…

Se dio la vuelta y cerró de golpe la puerta. Se tapó los ojos con la mano… y empezó a tener mucho calor… sudaba a mares… la vista… el estómago se le revolvió de pronto…

– Joder, era el pavo ese de antes.

– ¿Ricardo?” – contestó Rubén – ¿Ricardo? – preguntó Rubén de nuevo.

Miguel le decía que sí con la cabeza, mientras bajaba las piernas y su cara se convertía en la mejor expresión de la frustración.

– Ricardo, ¿Estás… ? Déjame que… – chilló Rubén mientras soltaba a Miguel y empezaba a recomponer su ropa – Joder, joder, joder – empezó a decir para sí mientras mil cosas daban vueltas a la vez en su cabeza – Joder, joder, joder… – estaba claro que su palabrería sobre “menos mal que no me hiciste caso, porque eres un puto egoísta de mierda”, no estaba muy de acuerdo con sus más profundos deseos. Ni con los de a flor de piel. Le importaba que Ricardo le hubiera visto con Miguel, le importaba…

– Sigue – suplicaba Miguel, que se resistía a vestirse.

Pero Rubén ya no seguía.

– Vuelve… – insistió… pero Rubén ya salía de la cabina.

– No me dejes así… – y le agarró de la camiseta para atraerlo hacia sí, pero no consiguió nada.

Ricardo se fue trastabillando a la cabina contigua apartando de malas formas a un chico que quería acceder a ella. Cerró de golpe mientras el chico le imprecaba con todos los insultos conocidos en español y en inglés. Ricardo apenas tuvo tiempo de agacharse y de levantar la tapa de la taza para vomitar.

– Ricardo ¿Estás bien? – preguntó Rubén desde fuera tocando ligeramente la puerta, mientras se ataba los botones de la bragueta y se metía la camiseta por dentro del pantalón.

“Vete a la puta mierda”, quiso contestarle Ricardo, pero no pudo hacerlo, otra arcada se lo impidió.

– Abre y te ayudo – insistió.

– Vete a cagar – Ricardo jadeaba procurando recuperar el resuello, mientras se agarraba el estómago intentando dominar nuevas arcadas.

– ¡Qué hostias pasa! ¿No se pude mear en este puto local? – el chico al que Ricardo había empujado intentaba hacerse valer al reconocer al camarero.

– Vete al de mujeres, imbécil. O hazte un nudo, o te la cortas directamente.

Ricardo fue recuperando poco a poco su ritmo de respiración normal.

– Abre, Ricardo.

Miguel trajo una manzanilla y se la dejó a Rubén.

– Abre, Ricardo – insistía éste – Tómate esto, te sentará bien.

Al final abrió.

“Joder, joder”… Rubén pensó que Ricardo estaba muy pálido. Estaba sudando y se le notaba todavía un poco desorientado. Pero intentó poner buena cara y su mejor sonrisa animadora.

– Bebe despacio – le tendió la taza con la infusión – Cuidado que quema.

Bebió despacio, mientras Rubén le ponía su mano en la frente y apretaba.

– Sara te reclama, Rub – un asiduo había servido de mensajero – Está muy pillada.

– Voy, ahora voy – contestó al mensajero – ¿Estás mejor? – preguntó a Ricardo.

Pero éste le ignoró.

– Quédate un rato y respira despacio. Luego vas a la barra y te pongo algo – le dijo muy serio, apoyando sus palabras con su dedo estirado apuntando a su cara. Miró buscando a Miguel, para que se quedara con él un rato, pero éste había desaparecido. “Mierda, joder, joder”.

Ricardo no reaccionó; no hizo ningún gesto que indicara que le había entendido. Ni siquiera le miraba a la cara.

– ¿Ricardo?

– Sí, sí… te he oído, hostias. Vete, vete. ¡Lárgate! Ya me muero yo solo aquí, no te preocupes.

– Bobo – Rubén le dio un suave golpe cómplice en un hombro.

Se volvió para irse a la barra.. No acababa de verlo muy sereno todavía, aunque parecía que se recuperaba.

– Puta mierda de vida – Ricardo dio un puñetazo en la pared para reafirmarse – yo un puto imbécil que… ¿Cómo me he podido dejar…? ¡¡Hosstias!! Cómo he hecho el ridículo, como se habrán reído todos de mí, la madre que me parió… puta vida…

Se levantó. La furia por el ridículo que pensaba había hecho ante sus dos posibilidades de polvo esa noche y ante el resto del mundo, le hizo incorporarse demasiado bruscamente para su estado y tuvo que apoyarse con la mano en una de las paredes del cubículo, para evitar caerse. Ni su cabeza ni sus piernas parecía que estaba para muchas zarandajas. Respiró despacio y profundo, mientras con el otro brazo intentaba sujetar su estómago que tampoco parecía querer arreglarse del todo.

– Puta vida… – exclamó en un volumen apenas audible.

– Puta vida – repitió un poco más alto.

– ¡Puta vida!

– ¡¡Puta vida!!

– ¡¡¡Puta vida!!! – se le escapó casi a voz en grito. Sus ojos inyectados en sangre y en odio. Odio contra todo y todos. Odio contra él mismo por… no, no sabía por qué se odiaba, ni en realidad sabía por qué odiaba a todo el mundo. No entendía nada, no se entendía él. Pero era más fácil odiar que intentar comprender. Y mentirse es tan sencillo…

Enfiló la puerta de los servicios. Un chico que parecía que tenía mucha prisa le apartó bruscamente para entrar él.

– ¡Eh! Sin prisas – le espetó molesto por el empujón, mientras se pasaba la mano por la barbilla, secándose la saliva que en algún momento había resbalado por la comisura de sus labios. Seguía arrastrando las sílabas al hablar, su cabeza seguía siendo una bolera americana en día de plena ocupación de todas sus calles – en estos servicios parece que todo el mundo tiene prisa, follan deprisa, potamos deprisa, se mean por la pata abajo… definitivamente sigo borracho, Ricardo, sigues borracho Ricardo, eres un gilipollas de mierda que has hecho el más gilipollas de los ridículos. La hostia puta. ¡Eh tío! ¿Vas a cagar o a mear? Es para una estadística – Se reía de su propia ocurrencia.

– Cabrón de mierda, podías haber dado la bomba al menos, ¡qué asco! ¡Cerdo!

No contestó a la encuesta aunque le hubiera gustado pisarle la cabeza y apenas lo disimulaba en su jeta. Cerró la puerta de golpe mientras daba a la bomba una y otra vez y repasaba todos los tacos que se había aprendido desde parvulario, a la vez que con medio rollo de papel higiénico pasaba una y otra vez los bordes de la taza y empezaba a desabrocharse el cinturón.

– Va a cagar – dijo muy bajito Ricardo que había oído el ruido de la hebilla del cinturón al desbrocharse. Sonreía tontamente – Uno de cagar con prisa. En este local también se caga con prisas.

Ricardo caminó despacio sin hacer caso a las pestes que el chico seguía desgranando. “Hubiera estado bien seguir hablando con el mientras obraba”. Pero necesitaba un poco de aire puro. Fue riéndose por su última ocurrencia a recuperar su abrigo al lado de la última columna en la que se había apoyado antes de encontrar el picadero de Rubén y Miguel, y se fue a la busca de la puerta de salida.

– Hijos de la gran puta – murmuró Ricardo al acordarse de repente de la imagen del culo de Rubén moviéndose a un ritmo frenético, girando sobre si mismo y de la cara de éxtasis rubio que tenía el otro… “gilipollas, que es un gilipollas”, y de esa carcajada estremecedora y con eco que salió por su boca. Se giró un momento y lo buscó en la barra, pero no lo vio. “Que le follen”. “Estarán follando otra vez, cabrones de mierda”.

Enemigos, eso es lo que eran esos dos. A muerte con ellos.

– Son unos hijos de la gran puta y del cabrón redomado – y Ricardo sonreía “¡Qué ocurrencia!”

Dos más para odiar con todas sus fuerzas. Ricardo estaba descubriendo que era un odiador consumado; tenía mucha capacidad de odiar, de sentir asco. Esa rabia de la que se había hecho tan amigo, intima en los últimos tiempos, iba otra vez tomando cada célula de su cuerpo con fuerzas renovadas. Y sentía unas ganas irrefrenables de golpear a alguien.

Se dirigió tambaleándose hacia la puerta de salida. Despacio. Al menos su estómago parecía asentarse. “La puta manzanilla”, pensó.

Respiró hondo cuando el frío de la calle golpeó sin conmiseración su rostro y su cuerpo. Parecía que había recibido un chute de espabilina con la primera ráfaga de aire en la cara. Se subió la cremallera del abrigo y se subió los cuellos. Miró a un lado y otro de la calle con los ojos entrecerrados, para decidir hacia dónde ir. El frío le estaba despejando, aunque eso no le ayudaba a tomar decisiones. Su boca sabía a manzanilla. “la puta manzanilla de los cojones” Odiaba su sabor, su olor, siempre se lo decía a su madre. Y ella siempre le contestaba que “Da igual como sepa, si te sienta el estómago” Y le sonreía de esa forma especial. Pero eso era cuando eran pequeño. Hacía años que no recordaba alguna vez que le sonriera así. “Y el caso es que va a tener razón”. Pero el sabor que le había dejado… buscó en los bolsillos un chicle para quitárselo. Encontró uno de fresa ácida. Cuando se lo iba a meter en la boca, una mano se lo quitó de un zarpazo.

– La puta madre… ¡joder!

Era Miguel. Lo miraba fijamente mientras iba mordiendo poco a poco el chicle, regodeándose. Al final le dedicó una amplia sonrisa.

– ¿Quieres el chicle? Seguro que no tienes otro. Ley de Murphy. – paró un segundo de masticar y se lo enseñó – Cógelo.

Diciendo esto, siguió masticando con la boca abierta, exagerando los movimientos. Al cabo de un par de minutos abrió la boca de nuevo y le enseñó el chicle. Lo miraba provocándole, desafiándole: “Ven, acércate, coge el chicle con tu boca”.

“Le han fallado los demás planes de polvo”, pensó Ricardo.

– Está guay – siguió diciendo Miguel mientras lo masticaba un rato, se lo volvía a enseñar… entornaba los ojos, lo miraba provocativo… parecía tener estudiada la ración de cada gesto que debía ofrecer para provocar, para excitar… – pero si tardas un poco te vas a quedar sin nada… de sabor…

Ricardo se cansó del juego, y sin pensarlo dio el paso que les separaba, agarró el cuello de Miguel por detrás con una de sus manos, y le acercó. Metió la lengua en su boca y empezaron a jugar con el chicle, ora en una boca, ora en la otra. “Porque a mí me da la gana”, se decía.

Al cabo de unos minutos del juego, se separaron. Miguel sonreía burlón con el chicle en su boca. Ricardo le miraba decidido, serio, rabioso.

– Pégame si tienes cojones – le desafió Miguel, hablando muy lentamente a la vez que levantaba el mentón y giraba la cara ligeramente hacia un lado. – Lo estás deseando – apostilló.

El primer impulso de Ricardo fue darle un puñetazo. Sin más, sin pensar. Nunca había pegado a nadie y menos con el puño cerrado. Pero nunca había tenido tan claro ese deseo. “Es demasiado fácil”, se dijo, pero “¿Y lo bien que me iba a quedar?”; dar ese tortazo que necesitaba. Dárselo a su hermano, o a sus padres, a Joan, a Jaime o al mundo en general… o a sí mismo, dárselo a Miguel que se ofrecía, dárselos a todos ellos en la cara de ese puto rubio platino que era gilipollas redomado… “Es demasiado fácil, tiene que haber trampa”, ese tío que llevaba toda la noche rondándole, provocándole… miró a un lado y a otro, y vio que había un montón de gente. Miguel se dio cuenta de la maniobra. Lo miró de nuevo con esa expresión burlona y que era tan provocadora y que le salía tan natural…

Lo agarró de una mano, y tiró de él.

Echó a correr, y Ricardo le seguía a duras penas.

– Joder, – se paró en seco soltándose de un manotazo – que no puedo correr, hostias… – sus piernas flaqueaban todavía y su cabeza tampoco era muy segura.

Empezaron a andar los dos a la par. Se miraban de vez en cuando, estudiándose. Miguel siempre con un toque de chulería. Ricardo cambiaba de rabia a curiosidad y volvía a la rabia. Y de cuando en cuando se le escapaba una mirada de “todo sexo”. “Es gilipollas pero está como un tren”.

– ¡Feliz Navidad! – les gritó un grupo de chicos.

– ¡Yepaaaaaaa! Llegáis tarde. Las pibas ya se han dado el piro – les gritó un chico que parecía recién salido del pueblo.

Ricardo se dio la vuelta y les hizo un corte de mangas. Miguel tiró de él… no estaba dispuesto a perder su opción de esa noche porque a Ricardo se le ocurriera repartir leches a los que se encontrara en el camino.

Al cabo de un rato, Miguel se paró: habían llegado. Ricardo estaba jadeando. Aunque no había corrido, sí que habían caminado a buen paso. No era su mejor noche. Todo lo que había pasado en esa desgracia de Nochebuena no ayudaban a mantener la verticalidad ni la dignidad con una cierta gallardía.

– No irás a echar la pota de nuevo – le animó Miguel, siempre con su gesto burlón, de controlar la situación.

Ricardo se incorporó y le miró directamente a los ojos, e intentó transmitirle todo el asco y odio que le producía.

Miguel le ignoró. Abrió el portal, subió al primero, abrió la puerta de la casa, encendió la luz del hall y esperó apoyado en la puerta mientras Ricardo subía más tranquilo.

Cerró la puerta tras él; se quedaron uno en frente del otro, mirándose.

Ricardo respiraba rápido.

Miguel sonreía.

Silencio. Ninguno movía un músculo de su cuerpo.

Al cabo de unos minutos de estudiarse, como si alguien hubiera tocado una campana en algún sitio, los dos a la vez, se acercaron y se fundieron en un beso tórrido, duro, con prisas. Todo valía, la lengua, los labios, los dientes… Miguel se iba quitando la ropa mientras tanto e iba guiando a Ricardo hacia la cama.

Ricardo le imitaba… “porque a mí me da la gana”.

Las zapatillas.

Los pantalones.

El abrigo.

La sudadera.

Llegaron a la cama casi desnudos.

Seguían luchando, se apretaban, se mordían, las manos no acariciaban, sino que arañaban, casi agredían. Ricardo le daba suaves palmadas, al principio, que poco a poco fueron aumentando en dureza.

Sudaban. Respiraban entrecortadamente.

De repente, como si nuevamente se hubiesen puesto de acuerdo, se pararon los dos. Estaban tumbados en la cama: Miguel debajo, y Ricardo sentado a horcajadas sobre él. Ya estaban desnudos. Silencio, salvo sus respiraciones agitadas. Sus miembros erectos palpitaban al ritmo con el que sus corazones bombeaba sangre.

– Pégame – escupió Miguel. Era casi una orden.

Y volvió a poner esa mirada provocadora, burlona como picándole, diciendo con su pose “No tienes cojones, cobarde”. Y volvió a girar la cara de medio lado… y volvió a sonreír… “mira hasta te pongo la mejilla, más a huevo…”

– Ahora no hay nadie que te vea – siguió incitándole.

Ricardo no se lo pensó. Y cogiendo impulso, le soltó una torta con la palma abierta en ese lado de la cara.

Se quedó mirándolo, estudiando su reacción. Sintió algo nuevo dentro de él… se sintió poderoso, supo el sabor de tener poder sobre alguien… poder sobre la vida o la muerte, sobre el dolor, el sufrimiento… y eso le excitó más si cabe.

Y notó entre sus piernas como a Miguel le pasaba lo mismo, el sopapo le había puesto a mil…

– Eso ha sido una torta de nenaza. ¿Eres una nenaza? Una nenaza gorda además.

Miguel volvió a poner su cara en la misma posición.

Ricardo volvió a coger impulso llevando el brazo hacia atrás, y volvió a soltarle un tortazo, más fuerte que el primero. “Te vas a reír de tu puta madre, cabrón, porque a mí me da la gana”.

Miguel se incorporó y lo atrajo hacia si, y se besaron de nuevo… con pasión, con furia; estaba sangrando de un labio y el sabor de la sangre pareció emborrachar a Ricardo… que se separó de nuevo y volvió a golpearlo… esta vez ya no necesitaba que lo provocara…

Y otra vez.

Y una más.

“Porque a mí me da la gana, yo controlo, yo mando”.

Se besaron… sus besos sabían a sangre… giraron abrazados sobre la cama manchada ya de rojo, llenos ellos también de sangre… giraron intentando cada uno dominar al otro tomar la iniciativa en los besos, luchando por el poder…

Y otra vez Ricardo le volvió a pegar… por Manu, por su padre, por su madre, por él… por el mundo, por Rubén… por Joan, por Jaime…. por los hijos de puta del mundo… besos que parecían mordiscos… besos con sabor a sangre… giró bruscamente a Miguel, y lo penetró sin contemplaciones… mientras movía su cintura adelante, atrás… le golpeaba en el culo con sus manos, o le pellizcaba los pezones… o le golpeaba los testículos….sudaban… le arañaba la espalda, la cara, las piernas, daba igual… una por Manu, por Jaime… por el polvo con Rubén, por ese culo que había visto moverse como un una locomotora…

– ¡¡¡Hijos de Puta!!! – gritó con todas sus fuerzas llegando al éxtasis.

Cayeron los dos sobre la cama, extenuados.

Miguel sangraba copiosamente de la cara. Pero le daba igual. Estaba feliz.

Ricardo intentaba controlar su respiración. Cerró los ojos y se sintió de repente agotado. Sin apenas intervalo, se quedó dormido. Miguel aprovechó y colocó la cabeza sobre el pecho de Ricardo. Sonrió satisfecho… y se dispuso a dormir también.

“Al final había sido una buena noche”, pensó un segundo antes de adormecerse.

______

Capítulo 90.

– ¡Tchsssssss! ¡Calla!

El timbre de la puerta sonó ahora claramente.

– ¿Ves como habían llamado?

Diego se levantó de la butaca para ir a abrir.

– ¡Niños! Estaros quietos – les reprendió su madre – dejad a vuestra hermana respirar.

Pero Isabel-hija no estaba por la labor de que sus hermanos la dejaran y se tiró encima de ellos, que estaban en el sofá.

– Pero si es peor la mayor… mírala la tía… – decía su padrastro mientras la señalaba y sonreía.

– ¡Voooooooooy!

– El que faltaba – dijo su madre apartándose y tapándose los ojos – Joan, yo no les conozco, si te rompen el sofá, te doy permiso para que uses la escoba y que les arres un par de escobazos en el culo– Isabel madre levantaba las manos en señal de que era inocente – yo miro para otro lado.

Diego que había vuelto de abrir la puerta se tiró en el mogollón que formaban sus hermanos. Faltaba Raúl que miraba la escena mientras charlaba con Jonás en la distancia.

– ¡Tío, tú mismo! – le invitó Jonás señalando la maraña que formaban el resto de sus hermanos – Yo si estuviera en tu body haría un picado sobre el grupo. ¡Qué puta envidia!

– Na, deja…

– No te llevas bien con tu hermana.

– No… sí, no…

– Vale, tío, guay, es tu family, no debes darme bola si no te ape.

– No, si tú me has largao lo de tus hermanos y tal. Qué fuerte que Ricardo no haya ido ni a comer – Raúl consiguió cambiar de tema.

– Mis viejos están que chutan. No han abierto la boca en toda la comida. Y Manu aunque no lo diga, está dándole a la pelota sobre donde puede haberse metido el gilipollas.

– Huy, muy serios estáis vosotros.

Carlos se había acercado por un costado. Mientras les decía eso, se puso un matasuegras en la boca y sopló, dándoles primero a uno y después al otro en la nariz. Sin pensarlo, Raúl cogió un bote de espumillón que tenía reservado en el mueble en el que estaba poyado, y disparó hacia Carlos. Jonás aprovechó para lanzarse contra los dos que habían iniciado un forcejeo, y acabaron los tres en el suelo, revolcándose sobre la alfombra, y peleando entre ellos por el dominio del espumillón.

– Nada, Isabel no te preocupes, que luego les pongo un delantal a cada uno, y a recoger todo. Y si no les pongo a hacer la calle para pagar a la asistenta.

Joan salió del salón camino de la cocina, con unos platos sucios, y la bandeja de los pasteles que habían sobrado.

– Deja Manu – estaba en el fregadero, limpiando platos – ya recogeré yo eso. Vete al salón… anda. Pongo el lavavajillas, y voy en un tris.

– Na, si no me cuesta, si en casa…

– Pues más a mi favor – Joan no le dejó acabar, no le gustaba verle tan apagado y aislado – si lo has hecho en casa, ahora no vas a repetir… si encima no has cenado una mierda.

– Na, de verdad…

– Deja de pensar en tu hermano, anda. Ya aparecerá. Es bobo, que le vamos a hacer.

Pero Manu estaba preocupado y ya no tenía fuerzas para disimularlo.

– No debería haberlo abandonado, es que…

– Manu, tu hermano es mayor de edad. De hecho es tres años mayor que tú. No vas a estar siempre detrás de su culo. Él se defiende perfectamente, yo lo he visto. Y tú también.

– Eso no es cierto, y lo sabes, Joan. O tú o yo le hemos sacado siempre las castañas del fuego.

– Bueno, sí y no, que para lo que quería, siempre ha tenido iniciativa.

– Para perseguirte, no te jode. Y dejarme a mi tirado mientras.

– Hummmmmmmmm – Joan se acercó a Manu de forma insinuante – estás celoso.

– ¿Yo? – Manu fingió poner cara de indignación – ¿Yo celoso? ¡Lo flipas, tío!

Joan casi estaba rozando su cuerpo con el suyo.

– Aire, aire… no me acojonas con esa mirada… aire… que no respondo… – Manu empezó a retroceder mientras ponía sus manos por delante para evitar que Joan se pegara a él.

– Hummm, te vas a enterar.

– No, Joan, no… que grito… joder que…

De repente llegó un ruido estruendoso desde el salón, seguido de un silencio espectante. Algo de cristal había caído al suelo haciéndose añicos.

– Veis, si es que, esto tenía que pasar. No sabéis parar…

– Pero mamá, si has sido tú.

– Chivato, te quedas sin propina.

– Eso es injusto – decía Rodrigo uno de los gemelos enfadado – tú siempre dices que…

– ¡Qué te calles, o te quito la consola! – le amenazó su madre muy seriamente.

– Vete con la escoba, anda, yo voy a sacar el aspirador – indicó Joan a Manu.

– Servicio de limpieza. A ver. Chicos, esas sirenas… que yo no puedo hacerlo todo.

– Los gemelos se pusieron a hacer la sirena, mientras Manu recogía lo más gordo con la escoba y la pala.

– Cuidado ahora con los trozos pequeños… aquí viene la segunda unidad al rescate.

– Esas sirenas – siguió Joan con el juego.

Esta vez se unieron Jonás y Raúl a las sirenas. Y se pusieron detrás de Joan para darle más salsa a la escena. Diego estaba sentado en el sofá, viéndolo todo y riéndose de las caras que ponía su madre, que se había puesto colorada después de que Rodrigo descubriera que había sido ella la que había golpeado la figura de cristal de Murano que había en el aparador.

– ¿Os ayudo? – Jaime había entrado en el salón.

– ¡Va! Nada. Ya está todo arreglao.

Manu levantó la cara al contestarle. Vio que llevaba los ojos rojos de llorar. Fue a preguntarle pero no se atrevió. Le dio un codazo a Joan, que levantó la vista del suelo miró a Jaime, y sin pensarlo mucho cogió el bote de serpentinas que había en el suelo, y lo descargó sobre él.

Jaime lo miró sorprendido, pero ni siquiera le dio tiempo a decir nada, ni siquiera a pensar en como reaccionar. Sobre él cayó primero Manu que entendió lo que quería provocar Joan al grito de “¡Al ataque!”, y después de él fueron los niños, y Carlos, y Diego.

Una montaña de gente sobre él, haciéndole, fingiendo peleas, buscándole las cosquillas, consiguieron en apenas unos segundos que Jaime riera sin poder evitarlo. Y olvidara.

Joan les miraba sonriente, mientras Isabel jr. les miraba con envidia. Pero no tenía confianza con Jaime y no se atrevía. Pero Joan lo arregló empujándola y sus hermanos se encargaron del resto.

Joan fue a guardar el aspirador, cuando volvieron a llamar a la puerta.

– Voy yo, tranqui – le dijo Jonás.

Al poco rato volvió al salón con dos paquetes.

– Han traído esto para ti, Joan. – y le alargó un paquete poco más grande que un libro – Y había esto en la mesita para ti – y le tendió otro paquete a Carlos.

– ¡Joder! Se me había olvidado. Lo trajo antes un mensajero.

– Huy una sorpresa ¡Guay! A ver quién se ha acordado de mí – dijo Joan cogiendo rápidamente el paquete.

– A ver, a ver – los niños se arremolinaron para ver lo que era el paquete.

– Niños, apartaros. Dejadle a Joan, que a lo mejor es algo privado. ¡Cotillas!

Pero Joan ya había roto el papel y miraba el contenido del paquete. Era un DVD, y una carta. Era de Alberto, su cliente. Se quedó un instante pensativo, lo suficiente para hacerse muchas preguntas.

– Va, un aburrimiento, una carta. Luego la leo. Chicos – les dijo a los gemelos evitando se3r el centro de atención de todos – mirad a Jonás y Raúl que está ahí poniéndonos a parir, seguro, sin pelear ni nada. ¡A por ellos!

– No, no… – intentó pararlos Jonás.

Pero Raúl se alió con sus hermanos, y en un momento acabaron todos en el suelo otra vez, con Jaime vengándose del ataque anterior, y con Isabel Jr. esta vez lanzada, al estar otro de sus hermanos por medio.

– ¡Hostias!

– ¡Joder!

De repente se hizo el silencio en la casa. Todos se quedaron quietos mirando a Carlos y Diego, que eran los que habían chillado. Carlos se había quedado blanco con el paquete que acababa de recibir abierto entre las manos. Chema que estaba detrás de ellos y vio el contenido, detuvo a sus hijos pequeños que iban a acercarse.

– Es una cosa particular de Carlos, niños. Vamos a lavar esas manos que ya va siendo hora de volver a casa, niños.

Cuando los pequeños se fueron, Carlos giró la caja para que todos pudieran ver lo que traía la caja.

Ninguno acertó a decir nada. Solo el sonido del móvil de Joan recibiendo un mensaje, rompió el silencio. Éste se escabulló sigilosamente hacia el balcón. Hacía frío, pero tardaría en darse cuenta. Abrió el mensaje y lo leyó.

Suspiró.

Se apoyó en la barandilla y miró a la calle. Estaba prácticamente vacía. Solo vio a un señor con una gabardina bastante ajada, que se encendía un cigarrillo bajo la luz de una farola. Ésta se apagó.

De repente sintió frío.

________

Capítulo 91.

Todo cambia. Uno mismo cambia. Por días, por minutos. Todos cambiamos.

Ricardo suspiraba mientras movía la cabeza negando. Se miraba las manos todavía arrugadas del tiempo que había pasado debajo de la alcachofa de la ducha. “El agua purificadora”, pensó.

Al final consiguió quitarse todo el rastro de la noche, de la mañana, y del mediodía. La sangre, los restos de semen seco, el sudor seco y frío, el olor a sexo, a sudor, a desesperación. A odio. A rabia.

¿Y como se quitaba el olor interior? ¿El asco por uno mismo, la rabia cambiada de objetivo, la desesperación, la desorientación? ¿Como podría volver a mirarse al espejo después de lo que vio en la casa de ese chico?

– Han sido unos polvos cojonudos, Ric.

Y el chico ese le sonreía. Odiaba que le llamaran Ric. Lo hizo una profesora en 1º de bachiller a la que odiaba. El odio era mutuo.

Miguel todavía no se había limpiado la sangre de su rostro.

– No te asustes, no es nada, Ric. Tengo los labios muy débiles, como las cejas. Esto es como en los boxeadores ¿sabes? ¿No lo habías oído Ric? Pero no es nada, sangre, muy aparatoso.

E hizo un amago de darle un beso, pero Ricardo se apartó.

– ¡Y no me llames Ric, no me gusta!

Fue corriendo al baño, levantó la tapa de la taza y se sentó. Estaba desnudo. Apoyó los codos en sus rodillas y escondió la cabeza entre sus manos. Intentó llorar, pero… no podía.

Ahora en la cafetería, estaba también con las manos tapándose la cara, apoyadas esta vez en la mesa de mármol de un cafetón perdido. No sabía cómo había llegado allí, ni siquiera por qué había entrado. Fuera llovía. Quizás había sido por eso. O porque necesitaba comer algo, o tomarse un café “para entonarse”, como diría su abuela.

Pasó allí sentado un buen rato, en el baño. Apenas se movió. Eso sí, negaba con la cabeza como si con ese pequeño movimiento pudiera borrar las últimas 24 horas. Debería poder hacerse, debería poder volver atrás, y repetir esas escenas con cuyo resultado no estaba muy contento. “Otra toma, por favor”, como en el cine. Y sin guardar las tomas falsas para los extras de una edición de lujo del DVD.

– Ric ¿Estás bien?

– Joder, no me llames Ric. Parece que nos conocemos de toda la puta vida. Odio que me llamen así, ya te lo he dicho.

– ¡Pero tío, lo flipas! A ver si alguno de tus putos amigos han conocido lo que yo he conocido esta noche. A ver si no me he ganado el puto derecho a llamarte Ric, o el boxeador de Burgos, si me apetece, no te jode.

– ¡La puta madre que te parió, jodido hijo de la gran puta!

Ricardo se levantó de un salto, y abrió la puerta del cuarto de baño dispuesto a partirle la jeta al chico ese, del que había olvidado hasta su nombre. Se lo encontró a dos pasos de la puerta, pero no se encontró al Miguel que él esperaba. No era ese “pobre” chico al que le pegó mientras follaban en las horas anteriores. Se había limpiado la cara los restos de sangre, y lo miraba de forma altanera, decidida. Era la típica pose que te indica que si levantas la mano, a lo mejor eres tú el que acaba apaleado.

– No te confundas Ric-ardo – pronunció su nombre con retintín – Que me guste el dolor al follar, no significa que me vaya partiendo la crisma cualquier imbécil. Y tú eres el mayor imbécil que me he encontrado en mi muy puta vida. Y eso que tengo imbéciles a patadas.

Miguel lo miró de arriba a abajo. Fue consciente entonces de que él estaba desnudo, cuando el otro chico ya se había puesto algo de ropa. Esto le hizo sentir más ridículo todavía.

Sin esperarlo Miguel se abalanzó sobre él, buscándole otra vez la boca. Ricardo no pudo resistirse. Era superior a él. Otra vez fue un beso agresivo, en el que Miguel ahora parecía violarle a él la boca. Parecía que se habían tornado los papeles, y ahora dominaba Miguel, si es que en algún momento no lo había hecho. Ahora era el fuerte, el que le pellizcaba los pezones hasta que le dolían de verdad, o el que le golpeaba con la mano la cara, cada vez más fuerte… o el que le giró y le puso de espaldas y le azotó con saña su espalda y su culo. El que le penetró con fuerza, con decisión.

Le empujó hasta la cama de nuevo, por cuarta vez en apenas 20 horas. Pero ésta vez él estaba encima, él golpeaba. Ricardo intentó resistirse, apartarse… no… era mentira… ahora, en la cafetería quería decirse a sí mismo que lo había hecho, que se había arrepentido, que no lo quiso hacer, que no le había gustado, que ese chico del que no se acordaba del nombre le había obligado a la fuerza, pero… su miembro duro como las piedras, aún ahora, después de una noche se sexo como en la vida había tenido, aún ahora, su miembro estaba duro como la roca, recordando ese último polvo del día. Recordando sus azotes, recordando el dolor de sus pezones.

– ¡Joder! – Se repetía una y otra vez Ricardo.

– ¿En qué me he convertido?

– Tú sabrás.

Ricardo levantó la cabeza sobresaltado. Debía estar hablando en voz alta, y alguien le debía haber escuchado. Pero se relajó al ver que era Joan. Se levantó de repente, y le abrazó, y le buscó la boca para darle un beso. Primero un pico, al que Joan no puso reparos, pero luego intentó que el beso fuera algo más que un simple pico, a lo que Joan le puso claramente el freno. Ricardo se separó de él, y le miró, y tras pensarlo unos instantes, volvió a intentarlo, pero esta vez Joan ya no le dejó ni acercarse.

– No, Ricardo. Eso no.

– Es un beso.

– No. Es un beso de deseo, de sexo, o de amor. Y ninguna de esas tres cosas va a pasar ya entre nosotros.

– Te necesito, Joan.

– Y aquí estoy. Tengo una fiesta en casa y la he dejado para estar contigo.

– Pero…

Joan puso por delante sus manos, aunque Ricardo no había intentado acercarse de nuevo. Era su forma de dejar claro que no iba a dejarle acercarse a él y besarle. Y su gesto corroboraba esa determinación.

– Hemos llevado los tiempos cambiados Ricardo. Y tú ahora mismo, no sabes muy bien lo que quieres. Creo que mejor será que te aclares antes de intentar iniciar algo en serio con alguien. Pero a mi no me incluyas como candidato.

A Ricardo no le gustaban las palabras de su amigo. Se estaba arrepintiendo de haberlo llamado.

– Una Coca-cola por favor.

El camarero se había acercado a tomarle nota.

– Y un café con leche descafeinado, para mi amigo.

Ricardo le miró interrogante.

– Necesitas entonarte, y necesitas dormir 12 horas seguidas.

– Oye, yo estuve a tu lado cuando murió Nacho, creo que…

– ¿A que hos… viene eso ahora? Y yo estoy a tu lado, te repito. Y estoy haciendo lo que creo que necesitas. Estás perdido, Ricar, y necesitas un guía.

– Vete a tomar por el culo, no te jode. Yo decidiré lo que necesito, no te jode.

Ricardo se levantó e hizo amago de irse. Pero la mirada decidida de Joan, le hizo pensárselo. Se volvió a sentar y bajó la cabeza.

El camarero trajo el pedido con rapidez. El local estaba prácticamente vacío. Solo había un grupito de personas al fondo, que charlaban tranquilamente, mientras escuchaban la música ambiental del café.

– Hay que volver a este sitio, me gusta el ambiente y la música.

– Es solo un puto café viejo.

Joan levantó las cejas mientras pensaba en cómo había cambiado su amigo en poco tiempo. Quizás Manu tuviera razón y Ricardo no estuviera preparado para enfrentarse siquiera a él mismo por si solo. Estaba acostumbrado a tener o a su hermano o a él pendiente de sus cosas.

– Acuérdate de cómo estuve contigo cuando murió Nacho.

– Y dale. ¿A que leches viene eso, tío? ¿Me vas a contar que leches te ha pasado hoy, o ayer, o cuando fuera que te dejó de esta puta manera? Estás verdaderamente insufrible. ¿Me estás echando en cara algo, acaso? No te jode…

– Pues aire. Que te jodan. Lárgate de una puta vez y déjame solo. Es como mejor estoy, sois todos unos putos imbéciles desagradecidos, e… ¡puta mierda de vida! ¡Puta mierda!

Joan cambió su asiento, y se sentó en el banco que ocupaba Ricardo, justo a su lado. Hizo un gesto rápido, y acerco la cabeza de él a su hombro. Ricardo intentó oponerse, pero no lo hizo con mucha convicción; acabó hundiendo la cabeza en su pecho, y empezó a llorar compulsivamente. Los miembros del grupo del fondo les miraban, ya que las últimas palabras de Ricardo habían sido en un volumen tal que les había llamado la atención.

De repente, entre sollozos, Ricardo le fue contando la sangre, la pelea del bar, su desesperación por no saber como consolar a Jaime, el enfado de éste, su enfado con Manu, sus celos de que ahora Manu estuviera más cerca de Joan, o que se hubieran hecho amigos, porque Manu era mucho mejor en las relaciones sociales que él… sus polvos, el dolor y el placer que había tenido con él… el asco que ha sentido por él mismo, por pegar al chico ese del que ni siquiera se acuerda del nombre, y por dejarse pegar… y sobre todo por gustarle…

Joan le apretaba contra su pecho, mientras le acariciaba con su mano el pelo. De vez en cuando le daba un suave beso en la frente, o en la nuca, según la posición de Ricardo. Le escuchaba con atención. Muchas de las cosas que decía no las entendía, pero prefirió no interrumpirle. Era mejor que se desahogara que entenderle. Ya habría tiempo, y si no lo había, era algo secundario. Posiblemente, como la mayoría de la gente, no querría que le diera consejo, o su opinión sobre toda la maraña de sucedidos que estaba contando espasmódicamente. Ni sobre sus sensaciones, ni sus miedos, ni su rabia. Todo tenía una misma respuesta, y una misma causa. Daban igual los detalles.

– ¡Miguel! Se llama Miguel.

Se había acordado de repente. Joan enarcó una vez más el ceño mientras maldecía su suerte en silencio y apretó con más fuerza a Ricardo contra su pecho.

– ¡Te necesito, Joan!

Se quedaron mirándose de nuevo. Ricardo se había incorporado. Y Ricardo se acercó otra vez con ánimo de besarle.

Fuera en la calle, Manu se giró en ese momento para irse. Sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia que se escurrían desde su cabeza. Solo quedaban unos días para irse. Días que se le iban a hacer muy largos.

_______

Capítulo 92.

– No tienes por qué hacer esto, Gervasio.

Jaime lo miraba con lástima y preocupación. Aunque en realidad lo que sentía es asco y desprecio, pero eso no lo podía confesar a nadie. No estaba nada seguro que lo que se proponían hacer en ese día fuera muy aconsejable para nadie. Le parecía más bien un acto de masoquismo, o una impostura, no acababa de decidirse.

Estuvo todo el día anterior pensando en ello. Joan iba a acompañarles, pero tenía tantas cosas pendiente, tantos frentes abiertos… Jaime empezaba a pensar que Joan se iba a derrumbar también en cualquier momento. Así que le obligó a dedicarse a Carlos, al reaparecido Ricardo, al menos en lo que a Joan hacía referencia, a esas citas misteriosas que tenía en Madrid, y ese paquetito no menos misterioso que recibió en la tarde de Navidad y cuyo contenido no había querido compartir con ellos. Y a Manu, que ya había notado él que ahí había algo. Y si lo había notado él, pensó, es que debía ser muy evidente y avanzado, que en esas cosas él era un negado. También pensó un momento en si debía sentirse celoso. Ahora que lo de Ricardo ya había acabado del todo, lo natural es que se hubiera vuelto hacía Joan, que le gustaba, al que quería… pero no, ni por un segundo se le pasó por la cabeza. Ni por un segundo se sintió desplazado por Manu. ¿Había quedado zanjado el tema de Ricardo?

– Buena pregunta Jaimito, buena pregunta.

Pregunta sin una respuesta clara, o a lo mejor sin la respuesta que Ricardo pensaba que debía tener la pregunta. “Qué lío”.

También estaba por allí Mati, la amiga de Gervasio con la que éste había venido.

Y la verdad es que a él no le gustaba nada la idea de hacerle de acompañante único, sin parapeto alguno; nunca le había caído demasiado bien, y menos en la forma en que se había comportado con Fermín. De hecho en lo más profundo de su ser, le echaba la culpa de todo lo que había pasado. En lo más profundo y en la superficie. Otra cosa es que se guardara de nuevo sus pensamientos y sensaciones para él. Ni siquiera con Joan las había compartido. Al fin y al cabo eran amigos.

Un alumno suyo, Fede, un chico muy ocurrente y directo, hubiera dicho que “Ese Gervasio fuma mucho, de marca María”. Parecía completamente ido. Se le quedaba la mirada perdida en numerosas ocasiones, empezaba a hablar y al cabo de dos o tres frases cortas, ya no seguía, se le olvidaba, o se arrepentía, o un poco de ambas cosas.

Llegaron a Lerma. María, la secretaria, salió a recibirles. La había llamado el día anterior para que no les pillara de sorpresa. Tenía la visita prevista de todas formas, para recoger las cosas de Fermín de su despacho. Lo único que había cambiado es que en lugar de ir solo, había ido con Gervasio.

María se abrazó a Jaime. Estuvieron así un buen rato. Ella lloraba desconsolada. Era la persona en la empresa que había estado más cerca de él. De repente se separó de Jaime y le miró de arriba a abajo.

– Estás desmejorado.

Jaime sonrió con un toque de amargura. María no era la persona con la que se desahogaría, aunque la verdad le apetecía. Hacía ya una temporada que no tenía con quién tirar de la manta de sus preocupaciones, de sus tristezas…

– No son buenas fecha… – María le mantenía sujeto por sus brazos.

Jaime volvió a sonreír de medio lado.

– Será eso.

De repente se dio cuenta de que no había presentado a Gervasio a María.

– María, éste es Gervasio, era… – se paró porque no sabía como presentarlo.

– Encantada – contestó María sin esperar y rompiendo la incomodidad de Ricardo.

Solo le dio la mano, y con un poco de distancia, sin propiciar ningñun contacto más cercano. A María no le caía bien Gervasio y eso que no lo conocía más que de oídas. Era el culpable con mayúsculas de todo lo malo que le había pasado. No es que pensara que Fermín no había tenido culpa de su caída en picado. Pero… María recordaba lo que era enamorarse como una boba de alguien y que no le hiciera ningún caso. Y sabía por haberlo padecido, que eso no era tan fácil de eliminar de uno. No era sencillo romper esos amarres invisibles que esa persona establece contigo. Para ella, Gervasio no tenía perdón de Dios. No entendía como se podía haber comportado de esa forma, jugando con sus sentimientos, dándole esperanzas donde no podía haber nada, porque nada tenía ni quería ofrecerle. Y eso que ella estaba segura de que Fermín no le había contado ni la mitad.

Uno de esos días en que venía a trabajar, después de haber faltado otros cuantos, y que venía con un aspecto deplorable, se fueron a tomar un vino después de trabajar. Ese día le venía a buscar su marido, así que podía excederse con el vino sin peligro de la carretera luego. Fermín iría con ellos, o se quedaría a dormir allí, en una casa que tenía la bodega para contingencias. María normalmente era muy discreta, pero ese día, un par de copas, un ambiente agradable, confianza… no pudo contenerse. Habló. Preguntó. Opinó.

Ella notó casi al instante que había metido la pata. Fermín no le volvió a contar nada de su vida. Prácticamente siquiera habían vuelto a compartir una charla alrededor de una botella de Ribera de Duero.

Aquel día, el de la metedura de pata, el día en que su locuacidad le metió en un problema, le salvó su marido que llegó justo cuando el silencio se había apropiado de ellos.

Por eso María lloraba un poco más, porque era su ración de culpa; tenía una porción de la culpa que todos se estaban distribuyendo sin saberlo.

“Era tan joven” “Tan guapo” “Tan prometedor” “Tenía tanto futuro”…

Fermín se hubiera reído si hubiera podido escuchar esas palabras de su amiga maría:”Era tan guapo”. “¿Guapo yo?”, hubiera contestado señalándose aparatosamente con el dedo. “¿Yo?”. Y hubiera puesto esa cara de socarronería que utilizaba a veces y que tan bien hacía.

Cada vez que escuchaban esas frases tópicas, cada uno de sus amigos recapacitaba unos minutos para echarse una paletada más de culpa a la mochila. Era inevitable, aunque ninguno de ellos le había empujado, ni le había llevado a ese pub aquella noche. Nadie le había presentado unas semanas antes al impresentable ese con el que había pasado aquella noche tórrida, en la que había acabado con muchos moratones, con la autoestima a la altura del infierno, pero con una excitación de caballo cada vez que rememoraba lo vivido, lo cual volvía a empujar a su autoestima hasta el fondo.

– He hecho un poco de limpieza en la oficina. Los informes y demás… creo que…

– Hola Jaime. Perdona que… pero me han entretenido.

Alfredo, uno de los dueños de la bodega, había entrado sin hacer casi ruido. Se acercó rápidamente a él y se saludaron con un apretón de manos.

– No te preocupes, María es… – nuevamente no encontraba las palabras y volvió a darse cuenta que dejaba de lado a Gervasio – Este es Gervasio, Alfredo.

Se saludaron con frialdad. Alfredo no disimuló el rechazo que le producía Gervasio. Aunque éste pareció no darse cuenta de nada. Seguía como en su mundo feliz, con una mirada huidiza que nunca dirigía directamente a la gente ni a ningún objeto. Incluso en algunos momentos tarareaba una canción…

– Si no les importa – de repente rompió su silencio y aunque habló en plural, solo miraba a Jaime, pero sin buscar sus ojos directamente – me gustaría estar un rato en soledad en el despacho de Fer…

Jaime miró a Alfredo, y éste a María, que asintió con la cabeza imperceptiblemente.

– No, como quieras, tú… Gervasio, ¿estás seguro de…?

Jaime se quedó en silencio de repente al darse cuenta que el destinatario de sus palabras, ni siquiera le escuchaba. Ya estaba entrando en el despacho, y cerrando la puerta detrás suyo. Era un poco inútil eso, porque las paredes del despacho eran en su gran mayoría cristaleras, así que se veía todo desde fuera.

Canturreaba aquella canción del chico que les había servido de banda sonora a sus cenas en los últimos tiempos.

– No me habías enseñado tu despacho. Está bien tío. Joder que vistas…

Gervasio abrió la ventana de par en par y respiró profundamente.

– Si estuviera Mati aquí, ahora se hubiera tirado sobre mí, porque pensaría que me iba a lanzar por la ventana. Te hubiera gustado Mati. Es una buena amiga. ¡Buena tía! Y su chico es buen tío.

– Claro, como no leíste mi correo… pero… ¿qué hostias hacías con ese pavo? ¿Ese fue el que te hizo esos moratones, el del sexo duro? La madre que lo parió… espero ver como se va al otro barrio… por éstas – Cruzó sus dedos formando una cruz y los besó.

Gervasio empezó a notar frío. Cerró la ventana y se sentó en la silla de Fermín. Miró todo como lo miraba él, desde su silla. Se imaginaba lo que vería cuando hablaban por teléfono, en esas últimas semanas. Ahora miraba a María y a Jaime fuera, hablando, como lo hubiera hecho él. No podían disimular todos lo que le odiaban, el asco que les daba. Si supieran que por mucho que le odiaran, él se odiaba mil veces más a sí mismo… y por mucho asco que sintieran, él se daba arcadas, pero de verdad, físicas.

– No sé que hacer, Fer. No sé que hacer con mi vida. No sé. No sé ni siquiera si ya es buena idea que me quede con mis hijas. No soy un buen padre ahora mismo.

Suspiró.

– Siempre he estado solo en la vida, sabes. Y ahora… ¿qué hago? Por primera vez creí estar acompañado, la primera vez que en verdad he luchado por alguien. Y te me vas. Esto es un justo castigo por la mierda que te he hecho tragar, Fer. Ahora me toca a mí mi ración de mierda.

Giró la silla hacia la ventana. El cielo se estaba cubriendo. Habían dicho que a lo mejor nevaba por la tarde. Quizás era buena idea irse cuanto antes. Aunque le daba igual la opinión de los demás, pensó en que no debía hacerle la puñeta a Jaime. Era el mejor amigo de Fermín, al fin y al cabo. Y a él, pensó Gervasio, le hubiera gustado que le hiciera las cosas lo más sencillas posibles.

Se levantó con un poco más de espíritu, y salió del despacho. Jaime y María callaron de repente, al verle salir.

– No, no os preocupéis, me voy a la calle a fumar un cigarrillo. Te espero allí, así puedes acabar de hablar con María con tranquilidad.

Fue hacia la puerta cuando se acordó.

– Encantado, María – le tendió la mano – Fermín me hablaba mucho de ti – se quedó callado mirando al suelo – me voy, perdonad.

María y Jaime se miraron. Los dos durante un instante pensaron que a lo mejor de alguna forma se había enterado de lo que estaban hablando.

– Ahora bajo, no tardo – le contestó tajante Jaime.

– Y encima va de guay, de ofendido – dijo María sin poder evitar la cara de rabia y asco que puso mientras no quitaba la vista de la puerta por dónde se había ido.

– No sé, estará todo lo dolido que quieras, pero… después de que acabe hoy, no quiero verle en mi puta vida. No estoy hecho para la vida social, y menos fingiendo con… ¡asco! Eso es lo que me da. Le… como cambió a Fermín, el jodido de él… la madre que lo parió…

María le pasó la mano por la mejilla.

– Tranquilo, Jaime. No te sulfures. Relajémonos, aunque sea porque sería lo que él hubiera querido.

María se acercó a él, y le besó en la mejilla.

– Ven un día y comemos. Mejor, llama y comemos con Alfredo y Joaquín, y mi marido. Sería bonito. Como aquellas veces, con él.

– No sé… – Jaime no tenía claro que fuese buena idea.

– Sí, verás como sí. No hace falta que perdamos el contacto por no estar él… un día cenamos, y te quedas a dormir en la casa, así no tienes que volver a Burgos.

Se miraron en silencio.

– Ya sé que no vales para las relaciones sociales, que no son lo tuyo, pero si me dejas ayudarte un poco…

– Búscame novio.

– ¡Ah no! Eso no. Eso para ti. Ya me costó lo mío encontrar a mi marido, como para ponerme a buscar el de los demás. Yo colaboro contigo en el plano amistad, y en el campo de las bodegas.

Se sonrieron de nuevo. Esta vez se sujetaban por los brazos. Al cabo de unos instantes, se acercaron y se abrazaron.

– ¿Vendrás?

– Cualquiera te dice que no.

Ella le miró, no le gustaba esa respuesta que parecía mitad de coña, mitad en serio.

– Vendré – dijo con rotundidad Jaime que no podía resistir su mirada conminatoria.

Bajaba por las escaleras con una sonrisa boba en los labios y una mirada triste en los ojos. No le importaría, es más, le gustaría seguir teniendo contacto con ellos. Pero no sabía si era buena idea. Se estaba dando cuenta, con cada día que pasaba, que la ausencia de Fermín le afectaba más de lo que nunca hubiera pensado, y más desde sus relaciones tan tensas de los últimos tiempos. Quizás todo lo de Ricardo también contribuía a su desazón. “Otra vez Ricardo”.

Abrió la puerta de la calle, y allí estaba, mirando hacia las viñas. Hacía un ligero viento helado, pero Gervasio ni siquiera se había atado el abrigo que llevaba.

– Cuando arregles los papeles de lo de Fermín, me gustaría que me dieras precio por su casa. Me gustaría comprarla.

Jaime se le quedó mirando descolocado. No sabía que responder. No había pensado en nada. Ni siquiera se había dado cuenta de que tenía que arreglar el tema de la herencia.

– Ahora mismo, no sé que decirte. La verdad, así en frío, o en caliente, no sé lo que es, ni lo que no… ahora mismo te diría que no te voy a vender su casa. Mejor lo hablamos cuando pase unos meses. NO creo que sea buena idea que te vengas a vivir a Burgos. No hay nada aquí que te…

Gervasio aprovechó su indecisión y le cortó:

– Lo que haya o no, y dónde quiera vivir, es cosa mía. Y no creo que sepas nada de mí como para opinar.

Apenas pudo contenerse. Respiró un par de veces con fuerza. Apretó los puños.

– Es cierto. – dijo pausadamente – ya que nos ponemos así, vivirás en dónde quieras, menos en la casa de Fermín.

Se giró para ir en busca del coche.

– Vamos.

– ¿No te llevas las cosas de Fermín de la oficina? – le apuntó Gervasio.

– Otro día vendré con más tranquilidad. Es también mi problema, no el tuyo.

Lo había conseguido. Había conseguido cabrearle de verdad. “¡Qué le folle un pez espada!”.

________

Capítulo 93.

Manu llegó a su casa tiritando. Sus padres estaban viendo una película en la televisión, y apenas le prestaron atención. Les notó abatidos, perdidos, cansados. En ese momento, viendo a su madre apoyando la cabeza en el pecho de su padre, con el cabello desordenado, y a él, mirando la televisión pero sin verla, sintió pena por ellos. Les hubiera dicho que Ricardo estaba bien, que seguramente vendría en un rato, pero no se atrevió. No quería darles explicaciones de por qué lo sabía y las razones para que no hubiera hablado con él. Tampoco le apetecía que se fijaran mucho en su estado medio febril, desasosegado, triste. O lo mejor lo que no quería es comprobar que sus padres pasaban y no preguntaban nada, ni se percataban da nada respecto a su estado. De hecho apenas le saludaron.

Caminó por el pasillo, y escuchó a Jonás cantando bajito en su habitación. Al menos él había pasado un buen día al final, y se había olvidado de los nubarrones que se había cernido sobre ellos. La “perfecta familia feliz”, les llamaba de coña su tía Elisa: tres divorcios, cuatro hijos, uno casi de cada padre.

La tía Elisa… la eterna buscadora de la felicidad, de la pareja perfecta. ¿Sería él igual? ¿Una persona que nunca encontrará lo que busca?

Joan le gustaba. Le seguía costando llegar a esa conclusión. Aunque ya casi estaba convencido Con esta nueva perspectiva, miraba hacia atrás y justificaba ahora de otra forma su antipatía hacia él: estaba celoso de su hermano. Él hubiera querido ser Ricardo, estar tan cerca de Joan como lo estaba él.

Se tumbó en la cama desnudo, y se acurrucó debajo del edredón. No, eso tampoco era cierto: él quería, lo quería todo. Lo quería en su cama, lo quería yendo al cine, de compras, tomando un café, bailando hasta el amanecer, paseando por la playa cogidos de la mano. Él quería su sonrisa, y esa forma que tenía de preocuparse de la gente. Él lo quería todo. Era la primera persona en su vida de la que deseaba todo de esa forma.

Pero esto le iba a suponer distanciarse más de su hermano, lo sabía.

Se giró en la cama.

En cuanto se durmió, empezó a soñar. Se vio solo, repudiado por Ricardo. Jonás lo miraba con lástima, sin decir apenas nada. Pero ahora que lo iba conociendo más, sabía interpretar lo que pensaba. Era… patético… lo veía en sus ojos.

De repente, se vio en una sala en penumbra, enorme. Apenas se distinguían las paredes. Un fluorescente parpadeaba en el centro. Él estaba sentado en una silla atado de pies y manos. Desnudo. Sudando, aunque percibía en cada poro de su piel, un frío glacial. En una camilla al lado, un cuerpo tapado con una sábana.

– Míralo – gritaba una voz conocida, pero a la que no podía poner cara – Mira lo que has hecho, estúpido.

El estúpido sonó como un escupitajo lanzado contra su corazón. Y ahí le dio. Miró como le ordenaban… él seguía sentado, atado, pero vio a su hermano, demacrado, con 20 kilos de menos, lleno de llagas, de suciedad, con las uñas llenas de tierra. Miró sus ojos vacíos, y un cuervo picoteando en ellos, en un árido desierto.

– El juicio contra Manuel, sin apellidos, repudiado por su familia, está visto para sentencia. ¿Alguna de las partes tiene algo que alegar?

– Pena de muerte y olvido – dijo una voz que parecía la de su madre aunque más desgarrada de lo que nunca la hubiera oído. Desgarrada y dura: implacable.

– No – gritó una voz que era de Joan – No quiso hacerlo. Es inocente.

– ¡Cállese! – gritó el que parecía el jefe – usted no puede hablar aquí, lo ama. Y es tan culpable como él. Su juicio será más tarde.

– Pero alguien tiene…

Un grito desgarrador dejó en suspenso la frase. La voz de Joan se transformó en un horrible delirio producido por el dolor extremo.

– ¡Muerte!

– ¡Muerte!

– ¡Culpable!

– ¡Qué le ejecuten!

Eran Jonás, su madre, su padre, el tío Celes, el primo Juan, su profesora de matemáticas, el entrenador de lucha del colegio, Isabel, Juani, Marta, sus novias ocasionales, aquel chico del vestuario al que negó tres veces, o un ciento, hasta su propia sombra le condenaba.

Se despertó.

Fuera apenas había amanecido.

Tenía la boca seca, y el cuerpo destrozado. El edredón y las sábanas estaban completamente empapadas. Se levantó y el sudor frío que cubría su cuerpo le hizo estremecer. Se metió corriendo en la ducha, y dio al agua caliente.

– Deporte… tengo que salir a correr…

Un chándal, sus zapatillas, un anorak.

Hacía frío. Mucho frío. Se notaba que muchas empresas no trabajaban esos días, aunque era laborable: había mucha menos gente que de costumbre. Empezó a correr a un ritmo fuerte. Hacía días que no hacía deporte. Pensó que a ese ritmo al que había empezado, no aguantaría mucho. Pero le dio igual… quería sufrir, quería…

Un coche le pitaba a su espalda.

– ¡Manu!

Miró hacia atrás… era Joan. Aceleró el paso.

– ¡Manu!

Se puso a su lado en el coche.

– ¡Para coño!

Manu no le hizo caso.

– Te vas a condenar, de vas a… Déjame es lo mejor… déjame.

Manu giró a la izquierda por una calle peatonal. Joan no podía seguirle con el coche. Salió y empezó a correr detrás de él.

– ¡Manu, joder!

El silbato de un policía le hizo pararse. Había dejado el coche en medio de la calle. Se disculpó como pudo, una urgencia, y tal…

– ¡Es Navidad! – le dijo el policía local moviendo la cabeza de lado a lado.

– ¡Gracias! – contestó rápidamente Joan.

Se subió al coche, y emprendió la marcha. Pensó por dónde podría ir Manu corriendo. Pero una llamada le interrumpió sus elucubraciones.

– Dime Carlos.

– Joder tío, que estos pavos se creen que esto lo he hecho yo, para despistar. Son unos hijos de la gran puta.

– Tranquilo, ahora voy para allá.

– Que es que me van a detener, que lo estoy viendo.

– ¡Joder!

– Oye…

– Perdona Carlos, no era por ti, es que… nada es largo de contar. Ya voy, paciencia. Y cállate la boca y deja de sonreír de esa forma, joder, que cada vez que haces algo de eso, pisas un callo y luego te dan por el culo. Y yo no doy abasto.

– Oye…

– Y joder, macho, no se te ocurra ponerte digno, joder. No me toques las pelotas. Lo hago encantado, porque me caes bien, joder, a ver si te enteras de una jodida vez. Que desde que te conozco… la madre que te parió por qué no te follaría, y… elegiste amigo, y mira la follada que me metes ahora… serás capullo…. ¡Que te calles joder! Que voy, que estoy encantado, que no es ninguna molestia, y que si no te has dado cuenta, te quiero un huevo, como el resto de la gente, así que si no eres capaz por una puta vez en la vida de tener la boca cerrada y no mostrarte orgulloso, sino lo puedes hacer por ti, al menos hazlo por la puta gente que aunque no se sepa muy bien cómo, hemos empezado a quererte. ¿has comprendido?

Carlos tardó en contestar… y cuando se decidió lo hizo con un tono de voz muy suave… y despacio. Estaba asimilando todo lo que Joan le acababa de escupir por teléfono.

– Vale, tío, no te pongas así, yo es que…

– ¡Nada! ¡Tú nada! Tú nada, o te juro que en cuando tenga oportunidad te convierto en un folleteo de una noche y te abro en canal dentro de mi corazón. ¿me copias? Tu puta y linda cabeza mirando al suelo, a esos enormes pies que calzas, y punto. ¿Está Diego contigo? Pásamelo.

– Hola – le contestó divertido Diego.

– Si abre la puta boca, dale una patada en los huevos. Pero con saña. ¿Has entendido? O si no luego te machaco a ti el higadillo. ¿Visto?

– Joder, tío, no sabes el gusto que me va a dar pisarle los huevos. Le has dejado acojonado – esto último se lo dijo entre susurros – ja.

Joan se relajó y le acompañó en las risas.

– En serio, Diego, no le dejes hacer bobadas. Esto se está poniendo un poco mal. Y se juega, y no sé muy bien por que tengo la sensación de que nos jugamos todos más de que Carlos pase unos años en la cárcel. Imponte, que en aquella puta azotea nos demostraste a todos que tenías carácter. Pues es un buen momento para que vuelvas a sacarlo, de hecho, mejor que el día aquel que elegiste.

– Vale, vale, no te preocupes.

El tono de voz de Diego le dio un poco de tranquilidad.

– Te dejo.

Había vuelto a encontrarse con Manu. Se le notaba cansado. Seguro que había perdido la forma, pensó Joan. Vio un sitio, y aparcó el coche.

– ¡Manu!

Al verle aceleró el trote. Pero ya estaba cansado y fue fácil para Joan alcanzarle. Le giró para que le mirara.

Joan se debatía entre decirle muchas cosas. Estaba acelerado por todo lo de Carlos, y por la huida de Manu.

– ¿Pero que hostias te pasa? ¿Qué decías de castigos o no sé qué?

– Ricardo te necesita, joder, y…

– Deja a tu puto hermano en paz, joder. Para cagarla es mayorcito, pues que empiece a ser mayorcito para arreglarlo.

– Pero él te quiere, y…

– Joder, ya sabía yo, cuando Raúl me dijo que habías salido detrás de mi… joder, porque no… no pasó nada, porque además, yo no lo amo. Lo quiero un huevo, pero no lo amo, ni lo deseo. Te amo a ti, y te deseo a ti.

Manu no pudo contestar, porque Joan se pegó a su cuerpo, y le empezó a besar apasionadamente. Le fue empujando a la pared, y cuando la espalda de Manu estuvo pegando a ella, empezó a subir sus piernas, hasta que Joan tuvo las piernas de Manu rodeándole el cuerpo.

– Eres igual de gilipollas que tu hermano, ¿sabes? Pero ya no te vas a escapar. Me la suda tus movidas de coco, y tus tonterías. Si estabas pensando en llamar a Mayte o como se llame para follar, olvídate. Solo follas conmigo a partir de ahora.

– ¡Joder! Yo…

Manu iba a protestar, pero como se viene demostrando en estudios de verano de alguna universidad americana, la mejor forma de que alguien se calle, es besándola con ganas y entusiasmo. Y a eso se dedicó Joan.

______

Capítulo 94.

– Su amigo tiene un carácter un poco peculiar. He visto pocas personas que levanten tanta mala hostia entre mis compañeros.

Joan no pudo por menos que sonreír, pero no dijo nada.

– Efectivamente tiene Vd. amigos importantes. Pocos consiguen lo que Vd. Pero no se equivoque, esto de momento no cambia nada.

– Lo único que pretendo es que alguien con otra perspectiva estudie el caso, y vea otras posibilidades. Yo las veo. Y mis detectives también.

– Déjeme a mí…

– Se lo dejo todo a Vd., no me malinterprete. Solo le expreso mi opinión. Vd. tiene la documentación oficial, y yo le entrego la que ha recopilado mi detective. Quiero añadir que parte de esa documentación no la encargué yo, quiero decir, que el detective lo hizo por otros motivos y para otras personas. Cuando conocí a Carlos, la investigación me la encontré ya hecha. Solo hemos lo completado con algunas averiguaciones más, que creo, al menos, que dan otras vías de investigación.

– El equipo de profesionales que ha llevado este caso es uno de los mejores – afirmó el policía.

– Lo sé. De eso también me he informado.

– Yo con sus investigaciones también me hubiera decantado por su amigo Carlos.

– Eso si no hubiera otros detalles que han despreciado. O cuando menos no los han tenido en cuenta. El carácter de mi amigo, ayuda a ese empecinamiento.

– Espero que el polvo valga la pena de sus desvelos.

Joan levantó las cejas mostrando la sorpresa que le producía el comentario del Inspector.

– Inspector, ya sé que parece difícil encontrar a alguien que se preocupe por otra persona sin sacar nada a cambio. Y que lo más evidente es que me lo folle, ya que no me puede ayudar a mejorar mi posición económica. Pero eso no es así. Y mira que está bueno el tío – Joan no dejaba de mirarlo fijamente mientras le hablaba, se había dado cuenta de que el Inspector le estaba provocando – Tengo otros amantes aunque acabo de darme cuenta hace unas horas que voy a dejarlo todo por una persona que se ha colado en mi corazón. Y le puedo asegurar que no es Carlos, que tiene los huevos bien cogidos por ese chico que está a su lado, gordito y que parece poca cosa, pero no sabe usted lo que es capaz de hacer por las personas que quiere. Y parece que le quiere. Así que yo no osaría meterme en medio en estos momentos.

Joan se quedó callado, mirando al policía.

– Pero eso ya lo saben ustedes, porque nos han investigado a todos. Y usted no me hubiera recibido sin leer toda la información del caso. Así que no le cuento nada nuevo.

El policía sonrió.

– No es habitual encontrar a un joven como usted, con ese aplomo, salvo los trepas de algunas empresas…

– Quiere decir que un inculto como yo, que tiene su dinero porque es viudo de un hombre muy rico y con influencias, salido de las cloacas de la sociedad, no suele hablar de tú a tú con alguien como usted. ¿O lo que le sorprende es que parece que me he preparado esta entrevista, y no vengo de farol? Porque a estas alturas ya es usted consciente de que lo que digo, tiene su respaldo. Yo también me sorprendo a veces, nunca me había imaginado hablando con un Inspector enviado directamente de la Unidad Central de Madrid para investigar el caso del asesinato de la familia de un amigo mío, al que unos compañeros suyos están empeñados en dar por culo, siendo unos homófobos de mierda. Porque eso también lo sé.

Joan se calló unos segundos, porque se estaba empezando a acelerar, y eso no convenía a Carlos.

– Pero es lo que hay. Y mi marido me enseñó muchas cosas, entre ellas a afrontar todo tipo de situaciones. Y en el arroyo antes de mi marido, me dieron tantas hostias, y me dieron tantas veces por muerto, que me hace tener poco respeto por casi nada. Respeto como sinónimo de miedo, de temor.

– No hace falta que se ponga así, D. Joan…

– Inspector Barriuso, usted me está poniendo a prueba. Así abreviamos. Tengo a mi amante esperándome para culminar lo que la llamada de mi amigo, indignado porque algunos de sus compañeros pensaban que les estaba engañando y le pensaban detener por auto-amenazarse de muerte, me ha interrumpido. Y estoy en esa fase en la que todo puede salir adelante o irse a la mierda. Y ese chico me interesa como acompañante hasta que lleguemos a ser viejecitos y mirar el mar en unas sillas de ruedas, con una mantita sobre las piernas. Y recordando estos momentos emocionantes.

– Es usted directo, Sr. Vilaseca. – el policía le seguía mirando con ojos escrutadores.

Joan decidió que era mejor que acabara la entrevista, porque no estaba seguro de que no diría ninguna inconveniencia. Se estaba poniendo tenso con el Inspector, y eso que en parte era el que estaba de su parte. Empezaba a entender un poco la actitud desafiante de Carlos.

– Si no le importa, me gustaría tener una entrevista con D. Carlos Menéndez…

– Por supuesto, Inspector, pero no me tiene que pedir permiso.

– No le estoy pidiendo permiso, le estoy informando. O echando, como prefiera – el inspector sonrió de medio lado sin apartar un ápice su mirada de los ojos de Joan.

Éste se levantó de la silla porque esta última fase de la conversación le había sacado definitivamente de quicio. Sería muy buen detective, el mejor, según decían, pero desde luego, no le gustaría estar en el pellejo de los allegados de las víctimas de un crimen. Le tendió la mano mirándolo a los ojos, mano que el detective estrechó con decisión, aunque con uno de sus dedos, le rozó ligeramente el dorso de su mano. Ese ligero gesto en otras ocasiones quería decir mucho y si el que lo recibía se daba por enterado, podía suponer un preludio de otro estadio en la relación entre esos hombres. Pero en este caso, y como suponía que era una de esas pruebas del detective, la ignoró por completo, aunque si cabe, endureció más su gesto.

Se dio la vuelta para salir, aunque cuando casi había traspasado la puerta, no pudo contenerse:

– ¿Y en sus relaciones fuera del trabajo se comporta de la misma forma?

– ¿De qué forma? – el policía lo miraba divertido.

– Poniendo a prueba constantemente, provocando. Como un capullo integral.

El inspector calló.

– Debe estar usted muy solo, Sr. Barriuso. Y no es usted mayor todavía para estar amargado completamente.

Y Joan cerró la puerta del despacho sin esperar respuesta.

– Por favor, indique a su amigo que pase – le dijo el inspector antes de que cerrara completamente la puerta.

Carlos y Diego le esperaban sentados en el pasillo. Se levantaron nada más verlo y Carlos salió disparado hacia él.

– ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo lo ve? ¿Qué te ha parecido? ¿Está d…?

Joan levantó la mano para interrumpir la catarata de preguntas que le hacía Carlos.

– Quiere que entres a hablar con él.

– Yo voy con él.

– No sé si te van a dejar.

– Más que no no me va a decir, así que voy – y salió disparado hacia el despacho del que había salido Joan.

– Pero ven, hombre, tranquilo. Que no te vamos a poner unas esposas para que no vayas, no necesitas escaparte – bromeó Joan divertido por la reacción protectora de Diego.

Joan se quedó mirando a Carlos. Ese momento de hacer un millón de preguntas y los nervios que podían entreverse, ya se le había pasado. Se le notaba aplomo, serenidad, y como siempre, su punto de chulería.

– Abandona esa chulería Carlos, hazme el favor.

– Pero…

– Carlos, que soy yo.

El aludido hundió los hombros.

– Quisiera que respondieras con calma, y que no te dejaras llevar por las provocaciones. Lo va a hacer, como lo ha hecho conmigo. Si tú entras – se encaró con Diego – va a aprovechar para sacaros de quicio, diciendo que yo me tiro a Carlos, y que por eso me intereso.

– Pero… – Diego iba a protestar, pero una vez más Joan hizo el gesto característico que se estaba haciendo habitual de la casa, levantar la mano, y bajar con desgana la mirada, para indicar que callara.

– Diego, Carlos ha sido un culo veo, culo follo. Se habrá tirado a centenares de tíos. Yo me he tirado a algunos más que él, dicho sea de paso. Y todo eso lo sabe la policía. Pero solo quieren provocarle, y sacarle de sus casillas, y que cometa errores. O que les pegue y le den motivos para meterle unos días en un calabozo y que le de por pensar y confesar. A lo mejor se le ocurre acusar a Diego – miró directamente a Carlos a los ojos – de haberte ayudado, aunque no le conocías entonces. O a lo mejor sí os conocíais, vete tú a saber, pero sabéis, cuanto más os dejéis provocar, más difícil estará todo. Cuenta la verdad – le agarró de los brazos, pegándolos al cuerpo – lo que pasó, lo que sabes. Y si te pregunta lo que piensas, le cuentas lo que quisiste decir a tus tíos cuando entrabas en el juzgado de menores de Palencia.

Carlos enarcó las cejas.

– Había cámaras de televisión, y hay especialistas en leer los labios. Tus padres murieron Carlos. Tú hermano también. Alguien quiere que acabes en prisión, y te han amenazado de muerte. Tú mismo con tu cuerpo, pero que sepas, que de las decisiones que tomas, tú eres el responsable, pero que si te pasa algo, los demás también quedamos tocados.

Volvió a intentar decir algo, pero esta vez fue él el que se arrepintió. Se giró para encaminarse hacia el despacho. De repente se paró y se encaró con Diego:

– Mejor no entres, no quiero que…

– Pero yo…

– Diego, hazme ese favor. Luego te cuento todo con pelos y señales.

– Vente, Diego, vente conmigo. He quedado con Manu…

– ¡Ah! No, yo de carabina, lo que me hacía falta, ni hablar. Me quedo aquí esperando.

Carlos le besó en los labios, le dirigió una última mirada a Joan, dándole las gracias sin palabras, y se metió en el despacho.

– La va a cagar, ya verás, le pondrá de mala leche…

– Calla, calla, ni siquiera lo pienses… – le dijo en tono bromista Joan – Mantén tú la calma, que si no…

– Es que, joder, estos policías convencieron a Enrique de que era culpable. Y eso que estaba predispuesto. Seguro que a éste lo mismo, y…

– No seas pesimista, Diego.

Joan miró el reloj.

Tengo que irme. Me llamas si pasa algo.

Y sin dejar que Diego le contestara, le dio un beso en la mejilla y se fue a paso rápido.

________

Capítulo 95.

– Perdona Mati. Te he hecho esperar…. ha sido un marrón, perdona – se disculpaba Gervasio cerrando la puerta del aparta-hotel.

Mati levantó la vista con una sonrisa triste. Estaba absorta en las niñas, que estaban dibujando en la mesa de la habitación del apartamento.

– ¡Papi!

Las niñas saltaron de las sillas y se fueron corriendo hacia su padre. Éste se agachó y abrió los brazos para abrazarlas. Corrieron hacia él, y cuando estuvieron cerca saltaron sobre su padre, que cuando las tuvo en sus brazos hizo como si se cayera hacia atrás por el empuje de las niñas.

– ¡Hala! Habéis tirado a papá – gritó alborozada Mati dando palmas.

Gervasio se enzarzó en una pelea con ellas, haciendo cosquillas, o pellizcándolas en los papos. Ángela intentó escaparse, porque tenía más cosquillas y no podía parar de reír, pero su padre la cogió de la cintura del pantalón para que no lo consiguiera.

– ¡Colimpios! – dijo de repente Soraya.

– Es que antes hemos visto unos “colimpios” – explicó Mati – Están ahí enfrente.

Llamaron a la puerta.

– Será Juan – dijo alborozada Mati – Ha venido al salir de trabajar.

Se levantó corriendo y fue a la puerta. Un chico sonriente con el pelo alborotado y cara de cansado, la recibió en sus brazos mientras se besaban y se murmuraban cosas al oído. Las niñas se levantaron de un salto, y corrieron hacia Juan

– ¡uan! ¡uan! ¡Vamos a los colimpios!

– ¡Vamos a los colimpios! Gerva, hola – saludó Juan mientras se agachaba a besar a las niñas.

Mati se volvió hacia Gervasio que seguía tirado en el suelo, mirando como sus hijas escalaban el cuerpo de Juan hasta que estuvieron sentadas cada una en uno de sus brazos.

– Niñas, dejad a Juan, que acaba de llegar – las reconvino Gervasio.

– Nada, guay, me gusta – dijo Juan.

– ¿Cómo ha ido? – le preguntó Mati.

A Gervasio se le nubló la vista. Se encogió de hombros mientras apartaba la vista de los ojos de su amiga.

– Poneros el abrigo y nos vamos a los colimpios – dijo Juan a las niñas – Así papá y la tía Mati pueden hablar un rato.

Las niñas corrieron hacia la butaca en donde estaban sus abrigos, y en un par de minutos

estaban a su lado.

– ¡Vamos!

Mati le guiñó un ojo cómplice que decía “¡Gracias! ¡Te quiero! ¡Eres un amor!” Mientras, Gervasio miraba pensativo a sus hijas, pero con una sonrisa en sus labios.

– Heyyyyyy, que me pilláis – una voz nueva se quejaba de que las niñas se hubieran abalanzado sobre él.

– Perdona, soy Joan. ¿Está Gervasio?

– Sí, sí – Juan miraba hacia dentro del apartamento, para esperar instrucciones, pero ninguno de los dos se dieron por enterados – Mati – la llamó al final – Está aquí Joan.

– Pasa, pasa – contestó levantando la voz Gervasio.

– Yo casi entonces me voy con Juan y las niñas. Luego hablamos.

– No, Mati, qu…

– Habla mejor con Joan, te vendrá bien. A mí me tienes más a mano – sonrió mientras le acariciaba la mejilla.

– Hola Joan – Mati se acercó a darle dos besos – Estás más guapo en persona que por teléfono.

– Hombre gracias. ¿no te gusta mi voz? – bromeó Joan.

– Es que desde que oí la de Juan, ya el resto me parecen…

– Mati, cállate, anda, y vámonos, – Juan estaba incómodo con los halagos – que luego me va a dar vergüenza hablar con Joan.

– Si es que es más mono, se me pone colorado y todo – Mati se acercó a él que le miraba con cara de ofendido, y le dio un beso en los labios.

– Soy Juan, ya habrás visto – le extendió la mano para saludarse.

– Y yo Joan – sonrió – Encantado – dijo estrechándole la mano – Si que eres guapo, sí. Me dan ganas de preguntarte si tienes un hermano para mí – le dijo guiñándole un ojo.

– Jajaja – se rió nervioso Juan – Ya lo siento. Mi hermano mayor está felizmente casado, y el que me sigue, no tendrías nada que hacer con él.

Joan chascó los dedos mostrando su contrariedad.

– Y no me mires así Joan, – siguió hablando Juan incómodo – que ya me ha contado Gervasio que eres un devora-hombres.

– Nada, anda, eso debió ser en el cuaternario. Ahora no me como un rosco.

Se giró hacia Gervasio.

– ¿Yo un devora-hombres? – Tenía el ceño fruncido.

– Pues eres muy interesante – añadió Juan para quitarle hierro a su afirmación; no sabía si Joan hablaba en serio o era una broma.

– Oye, Juan, ¿Me tengo que poner celosa? – Mati se puso en jarras mirándole con falso gesto de broma – Aire, aire, no vaya a ser…

– Amor, eres mi vida, ya lo sabes. ¿Vamos? – Juan le dio un beso a Mati, que apenas se lo contestó.

– Chao.

– Oye, Mati, – quiso matizar Joan – que era broma, que no… si estoy conquistando a un chico que me ha sorbido el seso en unos días, era coña todo…

– Ya, ya. Ahora aclaro con éste esas bromitas. ¿Le has visto como te miraba? – guiñó un ojo mientras cerraba la puerta – le voy a dar pa’l pelo a éste.

Y cerró la puerta tras ellos.

– No quisiera que se enfadaran por mi broma estúpida – Joan se quitaba el abrigo mientras se acercaba a Gervasio.

– Tranquilo, es parte de su relación.

– Pero ese chico…

– Es bisexual.

– ¡Ah! Joder, si lo sé no digo nada. ¿Cómo estás tío? – le dijo cambiando de tema.

Gervasio se encogió de hombros mirando al techo.

– Jaime me odia. Y los de la bodega. Aunque todavía no sé quién de ellos me odia más.

Joan se sentó en el suelo, a su lado. Gervasio no se había movido del sitio en que sus hijas le habían tirado al suelo.

– ¿Tan malo soy?

Joan se quedó un rato en silencio pensando la respuesta.

– No. Malo no. Egoísta…. mucho. Lo hiciste muy mal. Cambiaste la vida de muchas personas.

– No digas tonterías. En todo caso cambié la vida de Fermín.

– Y cambiaste la mía, por ejemplo. Me dejaste de lado porque no te gustaba lo que te decía. Y a él le hiciste un desesperado, le convertiste en un mamón que se creía con derecho a hacer sufrir a los demás, lo mismo que tú le estabas haciendo sufrir. Entre ellos de rebote a mí. Y a Carlos sin ir más lejos… ya lo conocerás – aclaró Joan ant la mirada interrogante de Gervasio.

– Pero eso no es culpa mía – se hizo el ofendido.

– No, pero tú lo desencadenaste. Y acabó mal y todos ellos perdieron a alguien importante en su vida.

– Pero si él..

– Sí, él sería lo que fuera. Que por lo que sé, era un tío cojonudo… bueno, tú lo sabrás mejor que te enamoraste. La desesperación de no tenerte, ese dolor en el pecho permanente, le hizo volverse loco, cambiar radicalmente. Buscó desesperado un analgésico a su dolor en el dolor de los demás. Y lo hizo con todos a los que encontró, porque ese punto de desesperación además lo convirtió en un hombre tremendamente seductor, y que se llevaba por delante a todo hombre que se pusiera a tiro. Y algunos incluso que no se ponían, que hasta ese momento, nunca pensaron en acostarse con un tío.

– Vuelvo a decirte que de todo eso, yo no…

Gervasio se estaba enfadando, y se levantó del suelo. Se fue al mini-bar, y sacó un zumo de melocotón. No le gustaba que le dijeran en voz alta lo que él no dejaba de repetirse desesperado a cada minuto. Los demás le deban igual, pero el sentimiento de culpa que tenía por Fermín, le atenazaba.

Joan se encogió de hombros. Pensó que era una tontería haber intentado abordar el tema. Debería haber guardado silencio. Quizás no era el momento. Quizás nunca lo fuera.

– Vamos, ponte el abrigo.

Gervasio lo miró con desgana.

– ¡Vamos! Hazme caso por una vez en dos años.

– Eres…

– Un cabrón, ya.

Dejó el zumo encima de la mesa después de pegarle un par de tragos. Cogió el abrigo, y se puso la bufanda.

– Hace un frío que pela en este pueblo.

– Ahora quéjate, no te jode. Y durante dos años mira que buscaste escusas peregrinas para venir a pasar frío a este pueblo… – intentó bromear.

Pero Gervasio no estaba para bromas. Así que Joan se encogió de hombros nuevamente, se puso el gorro ruso que llevaba, y cogió del brazo a Gervasio.

Caminaron despacio por las calles. El paseo de los Cubos, la Catedral, San Nicolás arriba. Se sentaron en un banco un rato aprovechando los últimos estertores del sol moribundo, y contemplaron como se ocultaba entre las agujas de la catedral.

Apenas hablaban. Paseaban cada uno imbuido en su pensamientos. No necesitaban hablar, solo la compañía les resultaba gratificante. Gervasio no dejaba de dar vueltas a todo lo que le había dicho Joan. Lo que negaba en voz alta, era el objeto de las recriminaciones en su mente. El sabía que lo había hecho mal. Y era el primer perjudicado. Pero… no había sabido hacer otra cosa. A veces tenía la conciencia de que no había hecho nada con sensatez en toda su vida. Debería romper con todo y todos, y empezar de nuevo.

Pero sus hijas: no las podía olvidar. Ni su hijo, el que venía.

– No, eso es lo único que tengo, la razón de todo.

– ¿Qué dices?

Gervasio había hablado en voz alta sin darse cuenta.

– Nada, no… estaba pensando en…

Joan se paró de repente y se quedó mirándolo expectante. Pero a Gervasio no le apetecía seguir con el tema. Tenía la certeza de que a Joan no le iba a gustar algunos de sus pensamientos y no quería enfadarse, ni discutir. Sabía que tenía los nervios a flor de piel… y quizás la frustración del encuentro de hacía unas horas con Jaime, no le habían beneficiado…

Ya casi era noche cerrada. Caminaron despacio unos metros más hasta que Joan se paró delante de Gervasio que caminaba con la cabeza gacha.

– ¿Qué pasa?

Hizo un gesto con la cabeza, como para despejarse. Reconocía esa calle… era la calle de Fermín. Miraba alrededor, y luego a Joan, que tenía fija su mirada en él. Y una mano levantada con unas llaves.

– Creo que Jaime y tú no habéis acabado en buena sintonía. Pero Jaime, aunque no te lo creas es un tío guay. Y me ha llamado.

– Pero… – Gervasio dudaba, estaba descolocado – vamos entonces.

– No, Ger, tú solo. Yo me voy. ¿Sabes volver al aparta-hotel?

– Sí, claro.

– Me voy entonces. Nos vemos pasado. Mañana estoy fuera.

Joan sabía que era algo que Gervasio debía hacer. No le gustaba la idea, creía que se estaba machacando innecesariamente. Pero a lo mejor hacía que saliera un poco del pozo en el que se había metido. Tenía dos niñas que le necesitaban, y una vida que reconducir.

Le llamaría cuando volviera de Madrid, a ver que tal.

Y él necesitaba también reconducir su vida. Y debía descubrir el misterio del regalo que recibió el día de Navidad. Y tenía el presentimiento que lo que iba a descubrir, le iba a afectar mucho. Pero no sabía si para bien, o para mal.

_______

Capítulo 96.

Jaime apoyó la copa de la cerveza en la mesa y se tiró en la silla. Se quedó mirando un rato al infinito, sentado de medio lado, marcando la provisionalidad de la situación. Se fue quitando la bufanda mecánicamente, y sin perder de vista ese punto en el infinito que había captado su atención.

Un gesto que venía de una persona sentada en una de las mesas de al lado, le sacó de su ensimismamiento.

– Hola, Rosa. ¿Qué tal? – dijo Jaime poniendo la mejor sonrisa en su rostro.

De la mesa de al lado del Carmen 13, se levantaba una compañera de la Universidad. Estuvieron dos minutos contándose las Navidades, minutos que a Jaime se le hicieron eternos. Le costaba un mundo atender a lo que le contaba su compañera, y otro mundo contestar algo coherente, por no decir lo que le costaba sonreír. Quería estar solo un rato… quería beberse la cerveza tranquilamente, y luego otra, y quizás ponerse “contentillo” porque a lo de borracho le era imposible llegar. El fondo serio y circunspecto que le inculcaron sus padres todavía seguía ahí.

Rosa y su marido acabaron por irse. Cuando lo hicieron se sintió culpable de no haberles prestado todo su atención, o cariño, o lo que fuera. Rosa le caía bien… era buena gente, y siempre estaba dispuesta a echarle una mano, y a pedirle ayuda si lo necesitaba, y eso le gustaba. Esperaba que no se le hubiera notado sus ganas de que la charla acabara.

– Y eres un inútil en las relaciones sociales, no son lo tuyo – se dijo en un volumen apenas imperceptible.

A lo mejor si seguía teniendo relación con Joan y los demás, le entraba al final un no sé qué loco, y se sacaba un poco más el palo que seguía llevando a manera de espina dorsal y aprendía a relacionarse con naturalidad.

Eso le decía un profesor de literatura que tuvo en el instituto. “Te falta mucha naturalidad, Jaime. Tus diálogos son lo menos natural del mundo. Y el fluir de las palabras, es abrupto, es una montaña rocosa”. Pero él insistía, e insistía… recuerda que ese profesor, cuando ya había acabado el Instituto, se lo encontró un día en la Universidad, porque iba a dar un seminario sobre escritura, y le invitó. El aula que habían elegido de la Universidad de Zaragoza, estaba medio vacía, apenas se habían apuntado 7 personas. Le daba pena ese profesor… las ganas que le ponía, y tan poco éxito. Pero fue interesante, y retomó su afición por escribir, porque hacían como pequeñas representaciones de naturalidad, porque una cosa curiosa es que todos en ese curso parecían tan asociales como él.

No sabe si le sirvió para escribir mejor, pero si que le sirvió para sentirse menos envarado, y le hubiera servido más si su madre no se hubiera enterado del curso, y de que lo daba el Profesor Juvenal.

– Ese hombre es un desviado, Jaime. Solo quiere sodomizarte, como todos los de su ralea.

Y no se atrevió a llevar la contraria a su madre. Tardó otros cuatro años en conseguirlo, ya emancipado e independiente económicamente.

– Pero él quería a su familia, sobre todo a sus hermanos. Y les echaba de menos. Sobre todo a Ángel, el pequeño.

– 20 años ya – se escuchó diciendo – y me lo están amargando.

Ángel era otro verso suelto dentro de su familia. Era un alma llena de sensibilidad, de arte. Pero para sus padres, esas cualidades iban unidas a una determinada condición sexual, que ellos deploraban. Y cortaban todas sus iniciativas en ese aspecto. Él hubiera querido estudiar Bellas Artes, o algo relacionado con la música. Tocaba el piano, pero… no le habían dejado estudiar en serio. Solo como un complemento social.

– Ese mundo es de depravados – le dijo su madre como si estuviera escupiendo.

Ángel bajó la cabeza, y Jaime lo recuerda con angustia. Él calló también. Ángel era un chico alegre, muy social. Lo contrario que él. Iba a su bola, ligaba, tenía multitud de amigos. Pero en cuanto entraba en casa, era un joven cabizbajo, triste.

Jaime llegó a pensar que todo era una actuación. Viéndole así, sus padres estaban contentos. “Manda cojones que mis padres prefieran a Ángel triste”. “Es lo que se espera de un hombre, responsabilidad ante la vida” diría su padre.

Sus otros hermanos eran tristes. No recuerda ya si siempre lo fueron, o sufrieron la misma transformación que Ángel. Ya trabajaban los dos: el mayor, José Luis en un banco, con un futuro muy prometedor. Y Fernando, un prometedor arquitecto, lleno de proyectos de casas adosadas con jardines. Y chalets para ricos. Su padre le puso el estudio. 25 años, y ya con estudio propio. Y le puso los clientes, claro: los amigos, los que le deben favores, a los que mantiene de una u otra forma.

Ángel lo llamó el día de Navidad. Durante la fiesta en casa de Joan. ¡Qué alegría sintió! Algo por dentro se le encendió. Y hablaron… al principio un poco cortado, sí, era como si no supieran como empezar a contarse todas las cosas pendientes, sus alegrías, sus tristezas… hacía al menos cuatro meses que no contactaban. Le llamaba desde el móvil de un amigo, porque sus padres le controlaban todavía las comunicaciones. No estaban seguro de que no siguiera el camino de Jaime, y no estaban dispuestos a perder otro hijo.

– Me voy a ir de casa, Jaime.

Se lo dijo así de sopetón.

– Vente aquí, tendrás un cuarto, y lo que te de la gana. No soy rico, pero…

– No, Jaime, no quiero comprometerte.

– No seas bobo, no lo haces. ¿qué me van a hacer?

– No lo sé, Jaime, no lo sé. Pero una vez me dijo papá que si se enteraba que te veía, te hundiría. Tú ya estabas perdido para ellos, pero no consentirían que me sodomizaras a mí.

– ¿Sodomizarte?

– Ya sabes como son, Jim, están como una chota, se piensan que un gay va culo a culo, taladrando a todos, incluidos a sus hermanos y padres o hijos. Están enfermos, Jim, un par de tornillos les quedan solo en su cabeza…

– Da igual te vienes y…

– No, Jim, no pienso salir de dudas de si son capaces de algo o no. Me voy a la otra punta, además no me voy solo.

Jaime se sonrió.

– ¿Cómo se llama?

– Maika, es más buena…

– ¿Es o está?

– Bobo, Jim, eres bobo. Ya sabes que yo solo miro el interior – le contestó en tono de falso ofendido.

Se iba a la aventura. A pintar, a trabajar en un bar en Málaga.

– Pero Ángel, no estás acostumbrado a esa vida…

– Ya me acostumbraré, no hace falta dinero para ser feliz…

– Lo vas a pasar mal… si quieres te ayudo… estás acostumbrado a una vida…

– No Jim, no… bueno, si necesito, te llamo, ya sabes…

Pero de repente se cortó la llamada. Lo último que escuchó fue un “¡Joder!” Y un ruido parecido al de un bofetón.

Y luego silencio.

Se quedó un rato mirando al teléfono, como un tonto, pensando que… pensando mil cosas, mil tragedias, la más probable que le hubiera pillado su padre.

Al cabo de unos minutos, se armó de valor, y marcó el número desde el que le había llamado, pero no contestaba nadie. Empezó a caminar por la habitación de Joan en la que se había refugiado para hablar con él… volvió a marcar… nada.

Iba a salir en busca de Joan… no quería atormentarle con más problemas, pero… debía… no sabía que hacer, ni a quién recurrir… envidiaba a Joan por esa capacidad de asumir los problemas más tremendos, o más livianos… todos… tenía recursos… sabía que hacer, o al menos por dónde empezar… algo se le ocurriría…

Pero antes de salir en su busca, el teléfono sonó. Una voz desconocida, le habló..

– ¿Eres Jaime? El de Ángel…

– ¿Quién eres, dónde está Ángel? ¿Qué ha pasado?

– La hostia tío, era tu viejo. Soy “Javi el Pupas” no se si caes.

– Sí, sí pero por Dios, dime que hostias ha pasado – le contestó atropelladamente.

– Tu viejo, tío. Una pasada. Ha entrado y le ha soltado una hostia a tu brother que le ha tirado al suelo, tío, ¡qué pasada! Y un pavo que venía con él me ha dado un puñetazo de la hostia, estoy sangr…

– ¿Y Ángel?

– Pues tío, que al final se ha levantado, y tal, y se ha enfrentado a tu viejo, y casi se pegan de hostias, y el tipo ese casi le parte la crisma, pero estaba Martín, no sé si te acuerdas de él, el que trabaja en la fundición, y se ha tirado encima del tío ese, y Ángel ha podido salir corriendo.

– Y…

– Ni puta idea, tío. No me habló de nada, tío, por si pasaba algo. Habrá ido a donde su costilla, tío, se iban mañana o así, no sé, tío… pero…hostia, no dejo de sangrar como un cerdo en matanza, me voy a ir a las urgencias a que me cosan, tío, luego te llamo si eso… ¡Qué pasada con tu viejo, tío!

Todo era muy surrealista. No estaba preparado para eso. Eran demasiadas cosas. Hablar con su hermano, y tener la constatación de que estaba pagando parte de sus pecados, parte de los pecados de Jaime al ser un desviado y ser éste la imagen a la que había seguido desde peque…

Y desde el día de Navidad, no había tenido noticias.

“El Pupas” no había vuelto a cogerle el teléfono. Jaime imaginaba que el Arturo, el Chófer de su padre, habría sido convincente en una segunda visita.

– Arturo es una mala bestia…

Apuró la caña antes de levantarse a por otra.

– Si quieres te la traigo yo.

Se pasó las manos por los ojos para secarse las lágrimas que habían aparecido y ver quién le hablaba.

– ¿Me puedo sentar?

Jaime se encogió de hombros.

– Tú mismo, Ricardo. ¿Qué versión de Ricardo toca hoy? ¿El que me enamora, o el puto gilipollas engreído?

Ricardo bajó la cabeza, y empezó a dar media vuelta para volver a salir del Carmen 13.

– No seas bobo, Ricar, tráeme la caña, y perdóname. No estoy hoy…

Ricardo seguía su camino hacia la calle.

– Por favor – Jaime se incorporó en la silla para salir en su busca – Perdóname. Y siéntate, ya voy yo…

– Deja – le dijo volviendo sobre sus pasos, disimulando su satisfacción por haber conseguido que Jaime se levantara tras él – ¿Caña?

– Sí gracias.

Ricardo se acercó con la bebida de Jaime y se sentó a horcajadas en una silla que estaba puesta con el respaldo hacia la mesa.

– ¿Desde cuando te sientas así? – A Jaime le extrañó de repente ese comportamiento.

– Na, de siempre, pero habrá coincidido… va, ya me pongo bien, no me mires así, pareces mi padre.

– No, no… si yo… a tu ¿bola? ¿Se dice así?

– Na… sí, se dice así, quería decir que na, que no importa… – ¿Y Carlos?

– ¿Carlos?

– Sí, es que necesitaba hablar con él y tal… va, por una tontería, pedirle un favor…

– Pues ni idea, si quieres… bueno te iba a decir de llamarlo, pero…- Jaime había recordado que no tenía su número de teléfono.

– No, si el número lo tengo yo…

– Pues llámalo, a qué… – Jaime, sin darse cuenta se estaba enfadando, porque no entendía que si alguien quería hablar con alguien, y tenía su teléfono, fuera preguntando a los demás si lo habían visto. Y esa forma de sentarse en una cafetería que estaba llena de gente, le parecía de un chulo y prepotente.

– Vale, vale, no te mosquees, casi si me voy… – Jaime mostrándose digno.

– Mira, haz lo que te de la gana.

– Vale, perdona. Es que… – tuvo un impulso y con un movimiento rápido, le dio un beso en la mejilla a Jaime.

Y éste, sorprendido, no pudo menos que sonreír…

______

(Continúa)

Capítulos 97 en adelante.

24 pensamientos en “Una buena mañana para correr. (Capítulos 1 al 96)

  1. En caso de que notéis algún error, me lo decís… ¿eh?

    Lo podéis hacer en un comentario, o por mail.

    besos.
    muchos.
    envueltos.

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  6. Son las 3:40 de la madrugada. Me lo acabo de leer entero. Espero el próximo capítulo con ansia! 😀

    De verdad, me ha gustado mucho lo que he leído y no sé qué decir… ¿gracias? Sí, gracias.

    Un día sabrás por qué 🙂

    • Me alegra Chiqui que vuelvas a bloguear. Y todavía más si es para leerte este pedazo de relato de una sentada.
      Y bueno, que decir encima si te ha gustado.
      Hoy has conseguido que mi ego crezca un poquito… jijijiji.

      besos.
      muchos.
      envueltos.

  7. LLevo dos días leyendo , acabo de dejarlo en el capítulo 50 .
    Esperaba algo muy intimista , dramático , sentimental…quizás por ese capítulo que leí suelto , y que ahora que lo pienso…mira que ir a leer la muerte de uno de los protagonistas…., que me pregunto cuando decidiste matarlo , seguro que por una vez en la vida un lector lo ha sabido antes que tú. El caso es que como te decía esperaba algo muy intimista y ha resultado todo un hervidero de sensaciones y sentimientos que no deja ni un momento de respiro , que más que leerse se visualiza ( quedaría genial como guión para una serie ), y que para mi , que todavía sigo recluido en casa con la peste ésta de la gripe , está siendo todo un regalo.
    Muchas gracias.
    Abrazos

    • pucho, la verdad, es que acabaré invitándote a un café.
      Gracias. me alegra que guste.
      Venga, anda, que solo te quedan 24 capítulos. De momento.
      :p

      besos.
      muchos.
      envueltos.

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